N
ieves Aguilar tenía hambre. Ya había devorado casi todas las lonchas de jamón de York. En ese instante se comió la última, y su estómago se lo agradeció con suaves maullidos. El hambre significaba que estaba bien. La salud consistía en desear. Tenemos salud cuando empezamos a pensar que nos faltan otras cosas, se dijo.
Recordaba una historia de Soledad. Una muchacha asistía a una fiesta en su propia casa: la ofrecía su padre a los altos cargos de la empresa de la que él mismo no era sino otro alto cargo. Resplandores amarillos revelaban escotes, trajes negros, camareros con pajarita, un buffet, una orquesta tocando valses. A primera vista, una fiesta más. Pero había detalles raros. Cierta ordenada agrupación de canapés, por ejemplo. Los círculos de caviar en rojo y negro estaban colocados como fichas de damas, los bocadillos formaban el nombre del presidente de la empresa (señor Astán) y las croquetitas de salmón dibujaban signos incomprensibles. Todas las mujeres eran flacas y los hombres gordos y sudorosos. Su madre iba de un lado a otro espetando órdenes a los camareros, y su figurita escuálida (también ella era delgada) se reflejaba en los amplios ventanales del salón poligonal.
De repente se producía el esperado acontecimiento: aparecía el presidente, un tipo de indudable magnetismo, y pronunciaba un discurso con frases lapidarias: «No hay grandes hombres sin grandes oportunidades. Ya no somos lo opuesto sino lo único». Le aplaudían. Y en ese momento el punto de vista se desplazaba hacia la madre, que estaba recordando otra fiesta distinta, el día de su boda con quien, en aquella época, era sólo un abnegado oficinista. Rememoraba detalles sueltos: las palabras del sacerdote, una mancha de tarta, el cordero abierto en canal del que ella no había probado bocado. El cuento acababa con aquel cadáver de cordero. Se titulaba «La boda de la señora Boj».
Había sido el hambre lo que le había hecho recordar el cuento. También recordaba la tarde del lunes en que lo habían comentado en la cafetería. La muchacha estaba resfriada porque no se había pasado el secador por el pelo después de lavárselo, le explicó. Luego añadió:
—No es esto lo que quiero escribir. A veces pienso que no quiero ser escritora.
—Estás deprimida porque te has constipado.
—Te hablo en serio... Lo que yo quiero no lo quiere nadie. Yo quiero escribir lo que tengo dentro.
—Es lo que intentan todos.
Tras una reflexión, la muchacha precisó:
—Es que yo quiero escribir lo que soy por dentro. Y por dentro no soy la que tú piensas. Ni la que yo pienso tampoco. —Tenía hambre: había pedido un par de donuts y ella recordaba el bigote de azúcar que se le estaba formando mientras los devoraba.
No había sentido excesiva sorpresa al oírla: estaba acostumbrada a aquellas declaraciones adultas.
—Te comprendo —le dijo—. Te refieres a tu intimidad.
—¿Sabes cuántas veces escribí esta historia de la fiesta? —replicó Soledad sin dejar de comer—. Más de quince. No sé por qué lo hice, la primera vez ya me gustó... Pero me parecía que cada vez que la escribía llegaba un poco más adentro... Quiero decir, de mí. Luego lo rompí todo y me quedé con la primera versión.
—Eres una perfeccionista.
—¡No! —protestó ella—. ¡Las demás ni siquiera se podían leer! Y recuerdo una historia sobre una chica que vivía en su cama, sin comer ni beber, que escribí más de cien veces... También las rompí todas menos la primera...
Nieves Aguilar se detuvo a reflexionar. Era obvio que la muchacha necesitaba buenos consejos.
—No somos tan distintos por dentro como dices, Soledad. Somos seres humanos, no ocultamos tantos secretos. A tu edad puede parecer que sí, pero luego, cuando te haces mayor, descubres que la vida es bastante... Bueno, bastante aburrida. —La muchacha no sonrió. Cuando respiraba, se oían rumores de nariz obstruida—. Por supuesto que ocultamos cosas, decimos mentiras, engañamos... Engañamos a los demás, sí, muchas veces. Pero sabemos que estamos haciéndolo. La conciencia nos remuerde.
