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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (52 page)

BOOK: La calle de los sueños
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Ruth lo observaba. La taza de té le caldeaba las manos. Y la mirada del señor Bailey era aún más cálida. De repente sintió que ya no tenía miedo, que estaba protegida. Como lo había estado con su abuelo. Como lo había estado con Christmas.

—La señora Bailey tuvo que hacer un gran acto de voluntad para liberarse durante un momento de su cepo y pedirme que mirase tus fotos —dijo el señor Bailey—. Y lo hizo dos veces. Tiene una fuerza extraordinaria... ¿no te parece?

—Sí —dijo Ruth con voz queda.

—Pues bien, pongámonos manos a la obra.

El señor Bailey bordeó su escritorio, agarró a Ruth de una mano y la condujo fuera del despacho. Las paredes de la agencia estaban tapizadas de fotos. El señor Bailey, sin soltar la mano de Ruth, se detuvo delante del despacho de la secretaria.

—Señorita Odette, a partir de mañana, si cuando llegue se encuentra la puerta del archivo cerrada, no entre ni haga mucho ruido. Tenemos una invitada —dijo. Luego avanzó por el pasillo, hasta una puerta de madera clara, que abrió—. Adelante, ayúdame a despejar esta habitación —dijo a Ruth y comenzó a recoger carpetas repletas de fotos, desparramadas por doquier, en el suelo y en los muebles, y a llevarlas a la habitación de al lado, donde reproducía el mismo desorden—. Podrás dormir aquí hasta que encuentres algo mejor. Yo vivo en el piso de arriba, en la quinta planta. Si necesitas algo, puedes llamar a mi puerta. La verdad es que ahí hay sitio para ti, pero... bueno, verás, no me parece apropiado que un medio viudo como yo meta en su casa a una jovencita... ¿no te parece?

—Sí, señor Bailey —sonrió Ruth sonrojándose.

—Llámame Clarence —dijo el viejo—. En aquel armario debería haber mantas y sábanas.¿Sabes por qué hay una cama en esta habitación? La señora Bailey decía que los artistas están siempre sin blanca y que un buen agente siempre debe hacerse cargo de ellos aunque no le hagan ganar un céntimo. —El señor Bailey rió—. No es un razonamiento demasiado práctico, pero a mí siempre me ha gustado —y de nuevo rió, al tiempo que sacaba la última carpeta de fotos y la arrojaba sobre un sofá—. ¿No te parece? —dijo riendo en la habitación.

Ruth asintió.

Se oyó el ruido de una puerta que se cerraba.

—Odette se marcha siempre sin despedirse. Además de su espantoso nombre, tiene ese defecto —bromeó el señor Bailey—. No creas que te tiene manía, lo hace con todo el mundo. Para ciertas cosas, es una especie de salvaje. Pero es una secretaria excelente. Y una buena persona.

Ruth asintió otra vez. Miró por la ventana. El sol estaba a punto de ponerse.

—¿Has cenado? —le preguntó el señor Bailey.

—No tengo hambre, gracias.

—Si te dijera que estás muy delgada, la señora Bailey me regañaría —dijo el agente—, así que haz como si no lo hubiera dicho. —Le sonrió y la miró en silencio, durante un instante—. Bueno, soy viejo —dijo luego—, normalmente me acuesto pronto. ¿Te da miedo quedarte sola?

—No.

—Pues que duermas bien.—El señor Bailey miró alrededor, moviendo la cabeza—. Sé que no es gran cosa. Pero con el tiempo podemos hacerla más acogedora...

—¿No te parece? —dijo Ruth y rió. Como no lo hacía desde hacía mucho tiempo.

El viejo agente rió con ella.

