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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (28 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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La señorita Ophelia, que poseía una considerable porción de la auténtica cautela de Nueva Inglaterra y un horror muy concreto a verse involucrada en las disputas familiares, empezó a prever que amenazaba una cosa de ese tipo; por lo tanto, compuso sus facciones en una expresión de férrea neutralidad y, sacando del bolsillo una labor de calceta que ya medía una yarda y media de longitud y que guardaba como remedio contra lo que el doctor Watts asevera es una costumbre personal de Satanás para con las personas de manos ociosas, se puso a tejer con gran energía, con los labios sellados de una forma que decía tan claramente como pudieran decirlo las palabras: «No me hagas hablar. No quiero saber nada de tus asuntos». De hecho, tenía aspecto de tener tanta compasión como un león de piedra. Pero a Marie eso no le importó. Había conseguido tener a alguien con quien hablar y sentía que hablar era su deber y eso era suficiente; por lo que, oliendo su frasco de sales nuevamente para refortalecerse, continuó:

—Verás, aporté mi propio dinero y criados cuando me casé con St. Clare y tengo derecho legal a disponer de ellos como me plazca. St. Clare tenía su propia fortuna y sus propios criados y me parece bien que los lleve a su manera; pero siempre se empeña en interferir. Tiene unas ideas curiosas y extravagantes sobre las cosas, especialmente sobre cómo tratar a los criados. Se comporta realmente como si antepusiera a los criados a mí y a sí mismo también; les deja hacer toda clase de travesuras y no levanta un dedo contra ellos. Ahora bien, en algunas cosas, St. Clare es tremendo de verdad, y me asusta, a pesar del aspecto de buen humor que suele tener. Ahora se ha empeñado en que, pase lo que pase, nadie imponga un castigo en esta casa excepto él y yo; y lo dice de tal manera que no me atrevo a llevarle la contraria. Puedes ver adónde conduce eso; St. Clare no levanta la mano aunque lo pisoteen todos ellos y yo… ya ves lo cruel que sería pedirme que me esforzara. Tú sabes que estos criados sólo son niños grandes.

—No sé absolutamente nada del asunto y doy gracias al Señor de que así sea —dijo escuetamente la señorita Ophelia.

—Bien, pero tendrás que saber algo, y saberlo a tu costa, si te quedas aquí. No sabes con qué hatajo de ingratos, tontos, descuidados, infantiles, poco razonables y provocativos tendrás que vértelas.

Marie se animaba extraordinariamente siempre que hablaba de este tema; en esta ocasión abrió los ojos y pareció olvidarse de su postración.

—No sabes, no puedes imaginarte las pruebas constantes a las que someten a un ama de casa, a todas horas y en todas partes. Pero no sirve de nada quejarse a St. Clare. El dice las cosas más extrañas. Dice que nosotros los hemos hecho como son y tenemos que aguantamos. Dice que sus defectos son culpa nuestra, y que sería cruel crear un defecto y luego castigarlo. Dice que nosotros no lo haríamos mejor, en su lugar; como si pudiéramos ponemos en la misma categoría.

—¿No crees que el Señor los hizo de la misma sangre que nosotros? —preguntó rudamente la señorita Ophelia.

—¡Por supuesto que no! ¡Dónde íbamos a ir a parar! Son una raza degenerada.

—¿No crees que tengan almas inmortales? —preguntó la señorita Ophelia, con una indignación cada vez mayor.

—Bien, eso —dijo Marie con un bostezo—, nadie lo pone en duda. Pero de ahí a ponerlos al mismo nivel que nosotros, como si se nos pudiera comparar, ¡es imposible! Ahora bien, St. Clare ha intentado hacerme creer que tener a Mammy separada de su marido es lo mismo que separarme a mí del mío. No se puede comparar. Mammy no podría tener los mismos sentimientos que yo. Es una cosa diferente, desde luego, y sin embargo, St. Clare finge que no lo ve. ¡Como si Mammy pudiese querer a sus sucios rorros como quiero yo a Eva! No obstante, una vez St. Clare intentó realmente persuadirme de que era mi deber, con mi mala salud y todo lo que sufro, dejar a Mammy que volviera a casa y coger a otra en su lugar. Eso era demasiado, incluso para mí. No suelo mostrar mis sentimientos, sino que soporto las cosas en silencio por principio; es la penosa suerte de una esposa, y me aguanto. Pero aquella vez estallé, de modo que no ha vuelto a mencionar el asunto desde entonces. Pero sé por su expresión y las cosas que dice que aún piensa lo mismo ¡y es muy molesto y exasperante!

