La cabaña del tío Tom (54 page)

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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—Desde luego que tiene usted una alta opinión de mi bondad —dijo el plantador con una sonrisa—, pero le aconsejo que no hable usted tan fuerte, ya que hay personas a bordo del barco que pueden ser bastante menos tolerantes con sus opiniones que yo. Más vale que se espere hasta que lleguemos a mi plantación y allí nos puede insultar a todos a sus anchas.

El joven se ruborizó y sonrió, y pronto estuvieron absortos con una partida de backgammon. Mientras tanto, otra conversación tenía lugar en la parte inferior del barco, entre Emmeline y la mujer mulata con la que estaba atada. Como era natural, intercambiaban detalles de sus respectivas historias.

—¿A quién pertenecías tú? —preguntó Emmeline.

—Bien, mi amo era el señor Ellis, que vivía en la calle Levee. Quizás hayas visto la casa.

—¿Te trataba bien? —preguntó Emmeline.

—Casi siempre, hasta que cayó enfermo. Lleva más de seis meses enfermo a rachas, y ha estado muy inquieto. Era como si no quisiera que descansara nadie, día o noche; y se puso tan exigente que nada lo satisfacía. Era como si se enfadara más con cada día que pasaba; a mí me tuvo levantada por las noches hasta que no podía más, y cuando me dormí una noche, ¡Dios mío! me habló de forma horrible y me dijo que me vendería al peor amo que pudiera encontrar; y eso que me había prometido la libertad cuando él muriese.

—¿Tenías amigos? —preguntó Emmeline.

—Sí, mi marido, que es herrero. El amo solía tenerlo arrendado. Se me llevaron de allí tan deprisa que ni siquiera he tenido tiempo de verlo; y tengo cuatro hijos. ¡Ay de mí! —dijo la mujer, cubriendo el rostro con las manos.

Es un impulso natural en todos nosotros, cuando oímos una historia triste, pensar en algo que decir a modo de consuelo. Emmeline quería decir algo, pero no se le ocurría nada que decir. ¿Qué se podía decir? Como de mutuo acuerdo, las dos evitaron, con temor y espanto, mencionar al hombre repugnante que era su amo ahora.

Es verdad que existe la fe religiosa hasta en la hora más oscura. La mujer mulata era miembro de la iglesia metodista y tenía un espíritu de piedad muy sincero, aunque no muy instruido. A Emmeline la habían educado con mucha más inteligencia: le habían enseñado a leer y a escribir y le habían instruido diligentemente en el conocimiento de la Biblia, a través de los cuidados de un ama fiel y piadosa; sin embargo, ¿no sería una prueba para el cristiano más firme encontrarse aparentemente abandonado por Dios y en manos de una violencia despiadada? ¡Cuánto más debe de sacudir la fe de los pobres desvalidos de Cristo, con escasos conocimientos y pocos años!

El barco siguió adelante, con su cargamento de penas, subiendo las aguas rojas, turbias y fangosas, a través de los abruptos meandros tortuosos del río Rojo; y los tristes ojos contemplaban cansados las empinadas orillas de arcilla roja, que se deslizaban siempre igual. Por fin se detuvo el barco en un pequeño pueblo y Legree desembarcó con su grupo.

Capítulo XXXII

Lugares oscuros

Los lugares oscuros de la tierra se han convertido en guaridas de violencia
[53]
.

Arrastrándose agotados tras un rústico carro sobre un camino más rústico aún, Tom y sus compañeros seguían su marcha. En el carro estaba sentado Simon Legree y las dos mujeres, todavía encadenadas juntas, estaban almacenadas con el equipaje en la parte de atrás. Todo el grupo se dirigía a la plantación de Legree, que estaba bastante lejos.

Era una carretera agreste y descuidada que se retorcía primero entre monótonas pinadas, donde silbaba melancólicamente el viento, y luego entre calzadas de troncos, a través de largas ciénagas con lúgubres cipreses que se alzaban desde el suelo blando y viscoso y de los que colgaban largas coronas de musgo fúnebre, mientras se deslizaba de vez en cuando la forma odiosa de una serpiente de agua entre los tocones rotos y las ramas destrozadas que yacían aquí y allá, pudriéndose en el agua.

