Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
—¡Déjate de malos augurios, prima, lo odio! —decía—; ¿no ves que sólo es el crecimiento? Los niños siempre se debilitan cuando crecen deprisa.
—Pero, ¿y esa tos?
—¿Y qué? Esa tos no es nada. A lo mejor se ha resfriado un poco.
—¡Pero así empezaron Eliza Jane y Ellen y Maria Sanders!
—¡Oh, déjate de estas historias de duendes y enfermerías! Las que tenéis un poco de experiencia en esto veis ruina y desolación en cuanto tose o estornuda un niño. Simplemente cuida de la niña, protégela del aire de la noche. No dejes que juegue demasiado y estará perfectamente.
Así habló St. Clare; pero se puso nervioso e inquieto. Vigilaba febrilmente a Eva día tras día, como podía notarse por la frecuencia con la que repetía una y otra vez «la niña está bien»; que aquella tos no era nada, que sólo era un pequeño mal del estómago, que les daba muchas veces a los niños. Pero pasaba más tiempo con ella que antes, la llevaba de paseo más a menudo y llevaba cada pocos días a casa alguna receta o tónico reconstituyente, «no», decía, «porque lo necesitara la niña, sino porque no le sentaría mal».
Si hay que decir la verdad, lo que le llegó más hondo en el corazón que lo demás era la madurez de la mente y los sentimientos de la niña, que aumentaban con cada día que pasaba. Aunque todavía tenía algunas ideas caprichosas propias de una niña, a veces dejaba caer, sin darse cuenta, palabras que mostraban tal amplitud de pensamientos y tanta sabiduría espiritual que parecían ser inspiradas. En tales momentos, St. Clare sentía un repentino escalofrío y la estrechaba en sus brazos, como si su abrazo pudiera salvarla; y su corazón se irguió con el loco empeño de quedársela para siempre y nunca dejarla marchar.
La niña parecía entregar todo el corazón y toda el alma a hacer obras de amor y bondad. Siempre había sido impulsivamente generosa, pero ahora tenía una conmovedora consideración de mujer que llamaba la atención a todo el mundo. Todavía le encantaba jugar con Topsy y los otros niños negros; pero ahora más parecía espectadora que participante de sus juegos y se quedaba sentada durante períodos de media hora riéndose de las originales gracias de Topsy, hasta que una sombra parecía pasar por su cara, los ojos se le humedecían y sus pensamientos se alejaban.
—Mamá —dijo de repente a su madre un día—, ¿por qué no enseñamos a leer a nuestros criados?
—¡Ni hablar, niña! ¡Eso no se hace!
—¿Por qué no? —preguntó Eva.
—Porque no les sirve de nada leer. No les ayuda a trabajar mejor, y no están hechos para otra cosa.
—Pero deberían leer la Biblia, mamá, para aprender la voluntad de Dios.
—¡Oh, pueden hacer que otros les lean todo lo que quieran de la Biblia!
—Me parece a mí, mamá, que la Biblia es algo para que lo leamos cada uno de nosotros por sí mismo. La necesitan muchas veces cuando no tienen a nadie que se la lea.
—Eva, eres una niña muy rara —dijo su madre.
—La señorita Ophelia ha enseñado a leer a Topsy —continuó Eva.
—Sí, y ya ves para lo que sirve. Topsy es la criatura más endiablada que he visto en mi vida.
—¡Aquí viene la pobre Mammy! —dijo Eva—. A ella le encanta la Biblia y le gustaría muchísimo poder leerla. ¿Y qué va a hacer cuando no esté yo para leérsela?
Marie estaba ocupada repasando el contenido de un cajón y respondió:
—Por supuesto, Eva, más adelante tendrás otras cosas en qué pensar además de leer la Biblia a los criados. No es que no esté muy bien hacerlo. Yo misma lo he hecho cuando tenía salud. Pero cuando empieces a arreglarte para entrar en sociedad, no tendrás tiempo. ¡Mira! —añadió—, te voy a dar estas joyas cuando te presentes en sociedad. Yo me las puse en mi primer baile. Te digo, Eva, que causé sensación.