—El próximo domingo, si te apetece, tú también puedes venir a visitar a la señora Bailey. Estoy seguro de que le gustará —dijo mientras un manto de melancolía le apagaba de nuevo los ojos—. Aunque nunca te lo demostrará... —Miró una vez más la habitación—. Ah, lo olvidaba. Las llaves. Toma, quédate con las mías y cierra por dentro. Mañana haremos una copia.—Estiró una mano y acarició el pelo negro de Ruth, con el apocamiento y la desmaña de un abuelo—. Buenas noches, Ruth —dijo al fin.

—Buenas noches... Clarence.

Ruth esperó a oír que la puerta de la agencia se cerraba, luego abrió el armario y encontró sábanas y mantas. Hizo la cama, un simple catre pegado a la pared, en un rincón, cubierto de tantos cojines que hacían que pareciera un sofá desvencijado. Seguidamente puso la maleta de cocodrilo verde sobre la cama y abrió la cerradura. Sacó la foto de su abuelo y la colocó en una repisa. Después cogió el corazón pintado de rojo que le había regalado Christmas para su despedida, tres años antes, y lo estrechó con fuerza. Puso la maleta debajo de la cama y se tumbó, vestida.

—Buenas noches, Christmas —dijo en voz baja y cerró los ojos, como esperando una respuesta.

En plena noche se despertó de improviso, acongojada. Fue corriendo a la puerta de la agencia y la cerró con llave. «Vete —murmuró—. Vete, Bill», continuó con voz débil y desesperada. Luego volvió a la cama. Se puso el corazón pintado alrededor del cuello. «Tengo miedo —pensó—. Tengo miedo de todo». Cerró los ojos y confió en dormirse deprisa.

—Tenías miedo también de Christmas, cretina —se dijo en voz alta. Y entonces, por primera vez después de mucho tiempo, experimentó una especie de ternura por sí misma. Y las lágrimas que lloró no eran de desesperación, sino de aceptación.

Ruth se estaba rindiendo a sí misma.

Se sentó, se desabotonó la blusa y se quitó el vendaje con el que se fajaba el pecho. Se miró las marcas rojas. Las acarició, suavemente, con amor. Y dejó que el horrible colgante rojo en forma de corazón le acariciase la piel. Luego cogió las gasas y las tiró a la papelera. Se echó de nuevo, se puso la blusa y, mientras se dormía estrechando el corazón de Christmas, le asombró descubrir que sin la opresión del vendaje volvía a respirar.

—Hasta que no tengas bastante volumen de trabajo puedes redondear tus ingresos revelando fotos de otros —le dijo a la mañana siguiente el señor Bailey, en su despacho—. En cualquier caso, el cuarto oscuro es una buena escuela. Se aprende mucho sobre la manera en que se toman las fotos y, sobre todo, se entra en contacto con la magia de la fotografía. Ah... en tu habitación encontrarás dos pilas de libros. La primera es de manuales técnicos. Querría que los estudiaras. La segunda es una colección de los mejores fotógrafos del mundo. Repásalos con atención. Querría que luego escribieras una lista de los que te gustan y de los que no te gustan. Y de cada uno de esos dos grupos, has de señalar después aquellos en los que no te reconoces en absoluto y aquellos en los que ves algo de ti. Una vez hecho esto, tendrás que elegir cuatro fotos. La que nunca habrías tomado, la que te habría gustado tomar, la que nunca serías capaz de tomar y la que te describe mejor. Por último, harás las cuatro fotos. Lógicamente, no vas a encontrar el mismo motivo y seguramente el encuadre no podrá ser idéntico, pero tienes que procurar reproducir la mayor semejanza posible, prestando atención fundamentalmente a las sombras y a las luces. Dispones de todas mis cámaras fotográficas. Elige la que te parezca más adecuada para cada foto.