Este camino le parece bastante desconsolado al forastero que, con el bolsillo repleto y un caballo bien dotado, lo huella en solitario para realizar algún recado, pero más triste y melancólico le parece a un hombre cautivo, a quien cada paso aleja más de todo lo que puede querer y anhelar un hombre.

Esto es lo que hubiera pensado quien viese la expresión hundida y desalentada de aquellos rostros oscuros, el cansancio nostálgico y paciente con el que aquellos tristes ojos se posaban sobre los objetos que iban pasando uno tras otro a lo largo de su aciago viaje.

Simon siguió adelante, sin embargo, con aparente satisfacción, bebiendo de vez en cuando de un frasco de alcohol que guardaba en el bolsillo.

—¡Eh, vosotros! —dijo, girándose y dándose cuenta de un vistazo de los rostros desalentados de los que iban detrás—. ¡Cantad alguna canción, muchachos, vamos!

Los hombres se miraron; se repitió el «Vamos», acompañado de un chasquido del látigo que tenía el amo en las manos. Tom empezó a cantar un himno metodista.

Jerusalén, mi feliz hogar,

el nombre que adoro.

¿Cuándo acabarán mis penas?

¿Cuándo vendrán tus…

—¡Cállate, negro maldito! —berreó Legree—. ¿Es que te creías que quería oír algo de vuestro maldito metodismo? ¡Vamos, cantad algo vivo y alegre!

Otro de los hombres empezó a cantar una de esas canciones sin sentido, muy comunes entre los esclavos.

El amo me vio coger un mapache,

¡Arriba, muchachos, arriba!

Rió hasta reventar, ¿veis la luna?

¡Jo, jo, jo, chicos, jo!

Jo, ju, jo, eh, oh!

El cantante parecía inventar la canción a su propio gusto, según iba cantando, sin esforzarse mucho porque tuviera sentido; y el resto del grupo se unía para cantar el estribillo:

Jo, jo, jo, chicos, jo!

Jo, ju, jo, eh, oh!

Cantaron con gran estrépito y esforzándose mucho para estar alegres; pero ningún lamento desesperado, ninguna plegaria apasionada hubiera podido contener una pena más profunda que las salvajes notas del estribillo. ¡Como si el pobre corazón mudo, bajo amenaza y encarcelado, se refugiase en el santuario inarticulado de la música, encontrando en ella un lenguaje con el que susurrar su plegaria a Dios! Su canción encerraba una plegaria que Simon no podía escuchar. Él sólo oía a unos muchachos cantando estrepitosamente, y eso lo satisfizo, pues conseguía «mantenerlos contentos».

—Bien, querida mía —dijo, volviéndose hacia Emmeline y poniendo la mano sobre su hombro—. ¡Casi estamos en casa!

Cuando Legree gritaba y bramaba, Emmeline se aterrorizaba; pero cuando le ponía la mano encima y le hablaba como en esta ocasión, sentía que preferiría que la golpease. La expresión de sus ojos la llenaba de repugnancia y le ponía los pelos de punta. Involuntariamente se acercó más a la mulata como si fuese su madre.

—Nunca has llevado pendientes —dijo él, cogiendo su pequeña oreja entre sus rudos dedos.

—No, amo —dijo Emmeline, temblando y mirando hacia abajo.

—Bien, pues yo te daré un par cuando lleguemos a casa, si te portas bien. No te asustes así; no pienso hacerte trabajar mucho. Te lo pasarás en grande conmigo, vivirás como una señora… sólo tienes que portarte bien.

Legree había bebido tanto que le daba por ser muy magnánimo; y en estos momentos, más o menos, la valla de su plantación se alzó ante sus ojos. La hacienda había pertenecido anteriormente a un caballero rico y de buen gusto, que había puesto mucho cuidado en la disposición de su propiedad. Al morir insolvente, Legree la compró a muy buen precio y la utilizaba, como todo lo demás, sólo como un instrumento para ganar dinero. El lugar tenía esa apariencia ajada y abandonada que siempre produce la evidencia de que los cuidados del antiguo amo han dado paso a la decadencia total.

