La calle de los sueños (14 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—¿Dos dólares? —dijo el carnicero moviendo la cabeza, y volvió a hojear el periódico. Leyó distraídamente un titular y después, de golpe, bajó el periódico. Silbó y, cuando Lilliput se le acercó, la levantó del suelo y, tras acercarla a su nariz, la olió como si realmente fuera un pollo asado. Luego la dejó en el suelo—. Limón. Y destilado.—Repasó un dedo por la piel roja del perro y se frotó las yemas—. Parafina.—A continuación se limpió los dedos con el delantal y volvió a coger el periódico. Pero enseguida lo bajó y miró a Christmas con un aire feroz—. ¿Dos dólares del carajo? —preguntó—.¿Por un poco de limón, un destilado de mierda y parafina?

—El médico ha dicho que hay que aplicarla a diario —declaró Christmas sin bajar la mirada.

—Chico —dijo Pep señalándolo con un dedo lleno de cortes, gordo como una salchicha—, estos días he oído hablar de ti, no se habla de otra cosa. Pero quiero decirte algo. A mí me importáis un carajo los gamberros italianos, judíos o irlandeses. Sois un saco de mierda que vivís haciendo que la gente que trabaja honradamente se cague de miedo. Pero yo me cago en vuestras bandas y no me dais miedo. Os puedo dar a todos vosotros una buena zurra en el culo. ¿Te has enterado?

Christmas lo miraba en silencio. Santo se asomó preocupado por la trastienda.

—Vuelve a tu puesto —le ordenó Christmas.

Santo desapareció.

—¿No querías leer el periódico, Pep? —dijo Christmas.

—No me digas lo que tengo que hacer, capullo.

Lilliput, gruñendo alegremente, dejó de nuevo la piedra a los pies de Christmas, que la pateó sonriendo.

El carnicero vio a su perra correr contenta y devolver la piedra.

—Ya se rasca menos —refunfuñó con el rostro todavía ceñudo.

Christmas volvió a lanzar la piedra.

—¡Oh, porras! —exclamó el carnicero poniéndose de pie de un salto y cogiendo la silla. El periódico cayó al suelo, a un charco fangoso—. Mira, ¿estás contento? —dijo mirando a Christmas y señalando el periódico—. Lilliput, vámonos —mandó a la perra y entró en la tienda, seguido por el animal—. ¡Tú también, largo! —se le oyó gritar poco después.

Mientras Santo salía deprisa de la tienda, con una expresión preocupada en el rostro, Christmas recogió el periódico del barro.

—Don Pep me ha dicho que te diera esto —dijo Santo, y acto seguido le tendió a Christmas dos dólares.

Christmas sonrió y guardó los billetes en el bolsillo.

—Nos paga bien, ¿eh? —dijo Santo.

—Bastante bien.

—¿A mí cuánto me toca?

Christmas abrió el periódico. En la primera página, un titular en grandes caracteres, decía:

Agrede a la nieta de Saul Isaacson, el magnate de la industria textil, después mata a sus padres. La policía anda tras la pista de William Hofflund.

La cara de Christmas se ensombreció.

—William Hofflund —dijo con voz baja, llena de rencor.

—¿A mí cuánto me toca?

Christmas lo miró. Tenía los ojos tan apretados que parecían dos rendijas.

—Es él. William Hofflund.—Fue todo lo que dijo y se marchó.

15

Manhattan, 1911

Sí... así, te siento... así... sí, te siento... sal... muy bien... se está abriendo... la flor se está abriendo... y presiona... presiona por salir... así... ahora, ahora... ahora... apaga mi sed...

