—Las que ella escribe, ¿verdad? —insistió, y esa vez miró fijamente al señor Guante.
—Descubrí sus cuadernos al registrar la mochila —dijo el hombrecillo—. También estaban los libros de Guerín, pero a mí me interesaron sus cuadernos... Usted es su profesora, ¿no? Ella me ha hablado de usted... —Soltó una risita sin sonido—. A usted le entregaba lo que quería... Versiones censuradas. —Se detuvo. Sus labios temblaron—. ¡Pero usted no la conoce! ¡No sabe de lo que es capaz...! ¡No sabe, no puede saber!
—Lo imagino —murmuró ella,
—No, no lo imagina. —El señor Guante parecía hablarle en un lugar aislado, prohibido para Quirós y el resto del mundo: un interior hermético al que sólo ella tuviera acceso—. Nunca lo imaginaría... Cuando leí los cuentos de los cuadernos quedé fascinado. Hablé con ella. Le dije que no le haría daño si seguía escribiendo para mí. Al principio mostraba mucho miedo, como todas, pero cuando le dije eso cambió. Creo que estaba deseando que algo así le ocurriera... Y entonces fui yo quien sentí algo parecido a... No diré miedo, pero sí cierta aprensión. Porque me supe responsable. Al hacerle esa propuesta, yo iba a ser responsable de su estallido. Y no me equivocaba: empezó a escribir cosas nuevas. Pero ya no eran fantasías como la del cura y el diablo o la luz sólida y la lluvia de los gatos, sino historias reales. Al principio, recuerdos. Su padre y ella, sobre todo. Los silencios de él, sus abrazos, las ideas que cruzaban por su cabeza cuando su padre la miraba. Luego su realidad presente, pero también la mía, todo lo que la rodea y me rodea a mí... Ha sido como un vómito. Lo ha expulsado todo... La verdad... —«La verdad», repitió ella—. Sé lo que goza y sufre escribiendo eso... ¡Pero ni ella sabe lo que me sucede a mí cuando lo leo! ¡Leer la verdad es horrible...! ¡Me vuelve loco...! ¡Por eso quería que me arrestaran...! ¡No hay nada peor en este mundo ni en ningún otro...! —De improviso cambió de tono. Alzó la escopeta—. Quirós, no te aproveches de que estoy loco para acercarte. Si das un paso mas le disparo a la profesora.
—No le haga caso. —Quirós, que, en efecto, se había movido, la miró a ella—. Ya lo ha oído, él mismo lo dice. Está pirado.
—Tiene razón, no me haga caso, estoy pirado —convino el hombre—. Esta es la historia de un pirado. Mi historia. —Cruzó el salón sin apartar los cañones de Quirós, se detuvo en un televisor, lo encendió—. Y este es mi trabajo.
La pantalla gritó antes de encenderse. Aparecieron unas siglas: DVX, o quizá: DXV. Enseguida dieron paso a las imágenes. La habitación era muy pequeña, sin ventanas. Parecía el interior de una caja de paredes de madera color naranja. La muchacha estaba envuelta en una manta, ante un escritorio, de espaldas a la cámara. La luz colgaba de una bombilla. En el escritorio había papeles. La muchacha se inclinaba sobre ellos.
—¿Ve? —dijo el señor Guante—. Ahora está escribiendo. Siempre lo hace a estas horas de la tarde. Se encuentra bien, como puede comprobar. La atiendo como es debido: le llevo comida, la dejo lavarse... Ella sigue escribiendo. Mañana acabará todo. Lo he decidido así, ya no puedo esperar más. Se trata de mi trabajo. Me gano la vida con él, aunque lo odio. A todo el mundo le pasa igual. Lo que me gusta es leer... Bueno, me gustaba. Ya no, desde que leo lo que ella escribe... También tengo inquietudes científicas... —Se interrumpió, quedó con la boca colgando. Quirós se disponía a decir algo cuando el señor Guante pareció recuperar el habla—. Tengo uno grandísimo, de montura acimutal, me gustaría enseñárselo... —Soltó una risita—. Lo siento. Pensaba en mi telescopio.
—Ella está bien —dijo Quirós mirando a Nieves Aguilar, como animándola.
—¿Por qué no la deja libre? —sollozó ella.
El señor Guante la miró con mortal seriedad.
