Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
—Nunca he pensado en el tema desde ese punto de vista dijo la señorita Ophelia.
—Pues yo he viajado un poco por Inglaterra y he leído muchos documentos que trataban de la condición de sus clases inferiores; y creo que no se puede refutar a Alfred cuando dice que sus esclavos están mejor que gran parte de la población de Inglaterra
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. Verás, no debes inferir por lo que te he dicho que Alfred es un amo duro, pues no lo es. Es un déspota y no tiene piedad con la insubordinación; mataría a un hombre de un tiro con tan poco remordimiento como mataría un ciervo, si se opusiera a él. Pero en general se enorgullece de mantener a sus esclavos bien alimentados y cómodamente alojados.
»Cuando yo trabajaba con él, insistí en que se ocupara de su educación; y, para complacerme, contrató a un capellán para que impartiera clases de catequesis los domingos aunque creo que él pensaba, en el fondo, que serviría para lo mismo catequizar sus caballos y sus perros. Y el caso es que poco se puede hacer en unas horas los domingos, con unas mentes debilitadas y embrutecidas por todas las malas influencias desde su nacimiento, que pasan cada día laborable entero entregadas a las faenas más duras sin necesidad de reflexionar jamás. Quizás los profesores de las escuelas dominicales de los trabajadores de las fábricas de Inglaterra y los de los braceros de las plantaciones de nuestro país podrían dar fe de que consiguen los mismos resultados, allí y aquí. Sin embargo, hay algunas excepciones llamativas entre nosotros, debidas a que el negro es más impresionable que el blanco al sentimiento religioso.
—Bien —dijo la señorita Ophelia—, ¿cómo llegaste a dejar la vida de la plantación?
—Bueno, seguimos a trompicones durante algún tiempo, hasta que Alfred vio claramente que yo no servía como plantador. A él le parecía absurdo, después de reformar, modificar y mejorarlo todo para complacer mis caprichos, que aún no estuviera satisfecho. El problema era, al fin y al cabo, que lo que yo odiaba era el Sistema: utilizar a estos hombres y mujeres, perpetrar toda esta ignorancia, brutalidad y vicio ¡sólo para que yo ganase dinero!
»Además, siempre interfería con los detalles. Como yo mismo era un mortal de lo más perezoso, tenía demasiada simpatía por los perezosos; y cuando los pobres tipejos inútiles ponían piedras en el fondo de sus cestas de algodón para que pesaran más o llenaban de tierra sus sacos, con algodón sólo arriba, se parecía tanto a lo que yo hubiera hecho en su lugar que no consentía en hacerles azotar por ello. Pero por supuesto, esto acabó con la disciplina de la plantación, y Alfred y yo llegamos al mismo punto donde hubiéramos llegado mi respetado padre y yo años atrás. Así que me dijo que yo era sentimental como una mujer y que no serviría nunca para los negocios, y me aconsejó que me quedara con dinero y acciones y la mansión familiar de Nueva Orleáns y que me dedicara a escribir poesía, y le dejara a él dirigir la plantación. De modo que nos separamos y yo me vine aquí.
—¿Pero por qué no liberaste a tus esclavos?
—No podía llegar a tanto. Tenerlos como herramientas para ganar dinero para mí, eso no podía hacerlo, pero tenerlos para ayudarme a gastar el dinero no me parecía igual de feo. Algunos, a los que tenía mucho cariño, habían sido sirvientes; y los más jóvenes eran hijos de los mayores. Todos estaban satisfechos de seguir como estaban —hizo una pausa y se puso a caminar reflexivamente de un extremo de la habitación al otro.
—Hubo una época en mi vida —dijo St. Clare— cuando tenía planes y esperanzas de hacer algo más en este mundo que ir a la deriva. Tenía unas vagas y confusas aspiraciones de ser una especie de libertador, de limpiar mi tierra nativa de esta mancha y este estigma. Todos los jóvenes tienen estos accesos de fiebre, supongo, en algún momento, pero después…
—¿Por qué no lo hiciste? —preguntó la señorita Ophelia—. No deberías echarte al surco, sino ponerte a trabajar.
—Bueno, pues las cosas no fueron como esperaba y me entró la misma desesperación vital que a Salomón. Supongo que fue un incidente necesario para infundir sabiduría a ambos, pero, de algún modo, en vez de ser activo en regenerar la sociedad, me convertí en un trozo de madera en el agua, que flota y va a la deriva desde entonces. Alfred me riñe cada vez que nos vemos; y me saca ventaja, he de confesar, porque él sí hace algo: su vida es el resultado lógico de sus opiniones y la mía es un
non sequitur
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despreciable.
—Mi querido primo, ¿puedes sentirte satisfecho de tu forma de pasar la vida?
