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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (25 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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«He recibido la tuya… demasiado tarde. Creí todo lo que me dijeron. Estaba desesperado. Estoy casado, y todo ha terminado. Sólo te queda olvidar, es lo único que nos queda a los dos».

Así terminó el romance y el ideal de vida para Augustine St. Clare. Pero quedaba lo real, como el barro desnudo, liso y húmedo que queda cuando se retira la ola azul y centelleante, con toda la compañía de barcos deslizantes con sus velas blancas como alas y la música de los remos y las aguas cantarinas: ahí se queda el barro, liso, yermo y viscoso, demasiado real.

Por supuesto en una novela las personas se rompen los corazones y mueren y ahí acaba todo; en un cuento, así es como debe ser. Pero en la vida real no morimos cuando se muere lo único que nos ilumina la vida. Aún tenemos que soportar unas sesiones muy ajetreadas de comer y beber, vestimos, caminar, comprar, vender, hablar, leer y todo lo que configura lo que se suele llamar vivir; a Augustine le quedaba esto aún. Si su esposa hubiera sido una mujer completa, aún podría haber hecho algo —como lo saben hacer las mujeres— para recomponer los hilos rotos de su vida y tejerlos en una tela luminosa. Pero Marie St. Clare ni siquiera se dio cuenta de que se hubiesen roto. Como hemos apuntado antes, era un bello cuerpo, un par de magníficos ojos y cien mil dólares; y ninguno de estos artículos era apto para auxiliar una mente enferma.

Cuando encontraron a Augustine tumbado en el sofá, pálido como la muerte, y dijo que la causa de su aflicción era un dolor de cabeza, ella le recomendó que oliese amoníaco; y cuando la palidez y el dolor de cabeza persistieron semana tras semana, sólo dijo que no había creído que el señor St. Clare fuera delicado; pero parece ser que era muy propenso a las jaquecas, y que era muy mala suerte para ella, porque a él no le apetecía salir con ella y parecía raro que saliese ella sola cuando hacía tan poco que se habían casado. En el fondo se alegraba Augustine de haberse casado con una mujer tan poco perspicaz; pero cuando desaparecieron el lustre y las cortesías de la luna de miel, descubrió que una bella joven que ha vivido toda su vida para que la mimaran y sirvieran los demás podría resultar ser un ama de casa difícil. Marie nunca había poseído gran capacidad de cariño ni mucha sensibilidad y lo poco que poseía se había trocado en un egoísmo muy fuerte e inconsciente, un egoísmo absolutamente irremediable por su estupidez y su ignorancia de cualquier necesidad que no fuera la propia. Desde la infancia había vivido rodeada de criados cuya única misión era hacer realidad sus caprichos; nunca se le había ocurrido, ni remotamente, que ellos pudieran tener derechos o sentimientos. Su padre, de quien era hija única, jamás le había negado nada que fuera humanamente posible concederle; y cuando llegó a la vida adulta, una heredera bella e instruida, tenía a todos los buenos partidos y a los menos buenos rendidos a sus pies, y no dudaba que Augustine era un hombre afortunado por haberla conseguido. Es un gran error suponer que una mujer sin corazón sea fácil de contentar en los asuntos amorosos. No existe sobre la tierra un ser más despiadado a la hora de exigir el cariño de los demás que una mujer totalmente egoísta; y cuanto menos bella se va haciendo, con más celos e intransigencia demanda el amor, hasta la última gota. Por lo tanto, cuando St. Clare empezó a descuidar las galanterías y las pequeñas atenciones que abundaban al principio por la costumbre de la conquista, descubrió que su sultana no estaba nada dispuesta a perder a su esclavo; hubo gran cantidad de lágrimas, pucheros y pequeñas tormentas además de disgustos, suspiros y reproches. St. Clare era generoso y poco dispuesto a sufrir, e intentaba aplacarla con regalos y halagos; y cuando Marie dio a luz una bella hija, sintió realmente despertar dentro de él, durante algún tiempo, algo parecido a la ternura.

La madre de St. Clare había sido una mujer de ideales y una pureza de carácter poco comunes, y Augustine puso su nombre a su hija, con la esperanza de que fuese una réplica de aquella imagen. Este hecho fue motivo de celos quisquillosos de parte de su esposa, que veía con suspicacia y disgusto la devoción absorbente de su marido por la niña; todo lo que le daba a la niña parecía escatimárselo a ella. Desde el momento del nacimiento de esta hija, su salud empeoró paulatinamente. Una vida de constante inactividad, del cuerpo y de la mente, la fricción del continuo aburrimiento y descontento, unidos a la debilidad normal que solía acompañar el período de maternidad, en pocos años convirtieron a la bella joven en una mujer marchita, amarillenta y enfermiza, cuyo tiempo se distribuía entre una variedad de achaques imaginarios y que se consideraba, en todos los sentidos, la persona más maltratada y doliente del mundo.

