Read La cabaña del tío Tom Online

Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (24 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—No lo sé, señorita Eva.

—¿Que no lo sabes? —preguntó Eva.

—No; me van a vender a alguien. No sé a quién.

—Mi padre puede comprarte —dijo Eva enseguida—; y si él te compra, lo pasaremos muy bien. Se lo voy a decir hoy mismo.

—Gracias, mi pequeña dama —dijo Tom.

En ese momento atracó el barco en un pequeño embarcadero para cargar leña y Eva, oyendo la voz de su padre, se fue corriendo ágilmente. Tom se levantó y se acercó para ofrecer sus servicios para cargar la leña y pronto estaba ocupado entre los braceros.

Eva y su padre se encontraban de pie juntos cerca de la barandilla para ver cómo salía el barco del embarcadero; la rueda había girado una o dos veces en el agua cuando, por un movimiento repentino, la pequeña perdió el equilibrio, se cayó por la borda e iba directamente al agua. Su padre, sin saber apenas lo que hacía, estaba a punto de lanzarse tras ella, pero alguien detrás de él lo retuvo, viendo que había llegado una ayuda más eficiente.

Tom estaba exactamente debajo de la niña cuando ésta se cayó. La vio dar en el agua y hundirse y se tiró tras ella al instante. No le costó nada a un hombre de amplio pecho y fuertes brazos como él mantenerse a flote en el agua hasta que, un momento o dos después, salió la niña a la superficie y la cogió en sus brazos y se fue nadando a la borda del barco y la alzó, goteando, para que la cogieran cientos de manos que estaban extendidas ansiosamente para recibirla como si pertenecieran a un solo hombre. Unos momentos más y la llevó su padre, chorreando e inconsciente, al camarote de las señoras donde, como suele ocurrir en casos de este tipo, hubo una bienintencionada y bondadosa contienda entre las ocupantes femeninas para ver quién hacía más para armar alboroto y evitar en lo posible su recuperación.

Hacía un tiempo sofocante y bochornoso el día siguiente mientras el barco se aproximaba a Nueva Orleáns. Se extendió un bullicio de expectación por toda la nave; en los camarotes unos y otros recogían sus pertenencias y las preparaban para bajar a tierra. El contramaestre, la camarera y los demás estaban ocupados limpiando, puliendo y arreglando el gran barco para hacer la gran entrada.

En la cubierta inferior estaba sentado nuestro amigo Tom con los brazos cruzados, dirigiendo de vez en cuando unas miradas ansiosas a un grupo de personas que se hallaba al otro lado del barco.

Allí estaba la bella Evangeline, algo más pálida que el día anterior pero por lo demás sin mostrar ninguna huella del accidente que había sufrido. A su lado había un joven elegante y de proporciones armoniosas, con el codo apoyado de forma displicente en una bala de algodón y una gran libreta abierta delante de él. Era evidente, sólo con mirarlo, que se trataba del padre de Evangeline. Tenía la misma forma noble de cabeza, los mismos ojos grandes y azules; sin embargo, la expresión era totalmente diferente. En los grandes ojos límpidos y azules de él, aunque tenían exactamente la misma forma y el mismo color, faltaba la profundidad de expresión soñadora y romántica; todo era claro, gallardo y luminoso, pero con una luz totalmente de este mundo; la boca de bellas proporciones tenía una expresión orgullosa y un poco sarcástica, mientras que cada uno de los elegantes movimientos de su bello cuerpo delataba, no sin gracia, un aire de despreocupada superioridad. Estaba escuchando con un aire festivo e indiferente, mitad cómico, mitad desdeñoso, a Haley, que se explayaba volublemente sobre las cualidades de la mercancía por la que regateaban.

—¡Todas las virtudes morales y cristianas encuadernadas en tafilete negro! —dijo cuando terminó Haley—. Entonces, mi buen hombre, ¿cuánto he de soltar, como dicen en Kentucky? En otras palabras, ¿cuánto hay que pagar por este asunto? ¿Cuánto dinero me va a timar usted? Dígamelo.

