—Espere. —Señalaba el horizonte, hacia el mar, pero apuntaba a un lugar menos vasto.
Quirós se asomó y lo vio: el campanario, casas blancas, una torre irguiéndose en el litoral y el espigón en el lado opuesto. Por casualidad, o por deseo de un ente supremo y desconocido, el atardecer había abierto una brecha entre las nubes (breve tregua, a juzgar por los retumbos que se acercaban) y el sol se desplomaba, oblicuo, sobre el centro del pueblo. Allí está, se dijo Quirós, el «Casco Histórico». Por fin.
—Hermoso, ¿verdad?
—Mucho —repuso Quirós mirando a la mujer.
Una mirada puede cambiarlo todo, y de forma tan brusca.
Fue, quizá, al alzar Marta el rostro enrojecido y contemplar él sus lágrimas. Sin duda, ella percibió el cambio, porque recobró cierta serenidad. «Vamos a calmarnos», le dijo. Parecía invitarlo a sentarse y discutir una importante cuestión. Pero Quirós la miraba inexpresivamente. La toalla se había desprendido con los gestos, aunque ella no quería soltarla. No por el momento. Terminaría haciéndolo, quizá. Se arrastraría hacia él sin ninguna defensa. Haría algo terrible o insignificante. Por lo pronto, la sujetaba contra sus pechos como si fuera lo único que le quedaba, y alzaba el rostro, desafiante. Ambos seguían de pie, en medio estaba la cuna. Al tiempo que amanecía, brotaban gemidos desde las sedas. Ellos continuaban muy quietos, mirándose. Solo la voz de ella se movía.
—Escucha, se me ocurre algo... Llévala a casa de mi hermano, él la adoptará, la cuidará... Al canalla de su padre puedes decirle, simplemente, que preferí matarla antes de entregársela. Tú habrás cumplido con tu trabajo y Aldobrando nunca se enterará...
—No puedo hacer... —comenzó él.
—¡Sí puedes! Dentro de ti hay algo que es bueno. No importa lo que hayas hecho o para quién trabajes... Eso es la superficie... Lo supe esta noche, cuando estuvimos juntos... El hombre que vive dentro de ti es bueno... Haz lo que te pido, por favor. Hazlo por ese hombre que tienes dentro de ti. Si no, jamás te lo perdonarás. —Quirós dio un paso hacia ella. Ella retrocedió, le dio la espalda (desnuda por detrás, seguía sujetando la toalla), buscó algo en un cajón. Una tarjeta. Se la mostró—. Son los datos de mi hermano... Llévasela. Él lo comprenderá. Conoce mis circunstancias... Sabe que, al casarme con Aldobrando, firmé una sentencia... Aceptará a mi niña: su mujer y él están solos... Por favor...
Quirós seguía mirándola. La tarjeta temblaba.
De repente ella cometió su único error. Pero él no se lo reprochó: ¿quién podía permanecer firme, inalterable, como una torre, frente a aquella colosal amenaza? De modo que cuando ella gritó: «¡Te pagaré!», él no la odió por eso. Sin embargo, naturalmente, era un error. Porque, a diferencia de lo que ella pudiera pensar, él hacía muchas cosas gratis. Todo, en realidad. ¿Quién podía comprar su servidumbre, su humillación? Nada ni nadie podía sobornar al guardián, y ella tenía que haberlo sabido.
Aún le tendía la tarjeta. Quirós la cogió con la mano izquierda y llevó la derecha a la garganta de la mujer. «No puedo hacerlo», dijo. Cuando apretó, la toalla se deslizó de las manos de ella y cayó a sus pies. Estaba acostumbrado a vidas más duraderas: la de Marta se apagó de inmediato. Murió mirándole, casi sorprendida. Quirós no desvió la vista. Luego cargó con el cuerpo, salió de la casa y se dirigió al acantilado. Aldobrando le había dado órdenes muy precisas: tenía que arrojarla a ese mar del que se dicen tantas tonterías, pero del que nadie, nunca, jamás, ha visto regresar a un muerto.