Sus diferentes males no tenían fin, pero su fuerte parecía ser la jaqueca, que a veces la confinaba en su habitación tres días de cada seis. Como, naturalmente, todas las disposiciones familiares estaban en manos de los criados, St. Clare encontraba su hogar muy poco confortable. Su única hija era extremadamente delicada y temía que, sin nadie que la cuidase, su salud e incluso su vida pudieran sacrificarse por culpa de la incompetencia de la madre. La había llevado con él en un viaje a Vermont y había persuadido a su prima, la señorita Ophelia St. Clare, que volviera con él a su residencia sureña; y en este momento se encuentran de vuelta a bordo de este barco, donde los hemos presentado a nuestros lectores.

Y ahora, mientras las lejanas cúpulas y torres de Nueva Orleáns se alzan ante nuestros ojos, nos queda tiempo para presentarles a la señorita Ophelia.

Quien haya viajado por los estados de Nueva Inglaterra recordará en alguna aldea fresca la amplia granja con su corral de césped bien barrido bajo la sombra del tupido follaje de los arces sacarinos; y recordará el aire de orden y quietud, de perpetuidad y reposo inalterables que parece respirar todo el lugar. No falta nada, y nada está estropeado; no hay ni un poste suelto en la valla ni una partícula de papel en el verde jardín, con sus macizos de lila que crecen bajo las ventanas. Dentro recordará habitaciones grandes y limpias, donde parece que nunca se hace ni se va a hacer nada, donde cada objeto está colocado en un lugar definitivo e inmutable y donde todos los acontecimientos domésticos transcurren con la precisión puntual del viejo reloj del rincón. En la «sala de guardar» familiar, como se le llama, recordará la librería formal y respetable con sus puertas de cristal, donde conviven decorosamente la
Historia
de Rollin,
El paraíso perdido
de Milton,
El progreso del peregrino
de Bunyan y la Biblia familiar de Scott con multitud de libros igualmente solemnes y decentes. No hay criados en la casa, sólo la dama con níveo gorro y lentes que se sienta a coser todas las tardes entre sus hijas como si no hubiera hecho ni fuera a hacer nada más; ella y sus hijas, a alguna hora temprana y olvidada del día «hicieron la casa» y durante el resto del tiempo, a todas las horas a las que se las puede ver a ellas, está «hecha». En el viejo suelo de la cocina jamás se ve una mancha de suciedad; las mesas, las sillas y los utensilios de cocinar jamás se ven desordenados o revueltos, aunque se preparan tres o cuatro comidas al día, se realizan la colada y el planchado de la familia, y se producen de alguna forma misteriosa libras y libras de mantequilla y queso.

En una granja parecida la señorita Ophelia había pasado una existencia tranquila durante unos cuarenta y cinco años, hasta que su primo la invitó a visitar su mansión sureña. La mayor de una familia numerosa, sus padres aún la consideraban una de «los chicos» y la invitación a Orleáns era un acontecimiento trascendental dentro del círculo familiar. El anciano padre de cabeza cana sacó el atlas de Morse de la librería para buscar la latitud y longitud exactas, y leyó
Viajes en el Sur y el Oeste
de Flint para formar su propia opinión sobre la naturaleza de la región.

La buena madre preguntó ansiosa «si Orleáns no era un lugar terriblemente malvado» y dijo que le parecía «casi lo mismo que visitar las islas de Pascua o cualquier lugar pagano».

Supieron en casa del clérigo y en la del médico y en la sombrerería de la señorita Peabody que Ophelia St. Clare «hablaba» de marcharse a Orleáns con su primo; y por supuesto la aldea entera no podía menos que contribuir al proceso importantísimo de hablar del asunto. El clérigo, que tenía opiniones decididamente abolicionistas, tenía sus dudas sobre si tal paso no tendería a animar a los sureños a quedarse con sus esclavos, mientras que el médico, que era un colonizacionalista
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convencido, se inclinaba hacia la opinión de que era el deber de la señorita Ophelia ir, para demostrar a los de Nueva Orleáns que no tenía mala opinión de ellos después de todo. De hecho, era de la opinión de que la gente del sur necesitaba que le infundieran ánimos. Sin embargo, cuando ya era del dominio público que se había decidido a marcharse, durante quince días todos sus amigos y vecinos la invitaron a tomar el té, para enterarse debidamente de sus planes y perspectivas. La señorita Moseley, que iba a la casa para ayudar con la costura, iba averiguando datos importantes por los cambios que tenía que efectuar en el vestuario de la señorita Ophelia. Se pudo saber a ciencia cierta que el señor Sinclare, como solían abreviar su apellido en los alrededores, había apartado cincuenta dólares y los había entregado a la señorita Ophelia, diciéndole que comprara cuanta ropa quisiera, y que le habían enviado dos vestidos nuevos y un sombrero de Boston. En cuanto a la corrección de este dispendio extraordinario, había división de opiniones: algunos afirmaban que estaba muy bien, por una vez en la vida, teniéndolo todo en cuenta, mientras que otros aseveraban que hubiesen hecho mejor mandando el dinero a las misiones; pero todos estuvieron de acuerdo en que jamás se había visto en aquellas partes un parasol semejante al que se le había enviado desde Nueva York y que tenía un vestido de seda que valía por sí mismo, fuese lo que fuese lo que se pensara de su dueña. También hubo unos tremendos rumores sobre un pañuelo cosido a mano; incluso circulaba una versión según la cual la señorita Ophelia poseía un pañuelo totalmente bordeado de encaje y se añadió que hasta las esquinas estaban bordadas; no obstante, este último detalle nunca pudo constatarse satisfactoriamente y sigue siendo un misterio hoy.

