La cabaña del tío Tom (39 page)

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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

BOOK: La cabaña del tío Tom
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La señorita Ophelia comenzó la educación de Topsy la primer mañana llevándola a su habitación, donde inició solemnemente un cursillo sobre el arte y el misterio de hacer una cama.

Observen a Topsy, entonces, lavada y privada de todas las pequeñas colas que le habían alegrado la vida, ataviada con un vestido limpio y un delantal bien almidonado, de pie en actitud reverente ante la señorita Ophelia, con una expresión de solemnidad propia para un funeral.

—Ahora, Topsy, voy a enseñarte exactamente cómo ha de hacerse mi cama.

—Sí, amita —dijo Topsy, con un hondo suspiro y una cara de lastimosa seriedad.

—Ahora, Topsy, mira esto: este es el dobladillo de la sábana; éste es el derecho y éste es el revés; ¿te acordarás?

—Sí, amita —dijo Topsy, con otro suspiro.

—Bien, pues la sábana de abajo ha de colocarse encima de la almohada, de esta forma, y se remete muy suave y lisa bajo el colchón, así, ¿lo ves?

—Sí, amita —dijo Topsy, prestando gran atención.

—Pero la sábana de arriba —dijo la señorita Ophelia debe ponerse de esta manera y remeterse estirada y suave al pie, así: entonces, el dobladillo estrecho al pie.

—Sí, amita —dijo Topsy, igual que antes; pero añadiremos algo que no vio la señorita Ophelia: mientras ésta estaba de espaldas ocupada con el celo de su instrucción, la joven discípula había conseguido hacerse con unos guantes y una cinta, que había deslizado hábilmente en la manga, y ahora permanecía con las manos respetuosamente cruzadas como antes.

—Ahora, Topsy, veamos cómo lo haces tú —dijo la señorita Ophelia, deshaciendo la cama y sentándose.

Topsy llevó a cabo el ejercicio con gran seriedad y destreza para plena satisfacción de la señorita Ophelia; alisando las sábanas, estirando cada arruga, y haciendo gala, durante todo el proceso, de una seriedad y una gravedad que edificaron enormemente a su profesora. Por un desliz desafortunado, sin embargo, precisamente cuando acababa, un fragmento de la cinta se asomó ondulante de una de sus mangas, atrayendo la atención de la señorita Ophelia. Ésta se abalanzó sobre ella en el acto.

—¿Qué es esto? ¡Que niña más mala y traviesa! ¡Ibas a robar esto!

Sacó la cinta de la manga de Topsy sin que ésta se inmutara lo más mínimo; simplemente la miró con un aire de sorpresa y de inocencia inconsciente.

—¡Caramba, si es la cinta de la señorita Feely! ¿Cómo se me habrá enredado en la manga?

—¡Topsy, niña traviesa, no me mientas! ¡Has robado esa cinta!

—Amita, le juro que no. Nunca la he visto hasta ahora mismo.

—Topsy —dijo la señorita Ophelia—, ¿no sabes que es malo decir mentiras?

—Yo nunca digo mentiras, señorita Ophelia —dijo Topsy con virtuosa gravedad—, lo que digo es la pura verdad y nada más.

—Topsy, tendré que azotarte si mientes de esta manera.

—Caramba, amita, aunque se pase el día azotándome, no se lo puedo decir de otra forma —dijo Topsy, empezando a llorar ruidosamente—. Nunca he visto eso antes; ha debido de enredárseme en la manga. La señorita Ophelia ha debido de dejarla en la cama y se habrá enredado con las sábanas y con mi manga.

La señorita Ophelia estaba tan indignada ante la mentira descarada que cogió a la niña y la sacudió.

—¡No me vuelvas a decir eso!

Al sacudirla, cayó el guante al suelo desde la otra manga. —¿Lo ves? dijo la señorita Ophelia—. ¿Aún dices que no has robado la cinta?

