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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (53 page)

BOOK: La calle de los sueños
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Manhattan, 1927

—¿Puedo? —dijo Christmas a primera hora de la mañana, introduciendo la cabeza en el despacho que tenía en la primera planta del 320 de Monroe Street el administrador y dueño del edificio.

—Entra, meoncete —respondió Sal Tropea con su voz que con la edad se le había vuelto aún más profunda y ronca, sentado detrás del escritorio, enfrascado en hacer cuentas.

—He conseguido dos entradas para
Funny Face
, en el Alvin —dijo Christmas agitándolas en el aire.

—¿Y bien?

—Es un musical.

—¿Y bien? —repitió Sal.

—Lleva a mamá —sugirió Christmas dejando las entradas sobre el libro de contabilidad.

Sal lo miró de hito en hito.

—¿De dónde has sacado ese traje?

Christmas sonrió complacido, repasando una mano por la manga azul de lana fina.

—Bonito, ¿eh?

—Te he preguntado de dónde lo has sacado. Tu madre quiere que te pongas el marrón.

—No estoy haciendo nada malo —se enojó Christmas—. Me lo ha regalado Santo.

—¿Quién?

—Santo Filesi.

—¿El que se va a casar? —inquirió Sal.

—El mismo.

—¿Es tu amigo?

—Sí.

—Buena gente —dijo Sal, al tiempo que se acercaba el libro de contabilidad y dejaba que entrechocaran las entradas de teatro sobre el escritorio, sin tocarlas—. Pagan puntualmente cada mes. —Suspiró—. Pero esta boda me preocupa. Las bodas cuestan un montón de dinero. ¿Por qué coño tiene que casarse la gente?

—Son para esta noche —añadió Christmas señalando las entradas.

—Creo que este mes no voy a cobrarles el alquiler —dijo Sal, que seguía enfrascado en el libro de contabilidad—. De todos modos, tampoco me lo podrían pagar. Al menos así no tendré que cabrearme y quedar como un panolis. —Alzó los ojos hacia Christmas—. Es un buen regalo de bodas, ¿no?

—¿La vas a llevar?

—Nunca respondes a mis preguntas.

—Tú tampoco, Sal —replicó Christmas—. ¿La vas a llevar al teatro?

—Eres más testarudo que tu madre —rezongó Sal—. ¿Sabes que ese estibador pequeñín...

—... levanta un quintal con una sola mano? Sí, Sal. Todo el mundo lo sabe desde hace años —lo interrumpió Christmas.

—Pero es un tipo cojonudo.

—Que te den, Sal. Me doy por enterado —dijo airado Christmas y alargó una mano hacia las entradas.

La mano de estrangulador de Sal, perennemente negra, le asió la muñeca. Con fuerza.

—Enjuágate la boca, meoncete.

—Está bien, Sal. Ahora déjame, tengo que ir a trabajar.

—¿Qué obra es? —preguntó entonces Sal soltándole la mano y reclinándose sobre el respaldo de la silla de madera con ruedas de hierro.


Funny Face
.

—Nunca la he oído mencionar.

—Es una obra nueva. Un musical, con...

—¿Dónde has dicho que la ponen?

—En el Alvin Theater, que está en la Cincuenta y dos Oeste —resopló Christmas—. No lo conoces, lo sé. También el teatro es nuevo, acaban de...

—¿Y por qué se llama Alvin? —preguntó Sal.

—¡Y yo qué coño sé, Sal! —dijo exasperado Christmas.

Sal rió, se puso las manos detrás de la nuca y cruzó las piernas.

—Lo ha construido míster Pincus, un pez gordo, pero también están metidos unos viejos conocidos míos —dijo componiendo una sonrisa burlona en su fea cara—. Los dueños son Alex Aarons y Vinton Freedley. Alex y Vinton. Al y Vin. Alvin. Las obras me importan un carajo, pero sobre el mercado inmobiliario lo sé todo. —Sal exhibió sus dientes con una sonrisa aún más satisfecha—. ¿Ves como eres un sabiondo de mierda, meoncete? —dijo en tono de burla, riendo con aquella voz que parecía un eructo.

