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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (34 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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En pocos días la señorita Ophelia reformó concienzudamente cada parte de la casa según un modelo sistemático; pero sus esfuerzos en todos los departamentos que dependían de la colaboración de los sirvientes eran como los trabajos de Sísifo o las Danaides. Un día, acudió desesperada a St. Clare.

—¡No hay manera de imponer nada parecido a un método en esta familia!

—Pues claro que no —contestó St. Clare.

—¡Nunca he visto una administración tan inepta, tanto derroche ni tanta confusión!

—Me imagino que no.

—No te lo tomarías con tanta tranquilidad si fueras ama de casa.

—Querida prima, más vale que te enteres, de una vez por todas, de que los amos nos dividimos en dos clases: los opresores y los oprimidos. Los que somos bondadosos y odiamos la severidad nos resignamos a padecer una gran cantidad de incomodidades. Si nos empeñamos en mantener una casa descuidada, revuelta y desorganizada, por dejadez, debemos atenernos a las consecuencias. He visto algún caso excepcional de personas que, gracias a un tacto peculiar, consiguen producir orden y sistema sin severidad; pero no soy una de ellas, por lo que me decidí hace tiempo a dejar que las cosas salgan como salgan. No permitiré que se azote o maltrate a los pobres diablos, y ellos lo saben y, por supuesto, saben que son ellos los que mandan.

—Pero que no tengan horario, ni lugar para todo, ni orden…, ¡todo transcurre de forma tan desordenada!

—Mi querida Vermont, vosotros que sois del Polo Norte exageráis la importancia del tiempo. ¿Para qué diablos le sirve el tiempo a un tipo que tiene el doble del que sabe llenar? En cuanto al orden y el sistema, cuando no hay nada que hacer más que tumbarse en el sofá a leer, importa poco que el desayuno o el almuerzo llegue una hora antes o después. Veamos, tienes a Dinah que te prepara una comida excelente: sopa, ragú, pollo asado, postre, helado y todo, y ella lo crea en el caos y la oscuridad de aquella cocina. Creo que es sublime que se las arregle tan bien. Pero ¡que el Cielo nos proteja! Si bajamos allí y vemos cómo fuma y se sienta en el suelo y corretea por ahí durante el proceso de preparación, nunca comeremos más. Mi querida prima, ahórrate eso. Es peor que la penitencia de los católicos y no sirve para más. Sólo perderás tú los nervios y a Dinah la confundirás totalmente. Deja que haga lo que quiera.

—Pero, Auguste, no tienes ni idea de cómo estaban las cosas.

—¿Que no? ¿No sé que el rodillo está debajo de su cama, y el rallador de nuez moscada en su bolsillo con el tabaco, y que hay sesenta y cinco azucareros diferentes, uno en cada escondrijo de la casa, que un día friega la vajilla con una servilleta y al siguiente con un trozo de enagua? Pero el resultado es que prepara unas comidas magníficas y hace un café extraordinario, así que debes juzgarla tal como se juzgan a los guerreros y a los estadistas: por el éxito.

—¡Pero el desperdicio y el gasto!

—¡Mala suerte! Cierra con llave todo lo que puedes y quédate tú con la llave. Reparte poco a poco y nunca preguntes por nimiedades, pues no te conviene.

—Lo que me preocupa, Augustine, es que no puedo evitar la sensación de que estos criados no son del todo honrados. ¿Estás seguro de que son de fiar?

Augustine se rió de corazón por la cara seria y ansiosa con la que hizo la pregunta la señorita Ophelia.

—¡Ay, prima, es demasiado! ¡Honrados! Como si se pudiera esperar tal cosa. ¿Honrados? Pues claro que no lo son. ¿Por qué habían de serlo? ¿Qué podría hacer que sean honrados?

—¿Por qué no les enseñas?

—¿Enseñar? ¡Tonterías! ¿Cómo crees que les iba a enseñar yo? ¡Buen enseñante estoy yo hecho! En cuanto a Marie, ella tiene bastante espíritu, desde luego, para matar a toda la plantación si la dejase administrarla, pero tampoco conseguiría hacerles honrados.

