Read La cabaña del tío Tom Online
Authors: Harriet Beecher Stowe
Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil
Pero el buque siguió avanzando. Pasaron veloces las horas y, por fin, se alzaron claras y plenas las benditas orillas inglesas; orillas hechizadas por una poderosa varita, un toque de la cual disolvía cada sortilegio de esclavitud, fuese cual fuese el idioma en el que se pronunciase o el poder nacional que lo sancionase.
George permaneció cogido del brazo de su esposa mientras el barco se acercaba al pequeño pueblo de Amhertsberg, en Canadá. Su respiración se hizo rápida y entrecortada; se le nublaron los ojos; apretó en silencio la pequeña mano que temblaba sobre su brazo. Sonó la campana; el barco se detuvo. Sin ver apenas lo que hacía, buscó su equipaje y reunió a su pequeño grupo. La compañía bajó a tierra. Se quedaron quietos hasta que el barco se hubiese apartado; entonces, entre lágrimas y abrazos, se arrodillaron marido y mujer, con su hijo perplejo en los brazos, y elevaron sus corazones al Señor.
«Era algo así como volver de la muerte a la vida;
de las mortajas de la tumba a los mantos del cielo;
del dominio del pecado y de las luchas de la pasión,
a la libertad pura de un alma llena de gracia;
donde se rasgan las ligaduras de la muerte y el infierno,
y el mortal se inviste de inmortalidad,
cuando la mano de la Misericordia gira la llave,
y su voz dice: “Regocíjate, que tu alma está libre”».
La señora Smyth llevó al pequeño grupo a la casa hospitalaria de un buen misionero, que la caridad cristiana ha colocado aquí como pastor para guiar a los desterrados y a los errantes, que vienen constantemente a encontrar asilo en esta orilla.
¿Quién puede hablar de la felicidad de ese primer día de libertad? ¿No es el sentido de la libertad más hermoso y más elevado que los otros cinco? ¡Moverse, hablar, respirar… entrar y salir sin vigilancia, libres de peligro! ¿Quién puede hablar de la felicidad del descanso que emana de la almohada del hombre libre, que duerme bajo leyes que le garantizan los derechos que Dios ha dispensado a los hombres? ¡Qué bello y precioso para aquella madre el rostro de su hijo dormido, más apreciado aún por el recuerdo de los mil peligros pasados! ¡Qué imposible dormir, con la posesión exuberante de semejante felicidad! Y sin embargo, estos dos seres no tenían ni un acre de tierra, ni un techo para cubrirse; lo habían gastado todo, hasta el último dólar. No poseían más que los pájaros del aire o las flores del campo; sin embargo, la felicidad no les permitía dormir. «Oh, vosotros que quitáis la libertad a los hombres, ¿con qué palabras respondéis por ello ante Dios?».
La victoria
Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria
[56]
.
En el fatigoso camino de la vida, ¿no hemos pensado muchos de nosotros en algún momento que era mucho más fácil morir que vivir?
El mártir, incluso cuando se enfrenta a una muerte de angustia y horror corporales, encuentra en el mismo terror de su destino un fuerte estimulante y tónico. Hay una gran emoción, una excitación y un fervor que le ayudan a soportar cualquier crisis de sufrimiento que significa el inicio de la gloria y el descanso eternos.
Pero vivir, seguir adelante, día tras día, en amarga servidumbre vejatoria y vil, con cada nervio abatido y deprimido, cada sentimiento paulatinamente ahogado, este largo y agotador martirio del corazón, esta lenta sangría diaria de la vida interior, gota a gota, hora tras hora: ésta es la verdadera ordalía de lo que es un hombre o una mujer.