—Bien —dijo Haley—, si dijera mil trescientos por este tipo, sólo cubro las pérdidas, y ésa es la pura verdad.

—¡Pobre! —dijo el joven, mirándolo con ojos burlones—; pero supongo que me lo dará por esa cantidad por el aprecio que me tiene, ¿eh?

—Pues, la damita parece estar empeñada en ello, y es natural.

—Oh, desde luego, ése es el motivo de su benevolencia, amigo mío. Ahora bien, como cuestión de caridad cristiana, ¿cuál es el precio más barato por el que está dispuesto a darlo, para hacerle un favor a una jovencita que está prendada de él?

—Bueno, piénselo simplemente —dijo el tratante—; mire esas extremidades solamente, y es ancho de pecho y fuerte como un toro. Mire su cabeza: esas frentes despejadas son típicas de los negros pensadores, que sirven para todo tipo de cosas. Ya me he dado cuenta. Ahora, pues, un negro de esta corpulencia y este peso vale mucho, podríamos decir, sólo por el cuerpo, si no es inteligente; pero si tenemos en cuenta sus facultades intelectuales, que puedo demostrar que están fuera de lo común, pues, entonces, vale más. Si este tipo llevaba toda la granja de su amo. Tiene un talento excepcional para los negocios.

—¡Malo, malo: sabe demasiado! —dijo el joven, con la misma sonrisa burlona en los labios—. No puede ser. Los tipos listos siempre se largan, roban caballos y dan guerra de mil maneras. Creo que tendrá que descontar un par de cientos por su inteligencia.

Pues podría tener algo de razón si no fuera por su carácter; pero le puedo enseñar referencias de su amo y de otras personas para demostrar que es un verdadero santo, la criatura más humilde, pía y beata que haya visto usted nunca. Si lo llamaban predicador en esas partes de donde procede.

—Y podría utilizarlo como capellán de la familia, supongo —dijo secamente el joven—. ¡Qué buena idea! La religión es un artículo que escasea en nuestra casa.

—Bromea usted.

—¿Cómo lo sabe? ¿No acaba usted de afirmar que él es predicador? ¿Ha pasado el examen del sínodo o del concilio, acaso? Vamos, muéstreme los papeles.

Si el tratante no hubiera estado convencido, gracias a un guiño de buen humor en los grandes ojos, de que todas estas chanzas resultarían ser, a la larga, cuestión de dinero, puede que se hubiese impacientado un poco. Pero dadas las circunstancias, apoyó una cartera grasienta sobre las balas de algodón y se puso a estudiar ansiosamente algunos papeles que sacó de ella, mientras el joven se quedó de pie junto a él, mirándolo con un aire de suelta y desenfadada jocosidad.

—¡Cómpralo, papá, no importa cuánto pagues! —susurró Eva dulcemente, encaramándose en una caja y rodeando el cuello de su padre con los brazos—. Sé que tienes bastante dinero, y lo quiero.

—¿Para qué, gatita? ¿Vas a usarlo como cascabel o como caballo de balancín o qué?

—Quiero hacerle feliz.

—Desde luego es un motivo original.

En este punto el tratante le tendió un certificado, firmado por el señor Shelby, que cogió el joven con la punta de sus largos dedos y miró despreocupado por encima.

—Una letra señorial —dijo— y buena ortografía también. Bueno, pues, no estoy muy seguro, después de todo, por este asunto de la religión —dijo, con una expresión maliciosa de nuevo en los ojos—; el país está al borde de la ruina por culpa de los beatos blancos: los políticos tan beatos que tenemos antes de las elecciones, los tejemanejes beatos que tienen lugar en todos los departamentos de la iglesia y del estado, que uno no sabe quién va a ser el próximo en engañarle. Tampoco estoy muy seguro de que la religión esté en alza en este momento en el mercado. No he mirado su cotización en bolsa últimamente en el periódico. ¿Cuántos cientos de dólares me ha sumado por el asunto de la religión?