—¡Pero yo no quiero escribir mentiras! ¡Quiero escribir la verdad!
En aquel momento, sumida en sus propias preocupaciones, no le había dado importancia a frases así. Ahora se preguntaba qué había querido decir la muchacha con eso. «Quiero escribir la verdad.» ¿Por qué nunca había indagado más? ¿Por qué, cuando no la comprendía, daba media vuelta y la dejaba avanzar sola?
Unos golpes la interrumpieron. Pensó que era Quirós, pero la puerta se abrió con una voz dulce.
—¿Se puede? Le traigo el té, señora.
Era la camarera. Ya había hablado con ella, se trataba de una chica muy amable. Vivía en la capital, pero los veranos trabajaba en el hostal de la señora Ripio. Era diligente, y más le valía, porque Jacinto, el único hijo de la señora Ripio, el chaval del rostro con acné que la ayudaba en el comedor, parecía demasiado vago, estúpido o astuto para encargarse de sus propias tareas, y ella tenía que hacerlo todo. Se llamaba Safiya. Sin embargo, no era árabe ni nada parecido, le había explicado, sino roquedeña como su madre, aunque su piel morena, sus andares cadenciosos y la ajorca que llevaba en el tobillo hacían pensar a Nieves Aguilar, cada vez que la veía, en una odalisca.
—El señor Quirós me ha dicho que le suba estas revistillas...
Qué amable el señor Quirós. ¿Dónde estaría? ¿Con los expertos de Madrid? Gracias, ponlas ahí mismo, Safiya. Y tráeme la comida en cuanto puedas. Me muero de hambre. Eso significa que ya está mejor. ¿Le bajo la persiana para que tenga un poquito de oscuridad? Sí, gracias. Bienvenida sea la oscuridad.
—¡Ja, ja, ja! ¡El pringado de Quirós! Te han dado un buen repaso esos chavales. Hoy los jóvenes son más peligrosos que los adultos. El mundo está cambiando, hay signos extraños: proliferan las sectas, cosas así.....Hace poco Centeno y yo pescamos a unos tipos que se drogaban pasando hambre. Tal como te cuento. Anoréxicos Reunidos, S. A. Vivían en una fábrica de chatarra abandonada, parecían cadáveres. Anda, come un poco. —Quirós comió jamón—. Prueba este queso. —Quirós comió queso—. Centeno, trae otra botella. Que sea rioja. ¿Seguro que ya no bebes, Quirós? Si no lo veo no lo creo. Aún me acuerdo de aquella cogorza que cogimos con Hurtado, cuando nos agarrábamos de las farolas y Hurtado dijo: «Quirós me ha dado una hostia, llama a la policía».
—Y tú dijiste: «La policía soy yo...»
Rieron.
—¿Ya no trabajas con Hurtado?
—No.
—Y tampoco bebes, ni fumas... Quién te ha visto y quién te ve... Gracias, Centeno. Este rioja está superior... No creas, no eres el único que tiene achaques. A mí el vino me pone la cabeza como si me la repasara con secador: siento aire caliente, hasta oigo un zumbido, bruuumm, bruuumm... Ahora mismo lo estoy oyendo... Me ocurre sólo con el vino. No sé lo que es, supongo que la edad. En fin. Si te pones a ver cómo éramos antes...
Pues no hemos cambiado tanto, pensó Quirós. Gaos seguía pareciendo un hueso de perro o un tallo de pantano, flaco y verdoso. La piel que le encapuchaba el cráneo seguía tensándosele al sonreír y los tendones del cuello, revelados hasta el esternón por la camisa desabrochada y la corbata floja, le abultaban igual. Acaso estaba más calvo. Pero fumaba como siempre: tenía los dedos amarillos y de su cenicero ascendía, cual truco de faquir, una cuerda de humo.