Eva cogió el joyero y sacó un collar de brillantes. Posó sus grandes ojos pensativos en él, pero estaba claro que su mente estaba en otra parte.
—¡Qué seria estás, niña! —dijo Marie.
—¿Esto vale mucho dinero, mamá?
—Claro que sí. Mi padre me lo mandó traer de Francia. Vale una pequeña fortuna.
—¡Ojalá fuera mío —dijo Eva—, y pudiera hacer con él lo que quisiera!
—¿Y qué harías?
—Lo vendería y compraría un lugar en los estados libres y llevaría allí a toda nuestra gente y contrataría a profesores para enseñarles a leer y a escribir.
La carcajada de su madre interrumpió a Eva.
—¡Montarías un internado! ¿Y no les enseñarías a tocar el piano y pintar sobre terciopelo?
—Les enseñaría a leer la Biblia por sí mismos y a escribir sus propias cartas y a leer las cartas que les escriban a ellos —dijo Eva serenamente—. Sé que sufren mucho, mamá, por no saber hacer estas cosas. Tom sufre, y Mammy y muchos más. Creo que está mal.
—Vamos, vamos, Eva; sólo eres una niña. No sabes nada de estas cosas —dijo Marie—; además, tu charla me da dolor de cabeza.
Marie siempre tenía una jaqueca para cualquier conversación que no era del todo de su gusto.
Eva se alejó silenciosamente; pero después de esta ocasión, le daba clases de lectura a Mammy asiduamente.
Henrique
Por estas fechas, el hermano de St. Clare, Alfred, fue con su hijo mayor, un muchacho de doce años, a pasar un día o dos en el lago con la familia.
No había visión más hermosa y singular que la de estos dos hermanos gemelos. La naturaleza, en vez de establecer semejanzas entre ellos, los había creado opuestos en todos los aspectos; sin embargo, un lazo misterioso parecía unirlos en una amistad más estrecha de lo habitual.
Solían pasear cogidos del brazo por todos los caminos y veredas del jardín. Augustine, con sus ojos azules y su cabello dorado, su cuerpo etéreo y flexible y sus facciones vivaces, y Alfred, de ojos oscuros, con su arrogante perfil romano, unas extremidades bien moldeadas y un porte decidido. Cada uno se burlaba siempre de las opiniones y las costumbres del otro y sin embargo cada uno disfrutaba muchísimo de la compañía del otro; de hecho, parecía que el desacuerdo mismo los unía más, como la atracción que existe entre los dos polos opuestos del imán.
Henrique, el hijo mayor de Alfred, era un muchacho noble y principesco de ojos oscuros, lleno de viveza y ánimo; y desde el momento en que los presentaron, demostró una fascinación absoluta por el donaire espiritual de su prima Evangeline.
Eva tenía un potro favorito de una blancura nívea. Era suave como la seda y tan apacible como su pequeña ama; Tom llevó este potrillo al porche trasero y un muchacho mulato de unos trece años llevó un pequeño árabe negro, que acababan de importar, por un precio muy alto, para Henrique.
—¿Qué pasa, Dodo, perro perezoso? No has cepillado mi caballo esta mañana.
—Sí, señorito —dijo Dodo dócilmente—. Se ha ensuciado después.
—¡Bribón, cállate la boca! —dijo Henrique, alzando con violencia su fusta—. ¿Cómo te atreves a contestarme?
El muchacho era un guapo mulato del mismo tamaño que Henrique, y su cabello se rizaba en torno a una frente alta y arrogante. Tenía sangre blanca en las venas, como podía deducirse del rubor de sus mejillas y el centelleo de sus ojos, cuando empezó a hablar con énfasis:
—Señorito Henrique… —comenzó.