En esto Topsy confesó haber cogido los guantes pero persistió en su negativa a reconocer haber robado la cinta.

—Bien, Topsy —dijo la señorita Ophelia—, si lo confiesas todo, no te azotaré esta vez.

Ante esta posibilidad, Topsy confesó el robo de la cinta y de los guantes, haciendo lastimosas protestas de arrepentimiento.

Ahora cuéntame. Sé que has debido de coger otras cosas desde que estás en la casa, pues ayer te dejé corretear libremente por ahí. Así pues, dime si cogiste algo y no te azotaré.

—¡Caramba, amita, cogí esa cosa roja que lleva la señorita Eva al cuello!

—¡Vaya, qué niña más malvada! Bien, ¿qué más?

—Cogí los pendientes de Rosa, aquellos rojos.

—Tráeme ambas cosas inmediatamente.

—Caramba, amita, no puedo. Están todas quemadas.

—¿Quemadas? ¡Qué mentira! Ve a traerlas o te azotaré.

Topsy declaró, entre ruidosas protestas y lágrimas, que era imposible.

—¡Las he quemado!

—¿Y por qué las has quemado? preguntó la señorita Ophelia.

—Porque soy mala, por eso. Soy muy, muy mala. No puedo evitarlo.

En ese momento, entró Eva inocentemente en la habitación, llevando al cuello el susodicho collar rojo.

—Vaya, Eva, ¿de dónde has sacado el collar? —preguntó la señorita Ophelia.

—¿Sacarlo? Pues no me lo he quitado en todo el día.

—¿Lo llevabas ayer?

—Sí, y fíjate qué cosa más rara, tía, lo tuve puesto toda la noche. Se me olvidó quitármelo al acostarme.

La señorita Ophelia se quedó absolutamente perpleja; aun más porque en ese momento entró Rosa en la habitación con una cesta de ropa blanca recién planchada sobre la cabeza ¡y los pendientes de coral tintineaban en sus orejas!

—¡Desde luego no sé qué se puede hacer con una niña así! —dijo desesperada—. ¿Quieres explicarme por qué me has dicho que has cogido esas cosas, Topsy?

—Pues el amita ha dicho que tenía que confesar y no se me ha ocurrido otra cosa que confesar —dijo Topsy, frotándose los ojos.

—Pero yo no quería que confesaras cosas que no habías hecho, desde luego —dijo la señorita Ophelia—; eso es mentir, exactamente igual que lo contrario.

—Caramba, ¿lo es? —preguntó Topsy con aire de inocente asombro.

—Señor, no hay ni una pizca de verdad en esta criatura —dijo Rosa, mirando a Topsy indignada—. Si yo fuera el señorito St. Clare, la azotaría hasta hacerle saltar la sangre. Ya lo creo, ¡se llevaría su merecido!

—¡No, no, Rosa —dijo Eva, con el aire autoritario que era capaz de adoptar a veces—, no debes hablar así! No soporto oírte.

—Caramba, señorita Eva, es usted tan buena que no tiene ni idea de cómo tratar a los negros. No hay otra forma más que zurrarlos bien, ya lo creo.

—¡Calla, Rosa! —dijo Eva—. No digas ni una palabra más —y centellearon los ojos de la niña y se tiñeron de rojo sus mejillas.

Rosa se aplacó enseguida.

—La señorita Eva tiene sangre St. Clare en las venas, eso está claro. Tengo que decir que habla exactamente igual que su padre —dijo al salir de la habitación.

Eva se quedó mirando a Topsy.

Allí estaban las dos niñas, representantes de los dos extremos de la sociedad. La rubia de buena cuna, con su cabecita dorada, su frente noble y espiritual y sus movimientos principescos; y su homóloga negra, ágil, sutil, aduladora y, sin embargo, inteligente. Eran las representantes de sus razas. La sajona, nacida de siglos de cultura, mando, educación, superioridad física y moral; la africana, nacida de siglos de opresión, sumisión, ignorancia, trabajo pesado y vicio.

