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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (17 page)

BOOK: La calle de los sueños
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Entonces Christmas se volvió hacia ella y sonrió. También allí, al fondo del prado, tenía una sonrisa franca. Agitó la cabeza y se subió el mechón rubio que le caía sobre la frente, un mechón vulgar, impertinente. Tan luminoso. Del color del trigo. Como el oro antiguo de algunas joyas de la abuela. Y los ojos, pese a ser tan negros, brillaban incluso desde esa distancia. Como si tuvieran una luz interior. Vio que trajinaba con un cucurucho que sujetaba en la mano, vio que tiraba algo de colores, tres veces. Y luego Christmas empezó a volver por el sendero. Caminaba de una manera a la vez suave y nerviosa. Avanzaba como a saltos, pero daba la impresión de que se moviese en el agua. Y cuando el pie tocaba el suelo, la cabeza se doblaba ligeramente hacia un lado, arrogante.

Christmas, una vez que llegó a su lado, le tendió unas flores envueltas en un miserable papel marrón, mojado por abajo.

Ruth no se movió, ni miró las flores.

—Tienes razón, soy un idiota —dijo Christmas apoyando con delicadeza el ramo de flores sobre la manta de cachemira.

Ruth miró entonces las flores. Las contó. Eran nueve. Nueve horribles corolas de pobres. Y de nuevo le entraron ganas de llorar.

—Me gustaría venir a verte todos los días, pero... —dijo entonces Christmas, con una voz cohibida que pretendía ser alegre, balanceándose, de nuevo con las manos en los bolsillos—. Bueno, verás, resulta que no vives precisamente al lado —dijo sonriendo.

—No vivimos aquí todo el año. Cuando hay colegio, estamos en Manhattan. Dentro de unos quince días seguramente volvemos, en cuanto me reponga del todo.—Ruth se sorprendió de su respuesta, como si también a ella le disgustase no verlo. Pero ya no podía parar—. Tenemos una casa en Park Avenue.

—Ah, sí... —asintió Christmas—. Lo he oído mencionar. —Hizo una pausa, se miró los zapatos—. Y tú ¿conoces Monroe Street? —dijo después.

—No...

—Bueno, no te pierdes nada —añadió Christmas, riendo.

Ruth oyó esa carcajada, que penetró en sus oídos. Y recordó la carcajada de Bill, que la había hecho sentirse alegre, que la había animado a huir de su gran casa triste. Aquella carcajada que ocultaba el horror. Miró a Christmas, que había dejado de reír.

—Gracias, le dijo.

El chico se encogió de hombros.

—Verás, por mi zona no hay flores de lujo —respondió.

—No lo digo por las flores.

—Ah... —Silencio—. Bueno, en fin... —Silencio—. Pues, eso, de nada.

Ruth rió. Pero muy bajito. Casi solo para sus adentros.

—¿Y de verdad que te ha gustado la radio?

—¿Bromeas? ¡Es fantástica!

—¿Y qué programas escuchas?

—¿Qué programas? Pues... pues no lo sé... Nunca he tenido radio.

—A mí me gustan los programas en los que hablan.

—¿En serio? ¿Y de qué hablan?

—De todo.

—Ah, bueno... claro.

De nuevo, silencio. Pero un silencio diferente, repentino.

—¡Señorita Ruth! ¡La comida está servida!

Christmas se volvió. Vio a una doncella joven en uniforme negro, con puños y cuello blancos, y tocada con una cofia también blanca.

—Parece un pollo de luto —dijo Christmas.

Ruth rió.

—¡Voy! —Ruth se puso en pie y cogió su ramo de nueve flores.

Christmas la siguió, con las manos en los bolsillos. Una vez que llegaron al porche de la mansión, vio a Fred, que estaba sacando brillo al Silver Ghost. Le silbó.

—¡Oye, Fred, voy a comer! —le gritó.

Ruth sonrió.

—Muy bien, míster Luminita —respondió Fred.

Un mayordomo vestido con un uniforme de alamares esperaba a Ruth y a Christmas en la entrada.

