Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
«¡Ajá!», dijo Legree para sí, «conque eso es lo que cree, ¿eh? ¡Cómo odio estos himnos metodistas!». —¡Eh, negro! —dijo, acercándose a Tom de pronto y levantando la fusta—, ¿cómo te atreves a armar semejante escándalo cuando deberías estar en la cama? ¡Cierra tu maldita raja negra y lárgate!
—Sí, amo —dijo Tom, y se levantó para marcharse con sereno buen humor.
La evidente felicidad de Tom sacó de quicio a Legree, que se aproximó a él y empezó a pegarle en la cabeza y los hombros. —¡Toma, perro! —dijo—. ¡A ver si te encuentras tan cómodo después de esto!
Pero sus golpes sólo cayeron sobre el exterior del hombre y no, como antes sucedía, sobre el corazón. Tom se quedó totalmente sumiso; sin embargo, Legree no podía ocultarse que su poder sobre su esclavo y propiedad se había esfumado de alguna manera. Y, al ver a Tom desaparecer en el interior de su barracón y mientras hacía girar su caballo, le llegó a la mente una de esas visiones con las que un relámpago de conciencia a veces ilumina un alma oscura y ruin. Comprendió perfectamente que era Dios quien se interponía entre él y su víctima, y blasfemó. Aquel hombre sumiso y callado, al que ni las provocaciones, ni las amenazas, ni los latigazos, ni las crueldades eran capaces de perturbar, despertó una voz en su interior, como la que su Amo despertara antaño en un alma posesa, que dijo: «¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?».
El alma entera de Tom se desbordaba de compasión y lástima por los pobres desgraciados que lo rodeaban. Le parecía que sus sufrimientos en este mundo ya habían acabado y tenía ganas de compartir algo del extraño tesoro de paz y jubilo que le había llegado desde lo alto, para aliviar los sufrimientos de ellos. Era verdad que había pocas ocasiones; pero en el camino de ida a los campos y en el de vuelta y durante las horas de trabajo tuvo oportunidades de echar una mano a los cansados, descorazonados y abatidos. Al principio, a las pobres criaturas agotadas y embrutecidas les costaba comprender esto; pero como continuó, semana tras semana y mes tras mes, empezó a estimular dentro de sus corazones adormecidos cuerdas largo tiempo calladas. Poco a poco e imperceptiblemente, el extraño hombre paciente y tranquilo, que estaba dispuesto a llevar la carga de todos y nunca pedía ayuda a nadie, que cedía el paso a todo el mundo y se ponía el último, que cogía menos que nadie y sin embargo era el primero en compartir lo poco que tenía con cualquiera que lo necesitara, el hombre que, en las noches de frío, daba su ajada manta para hacer más cómoda alguna mujer que tiritaba por la fiebre, y que llenaba las cestas de los más débiles en el campo, con el terrible riesgo de quedarse corto él en su propio peso, y que, aunque lo perseguía con una crueldad sin tregua su tirano común, nunca se unía a ellos para pronunciar una palabra de oprobio o blasfemia; este hombre, al fin, empezó a ejercer un extraño poder sobre ellos; y cuando pasó la temporada alta y se les permitía de nuevo emplear los domingos como quisieran, muchos se reunían para que él les hablara sobre Jesús. Les hubiera gustado reunirse en algún lugar para oírlo y rezar y cantar; pero Legree no lo permitía y en más de una ocasión dispersó tales intentos con juramentos y terribles maldiciones, de modo que las crónicas divinas tenían que pasar de boca en boca. Sin embargo, ¿quién puede expresar con qué sencilla alegría algunos de estos pobres desterrados, para los que la vida era un viaje sin placeres a una oscuridad desconocida, recibían noticias sobre un Redentor compasivo y un hogar celestial? Los misioneros han declarado que, de todos los pueblos de la tierra, ninguno ha recibido el Evangelio con tanta docilidad y tanto anhelo como el africano. El principio de confianza y fe incondicional, que es su base, es un elemento más innato en esta raza que en ninguna otra; y a menudo ha ocurrido entre ellos que una semilla de verdad dispersa, llevada accidentalmente por una brisa hasta los corazones más ignorantes, ha dado tantos frutos que su abundancia ha avergonzado a los de cultura más elevada y hábil.