—Porque es más peligrosa que yo —gruñó—. Hago un favor al mundo, créame. Debe ser destruida, igual que he destruido todo lo que escribe... Esta historia, la tuya y la mía, debe destruirse... Leer y destruir. Yo soy su prisionero. Lo somos todos. Ella nos ha encerrado. —El señor Guante, o el señor Naug Nauj, dio dos pasos y sonaron dos truenos, de manera que pareció caminar sobre botas de acero. La miró con sus ojos pequeños apostados como francotiradores al fondo de túneles de grasa—. ¿Sabe que un físico llamado Feynman afirma que la realidad son muchas historias distintas? ¿Acaso las cosas y los seres no terminan convirtiéndose en eso? Cuentos que te cuentan, que imaginas, que recuerdas... La «teoría
cuéntica
»: múltiples historias ocultas, todas aquí, si buscas bien las hallarás, si lees con atención las descubrirás, todas aquí, juntas... Lee e intenta descubrirlas. Es un acertijo.
Con aquella última frase el hombre había desviado la vista y contemplaba fijamente algo que había en el sofá, cerca de ella. Era un almohadón de tela con una figura bordada: un ángel. Sobre aquel cojín había un objeto, una caja alargada de color hueso. Sin dejar de observar aquella caja el señor Guante agregó:
—Si intentas algo, Quirós, debo advertirte que tengo ojos en la nuca. Se ha demostrado científicamente: se llama cuarto ojo. Ciertas arañas poseen uno en el vientre, pero el mío está en la nuca. Hubiese podido tener muchos más, pero el gen es autosómico recesivo y salí heterocigótico... No obstante, puedo verlo todo, por detrás, a los lados, abajo y arriba. Si te acercas otro paso, le disparo a la profesora.
—No lo escuche —dijo Quirós—, está...
—Ya lo has dicho, estoy pirado.
—Qué bonito esto... —dijo Nieves Aguilar, y alargó la mano hacia la caja. Lo hizo para tranquilizar al hombre, pero la reacción que obtuvo no fue la esperada.
—¡No la toque! —ladró el señor Naug Nauj. Enseguida añadió, controladamente—: Es la caja de marfil. —Esto último lo había dicho en voz baja, de forma que ella tuvo una sensación extraña: que el hombre trataba, por todos los medios, de restarle importancia a aquel adorno, siendo, como era, lo más importante de todo. ¿Por qué, si no, lo había colocado allí, sobre aquel cojín, encima del sofá?
Pero no parecía importante en modo alguno. De hecho, ella sabía bien lo que era: lo había visto muchas veces en su trabajo.
—Es un plumier —dijo—. Un plumier escolar de plástico.
Los labios del hombrecillo temblaban. Sus ojos seguían fijos en la caja.
—¿Dónde la tienes? —dijo Quirós de repente. Había apagado la televisión. El sombrero mojado le otorgaba cierto ridículo aspecto—. En el cobertizo, ¿verdad?
—No te acerques...
—En la puerta hay un candado. Las llaves están en tu bolsillo, las oigo sonar...
—¿Quieres callarte y dejar que...?
—¿Y las demás chicas? ¿Dónde están sus cuerpos?
—Pido la palabra...
—¿En el huerto, bajo los limoneros?
—Por el amor de... —El señor Guante alzó la escopeta. Nieves Aguilar dio un grito, pero el señor Guante sólo disparó la voz—. ¿Quieres callarte ya, maleducado, animal de bellota, bestia cuadrúpeda, patán, estúpido, más que estúpido...? ¡Estoy intentando hablar con...!
Durante aquel extraño, fascinante diálogo, Quirós la había mirado a ella. Su mirada era un mensaje secreto. Como dos jugadores del mismo bando pasándose claves mediante gestos: Observe, decía Quirós, el cobertizo, la llave...
Tras sus chillidos, el señor Guante había quedado afónico. Carraspeó, pero no logró buenos resultados. Parecía hallarse en el colmo de la irritación.
—¿Sabía usted... señora... que esta bestia que tiene delante, este grotesco fantoche con sombrero que responde al nombre de Quirós, es un matón? Un asesino a sueldo, sí. ¡Mucho peor que yo, que soy autónomo,
free lance
...! Este animal trabaja para otros. —Ella quiso decirle a Quirós con la mirada que no se preocupara: que nada de lo que dijera nadie contra él la afectaría en modo alguno porque ella le creía sólo a él, se hallaba sola en el mundo y dependía de él. Pero Quirós no la miraba y ella no pudo decírselo. Quirós miraba al señor Guante—. ¿No lo sabía? ¿Y tampoco le dijo que Olmos lo contrató para eliminarla a usted?
—Eso es falso —dijo Quirós.
—Tenía instrucciones, se lo juro. Si usted hubiera ido a denunciar la desaparición de la chica, esta bestia... ¡Zas! —El hombre se guillotinó con el dedo—. Los grandes hombres protegen sus grandes nombres, los prohombres cuidan sus pronombres...
—¡Mientes! —dijo Quirós, gritando por primera vez desde que ella lo conocía.