—¿Satisfecho? ¿No te estoy diciendo que la desprecio? Pero entonces, para volver a donde estábamos, hablábamos de la liberación. No creo que mis sentimientos sobre la esclavitud sean infrecuentes. Me encuentro con muchos hombres que, en el fondo, piensan exactamente igual que yo. La tierra se lamenta por ella; y aunque es malísimo para el esclavo, es aún peor, si cabe, para el amo. No hace falta ponerse lentes para ver que tener entre nosotros un numeroso grupo de personas viciosas, descuidadas y degradadas es un mal para nosotros y no sólo para ellas. Los capitalistas y los aristócratas ingleses no pueden sentir esto tanto como nosotros porque ellos no se mezclan con su clase degradada como lo hacemos nosotros. Están en nuestros hogares, son los compañeros de nuestros hijos y forman las mentes de éstos antes que nosotros, pues son una raza que los niños frecuentan y con la que se encariñan. Si Eva, por ejemplo, no fuese más angelical de lo normal, se habría echado a perder. Lo mismo nos valdría dejar circular la viruela entre ellos y creer que no se contagiarían nuestros hijos que dejar que vayan viciosos y sin educación y creer que esto no afectará a nuestros hijos. Sin embargo, nuestras leyes prohíben absoluta y tajantemente que se instaure un sistema educativo general eficaz y lo hacen con conocimiento de causa; porque educar concienzudamente a una generación sería poner una bomba en el sistema. Si nosotros no les concediéramos la libertad, se la tomarían por su cuenta.
—¿Y cómo crees que acabará todo esto? —preguntó la señorita Ophelia.
—No lo sé. Una cosa es segura: empieza a haber una gran unidad entre las masas de todo el mundo y, tarde o temprano, llegará un
dies irae
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. Lo mismo ocurre en Europa, en Inglaterra y en este país
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. Mi madre solía hablarme de un milenio que venía en el que reinaría Jesucristo y todos los hombres serían libres y felices. Y me enseñó a rezar, cuando era niño, «venga a nosotros tu reino». A veces pienso que todos estos suspiros y lamentos y agitación entre los huesos secos son una premonición de lo que me decía ella había de venir. Pero ¿quién puede esperar el día que aparezca?
—Augustine, a veces creo que no estás lejos de ese reino —dijo la señorita Ophelia, dejando su calceta y mirando ansiosa a su primo.
—Gracias por tu buena opinión, pero soy todo altibajos: subo a las puertas del cielo en teoría y bajo al polvo de la tierra en la práctica. Pero ha sonado la campana del té; vámonos; y no me vayas a decir que no he sostenido una conversación de lo más serio por una vez en mi vida.
En la mesa, Marie hizo alusión al incidente de Prue:
—Supongo que pensarás, prima —dijo—, que somos todos unos bárbaros.
—Creo que es una cosa bárbara —dijo la señorita Ophelia—, pero no creo que vosotros seáis todos bárbaros.
—De todas formas —dijo Marie—, se que es imposible llevarse bien con algunas de estas criaturas. Son tan malas que no deberían vivir. No siento ni una pizca de compasión en algunos casos. Si se comportaran, esto no ocurriría.
—Pero, mamá —dijo Eva—, la pobre criatura era muy desgraciada y eso la llevó a la bebida.
—¡Tonterías, eso no es excusa! Yo soy muy desgraciada a menudo. Creo —dijo pensativamente— que he sufrido peores pruebas que ella. Es porque son muy malos. Hay algunos que no se pueden domar con ningún tipo de severidad. Recuerdo que mi padre tenía a un hombre que era tan perezoso que se fugaba sólo para eludir el trabajo y se quedaba agazapado en los pantanos, robando y haciendo fechorías de todo tipo. A ese hombre lo cogieron y azotaron infinidad de veces y nunca sirvió para nada; y la última vez se fue arrastrando, aunque apenas podía moverse, y murió en el pantano. No tenía ningún motivo, porque los braceros de mi padre siempre fueron muy bien tratados.
—Yo domé a un tipo, una vez —dijo St. Clare— que habían intentado domar en vano todos los capataces y supervisores.
—¡Tú! —dijo Marie—. ¡Ya me gustaría saber cuándo tú hiciste algo parecido!
—Bien, era un hombre gigantesco y fuerte, nacido en África, y parecía tener una cantidad descomunal del burdo instinto de libertad. Era un verdadero león africano. Se llamaba Scipio. Nadie conseguía hacer nada con él; fue vendido muchas veces y pasó de supervisor en supervisor hasta que por fin lo compró Alfred, porque creía que podría con él. Bien, un día derribó al capataz y se largó a los pantanos. Yo estaba de visita en la plantación de Alfred, pues ya habíamos disuelto la sociedad. Alfred estaba muy enfurecido, pero le dije que era culpa suya y le hice una apuesta que yo domaría al hombre; finalmente se acordó que, si yo lo cogía, podría quedármelo para experimentar con él. Así que juntaron un grupo de seis o siete hombres, con armas de fuego y perros para la caza. La gente, ¿sabéis? puede cazar a un hombre con el mismo entusiasmo con el que caza un ciervo, si es la costumbre; de hecho, yo mismo me puse nervioso, aunque sólo iba a hacer de mediador si lo atrapaban.