—Vale, has ganado —rió Christmas.

—Volviendo a ese musical... —dijo Sal.

—Es con Fred y Adele Astaire. Fred Astaire es...

—Sí, sí, ya lo sé. Tu madre me rompe los tímpanos de la mañana a la noche con esa mierda de canción. ¿Es marica ese Fred como-se-llame?

—Astaire. ¿Qué tiene que ver que sea o no marica?

—Es bailarín.

—No es marica —volvió a resoplar Christmas—. Pero ¿por qué tiene que ser siempre tan difícil hablar contigo?

—¿Cómo sabes que no es marica? —repuso Sal, sin alterarse ni cambiar de expresión—. Es bailarín, ¿no? Todos los bailarines son maricas. ¿Quién iba a hacer algo de mujer si no es marica?

—Lo he visto con una mujer con la que tú no podrías ni soñar.

Sal lo miró.

—¿Conque este Fred como-se-llame no es marica?

—No, Sal, ¿cómo tengo que decírtelo?

Sal posó los ojos en el libro de contabilidad y empezó a hojearlo. Luego, pasados unos instantes, levantó la cabeza y miró a Christmas.

—¿Qué más quieres?

—¿Vas a llevar a mamá al teatro esta noche? —preguntó Christmas, que no tenía la menor intención de rendirse.

—Ya veremos.

—Sal, ¿desde hace cuánto tiempo no la sacas?

Sal miró al vacío. Y su memoria regresó a aquella noche del Madison Square Garden, cuando acababa de salir de la cárcel.

—¿En qué te has convertido, en un chulo? —increpó a Christmas. Luego meneó la cabeza—. Desde hace demasiado tiempo —murmuró.

—Entonces, ¿la vas a llevar?

—Ya veremos.

—¡Sal!

—¡Vale, sí, me cago en la leche! —Sal cogió las entradas. Rió—. Te he hecho sudar, ¿eh? —preguntó contento.

—Y no le cuentes a mamá que te las he dado yo —dijo Christmas—. Prefiere creer que tú las has comprado.

—Por lo menos serán buenas localidades, ¿o vas a hacerme quedar mal?

—Son butacas.

—Butacas, butacas... En mis tiempos yo la llevaba a la primera fila.

—Hasta luego, Sal. Me tengo que ir —se despidió Christmas y se dirigió hacia la salida.

—Espera, meoncete.

Christmas se volvió, con la mano en el pestillo de la puerta.

—¿Qué novedades hay de aquella historia del programa de radio? —le preguntó Sal.

Christmas se encogió de hombros, con expresión desengañada.

—Todavía nada —contestó.

—¿Cuánto coño tardan en decidir? —saltó Sal, pegando un puñetazo contra el escritorio que hizo vibrar al libro de contabilidad—. Ya han pasado quince días, me cago en la puta. ¿Qué se creen, que vas a esperar hasta que les venga bien? Ricos de mierda, gilipollas, capullos...

Christmas sonrió.

—Gracias por lo de Santo —dijo al salir.

—Hasta la vista, meoncete... —masculló Sal. Una vez solo, echó por la nariz un violento chorro de aire, como un toro, pegó otro violento puñetazo contra el escritorio, se levantó y fue a la ventana, que abrió de par en par.

—¡Si quieres, hago que les partan las piernas! —gritó a Christmas, que ya estaba en la calle—. ¡Tú dímelo y yo les mando dos tipos cuadrados a que les partan las piernas!

Karl Jarach no se lo podía creer. Después de más de veinte días de espera, le daban una respuesta negativa. Primero le habían dado largas, con la excusa de que no había un espacio adecuado; luego, al presionarlos, le habían dicho que era un programa vulgar y falto de interés. Que ningún oyente lo seguiría, que nunca funcionaría. Idiotas. La junta directiva de la N. Y. Broadcast estaba integrada por idiotas. Eso era exactamente lo que le acababa de decir a Christmas, tras bajar al almacén para comunicarle que el programa no iba a hacerse.

