La cabaña del tío Tom (30 page)

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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—Espero que lo tomes en serio —dijo la señorita Ophelia.

—Supongo que tú compartes su opinión —dijo St. Clare—. Bueno, ya veremos, ¿verdad, Eva?

Capítulo XVII

La defensa del hombre libre

Al acabar la tarde había un suave bullicio en casa de los cuáqueros. Rachel Halliday iba tranquilamente de un sitio a otro, cogiendo de sus reservas caseras suministros que abultaran lo menos posible para proveer a los viajeros que habían de partir aquella noche. Las sombras vespertinas se extendían hacia el este y el rojo y redondo sol estaba posado amablemente sobre el horizonte iluminando con sus haces dorados y sosegados el dormitorio donde se encontraban sentados George y su esposa. Él tenía a su hijo sobre las rodillas y a su mujer cogida de la mano. Ambos tenían una expresión pensativa y seria y huellas de lágrimas en las mejillas. —Sí, Eliza —dijo George—, sé que es verdad todo lo que dices. Eres una buena persona, mucho mejor que yo, e intentaré hacer lo que dices. Intentaré portarme como debe hacerlo un hombre libre. Intentaré sentirme cristiano. Dios Todopoderoso sabe que he intentado hacer bien las cosas, que lo he intentado mucho, cuando lo tenía todo en contra: ahora olvidaré el pasado, desecharé todos los malos sentimientos, leeré la Biblia y aprenderé a ser un hombre bueno.

—Y cuando lleguemos a Canadá —dijo Eliza—, podré ayudarte. Puedo hacerme modista; y sé mucho de lavar y planchar las prendas finas; entre los dos sabremos salir adelante.

—Sí, Eliza, siempre que nos tengamos el uno al otro y a nuestro hijo. ¡Ay, Eliza, si supiera esta gente la bendición que supone que un hombre sienta que su esposa y su hijo le pertenecen a él! A menudo me ha sorprendido observar cómo se preocupaban de otras cosas hombres que podían decir que sus esposas e hijos eran suyos. La verdad es que me siento rico y fuerte aunque no poseamos más que las manos desnudas. Me siento incapaz de pedirle más a Dios. Sí, aunque he trabajado mucho todos los días hasta los veinticinco años y no tengo ni un centavo, ni techo sobre la cabeza, ni un terruño propio, si ahora me dejan en paz, me sentiré satisfecho, agradecido incluso; trabajaré y te mandaré dinero para ti y para mi hijo. En cuanto a mi antiguo amo, ha cobrado más de cinco veces lo que haya podido pagar por mí. No le debo nada.

—Pero aún no estamos fuera de peligro del todo —dijo Eliza—; aún no estamos en Canadá.

—Es verdad —dijo George—, pero me parece que huelo el aire libre y me hace sentir fuerte.

En este momento se oyeron voces conversando enérgicamente en la habitación contigua y poco después se oyó una llamada a la puerta. Eliza se levantó para abrirla.

Simeon Halliday estaba allí y le acompañaba un hermano cuáquero, que presentó como Phineas Fletcher. Phineas era alto, delgado y pelirrojo, con una expresión de perspicacia y astucia. No compartía el aire plácido, sosegado y espiritual de Simeon Halliday; al contrario, tenía un aspecto muy despierto y
au fait
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, como un hombre que se enorgullece de saber lo que se hace y se mantiene siempre a la expectativa, idiosincrasias que casaban mal con su sombrero de ala ancha y su lenguaje formal.

—Nuestro amigo Phineas ha descubierto una cosa de interés para ti y los tuyos, George —dijo Simeon—; te conviene escucharlo.

—Es verdad —dijo Phineas— y demuestra lo útil que es dormir con un oído siempre abierto en ciertos sitios, como he dicho siempre. Anoche me detuve en una pequeña taberna solitaria en la carretera. ¿Te acuerdas tú del lugar, Simeon, donde vendimos manzanas el año pasado a una mujer gorda con grandes pendientes? Bien, pues estaba cansado de tanto caminar, así que, después de cenar, me tumbé sobre un montón de bolsas en un rincón y me tapé con una piel de búfalo, esperando a que me preparasen la cama; y dio la casualidad que me quedé dormido.

