La calle de los sueños (54 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—Ven, Ruth —insistió el señor Bailey.

—Sí, ya he terminado —dijo Ruth poniendo la última foto a secar—. ¿Quién es? —preguntó contenta.

—Ven —se limitó a decir el señor Bailey.

Ruth percibió un tono crispado en la voz de Clarence. Abrió la ventana del cuarto oscuro y salió de la habitación.

—Te está esperando en mi despacho —dijo Clarence.

Ruth cruzó el pasillo y titubeó antes de entrar en el despacho. Asió el pestillo de brillante latón, lo giró y empujó la batiente de la puerta.

—Hola, cariño —dijo el señor Isaacson, de pie frente al escritorio.

—Hola, papá —dijo en voz baja Ruth, parada en la puerta.

—Hace mucho que no vienes a vernos.

Ruth entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.

—Sí —respondió. No sabía qué hacer. No sabía si abrazar a su padre, si quedarse allí inmóvil, como una extraña—.¿Y cómo está mamá? —preguntó por romper el silencio.

—Está en el coche —dijo el señor Isaacson volviendo la cabeza hacia la luminosa ventana del despacho de Clarence, que daba directamente a Venice Boulevard—. No le apetecía subir... últimamente no ha estado muy bien...

—¿Bebe mucho? —preguntó con brusquedad Ruth.

El señor Isaacson bajó la mirada, sin responder.

—Nos marchamos —dijo.

—¿Cómo que os marcháis? —inquirió sorprendida Ruth—. ¿Regresáis a Nueva York?

El padre de Ruth meneó la cabeza, con melancolía.

—No, tu madre no lo soportaría... —balbuceó, manteniendo la mirada gacha—. Nos vamos a Oakland. He vendido por una cifra ridícula la mansión de Holmby Hills y he aceptado una oferta en Oakland. Acaban de abrir un cine... en resumen, necesitaban un director y yo... ¿te acuerdas de esas películas solo para adultos? Tu madre tenía razón, como siempre. No es nuestro mundo. Es gente demasiado grosera y vulgar. Lo pasaba fatal y... bueno, las ganancias tampoco eran gran cosa. En Oakland hemos comprado un piso cerca del cine y... nos quedaremos ahí hasta que dure.

Ruth dio un paso hacia su padre. Rígida. Luego otro y después otro más. Cuando llegó a su lado, lo abrazó.

—Papá —le dijo—, lo siento.

El señor Isaacson pareció desinflarse al contacto con su hija. Los ojos se le humedecieron. Se metió una mano en el bolsillo, sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Y en ese instante Ruth notó toda la debilidad de aquel hombre. Sin embargo, no lo odió. Pues, a fin de cuentas, era su padre. Y no tenía la culpa de no ser el padre que una hija habría deseado. De nuevo se le arrimó y le dio otro abrazo. Con fuerza. Perdonándolo por todo cuanto no había sido capaz de ser.

—Soy fotógrafa —le dijo, estrechándolo, más como a un hijo que como a un padre—. Y todo te lo debo a ti. Gracias, papá. Gracias.

El señor Isaacson rompió a llorar. Una breve serie de sollozos. Sin embargo, cuando alzó la mirada hacia su hija, en sus ojos había una especie de dicha.

—Qué lista es mi niña —dijo riendo y llorando a la vez—. Tú eres como mi padre. Eres como el abuelo Saul.—Le cogió la cara entre sus manos—. Eres fuerte, Ruth, y cada día doy gracias al cielo de que no te me parezcas. Para mí habría sido atroz cargar además con este peso.

—No digas eso, papá —le rogó Ruth, abrazándolo—. No lo digas...

—Si pasas por Oakland, ven a vernos. West Coast Oakland Theater, Telegraph Avenue —añadió el señor Isaacson zafándose del abrazo. Luego introdujo una mano en el bolsillo interior de su elegante chaqueta y extrajo un sobre—. Aquí hay cinco mil dólares. No puedo darte más, cariño —dijo tendiéndoselo.

—No los necesito, papá. Tengo un buen trabajo...