—Están todos en el comedor, señorita —dijo inclinando levemente la espalda.

Ruth asintió.

—¿El señor desea lavarse las manos? —le preguntó el mayordomo a Christmas.

—No, almirante —contestó este.

Ruth rió. El mayordomo permaneció impasible y precedió a los dos jóvenes. La muchacha le entregó el ramo de flores al mayordomo y le dijo en voz baja:

—A mi habitación.

Christmas caminaba por la casa con la boca abierta, sin saber dónde mirar. Lo atraía ahora un cuadro, ahora una alfombra, ahora el resplandor de los mármoles, ahora las incrustaciones de las puertas, ahora un candelabro de plata de siete brazos...

—Caramba... —le dijo con voz tenue al mayordomo cuando este les señaló la puerta del comedor.

Christmas le estrechó la mano al padre de Ruth, que ya conocía, y a la madre, una mujer guapa y elegante, que, pensó, parecía una bombilla apagada. El viejo Isaacson estaba sentado en la cabecera de la mesa, con su fiel bastón apoyado en el borde, al alcance de la mano.

Todos se sentaron y un criado se acercó con una gran bandeja de plata y una tapa en forma de cúpula que escondía el plato.

—Espera —le dijo al criado el viejo Isaacson con tono irritado—. Sarah, Philip, ¿os importaría darle al menos las gracias al muchacho que ha salvado a Ruth? —dijo mientras miraba con ojos severos a su hijo y a su nuera.

Los esposos Isaacson se pusieron rígidos en sus sillas.

—Desde luego —dijo entonces la madre de Ruth, mirando con una educada sonrisa a Christmas—. Solo queríamos darle tiempo para que se sentara. Nos queda toda la comida para agradecerle. Aun así, has de saber que te estamos agradecidos de todo corazón.

—No hay de qué, señora —respondió Christmas, y miró a Ruth, que lo estaba observando, aunque bajó la mirada en cuanto se cruzó con los ojos negros y profundos de su salvador.

—Sí, gracias, de veras —añadió débilmente el padre de Ruth.

—¡Puñetas, esto parece un funeral cuando tendría que ser una fiesta! —exclamó el viejo.

—Puedes servir, Nate —ordenó Sarah Isaacson al criado.

—Creía que los ricos no decían palabrotas —dijo Christmas.

—Los ricos hacen lo que les da la gana, muchacho —bromeó satisfecho el viejo.

—Algunos ricos —le dijo el padre de Ruth a Christmas—. Otros, como acertadamente has notado, evitan ese tipo de lenguaje.

—Sí, los que se han encontrado ricos sin ningún mérito —zanjó el patriarca de la casa. Luego se dirigió a Christmas—. Ya que eres italiano, he hecho que te preparen espaguetis con albóndigas —dijo mientras el criado servía los platos.

—Yo soy americano —puntualizó Christmas—. De todos modos, parecen ricos —añadió mirando el montón de espaguetis que el criado le estaba sirviendo.

—Eso sí, las albóndigas no son de cerdo —repuso el viejo—. Los judíos no comemos cerdo. Y la carne es
kosher
.

Christmas ya iba a lanzarse sobre la pasta cuando se acordó de fijarse en cómo se comportaban los demás. Vio que no aspiraban silbando los espaguetis, y le pareció que la educación era aburridísima. Cuando lo divertido de comer espaguetis era aspirarlos haciendo ruido. Sin embargo, se adaptó. Deglutió y después le preguntó al viejo:

—¿Usted no ha nacido en América, señor?

—No.

—¿Su hijo, en cambio, sí?

—Sí.

—Así que su hijo es americano, no judío —concluyó Christmas.

—No. Mi hijo es un judío americano, muchacho.

Christmas comió otro bocado de pasta, al tiempo que reflexionaba.

—O sea que cuando eres judío estás jodido, ¿eh? —dijo luego—. Nunca te conviertes en americano y punto.

El matrimonio Isaacson se puso tenso. Ruth miró a su abuelo.

El viejo rió en silencio.

—Pues sí, cuando eres judío estás jodido —concluyó.