—¡Sal! —gimió Cetta. Se estremeció sin contención, sin pudor, clavando los dedos en la cabellera tupida de Sal, apretándole la cabeza contra su carne excitada, escuchando cómo sus humores calientes se mezclaban en los labios de aquel hombre que estaba inclinado entre sus piernas...— ¡Sal! —repitió, pero ahora más débilmente, aflojando la presión de las manos, enarcando laxamente la espalda, en un último espasmo, como si todo se parase. El corazón, la respiración, los pensamientos. Como en una farsa de la muerte. Una muerte dulce a la que uno podía abandonarse para morir solo un poco. Y al despertarse de aquella pequeña muerte, esforzándose para abrir los ojos, se descubría que el mundo entero era distinto, velado, soñoliento y a la vez renacido. Suspiró, desnuda en la cama, desperezándose como un gato y luego acurrucándose sobre el pecho de él, que se había tumbado a su lado—. Sal...

Sal, con los brazos cruzados detrás de la nuca, miraba el techo bajo y con manchas de humedad. El verano era inclemente. El aire, en la habitación donde Tonia y Vito habían vivido los últimos años de su vida y que ahora era la casa de Cetta, era sofocante. La vieja cama matrimonial chirriaba con cada movimiento. Sal estaba sudado. Tenía la camiseta mojada.

Cetta se levantó, empapó un trapo en el barreño y comenzó a pasarlo lentamente por la piel de Sal. Este cerró los ojos. Cetta le pasaba el trapo por el cuello, por la barbilla, por las mejillas mal rasuradas y por la frente. Y luego por los brazos y las axilas. Y le subió la camiseta y le mojó y le secó el vientre y el tórax. Después dejó el trapo en el barreño y empezó a desabrocharle el cinturón. Sal abrió los ojos.

—Déjame hacer —dijo Cetta en voz baja.

Le sacó los zapatos y los pantalones, le soltó las ligas de los calcetines y se los quitó. Cogió de nuevo el trapo húmedo y empezó por limpiarle y refrescarle los pies. Después subió a las piernas, pasando el trapo por detrás de las rodillas, y siguió subiendo, hacia sus piernas fuertes. Primero por fuera y luego por dentro, hasta rozar la ingle. Cetta volvió a dejar el trapo en el barreño y, con delicadeza, comenzó a bajarle los calzoncillos.

Sal estiró una mano, para detenerla.

—Hace calor —susurró Cetta—. Déjame hacer.

Sal se dejó hacer.

Cetta le siguió bajando los calzoncillos, hasta descubrir el pene oscuro de Sal. Tiró los calzoncillos al suelo y cogió el trapo húmedo. Lo pasó por los testículos, grandes y redondos, y luego por el pene, acariciándolo y mirándolo. Por último, bajó la cabeza, se lo puso entre sus labios y empezó a besarlo.

Sal se incorporó de un salto, la agarró del pelo, con violencia, y le levantó la cabeza, luego le dio un empujón, con rabia.

Cetta se cayó de la cama.

—¡Te he dicho que no! —gritó Sal.

—¿Por qué? —preguntó Cetta, estirando una mano y tocándole un pie.

Sal apartó la pierna, molesto.

—¿Sigues sin comprender, estúpida?

Cetta lo miró en silencio, luego se levantó del suelo y se sentó en el borde de la cama. Volvió a estirar una mano y le acarició un pie. Y Sal volvió a apartarse. La miraba con ojos torvos.

—¿Tú no... —dijo Cetta, buscando las palabras— tú no... puedes?

Sal se inclinó hacia ella y le puso un dedo en medio de la cara.

—Yo puedo ser delicado o violento —gruñó siniestro, con su voz profunda—. Tú eliges. ¿Me has entendido?

Cetta estaba inmóvil.

—Como me entere de que lo has ido contando por ahí —dijo Sal recalcando la amenaza—, encontrarán tu cadáver en el East River.

Cetta movió despacio la mano y, sin dejar de mirar a Sal, le agarró el dedo y se lo bajó.

—¿Es por mi culpa? —preguntó.

—No.

—Con las otras lo haces.

—No.

—¿No lo has hecho... nunca?

—Nunca.

Cetta se inclinó y lo besó en los labios.

Sal la apartó de un empujón.

—Nunca lo había hecho —dijo Cetta con la mirada gacha, sonrojándose—. Nunca he besado a ningún hombre.