—¿Has visto cómo nos trata el alcalde? Ha puesto a nuestra disposición una finca de las afueras para hospedarnos. Hombre, también lo hace para que no incordiemos. Le interesa que no se ensucie el nombre de su querido pueblo, por eso no le ha dado mucho bombo a lo del sábado. «Tenemos neonazis, sí, qué se le va a hacer, pero que no se entere nadie.» El sector turístico, chaval: no quiere perderlo. Se puso pálido cuando le dijimos que veníamos a investigar la desaparición de una muchacha que, según todos los indicios, ha sido secuestrada. «¿Han mirado en la sierra?», me preguntó. Por lo visto, en la sierra se esconden chicas. Me las imagino saltando de un sitio a otro y viviendo en los troncos de los árboles, tan desnudas como sus madres las parieron, ¿eh, Centeno?
Quirós se sentía mal, pero comía. Gaos se sentía bien y comía. La habitación era pequeña y estaba a oscuras, salvo un flexo que apuntaba hacia un mapa desplegado sobre la mesa, con servilletas, vasos de papel y platos enmarcándolo. A Gaos le encantaba comer. Siempre estaba comiendo. Quirós sospechaba que se mantenía tan flaco precisamente porque no paraba de comer, y tanta comida junta le impedía digerirla. «No engordamos cuando comemos —solía decir Gaos—, sino en las pausas.»
—Me cago en el pringado de Quirós. —Gaos le dio una palmada en la rodilla—. Te han repasado de lo lindo... Sabían pegar, ¿eh?
—Ni eso —dijo Quirós.
—Y dejaste que te hicieran una cara nueva sin devolverles el favor... Lo dicho: quién te ha visto...
—Hace tiempo que no me ocupo de nadie. No voy a empezar otra vez a esta edad, y con unos niños... —Quirós se esforzaba en pelar una rodaja de chorizo. Al fin se la comió con piel. Mientras masticaba dijo—: Nunca pensé que te ascendieran a inspector, Gaos. Creía que en la policía quedaba gente decente...
—Fue Nela —dijo Gaos—. Me dio a elegir entre el divorcio y un ascenso. Elegí el ascenso. A mi edad no encontraría ninguna parienta mejor... Tú no te has casado, ¿verdad? —Quirós negó. Durante un rato comieron en silencio. Gaos lo quebró mientras se lamía los dedos—. Por Dios, cómo está todo... Comida de pueblo. Solo nos faltan un par de putas, ¿eh, Centeno...? Hablando de putas, ¿te fijaste en la del pelo negro? La penúltima que interrogamos. ¿Cómo se llamaba...? Fernanda Guzmán...
—Pomar —dijo Centeno.
—Era la hostia. Aunque la que está para mojar pan es la novia del tal Borja, Paz no sé qué... —«Huertas», dijo Centeno—. Esa es increíble. Hoy día, las chicas son anoréxicas o gordas. Qué poquitas quedan como en nuestra época, Quirós, tías buenas, puras y duras. Creo que llamaré a la señorita Paz para interrogarla otra vez...
—¿Te han dicho algo? —preguntó Quirós.
—No saben, no contestan. Sospecho que tu amiga, la gordita de los
piercings
, quiere proteger al grupo porque el tal Borja le cae bien, pero estoy seguro de que no le han tocado un pelo a la hija de Olmos. No obstante, vamos a ver lo que nos cuenta Borja... Lo han estado interrogando en el cuartelillo y me lo van a traer rebotado, pero te juro que voy a apretarle las tuercas. Es hijo de militar, y yo odio a esa casta. Un sargento solía hostiarme cuando era recluta. Además, me gusta acojonar al macho alfa: ya sabes, los rapados lo respetan, se tira a la más guapa... Apostaría este plato de queso a que no tiene nada que ver con lo de la hija de Olmos, pero me reiré un rato a su costa...
—¿Te importaría decirle una cosa cuando lo interrogues? —preguntó Quirós.
La chica tuvo la inmensa cortesía de no encender la luz al entrar. La habitación, con la persiana entornada, estaba en penumbra.
—¿Se puede? Ay, la he despertado...
—No, no me había dormido. Pasa, Safiya.