Contempló cómo las olas adoptaban a Marta. Luego observó la tarjeta que aún sostenía: «Ernesto Serrano», decía el nombre. La dejó caer al mar.
En el viaje de vuelta, mientras llevaba a la niña a casa de Aldobrando, recordó lo que Marta le había dicho cuando él le preguntó su nombre.
—No he querido que lleve el apellido de ese criminal. Se llama Tina Serrano.
Se preguntaba quién la había calumniado, quién le había dicho a la policía aquella mentira infame. ¿Fernando? No: lo ignoraba todo acerca del grupo. Mario y Mónica quedaban descartados por la misma razón. Quizá la Maestra, o puede que la hermosa Paz, la todopoderosa paz, que así le devolvía las miradas que ella le dedicaba a Borja, porque cada cual tiene su manera de vengar los celos.
El enigma la había estado obsesionando durante todo el día anterior. Aquella tarde, con el descanso de la noche a sus espaldas, decidió cambiar el rumbo de sus paseos. En lugar de ir hacia la Nada, que ya lo era por completo, se dirigió a la torre árabe. Y al tiempo que alcanzaba la pared de piedras erguidas en la arena se sintió por primera vez dueña de la situación.
No había sido un recorrido fácil. Al principio todo había saltado por los aires, y entre las ruinas de sí misma apenas había sido capaz de encontrar un resto y proseguir. Porque la vida era un trabajo, lo mismo daba que ella fuera «joven», como decían sus tíos. La vida era como el soldado que hace guardia en una garita o el vigía que otea en el barco: si perdías fuerzas, fracasabas. Y el cansancio la había invadido hasta tal punto que, cuando decidió que se marcharía con el autobús a primera hora del viernes, sintió como si todos los cordajes que la habían apuntalado hasta ese instante cedieran bruscamente. Deseó, a diferencia de otras ocasiones felices, estar muerta. No morir: estarlo.
Pero eso había sido el miércoles. Aquella tarde de jueves, sobre todo durante su paseo a la torre, vio las cosas de otra forma.
Se detuvo bajo la sombra de la torre y contempló el mar. En algún punto del horizonte se hacía intercambiable con el cielo, ambos grises y rebosantes. Tina estuvo observando largo rato aquel punto indeciso.
Repasó su vida, particularmente su oscura infancia: la muerte prematura de su madre, a la que no había conocido; los primeros años junto a su padre, del que sólo había heredado pesadillas claustrofóbicas, y su, también, inesperado final... Intuía, de manera vaga pero cada vez más firme, que detrás de las explicaciones sobre accidentes y actos criminales que le ofrecían sus tíos se ocultaban secretos familiares que aún no había logrado desvelar. Pero no le importaba: proceder de un pasado muerto la ayudaba a sentirse viva.
Luego pensó en Soledad. No era la primera vez que lo hacía, pero ahora era diferente. La vio sentada en las rocas del espigón, acompañada de todo lo que la rodeaba y de sí misma, y la envidió. No por que deseara ser como ella sino porque sabía que, de haber estado en su caso, la muchacha no la envidiaría. Envidiaba su falta de envidia. ¿Qué le impedía imitarla?, se preguntaba.
Se oían gritos crecientes de gaviotas, la tarde se apagaba, el golpe de las olas era más denso. Hoy es el primer día de mi vida, pensó, sentada junto a la torre, asomada al mar como a una ventana. A la mañana siguiente regresaría a Madrid. Su tío vendría durante el otoño, porque se hallaba en algún punto del Mediterráneo buscando un galeón hundido. Hoy es el primer día de mi vida, volvió a pensar mientras veía, dentro de sí, el semblante risueño de su tío, que acababa de exhumar un barco color arcoíris con una figura andrógina orlada de pámpanos como mascarón, los mástiles pintados como los postes de las barberías y los cordajes como guirnaldas de piñata.