Lo que había sido un césped bien cuidado delante de la casa, salpicado aquí y allí de arbustos ornamentales, ahora estaba cubierto de una hierba desaliñada y enmarañada, con postes para atar los caballos clavados por doquier, rodeados de zonas pisoteadas y sin hierba, con cubos rotos, mazorcas de maíz y otros desechos esparcidos alrededor. En algunos puntos, algún jazmín o madreselva enmohecido colgaba desordenado de un tiesto ornamental, que había sido apartado para utilizarlo como poste de caballos. Lo que antaño había sido un huerto estaba ahora cubierto de malas hierbas, a través de las cuales asomaba la cabeza, de vez en cuando, alguna flor exótica. El antiguo invernadero estaba sin cortinas y en los desvencijados estantes quedaban algunas macetas secas y abandonadas con cañas clavadas en ellas, y unas hojas marchitas que atestiguaban que habían sido plantas alguna vez.

El carro subió por un camino de gravilla y maleza, bajo una avenida de nobles árboles del paraíso, cuyas gráciles formas y frondosas hojas parecían ser las únicas cosas que el abandono no podía arredrar ni alterar, como espíritus nobles, tan profundamente arraigados en la bondad que prosperan y se fortalecen entre el desaliento y la decadencia.

La casa había sido grande y hermosa. Estaba construida a la manera típica del sur, con un ancho porche de dos alturas rodeando toda la casa, al que daban todas las puertas que comunicaban con el exterior, soportado en la parte inferior por unos pilares de ladrillo.

Pero ahora parecía desolada e incómoda; algunas ventanas estaban tapadas con tablas, otras tenían lunas rotas y contraventanas que colgaban de una sola bisagra: todo testimoniaba un absoluto abandono y despreocupación.

Trozos de tabla, paja, viejos barriles y cajas podridas adornaban el suelo en todas direcciones; y tres o cuatro perros de aspecto feroz, advertidos por el sonido de las ruedas del carro, salieron a la carrera y sólo con grandes esfuerzos los sirvientes andrajosos que salieron tras ellos consiguieron que no atacaran a Tom y sus compañeros.

—¿Veis lo que os espera? —dijo Legree, acariciando a los perros con torva satisfacción, volviéndose hacia Tom y sus compañeros—. ¿Veis lo que os espera si intentáis escaparos? Estos perros han sido entrenados para cazar a los negros, y lo mismo les daría zamparse a uno de vosotros que su comida habitual. Así que, a ver si andáis con cuidado. ¿Qué tal, Sambo? —dijo a un tipo harapiento, con un sombrero sin ala, que le prestaba serviles atenciones—. ¿Cómo van las cosas?

—De primera, amo.

—Quimbo —dijo Legree a otro, que hacía grandes aspavientos para atraer su atención—, ¿has hecho lo que te dije?

—Ya lo creo que sí.

Estos dos hombres negros eran los braceros más importantes de la plantación. Legree les había instruido tan sistemáticamente en barbarie y brutalidad como sus dogos; y tras largo tiempo dedicados a la práctica de la dureza y la crueldad, había conseguido que sus naturalezas alcanzaran más o menos la misma gama de capacidades que ellos. Se suele considerar, y es un hecho que se utiliza para vilipendiar el carácter de su raza, que los capataces negros siempre son más tiránicos y crueles que los blancos. Sólo significa que la mente de los negros ha sido más degradada que la de los blancos. No es más cierto de esta raza que de cualquier raza oprimida del mundo. El esclavo siempre es un tirano si se le brinda la ocasión.

Legree, como alguno de los potentados de los que leemos en los libros de historia, gobernaba su plantación con una especie de división de fuerzas. Sambo y Quimbo se odiaban cordialmente el uno al otro, y todos y cada uno de los braceros de la plantación los odiaban cordialmente a ambos, por lo que, jugando a enfrentar a estas fuerzas entre sí, era casi seguro que una de las tres le informaría de todo lo que ocurría en el lugar.

Nadie puede vivir sin ninguna relación humana, por lo que Legree animaba a sus dos satélites negros a que lo trataran con una especie de vulgar campechanería, la cual, sin embargo, podía causarle problemas a alguno de ellos en cualquier momento, ya que cada uno estaba siempre dispuesto, a la mínima provocación y a la más leve señal del amo, a vengarse de su rival.