—Blancos... —comentó Cyril, escupiendo al suelo. Y le dirigió a Karl una ojeada llena de desprecio.

Karl veía la decepción en el rostro de Christmas.

—Lo siento —le dijo—. De veras que lo siento.

Christmas le sonrió cariacontecido, se volvió y preguntó a Cyril:

—¿Hay bodas judías que celebrar?

El almacenista cogió una caja del suelo, con rabia, y dos martillos.

—Yo también lo necesito —dijo—. Aunque preferiría partirle la cabeza a quien yo me sé —y de nuevo miró con hosquedad a Karl.

Acto seguido Karl los vio irse al fondo del almacén, abrir la caja y ensañarse con unas viejas válvulas.

—Tengo que subir —dijo.

Sin embargo, ni Christmas ni Cyril lo oyeron.

«O puede que se hagan los sordos», pensó Karl. Entonces se marchó, encorvado, y subió a la séptima planta.

—Tenemos un problema, míster Jarach —le dijo la secretaria saliendo a su encuentro, jadeante.

—¿Otro? —dijo Karl con aire sombrío, entró en su despacho y miró por la ventana. Sobre Nueva York ya se cernía la noche. Las calles estaban atestadas de oficinistas, que se agolpaban de camino hacia el metro. Faltaba poco para que terminara un día más.

—Skinny y Fatso —dijo la secretaria.

—¿Qué pasa con Skinny y Fatso? —inquirió malhumorado Karl, dándose la vuelta.

—Han tenido un accidente de coche. No pueden venir a hacer el programa —dijo apenada la secretaria, que era una acérrima oyente del programa cómico
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, conducido por los dos actores de revista.

Karl la miró sin pronunciar palabra. Esos memos de Skinny y Fatso le importaban un bledo.

—¿Emitimos música? —preguntó la secretaria.

—Sí, sí...

—¿Qué tipo de música?

—Haga lo que le parezca...

La secretaria permaneció un instante inmóvil. Después se volvió y salió del despacho.

Karl miró de nuevo por la ventana. La gente iba corriendo a casa. «Buenas noches, Nueva York», se dijo. Y entonces sintió que un escalofrío le recorría la espalda. «¡Al cuerno!», exclamó y salió disparado del despacho.

—¡Mildred! ¡Mildred! —gritó a la secretaria, que estaba entrando en el ascensor—. Todo suspendido —le dijo—. Váyase a casa, yo me encargo.

—Pero, míster Jarach...

—Váyase, Mildred.—Sacó a la secretaria del ascensor y dijo al ascensorista—:A la segunda planta, deprisa.—No bien las puertas del ascensor se abrieron, Karl fue corriendo a la sala de Conciertos—. ¿Dónde está María? —preguntó a la gente con la que se cruzó.

María tenía el abrigo puesto cuando la encontró.

—Todavía no se puede ir —le dijo Karl, con la respiración entrecortada—. Escuche, tenemos poco tiempo. ¿Recuerda el nombre del técnico de sonido que grabó la prueba de Christmas?

—Leonard.

—Leonard, bien. Encuéntrelo ahora mismo. Usted consiga la maqueta de la grabación y tráigamela... ¿desde dónde emitimos
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?

—Desde la nueve.

—¿Tercera planta?

—Sí, tercera.

—Bien, nos vemos allí —dijo Karl, agarrándola por los hombros—. Dese prisa —y miró el reloj de oro que le había regalado su padre—. Tenemos menos de cinco minutos.

En la sala nueve, en la tercera planta, el técnico de sonido y el locutor de la N. Y. Broadcast estaban esperando la música que había que transmitir.

—¿Estamos listos? —preguntó Karl al entrar en la sala.

—Sí, pero... —comenzó a decir el técnico de sonido.

—Aguardad un segundo —lo cortó Karl, apuntándolo con un dedo, para callarlo, y se volvió ansioso hacia la puerta de la sala.

De pronto María entró corriendo, con la maqueta en la mano.