—¿No hay ninguno honrado?

—Pues de vez en cuando hay uno que la Naturaleza hace tan ridículamente sencillo, sincero y leal que ni la peor influencia puede destruirlo. Pero, verás, desde el pecho materno el niño negro siente y cree que no tiene otro camino que el engaño. No tiene otra forma de llevarse con sus padres, su ama y sus señoritos y señoritas compañeros de juegos. El engaño y el disimulo se convierten en hábitos necesarios e inevitables. No es justo exigirles nada más. No hay que castigarles por ello. En cuanto a la honradez, se mantiene al esclavo en tal estado de dependencia casi infantil que no hay forma de que comprenda los derechos de la propiedad o que sienta que los bienes del amo no son los suyos propios, si es que puede hacerse con ellos. Yo, por mi parte, considero que es imposible que sean honrados. ¡Un tipo como nuestro Tom es un milagro de la moral!

—¿Y qué será de sus almas? —preguntó la señorita Ophelia.

—Que yo sepa, eso no es asunto mío —dijo St. Clare—; sólo me ocupo de los asuntos de esta vida. El caso es que la opinión general es que toda su raza ha sido entregada al diablo para beneficio nuestro en este mundo, pase lo que pase en el otro.

—¡Pero eso es terrible! —dijo la señorita Ophelia— ¡debería daros vergüenza!

—No sé si me da vergüenza. A pesar de todo, estamos bien acompañados —dijo St. Clare—, como suele sucederle a cualquiera que tira por el camino de en medio. Mira a los de arriba y los de abajo en el mundo entero y verás que es la misma historia: la clase inferior explotada cuerpo y alma en beneficio de la superior. Ocurre así en Inglaterra; ocurre en todas partes; y sin embargo, toda la cristiandad se horroriza, con indignación virtuosa, porque hacemos las cosas de forma algo diferente que ellos.

—No ocurre así en Vermont.

—Bien, bien, en Nueva Inglaterra y en los estados nuevos nos lleváis ventaja, te lo concedo. Pero ha sonado la campana; así que, prima, dejemos nuestros prejuicios regionales a un lado y vayamos a almorzar.

Cuando la señorita Ophelia se encontraba en la cocina por la tarde, algunos de los niños negros gritaron: —¡Caramba, ahí viene Prue, refunfuñando como siempre!

En ese momento entró en la cocina una mujer negra alta y huesuda, llevando una cesta de bizcochos y panecillos calientes en la cabeza.

—¡Hola, Prue, has venido! —dijo Dinah.

Prue tenía una extraña expresión ceñuda en el rostro y una voz quejumbrosa y malhumorada. Dejó la cesta, se puso en cuclillas y, apoyando los codos en las rodillas, dijo:

—¡Ay, Señor, ojalá estuviera muerta!

—¿Por qué quieres estar muerta? —preguntó la señorita Ophelia.

—Porque así dejaría de sufrir —dijo la mujer hoscamente, sin levantar los ojos del suelo.

—¿Qué necesidad tienes de emborracharte y hacer que te azoten, Prue? —preguntó una pulcra camarera cuarterona, cuyos pendientes de coral se balanceaban mientras hablaba.

La mujer la contempló con una mirada agria y desabrida.

—Quizás lo hagas tú, un día de éstos. Me encantaría verte, desde luego; entonces te vendría bien una copita, como a mí, para olvidar tus penas.

—Vamos, Prue —dijo Dinah—, echemos un vistazo a tus bizcochos. La señora te los pagará.

La señorita Ophelia cogió un par de docenas.

—Hay algunos boletos en aquella jarra agrietada del estante de arriba —dijo Dinah—. Tú, Jake, súbete allí a cogerla.

—¿Boletos? ¿Para qué? —preguntó la señorita Ophelia.

—Nosotros le compramos boletos a su amo y ella nos da pan a cambio.