»Pues los perros ladraban y aullaban y nosotros cabalgamos y corrimos y al final lo localizamos. Corría y saltaba como un gamo y nos mantuvo a raya durante mucho rato, pero finalmente se vio atrapado en un espeso cañaveral; se volvió para defenderse y os aseguro que luchó con gran valor contra los perros. Los lanzaba de un lado a otro y llegó incluso a matar a tres de ellos con sus manos desnudas, pero entonces fue derribado de un tiro y cayó herido y sangrando casi a mis pies. El pobre hombre me miró con valentía y desesperación a la vez. Refrené a los perros y a los hombres cuando se lanzaron sobre él y lo reclamé como prisionero mío. Hizo falta toda mi habilidad para evitar que lo mataran de un tiro con la exaltación del éxito; pero saqué a relucir nuestro acuerdo y Alfred me lo dio. Pues, bien, me hice cargo de él y quince días después lo había domado y era tan dócil y manejable como se pudiera desear.
—¿Qué demonios le hiciste? —preguntó Marie.
—Bien, fue un procedimiento bastante sencillo. Lo llevé a mi propio cuarto, mandé preparar una buena cama, curé sus heridas y lo atendí yo mismo hasta que se pudo poner de pie. Y, con el tiempo, le conseguí el documento de emancipación y le dije que podía ir adónde quisiera.
—¿Y se fue? —preguntó la señorita Ophelia.
—No. El muy tonto rompió el documento por la mitad y se negó a dejarme. Nunca he tenido a un hombre más valiente o mejor, tan honrado y fidedigno. Se convirtió al cristianismo después y se hizo manso como un niño. Dirigía mi propiedad del lago y lo hacía estupendamente. Lo perdí en la primera epidemia de cólera. De hecho, dio su vida por mí. Porque yo estaba enfermo, casi moribundo; y cuando todos los demás huyeron, presas del pánico, Scipio me cuidó como un gigante y realmente me devolvió a la vida. Pero, ¡pobre hombre! Cayó enfermo enseguida y no se le pudo salvar. Nunca me ha apenado más la muerte de alguien.
Eva se había ido acercando más y más a su padre mientras contaba esta historia; tenía los pequeños labios separados y los ojos muy abiertos con un interés serio y absorbente.
Cuando terminó él, le echó los brazos al cuello, rompió a llorar y sollozó convulsivamente.
—Eva, querida, ¿qué pasa? —preguntó St. Clare, viendo como temblaba y se agitaba el pequeño cuerpo de la niña con la violencia de sus sentimientos—. Esta niña —añadió— no debería enterarse de este tipo de cosas, es demasiado nerviosa.
—No, papá, no soy nerviosa —dijo Eva, controlándose de repente con una fuerza de resolución extraordinaria para una persona tan joven—. No soy nerviosa, pero estas cosas
me traspasan al corazón
.
—¿Qué quieres decir, Eva?
—No te lo puedo decir, papá. Pienso en muchas cosas. Quizás algún día te lo diga.
—Bien, piensa todo lo que quieras, querida, pero no llores para no preocupar a tu papá —dijo St. Clare—. Mira qué precioso melocotón tengo para ti.
Eva lo cogió sonriendo, aunque todavía se veían unos espasmos nerviosos en las comisuras de su boca.
—Ven y mira los peces de colores —dijo St. Clare, cogiéndole de la mano para llevarla al porche. Unos minutos después, se oían alegres carcajadas a través de las cortinas de seda, mientras Eva y St. Clare se tiraban rosas y se perseguían por los senderos del patio.
Existe peligro de que se olvide a nuestro humilde amigo Tom entre las aventuras de los de cuna más elevada; pero si nuestros lectores nos acompañan a un pequeño desván que hay encima del establo, puede que averigüen algo de su vida. Era un cuartito decente y contenía una cama, una silla y una pequeña y burda mesa, donde estaban la Biblia y el himnario de Tom; y en este momento, él está sentado delante con su pizarra en la mano, concentrado en alguna cosa que parece exigirle una gran cantidad de reflexión ansiosa.
El caso era que la añoranza de Tom por su casa se había hecho tan fuerte que le había pedido a Eva una hoja de papel de cartas y, haciendo acopio de sus escasos talentos literarios, adquiridos bajo la tutela del señorito George, se le ocurrió escribir una carta; y ahora estaba ocupado en redactar un primer borrador. Tom tenía grandes problemas, pues había olvidado por completo la forma de algunas letras y, de las que se acordaba, no sabía cuáles usar. Mientras trabajaba, resoplando con sus esfuerzos, Eva se posó como un pajarillo en el respaldo de su silla y miró por encima de su hombro.
—¡Oh, tío Tom, qué garabatos más graciosos estás haciendo!
—Estoy intentando escribir a mi pobre esposa, señorita Eva, y a mis hijitos —dijo Tom, pasándose el dorso de la mano por los ojos—; pero mucho me temo que no lo voy a conseguir.
—¡Ojalá pudiera ayudarte, Tom! Sé escribir un poco. El año pasado sabía hacer todas las letras, pero se me ha olvidado.
Conque Eva juntó su cabecita dorada con la de él y ambos iniciaron una discusión seria y afanosa, los dos igual de serios y casi igual de ignorantes; y, con gran cantidad de consultas y discusiones sobre cada palabra, sus esfuerzos empezaron, gracias al optimismo de la pareja, a tomar visos de redacción.