Fue entonces cuando comprendió que contemplaba una obra teatral, una farsa, una fiesta improvisada con motivo de alguna ceremonia, y había llegado el momento del descanso, el telón descendía, los actores podían retirarse. Porque Quirós, de improviso, echó a caminar en línea recta hacia el señor Guante, que retrocedió y apuntó. El ruido fue atronador, como un empujón que la obligara a regresar a la realidad. Gritó y se cubrió con las manos, pero cuando volvió a mirar dedujo que se trataba de otro truco de la misma obra: la camisa de Quirós, azul y húmeda, era ahora roja, de un rojo compacto que surtía hacia todas direcciones.
Sin embargo, Quirós seguía caminando, lo cual probaba que era un truco. Quizá algo más lento, más torpe, pero con la misma terquedad de siempre, en línea recta. El señor Guante también estaba fascinado con aquella interpretación: había inclinado la escopeta y la boca le colgaba. Al llegar junto a él, Quirós le quitó el arma, la levantó por la culata y la dejó caer una, dos veces.
Cambio de escena: el señor Guante estaba a su lado, recostado en el sofá, con el impermeable abierto sobre un torso blancuzco, mamario, las piernas separadas, el rostro hecho añicos como un espejo roto que lo reflejara. Quirós seguía de pie, pero en ese instante soltó la escopeta y se derrumbó. No con brusquedad: se arrodilló, apoyó la cabeza (y el sombrero) en la mesa de centro, extendió las piernas. A ella le pareció que buscaba un sitio para acostarse cómodamente.
No debo tocarle, pensó refrenando su primer impulso. Podría hacerle más daño, no debo tocarle. Lo primero de todo es avisar. Un médico. Pero Quirós la miraba y movía la cabeza. Ella se inclinó sobre sus labios.
—La muchacha... Quiere que vaya a por la muchacha... —Quirós asintió—. La llave... El cobertizo...
Las lágrimas le vendaban los ojos, la amordazaban. Descubrió algo muy extraño: no sentía humedad en sus mejillas. Pero percibía las lágrimas dentro de su garganta; en el interior de sus retinas. Era la primera vez que lloraba así. Le pareció que lo hacía de verdad. Había llegado el momento, pensaba, de hacer y decir la verdad.
Se inclinó sobre Quirós y le besó la frente. Se sintió fuerte, mucho más que en la cueva, se sintió distinta. Lo vio mover los labios.
—Sí —dijo—. Sí.
Se volvió hacia el señor Guante, que seguía exhibiendo su torso y su barriga y sonreía como si contemplara algo que había deseado toda su vida. Estaba muerto, o así se lo pareció, pero se las había arreglado para coger aquella caja del sofá y ahora la sostenía con ambas manos. Calma, se dijo, está muerto, calma. Busca en sus bolsillos.
Encontró varias llaves, las cogió todas, se le cayeron algunas entre las piernas del señor Guante, volvió a cogerlas. Calma, lo primero de todo es la muchacha.
Algo arañaba la puerta de entrada produciendo ruidos enloquecedores. Nieves Aguilar corrió, la abrió, vio al perro chorreante con una cuerda atada al cuello. Aunque estaba muy sucio, podía adivinarse el color de su pelaje: era blanco.
El animal la esquivó y entró en la casa ladrando.
Quirós abrió los ojos en medio de una laguna de dolor y vio al perro muy cerca esta vez. Le tendió la mano pensando que desaparecería, pero no fue así, y, mejor todavía, al ponerle la mano encima lo que desapareció fue el dolor.
El perro le devolvía la mirada con ojos tranquilos, y de la misma forma lo miraba Quirós acariciándolo. Tenía una cuerda atada al cuello, pobre animal. ¿Quién se la habría puesto? En fin, no importaba. Lo cierto era que la cuerda estaba rota y que él, por fin, había cumplido su trabajo. Había ayudado a Marta, había encontrado a la muchacha, y ahora ya podía decirle a la pequeña Aitana que Sueño era suyo. Sueño era suyo para siempre.
Sin embargo, no se alegraba del todo. Cuando le ocurrían tantas cosas buenas al mismo tiempo siempre estaba temiendo que se estropeara una, o varias a la vez, y el disgusto fuera mayor. De modo que, aunque se encontraba muy feliz, procuraba contenerse.
Así era Quirós.
La muchacha está terminando de escribir. Siente el ruido de la puerta del cobertizo, luego el cerrojo de la trampilla. Ahí está, piensa. Ahí está el hombre de nuevo. Se apresura con las últimas palabras y marca el papel con un punto en el preciso momento en que la trampilla se abre y se oyen pasos en la escalera. Pero da lo mismo, porque ella acaba de terminar otra historia, la última, y aguarda allí, sonriendo, con el lápiz en la mano, preparada para comenzar la siguiente.