—Y cuentan el dinero y los boletos cuando llego a casa, para ver si tengo la cantidad exacta; y si no es así, casi me matan de una paliza.

—Y es lo que te mereces —dijo Jane, la camarera vivaz— si te empeñas en coger su dinero para emborracharte. Eso es lo que hace, señora.

—Y es lo que seguiré haciendo; no sé vivir de otra manera: beber para olvidar mis penas.

—Eres muy mala y muy tonta —dijo la señorita Ophelia— por robar el dinero de tu amo para embrutecerte.

—Es probable, señora; pero es lo que hago y seguiré haciendo. ¡Ay, Señor, ojalá estuviera muerta para no sufrir más! —y se levantó la pobre vieja lenta y dolorosamente y volvió a colocarse la cesta en la cabeza; pero antes de salir, miró a la cuarterona, que jugueteaba con los pendientes.

—Tú te crees estupenda con aquellos pendientes, bailoteando por ahí y moviendo la cabeza y despreciando a todo el mundo. Pues no te preocupes, que puedes vivir para convertirte en una pobre vieja azotada como yo. Espero que así sea, lo espero de veras; entonces veremos si no haces lo mismo: beber, beber, beber hasta la saciedad; no te mereces otra cosa, ¡puaj! y con un aullido malvado, salió la mujer de la habitación.

—¡Bestia repugnante! —dijo Adolph, que preparaba el agua de afeitarse de su amo—. Si yo fuese su amo, la azotaría más aún.

—No te sería posible —dijo Dinah—. Su espalda es todo un espectáculo; nunca consigue cubrirla del todo con un vestido.

—Creo que no debían dejar que unas personas tan rastreras rondaran las familias decentes —dijo la señorita Jane—. ¿Qué opina usted, señor St. Clare? preguntó, moviendo coqueta la cabeza en dirección a Adolph.

Debe saberse que, entre otras apropiaciones de bienes de su amo, Adolph acostumbraba a adoptar su nombre y tratamiento; y que se hacía llamar, entre los círculos negros de Nueva Orleáns,
señor St. Clare
.

—Comparto su opinión, desde luego, señorita Benoir —dijo Adolph.

Benoir era el apellido de la familia de Marie St. Clare y Jane era una de sus criadas.

—Perdón, señorita Benoir, ¿se me permite preguntarle si esos pendientes son para el baile de mañana por la noche? ¡Son encantadores, por cierto!

—¡Me sorprende, señor St. Clare, la desfachatez que se permiten mostrar los hombres a veces! —dijo Jane, agitando la cabeza para hacer centellear los pendientes de nuevo—. No bailaré con usted en toda la tarde si sigue haciéndome estas preguntas.

—¡No puede usted ser tan cruel! Me moría de ganas de saber si iba a aparecer con su traje de tarlatana rosa —dijo Adolph.

—¿Qué pasa? —preguntó Rosa, una alegre cuarterona seductora que bajaba brincando las escaleras en ese momento.

—Pues que el señor St. Clare es muy descarado.

—Por mi honor —dijo Adolph—, que decida por sí misma la señorita Rosa.

—Sé que es un hombre muy atrevido —dijo Rosa, haciendo equilibrios sobre uno de sus diminutos pies y mirando maliciosa a Adolph—. A mí siempre consigue enojarme.

—¡Ay, señoras, señoras, me van a romper el corazón! —dijo Adolph—. Me encontrarán muerto en la cama alguna mañana y ustedes serán las responsables.

—¡Escuchad cómo habla el tipo repugnante! —dijeron ambas damas, riéndose sin moderación.

—¡Vamos, fuera de ahí, vosotras! No aguanto que estéis ahí llenándome la cocina —dijo Dinah—, metiéndoos bajo mis pies, y haciendo el tonto.

—La tía Dinah está triste porque no puede ir al baile —dijo Rosa.

—No quiero tener nada que ver con los bailes de los negros blancos —dijo Dinah—, presumiendo y fingiendo que sois blancos. Después de todo, sois negros, exactamente igual que yo.

—La tía Dinah se llena la lana de brillantina todos los días para quitarle los rizos —dijo Jane.

