La cabaña del tío Tom (40 page)

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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

BOOK: La cabaña del tío Tom
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El momento de las travesuras cometidas era siempre tan bien escogido como para encubrir aun más a la agresora. Así los momentos de venganza contra Rosa y Jane, las dos camareras, siempre coincidían con temporadas en las que (como ocurría con no poca frecuencia) habían caído en desgracia con su ama, cuando naturalmente sus quejas eran recibidas con poca compasión. En resumen, Topsy tardó poco en hacer ver a los miembros de la casa que les convenía no meterse con ella, por lo que la dejaban en paz.

Topsy era lista y enérgica en los trabajos manuales y aprendía todo lo que se le enseñaba con sorprendente rapidez. Después de unas cuantas lecciones, aprendió a cumplimentar las convenciones del dormitorio de la señorita Ophelia de tal forma que esta dama no podía poner ningún reparo. No había manos mortales capaces de alisar las sábanas más perfectamente o colocar las almohadas con más exactitud o barrer, ordenar y quitar el polvo más irreprochablemente que las de Topsy, cuando quería ¡pero no quería muy a menudo! Si la señorita Ophelia, tras tres o cuatro días de cuidadosa supervisión, era tan confiada que suponía que Topsy había adoptado por fin sus maneras de hacer las cosas y que no necesitaba vigilancia y se marchaba para ocuparse de otro asunto, Topsy se entregaba a un verdadero carnaval de confusión durante una o dos horas. En vez de hacer la cama, se divertía quitando las fundas de las almohadas y lanzándose contra éstas hasta que su lanuda cabeza quedaba grotescamente adornada con plumas que se empinaban en todas direcciones; trepaba por los pilares de la cama para colgar boca abajo desde lo alto; esparcía las sábanas y las colchas por toda la habitación; vestía la almohada con el camisón de la señorita Ophelia y representaba varias escenas con ella, cantando y silbando y haciéndose muecas ante el espejo; en resumen, en palabras de la señorita Ophelia, «armaba las de Caín».

En una ocasión, la señorita Ophelia encontró a Topsy con su mejor chal de crespón rojo de la India envuelto en la cabeza a modo de turbante, ensayando ante el espejo con gran estilo; pues la señorita Ophelia, con un descuido poco habitual en ella, había dejado puesta la llave de su cajón.

—¡Topsy! —decía, cuando se quedaba totalmente sin paciencia— ¿qué te hace actuar así?

—No sé, amita: Supongo que es por lo mala que soy.

—¡No sé qué puedo hacer contigo, Topsy!

—Caramba, amita, debe usted azotarme; mi antigua ama me azotaba siempre. No estoy acostumbrada a trabajar si no me azotan.

—Pero, Topsy, no quiero azotarte. Puedes hacer las cosas bien si quieres; ¿por qué no quieres?

—Caramba, amita, estoy acostumbrada a las azotainas; supongo que me convienen.

La señorita Ophelia probó a aplicar la receta y Topsy armaba invariablemente una gran conmoción, chillando, gimiendo y suplicando, aunque media hora más tarde, apostada en algún saliente del balcón y rodeada por un rebaño de jóvenes admiradores, expresaba un desprecio absoluto de todo el asunto.

—¡Caramba, cómo azota la señorita Feely! ¡Sus azotainas no matarían a un mosquito! Deberíais ver cómo mi antiguo amo me hacía volar la piel; ¡ése sí que sabía azotar!

Topsy siempre capitalizaba sus propios pecados y crímenes, ya que evidentemente los consideraba una señal de distinción.

—Caramba, negros —solía decir a su público—, ¿sabéis que sois todos unos pecadores? Pues lo sois, todo el mundo lo es. Los blancos también son pecadores, lo dice la señorita Feely; pero supongo que los negros somos peores, ¡pero ninguno de vosotros me llega a la suela de los zapatos! Soy tan mala que no hay nada que hacer conmigo. Tenía a mi antigua ama maldiciéndome casi todo el tiempo. Creo que soy la criatura más malvada del mundo y Topsy daba una voltereta y venía a caer sobre un nivel superior de la escalera, pavoneándose.