—Lo mismo les pasa a los italianos —dijo Christmas moviendo la cabeza.

—Sí, creo que sí —contestó el viejo.

Christmas se concentró en escarbar la última albóndiga, luego dejó el tenedor en el plato y se limpió la boca.

—Bueno, yo quiero ser americano y punto —dijo.

El viejo levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos.

—Buena suerte.

Ruth observaba a su abuelo. Era evidente que el muchacho de pelo rubio y ojos negros como el carbón le gustaba. A nadie le habría consentido ese tipo de observaciones. Y, sobre todo, con nadie habría estado tan risueño. Su abuelo sonreía poco y casi solamente a ella. Ruth volvió luego la cabeza hacia sus padres, quienes seguían a duras penas, y con evidente desinterés, la conversación. Estaban ausentes, como siempre. Como también era evidente que despreciaban —o peor aún, que no tenían en cuenta— al muchacho que había salvado a su hija. A veces Ruth pensaba que creían que todo se les debía. Solía oír a su abuelo y a su padre hablar de los obreros de la fábrica. Su abuelo los consideraba judíos como ellos; su padre, en cambio, decía que eran gente del Este. Su abuelo no tenía problemas en explotarlos ni en pagarles lo menos posible, pero se interesaba por sus familias. Su padre tampoco tenía problemas en explotarlos y en pagarles lo menos posible, pero ni siquiera sabía quiénes eran. Y los obreros —los muertos de hambre— miraban al abuelo como a uno de los suyos que había triunfado, mientras que su padre no era nadie. Y había veces en que Ruth tenía la sensación de que también para su abuelo su padre no era nadie. Por el contrario, parecía que su abuelo no tenía la misma opinión de Christmas. Sentía una especie de admiración por aquel muchacho. Y quizá fue esa observación la que hizo que Ruth bajara sus defensas, la que hizo que sintiera —filtrada por los ojos de su querido abuelo— una emoción inesperada. Como si ese muchacho le gustase, o le pudiese gustar. Y, no bien experimentó esa sensación, Ruth se asustó. Pues se había jurado a sí misma que desterraría para siempre de su vida a los hombres. A los machos.

—¿Cómo se llama el país de los judíos? —le estaba preguntando entretanto Christmas al viejo al tiempo que probaba un extraño plato picante y con muchas especias.

—Los judíos no tienen un país propio —respondió el viejo.

—Entonces, ¿por qué se es judío?

Saul Isaacson rió.

—Es una cuestión de descendencia —intervino Philip Isaacson con tono altivo—. La nuestra es una sangre que salvaguardamos y que nos distingue de los demás.

—Si es por eso, habría además otra peculiaridad —dijo el viejo, riendo socarronamente.

Christmas se paró a pensar en las palabras del viejo, hasta que de pronto comprendió.

—¡Ajá, conque es verdad! —exclamó asombrado—. Creía que era una trola que contaban en el barrio.—Meneó la cabeza, en un gesto de incredulidad. Después miró al viejo—. O sea que para saber si alguien es judío hay que mirarle... —continuó, pero se detuvo al caer en la cuenta de que no podía decir lo que había pensado. Se volvió hacia Ruth y se ruborizó.

—La nariz —concluyó el viejo saliendo en su rescate—. Hay que mirarle la nariz.

La madre de Ruth tosió. Philip Isaacson siguió comiendo, con una ceja levemente enarcada.

En cambio, el viejo, tras un instante de silencio, dio un manotazo en la mesa y estalló en una estruendosa carcajada.

—¿Y a qué piensas dedicarte, muchacho? —le preguntó pasado un rato, frente a un trozo de tarta de nata y cerezas glaseadas—. ¿Tienes trabajo?