La señorita Ophelia tenía todo el aspecto de tener miedo de decir algo; pero siguió traqueteando con las agujas de una forma preñada de significado, si Marie hubiera sabido interpretarlo.

—Así que ya ves —continuó— con lo que tienes que enfrentarte. Una casa sin gobierno, donde los criados van a la suya, hacen lo que les place y tienen todo lo que quieren, excepto en los aspectos en los que yo, con mi débil salud, he mantenido el control. Tengo a mano el látigo de cuero y a veces los zurro; pero el esfuerzo es siempre demasiado para mí. Si St. Clare consintiera que se hiciera como lo hacen los demás…

—¿Cómo?

—Pues mandándolos a la cárcel u otro sitio a que los azoten. Es la única manera. Si no fuera una mujer tan débil y enfermiza, creo que llevaría la casa con el doble de energía que St. Clare.

—¿Y cómo se las arregla St. Clare? —preguntó la señorita Ophelia—. ¿Dices que nunca les pega?

—Bien, los hombres tienen unos modales más enérgicos, ya sabes; les es más fácil; además, si lo miras directamente a los ojos —unos ojos peculiares— cuando habla con decisión, hay una especie de destello en ellos. A mí me da miedo, y los criados saben que tienen que andar con pies de plomo. Yo no consigo tanto con mis tormentas y regañinas como St. Clare con una mirada de esos ojos, cuando se pone serio. Oh, St. Clare no tiene problema; por eso no me tiene más compasión. Pero ya descubrirás cuando te pongas a gobernar que la severidad no sirve para nada, son tan malos, tan falsos y tan perezosos.

—La vieja cantinela —dijo St. Clare tranquilamente al entrar—. ¡Por cuántas cosas tendrán que responder estas criaturas malvadas, sobre todo por la pereza! Verás, prima —dijo, tendiéndose cuan largo era en el sofá enfrente del de Marie—, es totalmente imperdonable en ellos, esta pereza, a la vista del ejemplo que les damos Marie y yo.

—Vamos, vamos, St. Clare, ¡qué malo eres! —dijo Marie.

—¿Lo soy? Pues yo creía que estaba siendo bueno, por raro que parezca. Intento secundar tus palabras, Marie, siempre.

—Sabes bien que no querías decir eso, St. Clare —dijo Marie.

—Oh, pues entonces, debía de estar equivocado. Gracias por encauzarme, querida.

—Haces todo lo que puedes por provocarme —dijo Marie.

—Oh, vamos, Marie, el día se pone cálido y acabo de discutir largamente con Dolph, lo cual me ha fatigado muchísimo; así que sé agradable y déjame descansar a la luz de tu sonrisa.

—¿Qué pasa con Dolph? —preguntó Marie—. La impertinencia de ese individuo está llegando a un punto intolerable para mí. ¡Ojalá estuviera bajo mis órdenes solamente durante una temporada! ¡Ya lo pondría yo en su sitio!

—Lo que dices, querida, está teñido de tu agudeza y sensatez habituales —dijo St. Clare—. En cuanto a Dolph, éste es el caso: lleva tanto tiempo imitando mis gracias y perfecciones que ha llegado finalmente a creerse su propio amo, y me he visto obligado a hacerle ver su error.

—¿Cómo? —preguntó Marie.

—Pues me he visto obligado a darle a entender explícitamente que prefería quedarme con algunas prendas de mi propio vestuario para ponérmelas yo; después, le he racionado la colonia a su excelencia y he tenido la crueldad de limitarle a utilizar una docena de mis pañuelos de batista. A Dolph le ha sentado bastante mal y he tenido que hablarle como un padre para que se le pasara.