—Cógelos, Ruth. Por favor. Tu abuelo decía que somos personas que solo sabemos expresar nuestros sentimientos con dinero. Por favor...

Ruth estiró la mano y cogió el dinero.

—Pero también te he regalado la Leica, ¿no? —repuso el señor Isaacson.

—Es el regalo más bonito que me han hecho nunca —dijo Ruth.

—Hay una última cosa... —añadió su padre, con voz insegura. Tragó saliva con esfuerzo y de nuevo bajó la mirada—. Yo no lo sabía... —observó a Ruth, sonrió levemente, con amargura—. Aunque, de todas formas, tampoco habría hecho nada... —Se tocó la alianza y empezó a girarla nerviosamente en el anular, sin decidirse a continuar—. No sé si hago bien en contártelo... no la odies, Ruth. No la odies. Ella siempre ha creído que lo hacía por tu bien...

—¿De qué se trata, papá? ¿De quién hablas?

—De tu madre, Ruth —contestó el señor Isaacson—. Yo no lo sabía, pero en los últimos tiempos, desde que te marchaste, ella... habla mucho, ya sabes... el alcohol... y...

—Papá —lo apremió Ruth.

—Aquel muchacho que te salvó...

—Christmas.

—Aquel muchacho te escribió... muchas cartas. Al Beverly Hills y después a Holmby Hills, y tu madre... y tu madre te las ocultó. Y también las cartas que tú le escribiste... las rompió todas.

Ruth guardó silencio. Se había quedado sin aliento. Como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago.

—No la odies, Ruth... ella creía que lo hacía por tu bien...

—Sí —murmuró Ruth. Luego dio la espalda a su padre, fue a la ventana y miró a la calle. Vio un coche marrón estacionado en la acera de enfrente. Y en el coche le pareció vislumbrar un centelleo de metal, detrás del parabrisas, en el asiento de al lado del conductor. El centelleo de un frasquito de metal.

Cuando se volvió, su padre ya no estaba en la habitación.

48

Manhattan, 1927

—Estáis despedidos —dijo Neal Howe, director general de la N. Y. Broadcast, al tiempo que, sentado detrás del escritorio de cerezo taraceado, limpiaba sus gafitas redondas con un inmaculado pañuelo de lino en el que destacaban sus iniciales. Tenía la cara chupada, surcada por venillas que formaban una imperceptible telaraña en las mejillas. Y la piel del cráneo —bajo su escaso pelo— lucía colorada. Vestía un traje gris hecho a medida impecablemente planchado, y en la solapa de la chaqueta llevaba prendidas condecoraciones militares. Una vez conforme con la limpieza de las gafas, se las caló y miró atentamente a Christmas y a Karl, que estaban de pie delante de él—. Os preguntaréis por qué me he tomado la molestia de comunicároslo personalmente —y sonrió con animosidad. Los apuntó con un dedo, cuya uña era puntiaguda—. Pues porque lo que habéis hecho, si estuviésemos en guerra, se llamaría insubordinación. Y seríais sometidos a consejo de guerra.

—¿Quiere colgarnos? —preguntó Christmas, con las manos en los bolsillos y mirada insolente. Miró a Karl con el rabillo del ojo y le sorprendió lo pálido y paralizado que estaba.

El director general reaccionó airado.

—No te hagas el graciosito, jovenzuelo —dijo con voz cortante—. Y, cuando estés en mi presencia, sácate las manos de los bolsillos.

—¿Qué me haría si no obedezco? —repuso Christmas—. ¿Me despediría?

El rostro antipático del director general se puso lívido.

—Señor Howe, escúcheme, se lo ruego —intervino Karl con voz débil—. El muchacho no tiene nada que ver en esto. La idea fue mía. Él ni siquiera sabía que lo emitiría... no puede tomarla también con él...

—¿Que no puedo? —El director general comenzó a reír.

—Lo que quería decir, señor, es que...

—Olvídelo.—Christmas interrumpió a Karl poniéndole una mano en el brazo—. Quiere obligarnos a rogarle, pero luego de todas formas nos despedirá. Es su juego. ¿No se da cuenta? No lo hace por ningún sentido de la justicia. Disfruta humillándonos. No pierda el tiempo y no le dé esa satisfacción. Vámonos...