—¿Con un oído abierto, Phineas? —preguntó tranquilamente Simeon.

—No; me dormí, oídos y todo, como un tronco durante un par de horas, porque estaba muy cansado; pero cuando me desperté un momento, vi que había algunos hombres en la habitación, sentados alrededor de una mesa, bebiendo y hablando; y decidí, antes de presentarme a ellos, ver lo que tramaban, ya que les oí decir algo sobre los cuáqueros. «De modo que», dijo uno de ellos, «están en la colonia cuáquera, sin duda», dijo. Entonces escuché con los dos oídos, y me di cuenta de que hablaban de vosotros. Así que me quedé tumbado y les escuché hacer todos sus planes. A este joven, decían, lo iban a enviar de vuelta a Kentucky a su amo, que iba a infligirle un castigo ejemplar para evitar que se escaparan otros negros; y dos de ellos iban a llevar a su esposa a Nueva Orleáns para venderla por cuenta propia, y calculaban que sacarían unos mil seiscientos o mil ochocientos dólares por ella; y el niño, según dijeron, era para un tratante que lo había comprado; y luego estaban Jim y su madre, que serían devueltos a sus amos de Kentucky. Dijeron que había dos alguaciles en un pueblo un poco más adelante que iban a ir con ellos a arrestarlos y que la mujer tendría que comparecer ante un juez; y uno de los individuos, que es pequeño y bien hablado, iba a jurar que era de su propiedad para que se la entregaran para llevarla al sur. Tienen una idea bastante clara de la ruta que vamos a seguir esta noche, y seis u ocho de ellos nos perseguirán. Así, pues, ¿qué vamos a hacer?

Después de esta comunicación, los miembros del grupo, que habían adoptado diferentes posturas, merecían que les retrataran. Rachel Halliday, que había apartado las manos de una hornada de galletas al oír las noticias, las mantenía levantadas y manchadas de harina, con una expresión de grave preocupación en el rostro. Simeon tenía un aspecto profundamente pensativo. Eliza había rodeado a su marido con los brazos y lo contemplaba. George tenía los puños apretados y los ojos llameantes, y tenía el aspecto que tendría cualquier hombre al que fueran a vender a la esposa en una subasta y al hijo a un tratante, todo bajo el amparo de las leyes de una nación cristiana.

—¿Qué hacemos, George? —preguntó Eliza desmayada.

—Sé lo que voy a hacer yo —dijo George, entrando en la pequeña habitación, donde se puso a examinar unas pistolas.

—¡Ay, ay! —dijo Phineas a Simeon con un movimiento de cabeza—. ¿Ves, Simeon, lo que va a pasar?

—Ya veo —dijo Simeon con un suspiro—. Espero que no llegue a tanto.

—No quiero que se involucre nadie conmigo o por mi culpa —dijo George—. Si puede prestarme su vehículo y darme direcciones, iré solo al próximo puesto. Jim es fuerte como un gigante y valiente como la muerte y la desesperación, y yo también.

—Bien, amigo —dijo Phineas—, pero aun así, vas a necesitar a un conductor. Ya sabes que te dejaremos, encantados, que pelees tú sólo, pero hay un par de cosas que sé yo de la carretera que no sabes tú.

—Pero no quiero implicarle —dijo George.

—¡Implicarme! —dijo Phineas, con una curiosa expresión aguda en la cara—. Cuando llegues a implicarme, házmelo saber.

—Phineas es un hombre sabio y hábil —dijo Simeon—. Harás bien, George, si te dejas guiar por su juicio y —añadió, poniendo la mano amablemente en el hombro de George y señalando las pistolas— no te precipites con éstas; la sangre joven es caliente.