—¡Ay, St. Clare! ¿Cuándo aprenderás a tratar a los criados? ¡Es abominable cómo les consientes! —dijo Marie.

—Pero después de todo, ¿qué tiene de malo que el pobre quiera parecerse a su amo? Y si lo he educado para que crea que los mayores bienes son el agua de colonia y los pañuelos de batista, ¿por qué no dárselos?

—¿Y por qué no lo has educado mejor? —preguntó la señorita Ophelia muy directamente.

—Demasiado trabajo, prima; por pereza, que echa a perder más almas de lo que te puedes imaginar. Si no fuera por la pereza, yo mismo sería un perfecto ángel. Me inclino a pensar que la pereza es lo que el viejo doctor Botherem de Vermont solía llamar «la esencia de la perversidad moral». Es terrible pensarlo, desde luego.

—Creo que los dueños de esclavos tenéis una terrible responsabilidad —dijo la señorita Ophelia—. A mí no me gustaría tenerla por nada del mundo. Deberíais educar y tratar a los esclavos como seres razonables, como criaturas inmortales con las que tenéis que sentaros en el banquillo de Dios. Eso es lo que pienso —dijo la buena señora, dejándose llevar de repente por una marea de fervor que había ido cogiendo fuerza en su mente toda la mañana.

—Oh, vamos, vamos —dijo St. Clare, levantándose rápidamente— ¿qué sabes tú de nosotros? —y se sentó en el piano y empezó a tocar una pieza vigorosa. Tocaba firme y brillantemente y sus dedos se movían por el teclado con un movimiento ligero de pájaro, etéreo pero decidido. Tocó una pieza tras otra, como alguien que quiere ponerse de buen humor. Después apartó las partituras, se levantó y dijo alegremente—: Bien, prima, nos has dado un sermón y has cumplido con tu deber; en conjunto, te aprecio más por ello. No tengo ninguna duda de que me hayas lanzado un diamante de verdad pero, como me ha dado de lleno en la cara, al principio no he sabido apreciarlo.

—Por mi parte, no veo que sirva para nada ese tipo de conversación —dijo Marie—. Si hay alguien que haga más que nosotros por sus esclavos, me gustaría saber quién; y, además, a ellos no les sirve de nada en absoluto: se ponen cada vez peor. En cuanto a hablar con ellos y cosas así, pues yo he hablado con ellos hasta cansarme y quedarme sin voz, explicándoles sus deberes y todo eso; y desde luego que pueden ir a la iglesia cuando quieren, aunque no entienden ni una palabra más del sermón que si fueran cerdos, por lo que no les sirve de gran cosa ir, a mi modo de ver; sin embargo, van, y tienen todas las oportunidades, pero, como he dicho antes, son una raza degenerada y siempre lo serán y no tienen remedio; no puedes sacar provecho de ellos, por mucho que lo intentes. Verás, prima Ophelia, yo lo he intentado y tú no; yo nací y me crié entre ellos y lo sé.

La señorita Ophelia pensaba que había dicho suficiente y se quedó callada. St. Clare silbó una melodía.

—St. Clare, me gustaría que dejaras de silbar —dijo Marie—; me pone peor la cabeza.

—No silbaré más —dijo St. Clare—. ¿Hay alguna otra cosa que no quieres que haga?

—Quisiera que tuvieras un poco de compasión por mis males; nunca tienes ningún sentimiento por mí.

—¡Querido ángel acusador! —dijo St. Clare.

—Es provocativo que me hables de esta forma.

—Entonces, ¿cómo quieres que te hable? Hablaré como mandes, de la forma que me digas, para darte gusto.

Una risa alegre se oyó desde el patio a través de las cortinas de seda del porche. St. Clare salió, apartando la cortina, y se rió también.

—¿Qué ocurre? —preguntó la señorita Ophelia, acercándose a la barandilla.

Allí estaba Tom, en un musgoso banco del patio, con todos y cada uno de los ojales repletos de jazmines y Eva, riendo alegremente, le colgaba del cuello un collar de rosas; después se sentó en su regazo, aún riendo como un gorrión.

—¡Ay, Tom, qué gracioso estás!