—Aquí está —dijo.

—Ponla —ordenó Karl al técnico de sonido.

—¿Qué es? —preguntó el locutor mientras se colocaba al micrófono.

María y Karl se miraron.

—¿Está seguro? —inquirió María.

—Nunca he estado tan seguro —respondió Karl con una sonrisa radiante.

—Estoy listo —dijo el técnico de sonido por el interfono.

—Gracias, María. Ahora puede irse a casa —dijo Karl.

—Esto no me lo perdería por nada en el mundo.—María sonrió—. Bajo a escucharlo en el almacén.

—Salúdelo de mi parte —dijo Karl.

María asintió, salió de la sala y cerró la puerta insonorizada.

—Cuando queráis. Quince segundos para el anuncio —chirrió la voz del técnico de sonido.

—¿Qué tengo que decir? —preguntó el locutor.

—Después del anuncio, apaga las luces. Todas —dijo Karl al técnico de sonido.

Este hizo un gesto de asentimiento desde detrás del cristal.

—¿Qué tengo que decir? —insistió el locutor, con un timbre nervioso en la voz.

—Diez segundos.

Karl miró al locutor. Luego lo apartó del micrófono.

—Lo haré yo —dijo, y se volvió hacia el técnico de sonido para que le indicara cuándo debía empezar.

El técnico levantó la mano y contó con los dedos. Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Después bajó el brazo.

—Aquí la N. Y. Broadcast, su radio —comenzó Karl, impostando la voz—. Esta noche, debido a un pequeño imprevisto,
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no va a poder emitirse... —y Karl apretó los puños, confiando en que nadie cambiara de emisora—. Pero nos sentimos orgullosos de presentarles nuestro nuevo y deslumbrante programa, conducido por Christmas... —Karl calló. «Coño, ¿Christmas qué?», pensó mientras le recorría un sudor frío—... Christmas... Christmas y punto, señores —dijo—. Y dentro de poco entenderán por qué no puedo revelarles su apellido. Es un tipo poco recomendable. Y la transmisión se titula... —Karl calló de nuevo. Un título. Necesitaba un título—...
¡Diamond Dogs!
—anunció—. Y después hizo una seña al técnico de sonido.

La sala quedó sumida en la oscuridad.

—¡Sube el trapo! —resonó en la sala. Silencio. Y de nuevo—: ¡Sube ese trapo! —El eco del chillido se apagó.

Karl se pasó una mano por la frente. Estaba sudado. «Al cuerno», pensó mientras se sentaba feliz.

Y entonces la voz aterciopelada de Christmas dijo:

—Buenas noches, Nueva York...

47

Los Ángeles, 1927

—Tienes una visita, Ruth —dijo el señor Bailey, llamando a la puerta del cuarto oscuro sin abrirla.

—Voy —respondió con voz alegre Ruth. Se sentía satisfecha de la foto que estaba revelando, un retrato de Marion Morrison, que fuera un aclamado jugador del equipo de fútbol de la Universidad de California del Sur, que se hizo famoso bajo el nombre de Horda Tonante. Morrison era un muchachote alto y fornido que no había sonreído ni una sola vez durante la sesión fotográfica. Ni siquiera en los descansos. Ahora no era más que utillero en los estudios de la Fox, pero Clarence le había dicho que se convertiría en una estrella. Se lo había confiado Winfield Sheehan, el jefe de la Fox. Eso a Ruth le daba igual. Para ella lo único importante era que el joven no sonriera nunca. Le hizo posar al aire libre, no en el estudio. Clarence le había dicho que era perfecto para las películas del Oeste, así que Ruth lo llevó a un campo yermo, casi desértico, un día que se presagiaba lluvioso. Las fotos eran oscuras, con contrastes. La figura imponente de Marion Morrison se recortaba sobre el campo. Las manos en los bolsillos, actitud arrogante. Pero de las fotos de Ruth surgía algo más. Una sensación de enorme soledad. Como si fuera el último hombre que hubiera quedado sobre la tierra.

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