Cuando Tom estuvo cara a cara ante su atormentador y oyó sus amenazas y creyó en el alma que había llegado su hora, el corazón se le llenó de valor y pensó que podría aguantar tortura y fuego, cualquier cosa, con la visión de Jesús y el cielo sólo un paso más allá; pero cuando se marchó, y la excitación del momento hubo pasado, volvió el dolor de su cuerpo magullado y cansado, volvió la conciencia de su estado totalmente degradado, humillado y desamparado, y los días fueron pasando con muchas fatigas.
Mucho antes de que se le hubieran curado las heridas, Legree insistió en que se le destinara al trabajo regular en el campo; así siguieron días y días de dolor y cansancio, agravados por todas las clases de injusticias y humillaciones que era capaz de inventar la malquerencia de una mente rastrera y maliciosa. Cualquiera que, en nuestras circunstancias, haya experimentado el dolor, incluso con todos los paliativos que, para nosotros, suelen acompañarlo, debe conocer la exasperación que conlleva. A Tom ya no le sorprendía la hosquedad habitual de sus compañeros; al contrario, descubrió que el temperamento plácido y optimista que había tenido toda la vida era violentado y sufría incursiones del mismo talante. Se había complacido leyendo la Biblia en sus momentos de ocio, pero aquí no existía el ocio. En plena temporada, Legree no dudaba en explotar a todos sus braceros, tanto el domingo como los días laborables. ¿Por qué no iba a hacerlo? Así sacaba más algodón y podía ganar su apuesta; y si se echaban a perder unos cuantos trabajadores, podía comprar otros mejores. Al principio, Tom solía leer un versículo o dos de la Biblia, a la luz del fuego, después de regresar del tráfago cotidiano; pero después del cruel castigo que le aplicaron, volvía a casa tan agotado que la cabeza le daba vueltas y los ojos le fallaban cuando intentaba leer, por lo que se contentaba tumbándose con los demás, totalmente extenuado.
¿Es raro que el sosiego y la confianza religiosos que le habían sustentado hasta ahora dieran paso a conmociones del alma y tinieblas desesperanzadas? Los problemas más tenebrosos de esta vida misteriosa estaban constantemente ante sus ojos: almas aplastadas y envilecidas, el mal triunfante y Dios callado. Durante semanas y meses Tom luchó, a oscuras y con tristeza, dentro de su propia alma. Pensaba en la carta de la señorita Ophelia a sus amigos de Kentucky y rezaba fervientemente para que Dios le enviara la liberación. Miraba, día tras día, con la tenue esperanza de ver llegar a alguien para redimirlo, y cuando no llegaba, se agolpaban en su alma amargos pensamientos: que era inútil servir a Dios y que Dios se había olvidado de él. A veces veía a Cassy; a veces, cuando lo llamaban a la casa, vislumbraba la figura abatida de Emmeline, pero no mantenía mucha comunicación con ninguna de las dos; de hecho, no tenía tiempo de comunicarse con nadie.
Una tarde estaba sentado, totalmente postrado y abatido, junto a unas brasas agonizantes sobre las que asaba su cena. Puso unas cuantas ramas secas en el fuego e intentó avivarlo, y después sacó del bolsillo su gastada Biblia. Allí estaban todos los pasajes marcados que le habían emocionado el alma tantas veces, palabras de patriarcas y visionarios, de poetas y sabios, que desde tiempos remotos habían infundido valor al hombre, voces de entre la gran masa de testigos que nos rodean en la carrera de la vida. ¿La palabra había perdido su poder o el ojo nublado y los sentidos agotados ya no podían responder al estímulo de esa poderosa inspiración? Con un hondo suspiro, lo guardó de nuevo en el bolsillo. Una vulgar risotada lo sorprendió; levantó la vista: Legree estaba de pie frente a él.
—Bien, viejo —dijo—, ¡parece que tu religión ya no te sirve! ¡Ya me parecía que te haría entrar eso en tu dura cabeza!
La cruel burla era peor que el hambre y el frío y la desnudez. Tom permaneció en silencio.