La señorita Ophelia trabajaba muy en serio los domingos para enseñarle catequesis a Topsy. Esta tenía una memoria verbal poco común y aprendía con una facilidad que animaba muchísimo a su profesora.

—¿Qué provecho crees tú que va a sacarle? —preguntó St. Clare.

—Pues siempre ha sido provechoso para los niños. Es lo que deben aprender los niños, ya sabes —dijo la señorita Ophelia.

—Aunque no lo entiendan —dijo St. Clare.

—Bien, los niños nunca lo entienden al principio; pero cuando se hacen mayores, sí lo entienden.

—Yo no lo entiendo todavía —dijo St. Clare— aunque puedo dar fe de que me lo hiciste aprender a base de bien cuando era pequeño.

—Siempre has sido bueno para aprender, Augustine. Yo tenía grandes esperanzas puestas en ti —dijo la señorita Ophelia.

—¿Y ya no las tienes? —preguntó St. Clare.

—Quisiera que fueras tan bueno como cuando eras un niño, Augustine.

—Yo también y es la pura verdad, prima —dijo St. Clare—. Bien, ve a catequizar a Topsy; quizás sirva para algo.

Topsy, que se había quedado quieta como una estatua negra durante esta conversación, con las manos cruzadas beatíficamente, a una señal de la señorita Ophelia prosiguió:

—«Nuestros primeros padres, dejados a su libre albedrío, cayeron del estado en el que los habían creado» —centellearon los ojos de Topsy, que puso expresión inquisitiva.

—¿Qué pasa, Topsy? —preguntó la señorita Ophelia.

—Por favor, amita, ¿ése era el estado de Kentucky?

—¿Qué estado, Topsy?

—El estado del que cayeron. Solía oírle decir al amo que procedíamos de Kentucky.

St. Clare se rió.

—Tendrás que darle una explicación o se la inventará —dijo—. Parece que aquí se sugiere la teoría de la emigración.

—¡Ay, Augustine, cállate! —dijo la señorita Ophelia—; ¿Cómo voy a conseguir nada, si tú te burlas?

—Bien, no volveré a interrumpir tus lecciones, te lo prometo y St. Clare se llevó su periódico al salón, donde se sentó hasta que Topsy hubo acabado sus recitaciones. Estaban todas muy bien, pero de vez en cuando cambiaba de forma curiosa alguna palabra importante y persistía en su error, a pesar de todos los esfuerzos; y St. Clare, con todas sus promesas de portarse bien, se deleitaba maliciosamente con estos errores y llamaba a Topsy a su lado cuando tenía ganas de divertirse y la hacía repetir los pasajes ofensivos, haciendo caso omiso de las reconvenciones de la señorita Ophelia.

—¿Cómo voy a hacer nada con la niña, si tú te comportas así, Augustine? —decía.

—Tienes razón; no lo volveré a hacer; ¡pero me encanta oír a la pequeña payasa dar traspiés con esas palabras largas!

—Pero la confirmas en el error.

—¿Qué más da? Una palabra es tan buena como otra para ella.

—Tú querías que la educara bien; y debes recordar que es una criatura que razona y tener cuidado de cómo la influyes.

—¡Ay, diantre! Es verdad; pero, como dice la misma Topsy, «¡soy tan malo!».

Más o menos de esta forma continuó la instrucción de Topsy durante un año o dos: la señorita Ophelia se preocupaba de ella a diario, como en una especie de enfermedad crónica, a cuyos achaques, con el tiempo, se acostumbró como se acostumbran las personas a la neuralgia o las jaquecas.