Y sigue siendo lana, a pesar de todo —dijo Rosa, agitando maliciosamente su larga melena de rizos sedosos.

—Bueno, a los ojos de Dios, la lana vale tanto como el cabello, ¿no es verdad? —dijo Dinah—. Me gustaría que la señora nos dijese quién vale más, si un par como vosotras o una como yo. ¡Fuera de aquí, impostoras; no os quiero aquí!

En este punto se interrumpió la conversación por dos causas. Se oyó la voz de St. Clare en lo alto de la escalera preguntando a Adolph si iba a tardar hasta la noche en llevarle el agua para el afeitado; y la señorita Ophelia dijo, al salir del comedor:

Jane y Rosa, ¿por qué perdéis el tiempo? Id a ocuparos de vuestra costura.

Nuestro amigo Tom, que se encontraba en la cocina durante la conversación con la mujer de los bizcochos, la había seguido cuando salió a la calle. La vio avanzar, soltando de vez en cuando un gemido reprimido. Por fin dejó su cesta en un portal para arreglarse el viejo y descolorido chal que le cubría los hombros.

—Yo te llevo la cesta un trecho —dijo Tom compasivamente.

—¿Por qué motivo? —preguntó la mujer—. No necesito ayuda.

—Pareces estar enferma o preocupada o algo —dijo Tom.

—No estoy enferma —contestó la mujer escuetamente.

—Quisiera —dijo Tom, mirándola muy serio—, quisiera poder persuadirte de que dejaras de beber. ¿No sabes que va a ser tu perdición, del cuerpo y del alma?

—Sé que iré al infierno —dijo la mujer ásperamente—. No hace falta que me lo digas. Soy fea, soy mala y me iré directamente al infierno. ¡Ay, Señor, ojalá ya estuviera allí!

Tom tembló ante las terribles palabras, dichas con una seriedad hosca y apasionada.

—¡Que Dios tenga piedad de ti, pobre criatura! ¿No has oído hablar de Jesucristo?

—¿Jesucristo? ¿Quién es?

—¡Pues es el
Señor
! —dijo Tom.

—Creo que he oído hablar del Señor, y del juicio y del infierno. He oído hablar de todo eso.

—¿Pero nadie te ha hablado del Señor Jesús, que amaba a los pobres pecadores y murió por nosotros?

—No sé nada de eso —dijo la mujer—; nadie me ha amado a mí, desde que se murió mi viejo.

—¿Dónde te criaste? —preguntó Tom.

Allá en Kentucky. Un hombre me dedicó a criar niños para el mercado y los vendía en cuanto tenían el tamaño suficiente; al final me vendió a mí a un especulador, y mi amo me compró a éste.

—¿Cómo empezaste a beber de esta forma?

—Para acabar con mis desgracias. Tuve un hijo después de venir aquí, y creía que iba a poder quedarme con uno para criarlo, pues el amo no era especulador. ¡Era una cosita lindísima! Y parecía que le gustaba al ama al principio; no lloraba nunca, era guapo y gordo. Pero el ama enfermó y yo la cuidaba; y luego yo cogí las fiebres, y perdí la leche y mi niño se quedó en los huesos pero el ama no quiso comprarle leche. No me escuchaba cuando le decía que no tenía leche. Dijo que sabía que yo podía criarlo con lo que comen los demás; y el niño se consumió y lloraba y lloraba y lloraba, día y noche, y no era más que un montón de huesos, y el ama le tomó ojeriza y decía que era por mal humor. Quisiera verlo muerto, decía, y no dejaba que me lo quedara por las noches porque decía que no me dejaba dormir y que luego yo no servía para nada. Me hacía dormir en su habitación y tuve que poner al niño en una especie de buhardilla y allí murió llorando, una noche. Así fue; y yo empecé a beber para no oírlo llorar. ¡Bebía y beberé! ¡Beberé aunque vaya al infierno por ello! ¡El amo dice que iré al infierno y yo le digo que ya estoy allí!

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