—Me parece que está usted bromeando —dijo el tratante—; pero tiene sentido lo que dice. Sé que hay diferencias en la religión. Algunos tipos son mezquinos; algunos celebran reuniones pías; otros cantan a voz en grito; en aquellos casos no hay diferencias entre blancos y negros pero en éstos, ya lo creo que las hay; lo he visto muchas veces en los negros, que se vuelven poco a poco tan tranquilos, honrados y píos que nada en el mundo podría tentarles a hacer nada que consideren que está mal; y ya ve usted en esta carta lo que dice de Tom su antiguo amo.

—Ahora —dijo el joven, inclinándose muy serio para mirar su libreta de facturas— si usted me asegura que puedo comprar esta clase de piedad, y que me lo apuntarán a mi cuenta en el libro de allá arriba como algo de mi propiedad, no me importa si pago un poco más por ella. ¿Qué me dice?

—Pues no puedo hacer eso —dijo el tratante—. Creo que cada uno tendrá que velar por sus propios intereses en ese lugar.

—Eso es un poco injusto para quien paga más por la religión, si no puede canjearlo en el lugar que más le interesa, ¿no es verdad? —dijo el joven, que había estado contando un fajo de billetes mientras hablaba—. ¡Ahí tiene, cuente su dinero, amigo! —añadió, ofreciendo el fajo al tratante.

—De acuerdo —dijo Haley, con una gran sonrisa de satisfacción; y sacando un viejo tintero de cuerno, se puso a hacer un contrato de venta que ofreció al joven caballero unos instantes después.

—Me pregunto yo, si me parcelaran y me hicieran inventario, cuánto darían por mí —dijo éste mientras leía el documento—. Digamos tanto por la forma de la cabeza, tanto por la frente despejada, tanto por los brazos y las manos y las piernas y después tanto por la educación, la cultura, el talento, la honradez y la religión. ¡Dios me ampare, poco cobrarían por lo último, me parece! Pero vamos, Eva, —dijo; y cogiendo de la mano a su hija, cruzó el barco, puso de forma desenfadada la punta del dedo bajo la barbilla de Tom y le dijo—: ¡Ánimo, Tom! Veremos si te gusta tu nuevo amo.

Tom levantó la mirada. No estaba en su naturaleza contemplar aquella cara alegre, joven y guapa sin experimentar placer; y Tom sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas cuando dijo de corazón:

—¡Que Dios le bendiga, amo!

—Bien, espero que sí. ¿Cómo te llamas? ¿Tom? Es más probable que lo haga si lo pides tú que si lo pido yo. ¿Sabes conducir caballos, Tom?

—Estoy acostumbrado a los caballos desde siempre —dijo Tom—. El señor Shelby los criaba a montones.

—Bien, entonces creo que te pondré de cochero, con la condición de que no te emborraches más de una vez por semana, excepto en caso de emergencia, Tom.

Tom puso cara de sorprendido y algo ofendido y respondió:

—Nunca bebo, amo.

—He oído esa historia antes, Tom; pero ya veremos. Prestarás un gran servicio a todos nosotros, si es así. No te preocupes, muchacho —añadió de buen humor, al ver que Tom seguía serio—; no dudo que tengas buenas intenciones.

—Ya lo creo que las tengo —dijo Tom.

—Y lo pasarás bien —dijo Eva—; papá trata muy bien a todo el mundo; sólo se ríe de ellos.

—Papá te agradece tus recomendaciones —dijo St. Clare, riéndose al darse la vuelta para marcharse.