—Un chico ha traído esto para usted. Dice que es de parte del cura.
Nieves Aguilar se incorporó en la cama y miró la bolsa. Contenía una caja de cartón. Su peso transformaba la bolsa en una pirámide o una pera que la chica sujetaba por la punta. A ambos lados estaban sus piernas desnudas.
—Gracias —dijo Nieves Aguilar en voz muy baja, casi para sus adentros.
—Se la dejo aquí. Le subo un poco la persiana, ¿verdad? Ya no da el sol.
Cuando la chica se marchó, sacó uno de los libros de la caja, lo abrió al azar y leyó: «Yo soy uno que, cuando Amor me inspira, escribo, y de tal modo...». En otra página: «Creo que todos los escritores mienten».
Aquella última frase la dejó intrigada.
—A propósito, una preguntita. ¿Puede saberse por qué te ha contratado su santidad para buscar a su querida joya? ¿Es que no quiere recuperarla...? Ja, ja, ja. Es una broma, no te enfades.
—Me ha contratado para que calme a la profesora —dijo Quirós.
Gaos volvió a reír. No decía: Ja, ja, ja. Quirós no conocía a nadie que se riera diciendo eso. La risa de Gaos era hacia dentro, como si un viejo con enfisema se pusiera a toser. O como si un perro agonizante ladrara su última voluntad.
—¡Pero si tú ponías nerviosas a las mujeres...! Menudo pringado estás hecho... ¿Y se calma?
—Sí. Es buena persona.
—Hablando de pringar, ¿sabes que patinaste con el colgante? Le acabamos de echar un polvo, ¿eh, Centeno? A falta de algo mejor, se lo echamos al colgante... ¡Y no hay ni una sola huella, ni siquiera de la chica! ¡Para una vez en tu vida que tenías que dejar huellas, y te dedicas a limpiarlas...!
Centeno, una muralla en traje y corbata tras un ordenador portátil que no sudaba y no hablaba, estrenó, en aquel momento, la risa junto a Gaos.
—Pero... si lo cogí con el pañuelo, con todo cuidado... —se defendió Quirós. Gaos se doblaba sobre sí mismo. Centeno se había puesto rojo—. Coño, Gaos, no limpié nada... Si no hay huellas, pues... es que no hay...
—Bueno, hombre, cómo te pones, era broma. —Gaos se secaba los ojos—. En todo caso, a ver qué dicen en el laboratorio, pero el colgante está tan blanco como tu cerebro.
—Mala cosa —dijo Quirós.
—Muy mala —convino Gaos. Se levantó y se acodó sobre el mapa mientras engullía una aceituna. Escupió el hueso en una mano y se llevó la otra a la sien—. Brum, bruuum, ya está aquí el secador otra vez. ¿No lo oye nadie...? Ya sé que no. Es el vino. —Señaló un punto en el mapa—. Mañana traeremos perros y helicópteros. Solo tenemos que hacer un arresto para que su santidad quede satisfecho, ¿eh, Centeno? La muchacha puede aparecer más tarde. Pis, pas: con un arresto acertarás. Por cierto, desde hace tiempo sospechamos que hay un «esnupi» trabajando en la zona, ¿lo sabías?
Quirós se quedó mirándolo.
—¿Estás seguro?
—Nos lo han dicho los jefes, ellos sabrán. Pero todo indica que tienen razón. Es bastante bueno, a juzgar por su clientela, y está bastante loco, a juzgar por el material que hemos visto...
Quirós sentía algo parecido al miedo. No pensaba en la muchacha sino en la mujer: se veía a sí mismo diciéndole que la encontrarían, que todo saldría bien. Pero, si lo que Gaos insinuaba era cierto, no existía la menor posibilidad de que las cosas salieran bien.
—¿Lo sabe don Julián?
—¿Para qué darle la noticia? —Gaos escupió otro hueso—. ¿Para que mate al mensajero? Y eso no es todo. Tu querida Tina, la gordita de los
piercings
, nos dijo que el verano pasado se esfumó una mochilera sueca que también se hospedaba en el albergue. Se llamaba Ancha.