La pobre mulata cuya sencilla fe fue casi aplastada y destruida por el alud de crueldades y agravios que le había caído encima sintió cómo su alma era elevada con los himnos y pasajes de la Sagrada Escritura que este humilde misionero le susurraba al oído a ratos mientras iban o volvían del trabajo; e incluso la mente medio enloquecida y extraviada de Cassy se serenaba y tranquilizaba bajo su influencia discreta y espontánea.
Espoleada a la locura y la desesperación por los sufrimientos abrumadores de la vida, Cassy se había prometido muchas veces en su alma que llegaría su hora de retribución, en la que su mano se vengaría en su opresor por todas las injusticias y crueldades que había presenciado o padecido en su propia carne.
Una noche, cuando todos los de la barraca de Tom estaban sumidos en el sueño, de repente le despertó la visión del rostro de ella por el agujero entre los troncos que hacía las veces de ventana. Le hizo un gesto silencioso para que saliera.
Tom se acercó a la puerta. Era entre la una y las dos de la madrugada, una noche serena iluminada por la luz de la luna. Tom observó, cuando la luz de la luna cayó sobre los grandes ojos negros de Cassy, que tenían una mirada extraviada y peculiar, diferente de su habitual desesperación permanente.
—Ven aquí, padre Tom
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—dijo, poniendo su pequeñas mano sobre su muñeca y tirando de él con tal fuerza como si la mano fuera de acero—, ven aquí; tengo una noticia que darte.
—¿Qué quiere, señorita Cassy? —preguntó Tom, ansioso.
—Tom, ¿no te gustaría tener tu libertad?
—La tendré, señorita, cuando Dios quiera —dijo Tom.
—Sí, pero puedes tenerla esta noche —dijo Cassy, con un arrebato de energía—. ¡Vamos!
Tom dudó.
—¡Vamos! —dijo en un susurro, fijando sus negros ojos en él—. ¡Vamos! Está dormido, como un tronco. He puesto bastante en su brandy para que siga así. Si hubiera tenido más, no me habrías hecho falta tú. Pero vamos; la puerta de atrás está abierta; hay un hacha… la he puesto yo allí… la puerta de su cuarto está abierta… yo te enseñaré el camino. Lo habría hecho yo misma, pero tengo los brazos débiles. ¡Vamos!
—¡Ni por todo el oro del mundo, señorita! —dijo Tom con firmeza, deteniéndose y reteniéndola a ella, que quería avanzar.
—¡Pero piensa en todas esas pobres criaturas! —dijo Cassy—. Podríamos liberarlos a todos, irnos a los pantanos, encontrar una isla y vivir solos. He oído decir que se ha hecho antes. Cualquier vida es mejor que ésta.
—¡No! —dijo Tom con firmeza—. ¡No! Nunca sale nada bueno del mal. ¡Preferiría cortarme la mano derecha!
—Entonces lo haré yo —dijo Cassy, volviéndose.
—¡Ay, señorita Cassy! —dijo Tom, cerrándole el paso—. Por el amor del querido Señor que murió por usted, ¡no venda su preciosa alma al diablo de esa manera! No puede resultar nada bueno de ello. El Señor no nos predica la ira. Debemos sufrir y esperar hasta que le llegue la hora.
—¡Esperar! —dijo Cassy—. ¿No he esperado, acaso, hasta que me da vueltas la cabeza y me duele el corazón? ¡Lo que me ha hecho sufrir! ¡Lo que ha hecho sufrir a cientos de pobres criaturas! ¿No te está sangrando a ti gota a gota? ¡Ellos me han llamado y me llaman! ¡Ha llegado su hora y quiero la sangre de su corazón!