Quizás por la mente de Eva se abriesen paso pensamientos como éstos. Pero los pensamientos de los niños son unos instintos poco definidos y algo borrosos; y dentro de la noble naturaleza de Eva se formaban y circulaban muchos instintos de este tipo, que ella no sabía expresar con palabras. Cuando la señorita Ophelia se extendió hablando de la mala conducta de Topsy, puso cara de tristeza y perplejidad, pero dijo con dulzura:

—Pobre Topsy, ¿por qué has de robar? Ahora vamos a cuidarte bien. Yo, por mi parte, preferiría darte una cosa mía a que me la robes.

Eran las primeras palabras amables que hubiera oído la niña en su vida; la dulzura del tono y el talante tocaron una fibra nueva de su corazón indomado y salvaje, y algo semejante a una lágrima relució en sus perspicaces ojos redondos y brillantes, pero fue seguida por una breve carcajada y la mueca acostumbrada. ¡No! Un oído que nunca ha captado más que insultos es extrañamente incrédulo ante una cosa tan celestial como la amabilidad, por lo que a Topsy sólo le pareció curioso e inexplicable el discurso de Eva; no se lo creyó.

¿Pero qué iban a hacer con Topsy? A la señorita Ophelia el caso le planteaba un dilema: sus normas educativas no parecían ser aplicables. Decidió que se tomaría algún tiempo para pensárselo; así que, para ganar tiempo y con la esperanza de que adquiriese algunas de las virtudes morales que se suponen inherentes a los armarios oscuros, la señorita Ophelia encerró a Topsy en uno hasta haber aclarado algo más sus ideas sobre el tema.

—No sé —dijo la señorita Ophelia a St. Clare— cómo voy a entenderme con esa niña sin azotarla.

—Pues entonces azótala todo lo que quieras; te autorizo a que hagas lo que te plazca.

—Siempre hay que pegar a los niños —dijo la señorita Ophelia—; nunca he oído decir que se les pueda educar sin pegarles.

—Desde luego —dijo St. Clare—; haz lo que parezca mejor. Sólo te hago una sugerencia: he visto cómo pegaban a esta niña con el atizador y la derribaban con la pala o las pinzas del fuego, lo que hubiera más a mano, y cosas por el estilo; y puesto que está acostumbrada a ese tipo de trato, creo que tus azotainas tendrán que ser bastante enérgicas para causarle alguna impresión.

—¿Qué hago con ella entonces? —preguntó la señorita Ophelia.

—Has planteado una pregunta muy seria —dijo St. Clare—; me gustaría que la contestaras tú. ¿Qué hacer con un ser humano que sólo obedece al látigo cuando falla éste? ¡Es algo que ocurre aquí con frecuencia!

—No lo sé; nunca he visto a una niña como ésta.

—Este tipo de niños es muy frecuente entre nosotros, y este tipo de hombres y mujeres también. ¿Cómo deben ser gobernados? —preguntó St. Clare.

—Es más de lo que yo pueda saber, desde luego —dijo la señorita Ophelia.

—Es demasiado para mí también —dijo St. Clare—. Las horribles crueldades y ultrajes que de vez en cuando consiguen publicar en la prensa (un caso como el de Prue, por ejemplo) ¿cómo se producen? En muchos casos, es por un endurecimiento paulatino de ambas partes, donde el amo se hace cada vez más cruel y el sirviente cada vez más insensible. Los azotes y el maltrato son como el láudano: hay que duplicar la dosis cuando se pierde sensibilidad. Me di cuenta de esto al principio de convertirme en amo; y decidí no empezar nunca porque no sabría cuándo terminar, y opté por proteger mi propia naturaleza moral por lo menos. La consecuencia es que mis sirvientes se comportan como niños mimados; pero creo que eso es preferible a que nos hubiéramos embrutecido todos juntos. Has hablado mucho de nuestras responsabilidades a la hora de educarlos, prima. Sólo quería que lo intentaras con una niña, un espécimen de los miles que hay entre nosotros.