Tom tenía una sonrisa benévola y serena y parecía disfrutar de la diversión a su manera tanto como su pequeña ama. Levantó la vista cuando vio a su amo con un aire algo molesto de disculpa.

—¿Cómo puedes permitírselo? —preguntó la señorita Ophelia.

—¿Por qué no? —preguntó St. Clare.

—Pues, no sé, me parece terrible.

—No te parecería mal que un niño acariciara a un gran perro, aunque fuese negro; pero te estremeces ante la idea de acariciar una criatura que piensa y siente y razona y es inmortal; reconócelo, prima. Sé muy bien lo que sentís vosotros los norteños. Y no quiero decir que sea una virtud que nosotros no lo compartamos, sólo que aquí la costumbre hace lo que debería hacer el cristianismo: eliminar el sentimiento de prejuicio personal. A menudo he observado en mis viajes al Norte que este sentimiento es mucho más fuerte en vosotros. Os repugnan como si fueran serpientes o sapos, y sin embargo os indignáis por las injusticias que sufren. No queréis que abusen de ellos, pero no queréis tener nada que ver con ellos personalmente. Los mandaríais a África, donde no los podríais ver ni oler, y luego enviaríais un misionero o dos para que se sacrificaran elevándoles el espíritu rápidamente a todos. ¿No es cierto?

—Bien, primo —dijo pensativa la señorita Ophelia—, puede que haya algo de verdad en lo que dices.

—¿Qué sería de los pobres y los humildes sin los niños? —dijo St. Clare, apoyándose en la barandilla para observar a Eva, que se alejaba corriendo, llevando a Tom consigo—. Los niños son los únicos verdaderos demócratas. En este momento, Tom es un héroe para Eva; sus historias le parecen maravillosas, sus canciones e himnos metodistas son mejores que la ópera para ella, los objetos que lleva en los bolsillos son una mina de diamantes y él es el Tom más magnífico que jamás haya existido con la piel negra. Ésta es una de las rosas del Edén que el Señor ha dejado caer para que las recojan los pobres y humildes, que reciben pocas rosas de otro tipo.

—Es curioso, primo —dijo la señorita Ophelia—, pareces un teórico cuando hablas de esa manera.

—¿Un teórico? —preguntó St. Clare.

—Sí, un teórico de la religión.

—En absoluto; no soy teórico, tal como decís los de la ciudad, y, lo que es peor, tampoco soy practicante, me temo.

—¿Por qué hablas así, entonces?

—No hay nada más fácil que hablar —dijo St. Clare—. Creo que Shakespeare hace decir a un personaje «Mejor enseñaría yo a una veintena lo que hay que hacer, que seguir, una entre veinte, mis propias enseñanzas»
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. No hay nada como la distribución del trabajo. Hablar es mi fuerte y el tuyo, prima, es hacer.

En la situación externa de Tom en estos momentos, no había nada de que quejarse, a los ojos del mundo. El afecto que le profesaba la pequeña Eva, la gratitud y cariño instintivos de una naturaleza noble, la habían llevado a pedir a su padre que fuera su asistente especial siempre que necesitara la compañía de un sirviente en sus paseos; y Tom tenía órdenes de dejar todo lo que estuviera haciendo y atender a la señorita Eva siempre que ella lo deseara, órdenes que no le eran nada desagradables, como pueden imaginarse nuestros lectores. Iba bien vestido, pues St. Clare era muy exigente en ese aspecto. Sus servicios en los establos no eran más que una sinecura, y consistían en una inspección cotidiana y en dar instrucciones a un sirviente subalterno; y es que Marie St. Clare había dicho que no toleraría que oliese a caballo cuando se le acercara y que no debía hacer ningún trabajo que pudiera hacerlo desagradable para ella, ya que su sistema nervioso no podía someterse a ninguna prueba de esa naturaleza; según decía ella, un tufo desagradable era suficiente para acabar con ella y poner fin a todas sus tribulaciones terrenales de una vez. Por lo tanto, Tom, con su traje bien cepillado de paño, su suave sombrero de castor, sus botas lustrosas, sus impecables puños y cuello y su bondadosa cara seria parecía lo bastante respetable como para ser un obispo de Cartago, como lo habían sido sus antepasados en otra época.

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