Henrique le golpeó en pleno rostro con la fusta y, cogiéndolo por uno de los brazos, le obligó a ponerse de rodillas y le pegó hasta quedarse sin aliento.
—¡Toma, perro desobediente! ¡A ver si así aprendes a no contestar cuando te hablo! ¡Llévate el caballo de vuelta y límpialo bien! ¡Ya te enseñaré yo cuál es tu puesto!
Joven amo —dijo Tom— me imagino que lo que iba a decir es que el caballo ha rodado por el suelo cuando lo traía aquí desde el establo, pues es muy brioso; así se ha ensuciado; yo he visto cómo lo ha cepillado.
—¡Tú, cállate hasta que te pidan que hables! —dijo Henrique, dándole la espalda y subiendo las escaleras para hablar con Eva, que estaba vestida con su ropa de montar.
—Querida prima, siento que este tonto te haya hecho esperar —dijo—. Sentémonos aquí sobre este banco hasta que vuelvan. ¿Qué ocurre, prima? Estás muy seria.
—¿Cómo has podido ser tan cruel y malvado con el pobre Dodo? —preguntó Eva.
—¡Cruel y malvado! —dijo el muchacho, con una sorpresa no fingida—. ¿A qué te refieres, querida Eva?
—No quiero que me llames querida Eva si te portas así —dijo Eva.
—Querida prima, tú no conoces a Dodo; es la única forma de tratarlo, está tan lleno de mentiras y excusas. La única forma es bajarle los humos enseguida, no dejarle que abra la boca; así se las arregla papá.
—Pero el tío Tom ha dicho que era un accidente y nunca dice nada que no sea verdad.
—¡Pues entonces es un negro muy raro! —dijo Henrique—. Dodo miente tanto como habla.
—Le asustas tanto que te engañará si lo tratas así.
—Vaya Eva, le has cogido tanto cariño a Dodo que voy a tener celos.
—Pero le has pegado, y él no se lo merecía.
—Pues que sirva para alguna vez que sí lo merezca y se escabulle. Unos cuantos azotes siempre le vienen bien a Dodo, que es un verdadero demonio, te digo; pero no volveré a pegarle delante de ti si te molesta.
Eva no se dio por satisfecha, pero era inútil intentar que su guapo primo comprendiera sus sentimientos.
Dodo apareció poco después con los caballos.
—Bien, Dodo, lo has hecho mejor esta vez —dijo su joven amo con aire más indulgente—. Ven a coger el caballo de la señorita Eva mientras la monto en la silla.
Dodo fue a ponerse al lado del potro de Eva. Tenía el semblante agitado y los ojos como si hubiese llorado. Henrique que se enorgullecía de su destreza caballerosa en todos los aspectos de la galantería, colocó enseguida a su bella prima en la silla y, cogiendo las riendas, se las dio en la mano.
Pero Eva se inclinó por el otro lado del caballo, donde se encontraba Dodo, y dijo, al soltar éste las riendas:
—Buen muchacho, Dodo; gracias.
Dodo miró la dulce carita con asombro; la sangre se agolpó en sus mejillas y las lágrimas en sus ojos.
—Ven, Dodo —gritó imperioso su amo.
Dodo corrió a sujetarle el caballo a su amo para que montara.
Aquí tienes una moneda para comprar caramelos, Dodo —dijo Henrique—. Ve a comprarte.
Y Henrique se fue a paso largo por el camino tras Eva. Dodo se quedó mirando a los dos chicos. Uno le había dado dinero; y la otra le había dado algo que apreciaba mucho más: una palabra amable, pronunciada con bondad. Dodo sólo llevaba unos meses apartado de su madre. Su amo lo había comprado en un almacén de esclavos por su bello rostro, para que hiciera juego con su hermoso potro; y ahora lo estaba domando su joven amo.
Los dos hermanos St. Clare presenciaron la escena de la azotaina desde otro lugar del jardín.