St. Clare se divertía de la misma manera con la niña que un hombre se divierte con los trucos de un loro o un perro perdiguero. Cada vez que sus pecados la hacían caer en desgracia con los demás, Topsy se refugiaba detrás de su sillón, y St. Clare, de una forma u otra, aplacaba los ánimos. Él le daba muchas monedas sueltas, y ella las gastaba en frutos secos y caramelos, que distribuía con despreocupada generosidad entre todos los niños de la casa; porque Topsy, en honor a la verdad, era bondadosa y desprendida y sólo era maliciosa en defensa propia. Ya está bien insertada en nuestro
corps de ballet
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y actuará, de vez en vez, cuando le toque el turno, con otros artistas.

Capítulo XXI

Kentucky

Puede que no les importe a nuestros lectores mirar atrás, durante un breve intervalo, a la cabaña del tío Tom, en la granja de Kentucky, para ver qué ha ocurrido entre los que se han quedado allí.

Era la última hora de una tarde de verano y todas las puertas y ventanas del salón estaban abiertas para invitar a pasar cualquier brisa que estuviera de buen humor. El señor Shelby estaba sentado en una gran galería que daba al salón y que se extendía a lo largo de toda la casa y se remataba con un balcón en cada extremo. Con la silla inclinada hacia atrás y los pies apoyados sobre otra, disfrutaba ociosamente del cigarro de después de cenar. La señora Shelby estaba sentada en el hueco de la puerta, ocupada con una labor de costura; tenía aspecto de estar preocupada por alguna cosa que buscaba la oportunidad de sacar a colación.

—¿Sabes —dijo— que Chloe ha tenido carta de Tom?

—¿De veras? Pues debe de tener algún amigo allí. ¿Cómo se encuentra el bueno de Tom?

—Lo ha comprado una familia muy buena, me parece —dijo la señora Shelby—; lo tratan bien y no tiene que trabajar mucho.

—Pues me alegro mucho, muchísimo —dijo el señor Shelby de corazón—. Me imagino que Tom se acostumbrará a una residencia sureña y no querrá volver aquí.

—Al contrario, pregunta con mucha ansiedad —dijo la señora Shelby— cuándo vamos a reunir el dinero para redimirlo.

—Yo no lo sé, desde luego —dijo el señor Shelby—. Cuando los negocios empiezan a andar mal, parece que no acaba nunca la mala suerte. Es como saltar de una ciénaga a otra sin salir del pantano; tienes que pedir prestado a uno para pagar a otro, y luego pedir a otro para pagar a éste, y estos malditos pagarés vencen antes de que te dé tiempo de fumarte un cigarro y darte la vuelta; cartas y recados reclamando las deudas, todo precipitado y corriendo.

A mí me parece, querido, que se podría hacer algo para enderezar las cosas. ¿Y si vendiéramos todos los caballos y una de las granjas y pagáramos todas las deudas?

—¡No seas ridícula, Emily! Eres la mujer más estupenda de Kentucky, pero aun así no tienes suficiente sentido común para darte cuenta de que no entiendes de negocios; las mujeres no entendéis nunca, sois incapaces de ello.

—Pero —dijo la señora Shelby—, ¿no podrías por lo menos explicarme algo de los tuyos: darme una lista de todas tus deudas, por ejemplo, y de todo lo que te deben a ti para que pueda intentar ayudarte a economizar?

—¡Maldita sea, no me agobies, Emily! No puedo decírtelo exactamente. Sé más o menos por donde andan las cuentas, pero no se puede recortar y arreglar mis asuntos como Chloe recorta la corteza de sus pasteles. Tú no sabes nada de los negocios, insisto.

Y el señor Shelby, que no conocía otra forma de imponer sus ideas, elevó la voz, un método de argumentar muy útil y convincente cuando un caballero habla de negocios con su esposa.

La señora Shelby dejó de hablar con un pequeño suspiro. El caso era que, aunque su marido había dicho que era sólo una mujer, tenía la mente clara, enérgica y práctica y una fuerza de carácter superior en todos los sentidos al de su marido, por lo que no hubiera sido tan absurdo considerarla capaz de llevar los negocios, tal como había dicho el señor Shelby. Ella estaba empeñada en cumplir su promesa a Tom y la tía Chloe, y suspiró por los desengaños que se multiplicaban a su alrededor.