—¿Cómo te atreves, muchacho? —prorrumpió el director general, poniéndose de pie, con la cara roja.

—Calla ya, vejestorio —se rió en su cara Christmas y se dio la vuelta para salir—. ¿Viene, míster Jarach?

Karl lo miró con ojos nublados, como si le costase comprender lo que estaba pasando.

—¡Turkus! ¡Turkus! —gritó el director general.

En el despacho apareció un hombre con la cara marcada a puñetazos. Vestía el uniforme de los guardas de seguridad.

—¡Échalos de aquí a patadas! —bramó histéricamente el director general.

El guarda alargó una mano hacia Christmas.

—Como se te ocurra rozarme con un dedo, Lepke Buchalter te clavará un rompehielos en el cuello —dijo Christmas, con expresión feroz.

El hombre lo miró con indecisión y contuvo la mano.

—¿Quieres que por la mañana los policías encuentren tu cadáver dentro de un coche abandonado en una parcela en construcción en Flatbush? —siguió diciéndole Christmas al guarda de seguridad. Después se volvió hacia Karl—. Vámonos, míster Jarach.—Lo agarró con determinación por un brazo y lo arrastró hacia la salida, pasando al lado del guardia, que se había quedado inmóvil y abochornado.

—¡Turkus!

—Adiós, vejestorio —dijo riendo Christmas al salir del despacho, seguido por Karl.

—¡Jarach, me encargaré de que ninguna radio lo contrate, se lo juro! —bramó, con la cara morada, el director general—. ¡Turkus, como no los eches a patadas también estás despedido!

El guarda de seguridad salió y dio alcance a Christmas y Karl en los ascensores.

—No volváis a aparecer por aquí —gruñó.

—Vale, muy bien, ya has salvado la cara. Y ahora piérdete de vista —le espetó Christmas a la vez que entraban en el ascensor y cerraba la reja—. A la planta baja —dijo al ascensorista.

Y mientras el ascensor bajaba chirriando, Karl se permitió formular el pensamiento que había procurado mantener alejado. Se había acabado. Su despacho en la séptima planta lo ocuparía otro directivo. Los escalones que con tanta dificultad había subido, negándose una vida privada, diversiones y distracciones, entregándose por entero a su ascenso, al trabajo, a la radio, todo se había ido al traste. Karl Jarach se convertiría en lo que por nacimiento le correspondía ser.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Christmas al verlo tambalearse cuando salieron del ascensor.

Karl asintió, sin hablar.

—Gracias por lo que ha hecho —añadió Christmas—. Ha sido bonito creer que mi sueño se cumplía.

Karl volvió a asentir, intentando sonreír.

—Venga —le dijo Christmas, y en vez de dirigirse hacia la salida fue por la puerta que conducía al semisótano.

—¿Han anulado la emisión? —preguntó Cyril, que había aparecido más abajo, en la puerta del almacén—. Gilipollas. No entienden un carajo, muchacho... —Acababa de ver a Karl, que se había detenido en la mitad de la escalera, y se dispuso a regresar a su reino.

—Me han despedido —dijo Christmas.

Cyril se dio la vuelta.

—¿Cómo?

—Y el señor Jarach también ha perdido su puesto. Por insubordinación.

Cyril echó un vistazo a Karl, que seguía en medio de la escalera, apoyado contra el muro, y meneó la cabeza durante unos instantes, resoplando por sus anchas fosas nasales. Después agarró la puerta con sus manos nudosas y la golpeó con violencia. La abrió y de nuevo la golpeó. Y luego una tercera vez, con fuerza y rabia, hasta que la pintura del marco se descascarilló y cayó al suelo.

—¡Gilipollas! —gritó hacia arriba.

—¿Qué pasa? —inquirió el vigilante, asomándose por el semisótano.

—¿Has oído la emisión de este muchacho? —dijo Cyril, con los ojos desorbitados por la ira.

—¿Qué emisión?


Diamond Dogs
—respondió Cyril.