Somos otros. Quizá muchos, infinitos. Pero, sobre todo, uno, distinto a todos los demás, inconcebible para el yo de nuestra superficie. Uno de verdad, al que sólo accedemos cuando algo terrible nos sucede, cuando la vida nos hunde hasta que tocamos fondo. Es lo que me ocurrió a mí con tu muerte. No presumo de que estas páginas sean literatura, sé que no soy buen escritor, y esto que sigue ni siquiera es ficción sino aquello que realmente soy. Pero aquí están. Las redacté en la cueva de la sierra, donde solíamos ir, Carmela, recordando nuestra infancia.
He subido al mismo lugar que tú. La única diferencia es que yo sigo con vida. Te amo.
Nieves Aguilar recordaba aquella nota manuscrita mientras contemplaba la oscuridad.
—Soledad leyó esas páginas y comprendió enseguida que eso era lo que ella deseaba escribir... Imagino lo nerviosa que debió sentirse... El miedo que experimentó al ver su deseo hecho realidad en otra persona, en alguien que había pasado por un trance terrible... Me llamó sin decirme nada. ¿Qué hubiese podido decirme? Solo que viniera a verla. Sin duda, tenía pensado enseñarme el libro. Pero antes quería visitar la cueva donde él se inspiró. Deseaba seguir sus pasos. Quizá... Ahora pienso que quizá deseaba, en su fuero interno, que le ocurriese algo similar... Algo terrible... De esa forma lograría, igual que Guerín, escribir la verdad... Se marchó y no regresó... Pero estuvo aquí...
—Aquí no hay nada —dijo Quirós.
Sabía que no era cierto. Había oscuridad, aunque no en exceso. Por suerte, traía su linterna de bolsillo. La luz otorgaba más vida al atuendo de la mujer: su conjunto caqui, el cinturón verde, el bolso rojo, los calcetines blancos.
En verdad, se trataba de una cueva civilizada. Y ni siquiera merecía tal nombre: era, más bien, una gruta de techo alto. En las paredes había insultos en aerosol y fechas románticas grabadas a punta de navaja; en la entrada, litronas vacías. Lo único digno eran las vistas, que daban a un mar colosal. Pero la lluvia les había impedido hasta aquel tranquilo disfrute. Había comenzado bruscamente, en forma de denso chaparrón, mientras subían por el sendero, obligándoles a recorrer la última parte a toda prisa. El sombrero de Quirós se combaba de humedad y la mujer se había quitado la goma del pelo y se lo frotaba para secárselo.
—Aquí no hay nada —repitió él.
—No lo sabemos... ¡No lo sabemos!
Quirós sí lo sabía. Se alegraba, al menos, de haber traído su linterna de bolsillo.
—Mire —dijo ella. Había avanzado hacia el fondo, agachándose, aunque el techo tenía suficiente altura. Quirós, que había entrado el primero para asegurarse de que la mujer no se toparía con nada raro, ya había visto aquella parte, pero se acercó y miró.
La cueva terminaba formando una especie de cámara. Nieves Aguilar señalaba el techo y la linterna de Quirós lo barrió arrancando brillos minerales. En los recodos, las paredes se torcían en un ángulo que casi parecía un artificio. La lluvia se escuchaba como desde el interior de una caja de resonancia.
—¿Ha visto? —decía la mujer—. ¿Ha visto?
—Sí —dijo Quirós.
Sus miradas se cruzaron. La mujer parecía aturdida, como si de repente hubiese comprendido que no había nada que ver. Quirós supuso que era el agotamiento. La linterna revelaba destellos de furia en el azul de sus ojos.
—¿Qué es lo que mira? —Ella jadeaba—. ¡Estoy intentando encontrarla...! ¡Quiero hacer todo lo posible! ¡Para eso vine a este pueblo...! ¡Quiero ayudarla! ¡Y usted, siempre así, quieto, sin hacer nada...! ¡Siempre quieto... y callado! —No tenían eco sus gritos. Estaban como hundidos, inmersos bajo un mar que se derramaba en el exterior. Su llanto apenas se oía—. ¡Ocultando cosas, engañándome...!