—Pues ya lo has hecho —rezongó Sal dejándose caer hacia atrás y abandonándose al abrazo chirriante de la cama.

—No volveré a besar a ningún hombre —dijo Cetta.

—Yo no te lo he pedido.

Cetta se aproximó a Sal y se acurrucó sobre su hombro.

—Te lo juro —insistió.

—No jures —dijo Sal.

Cetta le agarró una mano y se la acarició durante unos segundos.

—Quiero lavártelas.

—No.

Cetta siguió acariciándole su mano fuerte, en silencio. Se la llevó a sus labios y la besó. Y luego se la pasó por la cara, apretándola.

—¿Por qué? —preguntó.

—Da mala suerte —respondió Sal.

Cetta le dio un golpecito en el tórax.

—Y además me gusta trajinar con los motores —añadió Sal—. Es inútil lavarlas, porque enseguida se ensucian.

Cetta esbozó una leve sonrisa y se echó sobre su ancho pecho, abrazándolo.

—¿Por qué, Sal? —preguntó de nuevo.

Sal suspiró. Cogió de la mesilla de noche su medio puro y se lo puso en la boca, apagado.

—Cuando tenía más o menos tu edad, me pillaron —empezó a decir, lentamente—. Un atraco que salió mal. No era un gran atracador... —dijo y se rió quedamente.

Cetta oía vibrar en el pecho de Sal el profundo timbre de su voz y sentía un cosquilleo en su oído. Y sabía que Sal no reía jamás.

—Me encerraron —continuó—. Me pasaron unos rollos de tinta por las yemas de los dedos y me tomaron las huellas. Y, mientras lo hacían, reían. Se reían de mis manos sucias. Y después, en el locutorio, mi madre me vio las manos sucias y se puso a llorar. Y por la noche me froté las yemas contra la pared de la celda pero no se limpiaban. La tinta se había metido en la piel...

Cetta le seguía acariciando su mano negra. La besó, en silencio, y se la llevó bajo el seno izquierdo, donde palpitaba su corazón.

—En la cárcel fue donde aprendí de motores —prosiguió Sal, sonriente—. Por aquel entonces los coches me importaban un pimiento. Pero un día, en el patio, vi a un tipo con las manos tan negras que daban asco. Era mecánico. Pedí que me pusieran en el taller. Y cada noche, cuando me acostaba en mi catre, me miraba las manos y pensaba que si me volvían a pillar ya no podrían ensuciármelas más. Y que si mi madre se acostumbraba a verme con esas manos negras, a lo mejor ya no me volvía a dar el coñazo en el locutorio... —Sal hizo una pausa, se puso las manos delante de los ojos y las observó—. Desde que tengo las manos sucias no han vuelto a pillarme —dijo riendo—. Por eso creo que da mala suerte lavarlas.

Cetta se apoyó en un codo, se inclinó hacia los labios de Sal, le quitó el puro y lo besó.

—Procura no volverte pesada, nena —dijo Sal.

Cetta rió, le puso el puro entre los labios y volvió a echarse sobre su pecho.

—¿Cuándo te traen a ese mocoso pelmazo? —preguntó Sal.

Llamaron a la puerta.

—Ahora —contestó Cetta, sonriendo turbada y levantándose de la cama. Se puso la bata y fue a la puerta. Con la mano en el picaporte se volvió hacia Sal, que estaba vistiéndose con calma—. Lo siento —le dijo.

Sal se encogió de hombros, sin mirarla, y encendió el puro.

Cetta, mortificada, bajó la mirada.

—Lo siento —repitió.

—Vale, ya lo has dicho —masculló Sal mientras se ponía los pantalones.

Llamaron de nuevo. Cetta abrió la puerta. Una mujer gorda sostenía en brazos a Christmas. Había otros dos niños agarrados a su falda, de cuatro y cinco años, gordos como ella.

—Gracias, señora Sciacca —dijo Cetta cogiendo a Christmas.

La mujer intentó fisgonear en la habitación.