Capítulo XV

Sobre el nuevo amo de Tom y varios otros asuntos

Ya que el hilo de la vida de nuestro modesto héroe se ha entretejido con el de personas más importantes, hay que hacer una breve presentación de éstas. Augustine St. Clare era hijo del rico dueño de una plantación de Luisiana. La familia era originariamente del Canadá. De los dos hermanos, muy parecidos en temperamento y en carácter, uno se había instalado en una próspera granja en Vermont y el otro se convirtió en un opulento plantador de Luisiana. La madre de Augustine era una dama hugonota francesa, cuya familia emigró a Luisiana en los primeros tiempos de su colonización. Augustine y su hermano eran los únicos hijos de sus padres. Como aquél heredó de su madre una constitución delicadísima, lo enviaron durante muchos años de la infancia, a instancias de los médicos, a casa de su tío en Vermont, con el fin de que el clima frío y tonificante le fortaleciera la constitución.

Durante la infancia, lo caracterizaba una marcada y exagerada sensibilidad de carácter, más propia de la ternura de una mujer que de la dureza habitual en su mismo sexo. El tiempo, sin embargo, cubrió esta ternura con la dura corteza de la hombría, y sólo unos pocos sabían que aún yacía latente y viva en su interior. Sus talentos eran de primera clase, aunque su mente se inclinara siempre hacia lo ideal y lo estético y tenía esa repugnancia por las crudas realidades de la vida que es el resultado habitual de esta tendencia de las facultades. Poco después de completar sus estudios universitarios, toda su naturaleza se concentró en la efervescencia intensa y ardorosa de una pasión romántica. Llegó su hora, esa hora que llega sólo una vez; salió su estrella, esa estrella que sale muchas veces en vano, para que se recuerde sólo como algo quimérico; y para él salió en vano. Para dejar a un lado las metáforas, conoció y se enamoró de una mujer noble y bella, de uno de los estados del norte, y se prometieron. Regresó al sur para hacer los preparativos de la boda y, de repente, le devolvieron por correo sus cartas, con una breve nota del tutor de la dama, informándole de que, antes de recibirla, ella ya se habría casado con otro. Incitado a la locura, esperó en vano, como otros muchos han esperado, desterrarla de su corazón con un esfuerzo sobrehumano. Demasiado orgulloso para suplicar o pedir explicaciones, se lanzó a la vorágine de la sociedad de moda y, quince días después de que recibiese la carta fatal, ya era el pretendiente formal de la belleza oficial de la temporada; y en cuanto se pudieron completar los trámites, se convirtió en el marido de un bello cuerpo, un par de brillantes ojos negros y cien mil dólares; y, naturalmente, todo el mundo lo consideró un tipo afortunado.

El matrimonio disfrutaba de su luna de miel y se hallaba celebrando una recepción para un brillante círculo de amigos en su magnífica villa junto al lago Pontchartram, cuando un día le llevaron una carta escrita con esa letra tan bien recordada. Se la entregaron en medio del torbellino alegre y ocurrente de la conversación, en una sala repleta de personas. Se puso mortalmente pálido cuando vio la letra pero mantuvo la compostura y completó el asalto lúdico de chanzas que llevaba a cabo en ese momento con la dama que tenía enfrente; poco después, lo echaron de menos en el círculo. Solo en su habitación, abrió y leyó la carta, que ahora no servía para nada leer. Era de ella, y le contaba con detalle la persecución que había sufrido a manos de la familia de su tutor, para conseguir casarla con el hijo de éste; y narraba cómo, durante mucho tiempo, las cartas de él habían dejado de llegar; cómo ella había escrito una y otra vez, hasta que empezó a cansarse y a dudar; cómo se había resentido su salud por la ansiedad padecida y cómo, por fin, había descubierto todo el fraude a que los habían sometido tanto a él como a ella. La carta acababa con una nota de esperanza y gratitud y profesiones de amor eterno, más amargas para el desgraciado joven que la muerte. Le escribió inmediatamente:

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