—No atacaré a ningún hombre —dijo George—. Todo lo que le pido a este país es que me deje en paz, y yo me iré pacíficamente; pero —hizo una pausa y se oscureció su ceño y se torció su rostro— han vendido a una hermana mía en el mercado de Nueva Orleans. Sé para qué las venden, y ¿me voy a quedar quieto para ver cómo se llevan a mi esposa para venderla, si Dios me ha dado un par de fuertes brazos para defenderla? ¡No, que Dios me ayude! Lucharé hasta el último aliento, antes de dejar que se lleven a mi esposa y a mi hijo. ¿Me culpan ustedes?

—Ningún hombre puede culparte, George. La carne y la sangre humanas no pueden actuar de otra forma —dijo Simeon—. Desdichado es el mundo por culpa de las ofensas, pero desdichados sean los que las causan.

—¿Incluso tú harías lo mismo, en mi lugar?

—Ruego a Dios que no me ponga a prueba —dijo Simeon—; la carne es débil.

—Creo que mi carne sería lo bastante fuerte, en semejantes circunstancias —dijo Phineas, extendiendo los brazos como si fueran las aspas de un molino de viento—. No estoy seguro, amigo George, de que no te sujetaría a un tipo si tú tuvieses alguna cuenta pendiente con él.

—Si el hombre está justificado alguna vez a resistirse al mal —dijo Simeon—, entonces George debería sentirse libre para hacerlo ahora; pero los maestros de nuestro pueblo enseñaban un camino mejor; pues la ira del hombre no logra la justicia de Dios, sino que hace mucho daño a la voluntad corrupta del hombre y nadie puede recibirla salvo aquél a quien Él se la da. ¡Roguemos al Señor que no nos sintamos tentados!

—Ya ruego yo —dijo Phineas—, pero si nos sentimos tentados, ¡pues que anden con ojo, eso es todo!

—Está claro que no naciste entre nosotros —dijo Simeon con una sonrisa—. Tu antigua naturaleza sigue bastante fuerte dentro de ti.

A decir verdad, Phineas había sido un rústico espontáneo y viril y un entusiasta cazador de gamos con muy buena puntería; pero después de hacerle la corte a una guapa cuáquera, la fuerza de los encantos de ésta le instó a apuntarse en la sociedad más cercana a su casa; y aunque era un miembro honrado, sobrio y cumplidor y nadie tenía nada que decir en su contra, los más místicos de entre ellos no podían menos que observar una gran falta de celo en su desenvolvimiento.

—El amigo Phineas siempre será muy suyo —dijo sonriente Rachel Halliday—; pero todos estamos convencidos de que es un hombre cabal.

—Bien —dijo George—, ¿no deberíamos apresurarnos a huir?

—Yo me he levantado a las cuatro y me he venido a toda prisa, llevándoles dos o tres horas de ventaja por lo menos, si salen a la hora que tenían prevista. No será seguro salir antes del anochecer, en todo caso; pues hay personas malvadas en los pueblos del camino que podrían meterse con nosotros si ven nuestro carro y eso nos atrasaría más que la espera. Sin embargo, en un par de horas creo que podremos partir. Iré a hablar con Michael Cross para pedir que nos siga montado en su rápido penco para vigilar la carretera y avisamos si se acerca un grupo de hombres. El caballo de Michael es más veloz que la mayoría y si hay peligro, podrá adelantarse rápidamente para advertimos. Ahora voy a decir a Jim y a la anciana que se preparen ellos y el caballo. Les sacamos una buena ventaja y tenemos muchas posibilidades de llegar al puesto antes de que nos alcancen. Así que ánimo, amigo George, que éste no es el primer roce feo que tengo con tu gente —dijo Phineas cerrando la puerta.

—Phineas es bastante astuto —dijo Simeon—. Él te cuidará lo mejor posible, George.

—Lo único que siento —dijo George— es el riesgo que corren ustedes.

—Nos harás el favor, amigo George, de no decir ni una palabra más sobre eso. Lo que hacemos es lo que nos manda hacer la conciencia; no podemos hacer otra cosa. Ahora, madre —dijo, volviéndose hacia Rachel—, apresúrate en los preparativos para estos amigos, pues no debemos dejar que se marchen hambrientos.