—¡No, no, no! —dijo Tom, cogiendo sus pequeñas manos, apretadas en un espasmo de violencia—. No, pobre alma perdida, no debe hacerlo. El amado Señor bendito nunca derramó una gota de sangre que no fuera la suya, y la derramó por nosotros cuando éramos sus enemigos. Señor, ayúdanos a seguir sus pasos y amar a nuestros enemigos.
—¡Amar —dijo Cassy—, amar a semejantes enemigos! No está en la naturaleza humana.
—No, señorita, no lo está —dijo Tom, mirando hacia lo alto—; pero
Él
nos lo da, y ahí está la victoria. Cuando podemos amar y rezar por todo y a través de todo, entonces ha pasado la batalla y ha llegado la victoria, ¡bendito sea el Señor! —y con ojos llenos de lágrimas y voz ahogada, el hombre negro elevó los ojos al cielo.
Y ésta ¡oh, África!, la última nación en ser llamada para la corona de espinos, el azote, el sudor de sangre, la cruz de la agonía, ésta va a ser tu victoria; gracias a esto reinarás con Jesucristo cuando su reino venga a esta tierra.
El profundo fervor de los sentimientos de Tom, el sosiego de su voz, sus lágrimas, todo cayó como el rocío sobre el enloquecido e inquieto espíritu de la pobre mujer. Una dulzura suavizó el fuego atroz de sus ojos; miró hacia abajo, y Tom notó cómo se relajaban los músculos de sus manos cuando dijo:
—¿No te he dicho que me persiguen malos espíritus? ¡Ay, padre Tom! No puedo rezar; ¡ojalá pudiera! No he vuelto a rezar desde que vendieron a mis hijos. Lo que dices debe ser cierto, lo sé; pero cuando intento rezar, sólo puedo odiar y maldecir. ¡No puedo rezar!
—¡Pobre alma! —dijo Tom, compasivo—. Satanás quiere tenerle y pasarla por el tamiz como si fuera trigo. Rezo a Dios por usted. ¡Ay, señorita Cassy, recurra usted al buen Señor Jesús! Él vino para socorrer a todos los desolados y consolar a los que lloran.
Cassy permaneció en silencio y grandes lágrimas pesadas empezaron a caer de sus ojos cerrados.
—Señorita Cassy —dijo Tom con tono vacilante, después de observarla en silencio— si pudiera escaparse de aquí, si fuera posible, le aconsejaría a usted y a Emmeline que huyeran; es decir, si pueden irse sin delito de sangre y no de otra forma.
—¿Tú intentarías venir con nosotras, padre Tom?
—No —dijo Tom—. Ha habido un momento en que sí me hubiera ido; pero el Señor me ha encomendado un trabajo entre estas pobres almas, así que me quedaré con ellos y llevaré mi cruz con ellos hasta el fin. Su caso es diferente; para usted es una trampa, y más de lo que puede soportar; más vale que se marche, si puede.
—No conozco ningún camino más que a través de la tumba —dijo Cassy—. No existe bestia ni ave que no pueda encontrar un hogar en algún sitio; incluso las serpientes y los caimanes tienen sus lugares para tumbarse a descansar; pero no hay lugar para nosotros. Allá abajo en los oscuros pantanos, nos darán caza sus perros y nos encontrarán. Todo y todos están contra nosotros; hasta las bestias se unen contra nosotros. ¿Adónde podemos ir?
Tom se quedó callado; después de un rato dijo:
—Él que salvó a Daniel en una guarida de leones, Él que salva a los niños en la ardiente caldera; Él que anduvo sobre las aguas y mandó detenerse los vientos, aún vive; y yo tengo fe en que le salvará a usted. Inténtelo y yo rezaré con todas mis fuerzas por usted.
¿Por qué extraña ley de la mente una idea mucho tiempo olvidada, pisoteada como si fuera una piedra inútil, brilla de repente con una luz nueva, como si fuera un diamante recién descubierto?