Al verlos ahí de pie junto a Legree, parecían una buena ilustración del hecho de que los hombres brutales son incluso más rastreros que los animales. Sus burdas y pesadas facciones oscuras, sus grandes ojos mirándose el uno al otro con envidia, su entonación bárbara, gutural y medio salvaje, sus prendas harapientas ondulando al viento: todo estaba en perfecta armonía con la naturaleza malsana y vil de todo lo que había en aquel lugar.

—¡Eh, tú, Sambo! —dijo Legree—. Lleva a estos muchachos a los barracones; y aquí tienes a una muchacha que te he traído a ti —dijo, separando la mulata de Emmeline y empujándola hacia él—. Ya sabes que prometí traerte a una.

La mujer se sobresaltó y, retrocediendo, dijo de pronto:

—¡Ay, amo, he dejado a mi viejo en Nueva Orleans!

—¿Y qué? ¿No te hará falta otro aquí? ¡No me contestes ahora, vete! —dijo Legree alzando el látigo.

—Ven, damita —dijo a Emmeline—. Entra tú aquí conmigo.

Durante un instante se vio un rostro oscuro y desencajado mirar por una ventana de la casa y, al abrir Legree la puerta, una voz femenina dijo algo con un tono acelerado e imperioso. Tom, que miraba con ansioso interés a Emmelme mientras entraba, se dio cuenta y oyó cómo contestaba Legree airado:

—¡Cállate! ¡Haré lo que me plazca, digas tú lo que digas! —Tom no oyó más, porque tuvo que seguir a Sambo a los barracones. Era una especie de calle de burdas chabolas puestas en fila, en una parte de la plantación alejada de la casa. Tenían un aspecto abandonado, brutal y desolado. A Tom se le cayó el alma cuando los vio. Se había estado consolando con la idea de una casita, que, aunque rudimentaria, pudiera dejar aseada y tranquila, y donde pudiera tener una repisa en la que poner su Biblia y un lugar donde estar solo después de las horas del trabajo. Se asomó a varios: eran simples cáscaras desnudas, sin muebles de ninguna clase, sólo un montón de paja sucísima, extendida de cualquier manera sobre el suelo, que no era más que la tierra endurecida por las pisadas de innumerables pies.

—¿Cuál de éstos es para mí? —preguntó dócilmente a Sambo.

—No lo sé; te puedes meter aquí, supongo —dijo Sambo—; supongo que cabe otro; ya hay un buen montón de negros en cada uno; desde luego no sé dónde voy a meter a más.

A última hora de la tarde, los cansados ocupantes de los barracones regresaron en tropel, hombres y mujeres, con ropas sucias y andrajosas, malhumorados e incómodos, y nada dispuestos a dar la bienvenida a los recién llegados. La pequeña aldea resonaba con ruidos poco acogedores: voces roncas y guturales discutiendo ante los molinillos manuales donde tenían que convertir en harina el trozo de duro maíz para hacer la torta que sería su única cena. Desde la primera luz de la aurora, habían estado en los campos, obligados a trabajar por los implacables látigos de los capataces; porque era el punto álgido de la temporada y no ahorraban medios para sacarle a cada uno todo lo que era capaz de dar. «Lo cierto es», dice el despreocupado holgazán, «que recoger algodón no es un trabajo duro». ¿No lo es? Y tampoco pasa nada si te cae una gota de agua sobre la cabeza; sin embargo la peor tortura de la Inquisición consiste en dejar caer gota tras gota, con invariable sucesión, sobre el mismo punto; y el trabajo, aunque no sea difícil en sí, se hace duro cuando te obligan a realizarlo hora tras hora, con una monotonía sin tregua, sin siquiera la conciencia del libre albedrío para aliviar el tedio. Tom buscó en vano entre la cuadrilla que llegaba unas caras amigables. Sólo vio a hombres hoscos, ceñudos y embrutecidos y a mujeres endebles y decaídas, o mujeres que no eran mujeres, pues las fuertes apartaban a las débiles. Vio el salvaje egoísmo ilimitado de seres humanos de los que no se esperaba ni exigía ningún bien; y quienes, al ser tratados en todos los aspectos como animales, habían caído tan cerca del nivel de los animales como es posible en un ser humano. El sonido de los molinillos se oyó hasta muy avanzada la noche, porque eran pocos para el número de usuarios, y los más agotados y débiles eran apartados por los más fuertes y eran los últimos en cenar.

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