—Cálmese, señora...
—¡No sé qué mira! ¡No sé qué quiere ni qué le importa...! ¡¡Y deje de apuntarme con la linterna!!
De un golpe, ella le arrebató la luz.
Aquel llanto en la oscuridad dejó indefenso a Quirós. La mujer era una sombra pequeña, estremecida, incontrolable. Quirós la aferró del brazo y buscó sus labios. Ella gimió, pero la pregunta quedó encerrada.
Permanecieron abrazados. Él sentía la débil, trémula presión del cuerpo de la mujer contra el suyo. Ella ya no lloraba: respiraba hondo albergada por él. La luz giraba en el suelo, como enloquecida.
Nieves alzó la boca otra vez. No quería pensar, sólo sentir. Tampoco recordar: es preciso tener recuerdos para tener culpas. Quería sentir olvidando. Percibió que ella era la que le transmitía su fuerza y su poder con los labios. Él era sólo inmenso, ella era fuerte. Experimentó tanta compasión por él en ese momento que supo que lo que estaba haciendo no era malo. De inmediato (desde lo profundo de su ser saltó la evidencia) comprendió que lo que hacía era el único acto responsable, justo y responsable, que podía hacer.
Quedaron inmóviles, abrazados, oyendo la realidad de la lluvia.
—Ella estuvo aquí... —murmuró Nieves Aguilar.
—Quizá no llegó —dijo Quirós.
Pensaba en algo. Recordaba algo. Un detalle leve, pero en aquel instante golpeó su memoria con toda la fuerza de una imagen.
—¿Adónde va?
Quirós había salido de la cueva. Se volvió hacia la mujer bajo la lluvia.
—Venga conmigo —dijo—. Deprisa.
N
o es ningún dios, eso está claro. Pero es que ni siquiera es un hombre.
La lluvia que ahora cae no sólo es capaz de mojarlo: lo hace estornudar. Llueve con toda la fuerza de una cisterna rota. Llueve como si el hombre se encontrara flotando en un retrete y hubiese llegado el triste momento de desaparecer por el tragante. El hombre protege la Plateada bajo su impermeable: le gusta ese frío contra su muslo y sobre todo contra su vara, el contacto del metal con la carne hasta que uno y otro mezclan sus temperaturas. Nada hay más grato que el frío de un cañón, piensa (y el perro asiente babeando), salvo el calor de un cañón.
Pero le preocupa ser tan débil, tan inconsistente. Porque, si soy frágil, piensa, entonces todo lo que me rodea también lo es: estos árboles, esta lluvia, este perro que ahora ato al tronco con una cuerda ordenándole que se quede quieto, fuc, ni un solo ruido, fuc, este lector que lee.
Es preciso decir la verdad, aunque duela.
Desde donde está puede ver el sendero y el muro de su casa a través de las interferencias de la lluvia. La vida se ha vuelto una cinta de vídeo vieja. Entre estornudos, el hombre piensa: No, dios no, todo lo contrario. Ni hombre. Más bien un gusano.
Pero sigue teniendo la caja de marfil. La caja empezó a ayudarle desde que era niño: la apretaba con todas sus fuerzas mientras su madre estaba con los hombres; la apretaba en el colegio, cuando las risas lo dejaban solo; la apretaba cuando vio a su madre agonizando en aquella triste residencia de escaleras blancas; la apretó cuando por fin le dijeron que podía trabajar en un estudio cinematográfico (su sueño), y cuando vendió sus primeras fotos.
La caja de marfil es todo lo que le queda, lo único que le ayuda y le protege, lo más íntimo de su remota intimidad, lo que de verdad yace en su interior. Ni siquiera el ángel que la sostiene le sirve. Lo demás son las historias. Pero las historias lo han degradado porque cuentan la verdad, lo han convertido en lo que es, en lo que fue desde un principio, en lo que siempre ha sido.