El rostro de Augustine se ruborizó, aunque sólo dijo, con su despreocupación sarcástica habitual:
—Supongo que eso es lo que podríamos llamar una educación republicana, ¿eh, Alfred?
—Henrique es un verdadero demonio cuando se enfada —dijo Alfred, displicente.
—Supongo que consideras que estas prácticas son instructivas para él —dijo Augustine secamente.
—No podría evitarlo aunque no fuera así. Henrique es una verdadera tempestad; hace tiempo que su madre y yo lo hemos dejado estar. Pero, por otra parte, Dodo es un trasgo terrible; los azotes no pueden hacerle más que bien.
Y así enseñas a Henrique el primer versículo del catecismo republicano: «Todos los hombres nacen libres e iguales».
—¡Bah! —dijo Alfred— una muestra del sentimentalismo y la hipocresía afrancesada de Thomas Jefferson. Es absolutamente ridículo que esas palabras circulen entre nosotros hoy día.
—Creo que sí —dijo St. Clare intencionadamente.
—Porque —dijo Alfred— podemos ver con toda claridad que todos los hombres no nacen libres, ni iguales; nacen de cualquier otra forma. Por mi parte, considero mera patraña toda esta palabrería republicana. Los que deberíamos tener los mismos derechos somos los cultos, los inteligentes, los ricos y los refinados y no la chusma.
—Si puedes conseguir que la chusma comparta esa opinión —dijo Augustine—. Ellos se sublevaron una vez, en Francia.
—Por supuesto hay que mantenerlos abajo, firme y consistentemente, tal como lo haría yo —dijo Alfred, poniendo el pie enérgicamente en el suelo como si pisoteara a alguien.
—Y supone un resbalón tremendo cuando se alzan —dijo Augustine— como en Santo Domingo, por ejemplo.
—¡Bah! —dijo Alfred— sabremos evitar eso en este país. Debemos oponernos a toda esta charla sobre la educación que se ha puesto de moda; no hay que educar a las clases inferiores.
—Es tarde para oponerse —dijo Augustine—; se les va a educar, y nosotros sólo podemos decidir de qué forma. Nuestro sistema los educa en barbarie y brutalidad. Rompemos todos sus lazos humanos para convertirlos en animales; y, si llegan a obtener el dominio, lo sabremos a nuestra costa.
—Nunca llegarán a obtener el dominio —dijo Alfred.
—Eso es —dijo St. Clare— empieza a acumular vapor, cierra la válvula de escape y siéntate encima, y ¡a ver dónde acabas!
—Bien —dijo Alfred— lo veremos. No tengo miedo de sentarme sobre la válvula, siempre que las calderas sean fuertes y la maquinaria funcione correctamente.
—Así pensaban los nobles de la época de Luis XVI; y así piensan ahora Austria y Pío IX; y una mañana de éstas puede que os encontréis todos en el aire,
cuando estallen las calderas
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—
Dies declarabit
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—dijo Alfred, riendo.
—Te aseguro —dijo Augustine— si hay algo que se vaya a revelar con la fuerza de una ley divina en nuestros días, es que se van a sublevar las masas y las clases inferiores se convertirán en las superiores.
—¡Ésa es una patraña de los republicanos rojos, Augustine! ¿Por qué no te ha dado por la agitación política? Serías un orador estupendo. Desde luego, y espero estar muerto cuando llegue el milenio de tus masas grasientas.
—Grasientas o no, te gobernarán a ti, cuando les llegue el momento —dijo Augustine—, y serán la clase de gobernantes que hagáis de ellos. La nobleza francesa quiso tener al pueblo
sans culotts
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y tuvieron todos los gobernantes sans culottes que pudieran desear. El pueblo de Haití…
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—¡Oh, vamos, Augustine! ¡Como si no hubiéramos oído suficiente sobre el odioso Haití! Los haitianos no eran anglosajones; si lo hubieran sido, otro gallo hubiera cantado. La anglosajona es la raza dominante en el mundo, y
así es como debe ser
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