En las cuatro semanas siguientes Ruth aprendió el arte del revelado y de la impresión y, como le había vaticinado el señor Bailey, descubrió la magia de la fotografía. Los motivos fotografiados surgían del papel como fantasmas nebulosos, en la oscuridad del cuarto oscuro. Y, al tiempo que se ejercitaba con los reactivos y los lavados, probaba las máquinas fotográficas que el señor Bailey había puesto a su disposición, los flashes, los trípodes, aprendía los tiempos de exposición de las placas y su nariz comenzó a distinguir los olores de los filtros, del bicromato de potasio, del bromuro y del cloruro de plata. Por la noche estudiaba los manuales y la historia de la fotografía, desde los antiguos expertos árabes hasta los filtros sensibles, pasando por las primitivas placas de contacto, los daguerrotipos, la ambrotipia y la ferrotipia. Y repasando los libros fotográficos accedió al alma de los fotógrafos, a las inmensas posibilidades que ofrecía al relato una toma fijada sobre el papel.

Cuando estimó que estaba preparada, se presentó al señor Bailey.

—He terminado. Esta es la lista que me ha pedido y aquí tiene las cuatro fotos.

—Estupendo —dijo Clarence—. Ya puedes hacer tu primer trabajo.

—¿No las mira?

—¿Para qué? —preguntó Clarence achicando todavía más sus ojillos penetrantes—. Yo nunca podría decirte lo que has entendido de ti misma. Solo puedes saberlo tú... ¿no te parece?

Aquella explicación desconcertó a Ruth. Giró entre sus manos el fruto de su trabajo, reflexionando, hasta que por fin comprendió y sonrió.

—Sí, Clarence.

—Bien. Tienes que ir a la Paramount. Mañana, a las cuatro de la tarde. Estás citada con Albert Brestler en el estudio cinco. Es una persona muy importante. Adolph Zukor siempre escucha su opinión.

—¿Y debo fotografiarlo yo? —preguntó Ruth, sorprendida.

—No, fotografiarás a su hijo Douglas. Cumple siete años. Brestler le ha organizado una fiesta en el estudio cinco. Solo habrá niños. Tómale fotos mientras juega y apaga las velas.

—Vaya... —dijo Ruth.

—¿Qué pasa?

—No me gusta fotografiar a la gente riendo.

—Pues fotografíalo cuando no ría.

Ruth permaneció inmóvil, en silencio.

—¿Pasa algo más? —preguntó distraídamente Clarence.

Ruth quiso decir algo, pero apretó los labios y salió del despacho.

Cuando llegó al estudio cinco, Ruth se sentía incómoda. Las madres de los niños estaban enjoyadas como para un estreno. Los niños llevaban ridículos disfraces de paje, estilo siglo XVIII. Todo el estudio estaba alumbrado con potentes focos cinematográficos. Un trono dorado se erguía sobre un pequeño estrado en el centro del pabellón. Y en el trono sentaron a Douglas Brestler, tocado con una corona y empuñando un cetro.

—¿Usted es la fotógrafa? —le preguntó la madre del homenajeado al verla llegar. La examinó con suficiencia y luego, con un gesto de la mano que habría hecho a una criada, le dijo—: Venga, venga, joven, muévase.—Tras lo cual se olvidó de ella, como si no existiera.

Con el paso de los minutos Ruth se fue sintiendo cada vez menos incómoda. Ni los padres ni los niños aparentaban fijarse en ella. Era como invisible.

Ruth tomó una serie de fotos de Douglas mirando serio un avioncito que le habían regalado y al que uno de sus amigos le había roto un ala. Y luego fotografió la mejilla enrojecida del vándalo por el sopapo que le había dado su madre. Y a la señora Brestler con la boca llena y un poco de nata chorreándole por la barbilla. Y a otra madre escarbándose la boca con una uña larga y roja para quitarse un trozo de comida que se le había incrustado entre los dientes. Y a otra mirándose una media en la que se le había hecho una carrera. Pero sobre todo fotografió a los niños. Sudados, cansados, con las ridículas gorgueras dieciochescas manchadas de chocolate y las chorreras abiertas. Y fotografió a los que, extenuados, se tiraban a un rincón a dormitar. O una breve riña. O las lágrimas de una niña a la que habían rasgado su tutú de raso. Y después los fotografió a todos juntos, desde lo alto de una galería a la que había subido. Alrededor de la mesa de los postres, como hambrientos. Como en un campo de batalla.