—He trabajado en muchas cosas, señor, pero nunca en nada que me haya gustado —respondió Christmas, tragando deprisa una cereza para no hablar con la boca llena, como le había aconsejado su madre—. He vendido periódicos, he puesto alquitrán en tejados, he quitado nieve, he sido repartidor de una tienda de productos selectos, pero ahora tengo... tengo... —se interrumpió Christmas, y justo cuando se disponía a decirles que tenía una banda, repentinamente se dio cuenta de que no era la clase de actividad que daría buena impresión en una familia de judíos ricos. Se quedó con la boca abierta, sin saber cómo continuar pero ya demasiado lanzado para callar.

—¿Qué tienes? —lo apremió el viejo.

Christmas miró a Ruth. Se distrajo. Su belleza era celestial.

—Tengo... —balbuceó—, ahora tengo una radio —dijo sonriéndole.

—Eso no me parece un trabajo —bromeó el viejo.

—No, señor —dijo Christmas sin poder apartar la mirada de Ruth—. Pero tendré una emisión propia —prosiguió sin dejar de mirar a Ruth—. Una de esas emisiones en las que se habla.

Ruth también lo miraba. Miraba al chico que le había regalado nueve flores, que por ella reinventaría las matemáticas para adecuarlas a sus manos, y lo odió con todo su corazón porque no podía apartar los ojos de él, porque no conseguía no mirarlo.

—Así, Ruth me podrá escuchar —concluyó Christmas.

El viejo Saul Isaacson paseó su mirada de Christmas a Ruth, y de nuevo la posó en aquel. «Lástima que no seas judío», pensó, e instintivamente miró a su hijo, con su aristocrática compostura que daba el dinero, con su aspecto blando y débil.

—¿Quieres fumar un puro, muchacho?

Christmas se volvió, con los ojos muy abiertos.

—Oh, no, con todo mi respeto, me dan mucho asco.

El viejo rió y se levantó.

—Bueno, pues yo sí voy a fumarme un buen puro. Así que, si me perdonáis... —El hombre se levantó y se dirigió a la habitación contigua al comedor, donde el mayordomo ya había preparado todo lo necesario sobre una mesilla.

También los padres de Ruth se levantaron. Su madre adujo una fuerte jaqueca y su padre, un compromiso de trabajo. Estrecharon formalmente la mano al invitado y se esfumaron.

Ruth y Christmas se quedaron sentados en sus respectivos sitios. Volvió a hacerse el silencio entre ellos. Y los dos tenían la mirada gacha, cada uno en su plato, donde quedaban restos de nata.

Ruth jugueteaba sobre el mantel con las migas de pan.

Christmas le miró la mano vendada y las llagas moradas a los lados de la nariz.

—Una vez —empezó a decir, a media voz, con el rostro enrojecido por el recuerdo—, hace muchos años, cuando era pequeño... vivíamos en otro sitio, mi madre y yo. Y yo iba al colegio. Acababa de comenzar cuarto... —le costaba hablar. Christmas sentía que sus mejillas estaban rojas e hirviendo. Apretó los puños y prosiguió—. Bueno, verás, un día en el patio se me acercó un tipo de sexto, alto y robusto, con sus compañeros de clase y también con los míos. Y todos me miraron riendo. Luego ese tipo me dijo que sabía en qué trabajaba mi madre... y todos se echaron a reír...

Ruth levantó la mirada de la mesa. Vio que Christmas tenía la cara roja y que apretaba los puños. A partir del instante en que sus miradas se cruzaron, Ruth ya no pudo bajar la vista.

—Total, él dice que mi madre trabaja en una cosa fea, yo le digo que no es verdad y todos se siguen riendo, y el otro dice que uno de esos días iba a robarle unos centavos a su padre y... y... —Christmas apretó los labios y respiró profundamente, una, dos, tres veces—. Lo entiendes, ¿no? Dice que con unos centavos se iba a llevar a mi madre a un cuarto para hacerle cochinadas. Entonces yo le salto al cuello para que se tragara todo lo que había dicho, pero él... —Christmas soltó una risita sin alegría—... me da un puñetazo, solo un puñetazo, y yo caigo al suelo. Y, mientras todos ríen, él saca un cuchillito, se sienta encima de mí, me rasga la camisa... —Christmas empezó a desabotonarse la camisa— y me hace esto.—Christmas se abrió la camisa.

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