Y mientras Rachel y sus hijos se pusieron a hornear tortas de maíz y asar jamón y pollo y se precipitaron a preparar los demás ingredientes de la cena, George y su esposa se quedaron sentados en su pequeño cuarto uno en brazos del otro, absortos en el tipo de conversación que pueden compartir un marido y una mujer cuando saben que al cabo de unas horas pueden separarse para siempre.

—Eliza —dijo George—, las personas que tienen amigos y casas y tierras y dinero y todas esas cosas no pueden quererse como nosotros, que no nos tenemos más que el uno al otro. Hasta que te conocí, Eliza, ningún ser me había querido, con la excepción de mi pobre madre y mi desafortunada hermana. Vi a la pobre Emily la mañana que se la llevó el tratante. Se aproximó al rincón donde yo dormía y me dijo: «Pobre George, se marcha tu última amiga. ¿Qué será de ti, pobre muchacho?». Y me levanté y le eché los brazos al cuello y lloré y sollocé, y ella también lloró; y ésas fueron las últimas palabras amables que oí en diez largos años; tenía el corazón marchito y seco como la ceniza cuando te conocí a ti. El que tú me quisieras ¡era casi como hacerme volver de la muerte! Desde entonces soy un hombre diferente. Y ahora, Eliza, daré la última gota de mi sangre pero no permitiré que te separen de mi lado. El que se te lleve será por encima de mi cadáver.

—¡Ay, que Dios se apiade de nosotros! —dijo Eliza, sollozando—. Si Él nos deja salir juntos del país, es lo único que queremos.

—¿Está Dios de parte de ellos? —preguntó George, menos a su esposa que como desahogo de tan amargos pensamientos—. ¿Él ve todo lo que hacen ellos? ¿Por qué permite que ocurran semejantes cosas? Y nos dicen que la Biblia está de su parte; desde luego todo el poder lo está. Son ricos y sanos y felices; pertenecen a las iglesias y tienen esperanzas de ir al cielo; lo tienen todo tan fácil en este mundo, salen siempre con la suya; y los cristianos buenos, honrados y fieles, tan buenos o mejores cristianos que ellos, yacen en el polvo bajo sus pies. Los compran y los venden y comercian con su sangre y su llanto y sus lágrimas y Dios se lo permite.

—Amigo George —dijo Simeon desde la cocina—, escucha este salmo, que te puede animar.

George aproximó su silla a la puerta y Eliza se enjugó las lágrimas y se acercó también a escuchar a Simeon, que leyó lo siguiente:

—«Por poco mis pies se me extravían, nada faltó para que mis pasos resbalaran, celoso como estaba de los arrogantes, al ver la paz de los impíos. No, no hay congojas para ellos, sano y rollizo está su cuerpo, no comparten la pena de los hombres, con los humanos no son atribulados como los otros hombres. Por eso el orgullo es su collar, la violencia el vestido que los cubre; la malicia les cunde de la grasa, de artimañas su corazón desborda. Se sonríen, pregonan la maldad, hablan altivamente de violencia; ponen en el cielo su boca, y su lengua se pasea por la tierra. Por eso mi pueblo va hacia ellos: aguas de abundancia les llegan. Dicen: “¿Cómo va a saber Dios? ¿Hay conocimiento en el Altísimo?”» ¿No te sientes así, George?

—Desde luego que sí —dijo George—, yo mismo no lo hubiese expresado mejor.

—Entonces escucha —dijo Simeon—: «Me puse, pues, a pensar para entenderlo, ¡ardua tarea ante mis ojos! Hasta el día en que entré en los divinos santuarios donde su destino comprendí: oh sí, tú en precipicios los colocas, a la ruina los empujas. ¡Ah qué pronto quedan hechos un horror, cómo desaparecen sumidos en pavores! Como en un sueño al despertar, Señor, así, cuando te alzas, desprecias tú su imagen. Pero a mí, que estoy siempre contigo, de la mano derecha me has tomado; me guiarás en tu consejo, y tras la gloria me llevarás. Mas para mí, mi bien es estar junto a Dios; he puesto mi cobijo en el Señor
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».

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