La señorita Ophelia, como la vemos ahora, está de pie ante nosotros, alta, cuadrada y angulosa, con un reluciente vestido de viaje de lino marrón. Su rostro era delgado, con un perfil un poco afilado; los labios estaban apretados como los de una persona acostumbrada a tener opiniones tajantes sobre todas las materias, mientras que los oscuros ojos agudos tenían un peculiar movimiento escrutador, y examinaban todo como si buscaran algo de que hacerse cargo.

Todos sus movimientos eran bruscos, decididos y enérgicos, y, aunque nunca había sido muy habladora, cuando hablaba, sus palabras eran notablemente directas y pertinentes.

En sus costumbres, era el epítome del orden, el método y la exactitud. En la puntualidad, era inevitable como un reloj e inexorable como una locomotora; execraba y desdeñaba a cualquiera que no lo fuese.

El mayor de los pecados, a sus ojos, el súmmum de todos los males, lo expresaba con una palabra muy utilizada e importante en su vocabulario: «ineptitud». Su máxima expresión de desdén se plasmaba en la pronunciación enfática de la palabra «inepto», con la que daba a entender todas las formas de proceder que no tenían la finalidad directa e inevitable de cumplir algún propósito claramente definido en la mente. Las personas que no hacían nada o que no sabían exactamente lo que iban a hacer o que no emprendían el camino más directo hacia la consecución de lo que acometían, merecían su absoluto desprecio, que mostraba menos con lo que decía que con una especie de pétrea severidad, como si desdeñase hablar del asunto.

En cuanto al cultivo de la mente, ella poseía una mente clara, enérgica y activa, estaba bien versada en historia y los primitivos clásicos ingleses y tenía opiniones muy fuertes dentro de unos límites muy estrechos. Sus principios teológicos eran juntados, clasificados en categorías muy claras y distintas, y guardados como los paquetes de su baúl; existían en un número exacto, y nunca habría ni uno más. Lo mismo ocurría con sus ideas sobre la mayoría de los asuntos de la vida práctica, tales como todos los aspectos de la economía doméstica y las diferentes relaciones políticas de su aldea natal. Y por debajo de todo, más profundo, más alto y más ancho que todo lo demás, yacía el principio más fuerte de su ser: la rectitud. En ningún sitio la rectitud domina y absorbe tanto como en el caso de las mujeres de Nueva Inglaterra. Es una formación granítica que yace más hondo y se alza más alto que las mayores montañas.

La señorita Ophelia era esclava absoluta del «debería»». Una vez estaba convencida de que «el camino del deber»», como lo solía llamar ella, iba en una dirección determinada, ni el fuego ni el agua podrían apartarla de él. Iría directamente al fondo de un pozo o a la boca de un cañón cargado si estaba segura de que ése era el camino correcto. Su baremo de rectitud era tan alto, tan completo, tan minucioso y hacía tan pocas concesiones a la debilidad humana que, aunque luchaba con heroico ahínco por alcanzarlo, nunca lo conseguía y por supuesto esto hacía que le pesara un sentido constante y a menudo molesto de insuficiencia; daba a su carácter religioso un tinte severo y algo tétrico.

Pero ¿cómo es posible que la señorita Ophelia se lleve bien con Augustine St. Clare: alegre, despreocupado, impuntual, poco práctico y escéptico, quien, en resumen, pisoteaba con una libertad impudente cada una de las costumbres y opiniones más queridas de ella?

El caso es que la señorita Ophelia lo quería. Cuando niño, ella era la encargada de enseñarle el catecismo, remendarle la ropa, peinarle y señalarle en general el camino a seguir; y, como su corazón tenía una zona cálida, Augustine procedió como lo hacía con la mayoría de las personas, acaparando una buena porción para sí, y de esta forma no tuvo dificultad en persuadirle de que el «camino del deber» conducía a Nueva Orleáns, y que debía acompañarle para cuidar de Eva y evitar que todo se echase a perder durante los frecuentes achaques de su esposa. La idea de una casa sin nadie que la gobernara le llegó al alma; además, quería a la preciosa niña, como casi todos los que la conocían; y aunque consideraba a Augustine como un terrible pagano, lo quería, se reía de sus chistes y toleraba sus defectos hasta tal punto que resultaba totalmente increíble a los que la conocían. Pero nuestro lector debe ir descubriendo por conocimiento personal el resto de las cosas que se refieren a la señorita Ophelia.

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