—¿No crees que podemos ingeniárnoslas para juntar ese dinero? ¡La pobre tía Chloe lo desea tanto!

—Siento que sea así. Creo que me precipité al prometerlo. No estoy seguro de que lo mejor no sea decírselo a Chloe y que se vaya resignando. Tom tendrá otra esposa en un año o dos, y ella haría bien juntándose con otro.

—Señor Shelby, he enseñado a mi gente que sus matrimonios son tan sagrados como los nuestros. Nunca se me ocurriría darle semejantes consejos a Chloe.

—Es una lástima, esposa, que les hayas cargado con una moralidad por encima de su condición y expectativas. Siempre he sido de esa opinión.

—Es la moralidad de la Biblia, señor Shelby.

Bien, bien, Emily, no quiero meterme con tus ideas religiosas; es sólo que parecen poco apropiadas para gente de esa condición.

—Lo son, de hecho —dijo la señora Shelby—, y por eso odio toda la cuestión desde el fondo de mi alma. Te digo, querido, que yo no puedo exonerarme de las promesas que hago a estas criaturas indefensas. Si no puedo conseguir el dinero de otra manera, daré clases de música; sé que conseguiría bastantes y así podría ganar el dinero yo personalmente.

—No te degradarías de esa forma, ¿verdad, Emily? No podría consentirlo.

—¡Degradarme! ¿Me degradaría tanto como romper una promesa hecha a los desamparados? ¡Desde luego que no!

—¡Siempre eres tan heroica y transcendental! —dijo el señor Shelby—, pero creo que deberías pensártelo antes de emprender una obra tan quijotesca.

Aquí la aparición de la tía Chloe en el extremo del porche interrumpió la conversación.

—Por favor, ama —dijo.

—Bien, Chloe, ¿qué ocurre? —preguntó su ama, levantándose y caminando hacia el extremo del porche.

—¿Quiere venir el ama a echar un vistazo a estos pollinos?

Chloe tenía la manía de llamar pollinos a los pollos, una aplicación del lenguaje que se empeñaba en usar a pesar de las frecuentes correcciones y consejos de los miembros más jóvenes de la familia.

—¡Diablos! —decía ella—. ¿Qué más da? Una palabra es tan buena como otra; los pollinos están buenos, de todas formas y seguía llamándoles pollinos.

La señora Shelby sonrió al contemplar una partida de pollos y patos que yacían bajo la mirada seria y pensativa de Chloe.

—Me pregunto si el ama preferiría una empanada de gallina o de pato.

—La verdad, tía Chloe, me da igual; sirve lo que quieras.

Chloe se quedó de pie tocándolos con aire distraído; era del todo evidente que no era en los pollos en lo que estaba pensando. Por fin, con la breve risa con la que los de su raza a menudo introducen una proposición dudosa, dijo:

—Diablos, ama ¿cómo pueden preocuparse los amos por el dinero si no utilizan lo que tienen en las manos? y Chloe se rió de nuevo.

—No te entiendo, Chloe —dijo la señora Shelby, convencida, por lo que conocía de la manera de ser de Chloe, de que ésta había oído cada palabra de la conversación que tuvo lugar entre su marido y ella.

—Diablos, ama —dijo Chloe, riéndose otra vez—, algunos alquilan a sus negros a otros para ganar dinero con ellos. No mantienen a toda la tribu en casa a mesa y mantel.

—Y bien, Chloe, ¿a quién propones que alquilemos?

—¡Diablos, yo no propongo nada! Sólo que dijo Sam que había un pastero de Louisville que decía que buscaba a alguien que tuviera buena mano para los pasteles y los hojaldres; y dijo que pagaría cuatro dólares a la semana.

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