—¿Qué clase de fotos son estas? —le dijo Albert Brestler a Clarence a la semana siguiente, cuando Ruth ya se iba—. ¿Tú dirías que esto es una fiesta? Para mí es un funeral. Mi mujer está furiosa.

Ruth se sintió morir. El despacho estaba vacío. Odette ya se había marchado. Se acercó a la puerta lateral de la oficina del señor Bailey, que estaba entornada, y se puso a escuchar.

—¿Qué ha venido a decirme, míster Brestler? —preguntó Clarence, con voz serena—. Supongo que no quiere una indemnización, porque para eso no se habría molestado en venir personalmente. ¿Me equivoco?

Ruth vio que Brestler se sentaba y hojeaba las fotos en silencio, con el ceño fruncido.

—Cuanto más las miro... más... —hizo una pausa, suspiró—. Son... tienen un...

—Sí, lo mismo pensé yo al verlas —repuso Clarence.

Brestler le clavó los ojos.

—Pero no debiste mandarla a fotografiar una fiesta de mierda. Eres famoso por no equivocarte nunca, siempre te lo he reconocido, pero esta vez... —Golpeó las fotos contra el escritorio, rabiosamente—. Mi mujer tiene razón, esto es un funeral.

Ruth se sintió morir. Ninguno de los dos hombres hablaba. En el interior del despacho se había hecho el silencio. Habría querido irse, no oír. Pero era incapaz de moverse.

—Si le hubiese propuesto la muchacha para cualquier otra cosa más importante, ¿le habría dado una oportunidad? —preguntó luego Clarence, sonriendo.

Brestler resopló.

—No, creo que no —dijo.

—Ya, yo también lo creo.—Clarence lo miró con sus ojos avispados.

Brestler balanceó la cabeza, volvió a ojear las fotos, se puso un cigarrillo en la boca y lo encendió. Aspiró una larga bocanada de humo, lo retuvo en sus pulmones y lo expulsó lentamente.

—Sí, son muy buenas.

Ruth notó que se estaba ruborizando. Ahora sí que habría querido huir.

—De acuerdo —dijo Brestler—. En tu opinión, ¿a quién debe fotografiar?

—A gente que no ríe.

—A gente que no ríe... —gruñó irritado Brestler—. ¿Eso qué significa? ¿Actores dramáticos?

—Actores dramáticos, perfecto.

—¿Y a quién más?

—Empecemos por los actores dramáticos —dijo Clarence, con su voz serena—. Si les saca fotos buenas, también los que ríen querrán que los fotografíe... y evitarán reír. ¿No le parece?

—¿Cómo se llama la muchacha?

—Ruth Isaacson.

—¿Judía?

—No se lo he preguntado.

—Ser judía es un buen pase en Hollywood.

—Entonces se lo preguntaré.

—Vete al cuerno, Clarence —rezongó Brestler al tiempo que se ponía de pie. Luego apuntó con un dedo hacia las fotos de su hijo—. Pero estas no voy a pagártelas. Y procura mandarme enseguida a un fotógrafo para niños, de manera que pueda taparle la boca a mi mujer antes de que pida el divorcio.

—¿Qué tal el fotógrafo del año pasado?

—Dijiste que había muerto.

—¿En serio? —dijo Clarence—. Debí de confundirme...

Brestler rió y salió del despacho silbando.

Clarence cogió las fotos de la fiesta y las miró en silencio.

—Pasa, Ruth —insistió después—. ¿Qué sigues haciendo ahí fuera?

Ruth sintió que se quedaba helada. Pasó, con la cara roja de vergüenza por haber sido descubierta.

—Clarence, perdóneme... yo...

—A partir de hoy eres una fotógrafa de estrellas enfurruñadas —la interrumpió riendo el viejo agente—. ¿Te parece bien?

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