—El niño me da mucho trabajo —dijo—. Y usted tiene unos horarios espantosos...

Cetta la miró en silencio. Desde que Tonia y Vito habían muerto, dejaba a Christmas con la señora Sciacca, que vivía en el segundo piso, en una casa con una ventana, con su marido y cuatro hijos. Cetta le daba un dólar a la semana por Christmas.

—¿Ya no puede cuidarlo? —preguntó.

—No es que no pueda, pero sus horarios... —empezó a quejarse la señora Sciacca.

—Los horarios no pueden cambiarse —la interrumpió Sal, quien apareció en la puerta en camiseta y pantalones. Luego se metió una mano en el bolsillo y extrajo un rollo de billetes. Cogió uno de cinco y se lo tendió a la mujer—. Cójalo —le dijo Sal, mirándola fijamente y con dureza—. Y salude a su marido de mi parte. Es un buen hombre —añadió.

La gordinflona se puso pálida, cogió el dinero y asintió lentamente.

—Cuide bien al mocoso —continuó Sal—. Ya sabe cómo son a esta edad, pueden hacerse daño. Y eso me molestaría.

La señora Sciacca, cada vez más pálida, trató de sonreír.

—No tema, míster Tropea —le aseguró—. Todos adoramos a Christmas. ¿No es cierto, niños, que queréis a Christmas? —preguntó a sus hijos.

Los dos niños reaccionaron a la pregunta refugiándose detrás del enorme culo de su madre.

Sal cerró la puerta sin despedirse, luego se acercó a la silla sobre la que había dejado su camisa blanca de manga corta y se la puso. Se subió los tirantes y se ató la funda de la pistola.

Cetta abrazó a Christmas, que sonreía feliz, y le dio un beso en la mejilla. Pero no apartaba los ojos de Sal, tan grande y feo. Y se acordó de la primera vez que lo había visto, recién desembarcada en América, en la puerta del abogado que la había sacado de Ellis Island y que quería quitarle el niño. «Te han defendido», le susurró a Christmas en el oído, y tuvo la sensación de que podía conmoverse.

—¿Hoy es el cumpleaños de este meoncete? —dijo Sal en ese momento, arrojando de mala manera sobre la mesa un muñeco de trapo que representaba a un jugador de los Yankees con el número tres en la camiseta y un pequeño bate de madera en la mano.

Cetta sintió un golpe violentísimo en el estómago. Durante un instante pensó que Christmas se le iba a caer al suelo. Apretó los dientes, haciendo una mueca que podía parecer de dolor. Luego un sollozo repentino, como una explosión, la hizo temblar y la sacudió, y por último los ojos se le inundaron de lágrimas. Christmas puso sus manitas en sus mejillas mojadas. El niño se llevó los dedos a la boca, y, al notar la sal, frunció los labios y se puso a llorar.

Sal los miró moviendo la cabeza y terminó de vestirse.

Entretanto, Cetta había cogido el muñeco y, sin dejar de llorar, lo agitaba delante de los ojos enrojecidos de Christmas. Dejó el muñeco en la cama y pasó un dedo por el número de la camiseta.

—Tres, ¿lo ves? —le dijo—. Tres, como los años que tienes...

—Sois un auténtico coñazo —dijo Sal al tiempo que abría la puerta de la casa.

Cetta lo miró y rompió a reír, con el rostro arrasado en lágrimas, mientras Christmas golpeaba el muñeco contra la cama.

—No te metas ideas raras en la cabeza —volvió a decirle Sal—. No hay nada entre nosotros.

—Lo sé, Sal —contestó Cetta y se rió hacia la puerta que se cerraba.

16

Manhattan, New Jersey, 1922

Cuando, a primera hora de la mañana, el lujoso Rolls-Royce Silver Ghost gris se detuvo por segunda vez en el número 320 de Monroe Street, para todo el mundo fue evidente que Christmas Luminita, a pesar de su juventud, efectivamente se había convertido en un pez gordo.

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