—Has sido idiota —dijo Legree— porque yo pensaba tratarte bien cuando te compré. Podías haber estado mejor que Sambo o Quimbo y haber vivido tranquilo; y, sin que te azotaran y pegaran cada dos por tres, podías haber tenido la libertad de mandar en los demás y azotar a los demás negros; y de vez en cuando podías haber tomado un buen vaso caliente de ponche de whisky. Vamos, Tom, ¿no crees que te conviene ser razonable? ¡Tira ese montón de basura al fuego y únete a mi iglesia!
—¡El Señor no lo quiera! —dijo Tom con fervor.
—¿No ves que el Señor no va a ayudarte? Si lo hubiera hecho, ¡no habría permitido que yo te echara mano! Esta religión es un montón de oropeles engañosos, Tom. Yo lo sé todo. Harás mejor aferrándote a mí. ¡Yo soy alguien y puedo hacer algo!
—No, amo —dijo Tom—, seguiré adelante. El Señor puede ayudarme o no, pero me aferraré a Él y creeré en Él hasta el final.
—¡Peor para ti! —dijo Legree, escupiéndole con desprecio y dándole un puntapié—. No importa. Yo te perseguiré y te someteré, ¡ya lo verás! —y Legree se dio la vuelta y se marchó.
Cuando un gran peso reduce el alma al límite de sus fuerzas, inmediatamente todas las fibras físicas y morales ejercen un esfuerzo desesperado por librarse de él; por lo tanto, la angustia más amarga va seguida a menudo de una oleada de alegría y valor. Así le ocurrió a Tom. Las provocaciones ateas de su despiadado amo hundieron su alma ya abatida en su punto más bajo; y aunque la mano de la fe se aferraba todavía a la roca eterna, era con desesperación y escasa energía ya. Tom permaneció como aturdido junto al fuego. De repente todo lo que había a su alrededor pareció desvanecerse y se alzó ante sus ojos una visión de un ser, abofeteado y sangrando, que llevaba una corona de espinos. Tom miraba, con pavor y admiración, la paciencia majestuosa del semblante: los profundos y patéticos ojos le conmovieron hasta el corazón; su alma despertó cuando, entre oleadas de emoción, extendió las mano y cayó de rodillas; entonces, poco a poco fue cambiando la visión: los afilados espinos se convirtieron en haces de gloria y vio el mismo semblante, con una belleza indescriptible, inclinarse compasivamente hacia él mientras una voz decía: «El que venza se sentará conmigo en mi trono, de la misma manera que yo vencí y me siento con mi Padre en su trono».
Tom no sabía cuánto tiempo llevaba allí. Cuando volvió en sí, se había apagado el fuego y sus ropas estaban empapadas por el gélido rocío, pero había pasado la espantosa crisis del alma y, gracias al júbilo que lo llenaba, ya no sentía hambre, frío, humillación, desaliento ni pesadumbre. Desde el mismo fondo de su alma, se despidió en ese momento de todas las esperanzas de la vida terrenal y se ofreció voluntariamente en sacrificio incondicional al Infinito. Tom miró arriba a las silenciosas y eternas estrellas, emblemas de las huestes de ángeles que siempre velan por el hombre; y en la soledad de la noche resonó la letra triunfal de un himno, que había cantado a menudo en días más felices, aunque nunca con tanto sentimiento como ahora:
La tierra se disolverá como la nieve,
el sol dejara de brillar;
pero Dios, que me ha llamado,
será por siempre mío.
Y cuando acabe esta vida mortal
y terminen la carne y los sentidos,
dentro del velo aún poseeré
una vida de júbilo y paz.
Cuando llevemos cien mil años allí,
resplandecientes como el sol,
tendremos tantos días para cantar la gloria de Dios
como cuando comenzamos.