Muchas veces Cassy había dado vueltas, durante horas, a todos los posibles planes de fuga y los había desechado todos como impracticables e inservibles; pero en ese momento le vino a la mente un plan tan sencillo y factible en todos los detalles que despertó una esperanza instantánea.
—¡Padre Tom, lo intentaré! —dijo de pronto.
—¡Amén! —dijo Tom—. ¡Que el Señor te ayude!
La estratagema
El camino de los malos es como tinieblas, no saben dónde han tropezado
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La buhardilla de la casa donde vivía Legree, como la mayoría de las buhardillas, era un gran espacio desolado, polvoriento, lleno de telarañas y trastos inútiles. La opulenta familia que había residido en la casa en los días de su esplendor había importando una gran cantidad de muebles magníficos, algunos de los cuales se habían llevado consigo mientras que otros quedaron olvidados en habitaciones desocupadas y decadentes o almacenados en este lugar. Una o dos enormes cajas de embalaje, que habían servido para transportar estos muebles, se encontraban junto a las paredes de esta buhardilla. Tenía una pequeña ventana que dejaba pasar una luz débil y escasa a través de sus lunas manchadas y sucias que iluminaba las grandes sillas de alto respaldo y mesas polvorientas que habían conocido mejores tiempos. En conjunto era un lugar siniestro y fantasmal, pero así y todo no faltaban leyendas entre los negros supersticiosos que aumentaran sus terrores. Unos cuantos años antes, habían encerrado allí a una mujer negra que había disgustado a Legree. Lo que ocurrió dentro, no lo sabemos; los negros intercambiaban tenebrosos rumores sobre ello; lo único que se sabe es que un día bajaron el cadáver de la desgraciada criatura y que lo enterraron y desde entonces se dice que solían resonar en la vieja buhardilla juramentos y blasfemias y el sonido de golpes violentos, entremezclados con lamentos y gemidos de desesperación. Una vez, cuando Legree oyó por casualidad estas murmuraciones, montó en cólera y juró que la siguiente persona que contara historias sobre la buhardilla tendría la oportunidad de enterarse de lo que había allí por sí misma, pues la tendría encadenada allí dentro durante una semana. Esta amenaza fue suficiente para que cesaran los rumores aunque, naturalmente, no restó nada de credibilidad a la historia.
Gradualmente todos los miembros de la casa empezaron a evitar la escalera que conducía a la buhardilla e incluso el corredor que conducía a la escalera por miedo a hablar de ello, y poco a poco la leyenda se iba olvidando. De repente se le había ocurrido a Cassy aprovecharse del nerviosismo supersticioso que tanto afectaba a Legree para conseguir su propia liberación y la de su compañera de fatigas.
El dormitorio de Cassy estaba justo debajo de la buhardilla. Un día, sin consultar a Legree, comenzó de forma ostentosa a cambiar todos los muebles y enseres de su habitación a otra bastante alejada. Los criados subalternos, a los que llamó para llevar a cabo la mudanza, estaban correteando y trajinando con gran celo y confusión cuando Legree volvió de cabalgar.
—¡Eh, Cass! —dijo Legree—. ¿Qué bicho te ha picado ahora?
—Nada; sólo quiero tener otra habitación —dijo Cassy con terquedad.
—¿Y por qué, si puede saberse? —preguntó Legree.
—Porque quiero —dijo Cassy.
—Pues vaya, y ¿para qué?
—Me gustaría poder dormir de vez en cuando.
—¡Dormir! ¿Y qué te lo impide?
—Supongo que te lo podría contar si quisieras saberlo —dijo Cassy secamente.
—¡Habla claro, zorra! —dijo Legree.
—¡Oh, nada! A ti no te quitaría el sueño, supongo. ¡Sólo gemidos y gente forcejeando y rodando por el suelo de la buhardilla la mitad de la noche, desde las doce hasta el amanecer!