—¿Eras tú? —dijo el hombre, asombrado, apuntando con un dedo a Christmas—. Una pasada.

—Pues resulta que lo han despedido —gruñó Cyril.

—¿Despedido?

—Despedido. Sí. Por insubordinación.

—¿Por insubordinación?

—Es inútil que repitas todo lo que digo —rezongó Cyril. Tomó aliento—. ¡Son unos gilipollas! —bramó.

El vigilante cerró la puerta tras de sí, preocupado.

—No metas tanto follón, Cyril —dijo.

—¿Qué coño quiere decir insubordinación? —continuó Cyril—. ¡Son unos gilipollas!

—Cyril, para ya —le advirtió de nuevo el vigilante—. Habrán tenido... yo no entiendo nada de estas cosas, pero... bueno... qué sé yo, habrán tenido sus motivos. Lo que digo es que...

—Lo que dices son chorradas, chorradas y nada más que chorradas —lo interrumpió Cyril.

—Para ya —le advirtió de nuevo. Luego señaló a Christmas—. Y tú, muchacho, si te han despedido, no puedes estar aquí.

—Recojo mis cosas y me marcho —dijo Christmas mientras se dirigía hacia el almacén.

—Que te den por culo —bufó Cyril dirigiéndose al vigilante, que se estaba marchando. Seguidamente dejó pasar a Christmas y lo siguió hacia el interior del almacén.

Karl seguía inmóvil. Y con una mano se sujetaba al muro. Todo el peso de lo que acababa de ocurrir lo sentía sobre sus hombros y le oprimía como una losa los pulmones. Se había acabado. Karl Jarach volvería al sitio del que había salido, pensaba. Volvería a ser un polaco, hijo de inmigrantes. Volvería a frecuentar la colonia, a ir a bailes y fiestas en barracas y se casaría con una buena chica de su pueblo. «Clavos sin cabeza, clavos de tapicería, clavos de cabeza ancha, clavos de pared...»

—Señor Jarach —lo llamó Christmas, asomándose a la puerta—. ¿Está seguro de que se encuentra bien?

Karl asintió con el rostro crispado, bajó las escaleras y entró en el almacén. «Tornillos de hierro, tornillos de madera, tornillos de taco...»

—Tienes talento, muchacho —le dijo en ese momento Cyril—. No hagas caso a esos gilipollas. Tienes talento de sobra, me cago en la leche. Tanto talento que... oh, que les den, que les den y que les den. País de mierda... el sueño americano, ¡menuda cagada! Como no seas uno de ellos, ya puedes meterte ese sueño por el culo... pero tú no abandones. —Cyril agarró a Christmas por los hombros y lo zarandeó—. Mírame. Mira a este negro y atiéndeme bien: tú tienes cualidades, muchacho. Lo puedes conseguir. ¿Me has entendido?

—Sí —sonrió Christmas.

—Hablo en serio —dijo Cyril, que lo zarandeó de nuevo, con vigor afectuoso—. No abandones, porque si lo haces les darás una alegría a los gilipollas. ¿Me has entendido?

—Sí, Cyril —dijo Christmas—. Gracias.

Karl estaba al lado de la puerta. «Lima de hierro, lima de madera, martillo de carpintero, martillo de zapatero remendón, martillito de relojero, destornillador de estrella largo, destornillador de estrella corto, tenazas, alicates...», seguía enumerando mentalmente mientras miraba a aquellos dos. Hombres de almacén. Hombres de semisótano, no de séptima planta. Un negro y un italiano. Dos inmigrantes. Como él. Y se sintió solo, no simplemente derrotado, pues para subir los peldaños que lo habían llevado hasta la cumbre del edificio de la N. Y. Broadcast había descuidado lo que existía entre aquellos dos. Amistad, solidaridad. Todo a cuanto él había renunciado para promocionarse. «Sierra para madera de dientes anchos, sierra para madera de dientes finos, sierra de trasdós, sierra para hierro con hoja intercambiable, sierra abrazadera, segueta para marcos...» Y ahora estaba otra vez en el punto de partida. Sin posibilidad de subir. Y además se encontraba solo.

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