Los que están enterados de las historias religiosas de la población de esclavos saben que los relatos como el que hemos contado son muy frecuentes entre ellos. Hemos conocido algunas de sus propios labios, de tipo muy conmovedor y dramático. Los psicólogos nos hablan de un estado en el que los afectos y las visiones de la mente se hacen tan dominantes y opresivos que someten la imaginación a su poder. ¿Quién puede medir lo que es capaz de hacer un Espíritu omnipresente con estas habilidades de nuestra mortalidad o de qué manera puede alentar las almas abatidas de los desamparados? Si un pobre esclavo abandonado cree que Jesús se le ha aparecido y ha hablado con él, ¿quién va a contradecirle? ¿No ha dicho que su misión en todas las épocas es socorrer a los afligidos y liberar a los apaleados?
Cuando la débil luz del amanecer despertó a los dormidos para que salieran al campo, había uno entre los desgraciados andrajosos y trémulos que caminaba con pasos exultantes, pues su fe en el amor todopoderoso y eterno era más firme que el suelo que pisaba. ¡Ay, Legree, utiliza tus fuerzas ahora! ¡La aflicción más terrible, la mortificación, la humillación, la necesidad y la pérdida de todas las cosas sólo servirán para precipitar el proceso que lo convertirá en un rey y un sacerdote de Dios!
A partir de este momento, una esfera inviolable de paz rodeo el humilde corazón del oprimido, que el omnipresente Salvador consagró como templo. Ya había pasado la sangría de las penas mundanales; ya habían pasado las oscilaciones de esperanza, miedo y deseo; la voluntad humana, que durante largos años se había doblegado, sangrado y luchado, se fundía ahora con la voluntad divina. El viaje restante de la vida le parecía ya tan corto, la bendición eterna le parecía tan cercana y tan vívida que las peores pesadumbres de la vida caían sobre él sin herirle.
Todos se dieron cuenta del cambio en su aspecto. Pareció recuperar el buen humor y la agudeza e infundirse de una serenidad que ni los insultos ni los agravios eran capaces de turbar.
—¿Qué diablos le ha pasado a Tom? —preguntó Legree a Sambo—. Hace poco estaba todo abatido y ahora está tan animoso como un grillo.
—No lo sé, amo; a lo mejor va a escaparse.
—Nos gustaría ver cómo lo intenta —dijo Legree, con una mueca brutal— ¿verdad, Sambo?
—¡Ya lo creo! ¡Ja, ja, ja! —dijo el gnomo negruzco con una risotada servil—. ¡Señor, qué divertido! ¡Verlo atrapado en el barro… corriendo y saltando por la maleza con los perros destrozándolo! ¡Señor, creí reventar de risa aquella vez que cogimos a Molly! Pensé que la iban a despellejar viva antes de que pudiera quitárselos de encima. Todavía lleva las huellas de aquella aventura.
—Y las llevará hasta la tumba —dijo Legree—. Pero tú, Sambo, espabílate. Si el negro está pensando en algo así, échale la zancadilla.
—Amo, puedes confiar en mí —dijo Sambo—. Ataré el mapache al árbol. ¡Jo, jo, jo!
Esta conversación tuvo lugar cuando Legree montaba en su caballo para irse al pueblo cercano. Aquella noche, al regresar, decidió dar una vuelta por los barracones a caballo para ver si todo estaba en orden.
Era una magnífica noche iluminada por la luna; las sombras de los elegantes árboles del paraíso se dibujaban minuciosamente en el césped y el aire tenía tal serenidad transparente que parecía un pecado conturbarla. Legree estaba a alguna distancia de los barracones cuando oyó la voz de alguien que cantaba:
Cuando pueda leer la escritura
de mis mansiones en el cielo,
me despediré de mis temores
y me enjugaré los ojos.
Si la tierra lucha contra mi alma,
y me lanza dardos infernales,
me reiré de la cólera de Satanás,
y me enfrentaré al enojo del mundo.
Que caiga el diluvio de los problemas
y se libren tormentas de pena,
pero que yo alcance sano y salvo
mi hogar, mi Cielo, mi Dios, mi Todo.