—Es vuestro sistema lo que crea tales niños —dijo la señorita Ophelia.

—Lo sé; pero son creados y existen; ¿qué hemos de hacer con ellos?

—Pues no puedo decir que te agradezca el experimento. Pero, ya que parece ser una obligación, seguiré adelante y lo haré lo mejor que pueda —dijo la señorita Ophelia; y después de esto, la señorita Ophelia realmente trabajó con su nueva alumna con un grado meritorio de celo y energía. Le impuso un horario regular de actividades y se comprometió a enseñarle a leer y a coser.

Para la primera de estas habilidades, la niña era bastante despierta. Aprendió las letras como por arte de magia y pronto era capaz de leer textos sencillos; pero la costura era un asunto más difícil. La criatura era ágil como un gato y activa como un mono y la limitación de la costura le era insoportable, por lo que rompía las agujas, las tiraba disimuladamente por la ventana o las introducía en las grietas de las paredes; enredaba, rompía o ensuciaba el hilo o, con un movimiento solapado, se deshacía de una bobina completa. Sus movimientos eran casi tan rápidos como los de un prestidigitador experto y el control de sus facciones era igual de habilidoso; y aunque la señorita Ophelia no podía menos que sospechar que era imposible que ocurrieran tantos accidentes uno tras otro, sin una vigilancia que no la hubiese dejado dedicarse a otra cosa no conseguía sorprenderla.

Topsy se convirtió enseguida en un personaje famoso en la casa. Sus talentos para toda clase de bufonería, muecas y mímica, para bailar, dar volteretas, trepar, cantar, silbar e imitar cada sonido que le viniera en gana parecían inagotables. En sus horas de juego, invariablemente tenía a todos los niños de la casa pisándole los talones boquiabiertos de admiración y embeleso, sin exceptuar a la señorita Eva, que parecía sentirse tan fascinada por su salvaje hechicería como a veces se siente fascinada una paloma por una rutilante serpiente. A la señorita Ophelia le inquietaba que a Eva le atrajera tanto la compañía de Topsy, y le rogó a St. Clare que se lo prohibiese.

—¡Bah!, deja a la niña en paz —dijo St. Clare—. Topsy le hará bien.

—Pero una niña tan depravada, ¿no tienes miedo de que le enseñe alguna maldad?

—No puede enseñarle maldades; puede que a algunos niños, pero la maldad resbala de la mente de Eva como el rocío de una hoja de col: no cala ni una gota.

—No estés tan seguro —dijo la señorita Ophelia—. Yo nunca dejaría a un hijo mío jugar con Topsy, desde luego.

—Pues no dejes a tus hijos jugar con ella —dijo St. Clare—, pero yo a la mía sí la dejo. Si algo hubiera podido echar a perder a Eva, hace años que habría sucedido.

Al principio los demás sirvientes despreciaban y desaprobaban a Topsy. Pero pronto tuvieron motivos para modificar su opinión. Muy pronto descubrieron que cualquiera que agraviase a Topsy sufría poco después algún accidente molesto; o bien desaparecía de repente un par de pendientes o alguna baratija preferida o aparecía totalmente estropeada alguna prenda de vestir, o la persona tropezaba accidentalmente con un cubo de agua hirviendo o una porción de agua sucia le caía inexplicablemente desde lo alto cuando se encontraba ataviada con sus mejores galas; y en todas estas ocasiones, cuando se investigaba lo ocurrido, no se encontraba a ningún responsable del ultraje. Topsy fue citada a comparecer ante todas las judicaturas domésticas una y otra vez; pero siempre soportaba sus interrogatorios con una inocencia de lo más edificante y una enorme gravedad de apariencia. Nadie tenía dudas sobre quién hacía las maldades; pero no se pudo encontrar ni la más mínima prueba para apoyar las sospechas y la señorita Ophelia era demasiado justa para tomar medidas sin ellas.

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