La calle de los sueños (24 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—No me apetece alquitranar tejados —contestó Christmas.

—Sal me ha dicho que te daban diez dólares.

—Me importa un bledo.

—Diez dólares, Christmas.

—No me apetece hacer esos trabajos de muerto de hambre que te dejan las manos sucias toda la vida y te rompen la espalda. Yo quiero hacerme rico.

—¿Y cómo? —dijo Cetta al tiempo que se le acercaba y empezaba a acariciarle el cabello rubio que había heredado de su padre violador.

—No lo sé —respondió Christmas apartándose, molesto—. Encontraré la manera. Pero no alquitranando los tejados.

—La vida es diferente de como uno se la imagina a tu edad... —Cetta lo miró con ternura. Hacía ya tiempo que había notado el cambio de humor de su hijo. Al principio le hablaba de esa chica judía que había salvado. Le había hablado de la casa lujosa en New Jersey, del piso gigantesco cerca de Central Park, de los coches, de los trajes. Y de lo muy enamorado que estaba. Cetta había intentado decirle que no pertenecían al mismo mundo, que cosas así no pasaban en la vida real; hasta que, en un momento dado, Christmas había dejado de hablar y cada vez se había encerrado más en sí mismo. Y Cetta tenía miedo de que su hijo no aprendiese a conformarse, como en cambio había hecho ella, como hacían todos los habitantes del Lower East Side.

—¿Es por esa chica? —le preguntó—. ¿Estás enamorado?

—¿Qué sabrás tú del amor? —saltó Christmas, con los ojos inyectados de rabia—. ¿Qué puede saber del amor una... una mujer de tu oficio?

Cetta sintió una punzada en el pecho, a la altura del corazón. Los ojos se le empañaron de lágrimas.

—¿Qué te está pasando, niño mío? —dijo con un hilo de voz.

—¡No soy un niño! —gritó Christmas, y salió de la casa dando un portazo.

La calle estaba cargada de olor a ajo, como siempre a la hora de la comida. Los inmigrantes no podían romper con sus orígenes y esa salsa de tomate que hervía en las cacerolas e irradiaba su aroma por el barrio era como una roja raíz líquida que los encadenaba a su papel. Era el olor que había en cada uno de los cientos de pisos del distrito. «Yo no soy como vosotros —pensó Christmas, presa aún de esa cólera que bullía tumultuosamente en su interior y que habría querido desahogar sobre el mundo entero—. Yo soy americano», y pegó una patada a una piedra.

—¿Qué te está reconcomiendo? —le preguntó Santo, que lo había visto desde su ventana de la primera planta y había salido corriendo a la calle, a pesar de las protestas de su madre, que lo amenazaba con una cuchara de palo en la mano.

Christmas extrajo del bolsillo la nota de Bill y se la enseñó. La cara de Santo, a medida que leía, se ponía más pálida, mientras que sus granos, en contrapartida, parecían todavía más rojos y brillantes.

—¿Y bien? —preguntó Christmas cuando Santo le devolvió la nota.

—Mierda —dijo Santo.

—Tenemos que protegerla —declaró Christmas—. Tenemos que cubrirle las espaldas.

—¿Quiénes? ¿Nosotros? —preguntó. Y Santo palideció aún más, con los ojos fuera de sus órbitas. Instintivamente, como si Christmas fuese portador de un peligroso virus, retrocedió un paso.

—Nosotros, por supuesto. ¿Quién, si no? —prosiguió Christmas acalorándose—. Y si lo cogemos, le sacaré el corazón por el culo.

Santo retrocedió otro paso.

—Ese tipo degolló a sus padres como a dos cerdos —dijo con voz temblorosa—. Y le hizo esas atrocidades a Ruth. Es peligroso... —Retrocedió un paso más—. A nosotros dos nos despacha en dos segundos.

—Te estás cagando encima. Como siempre. Vete a tomar por culo, Santo.

—Christmas... espera...

—Vete a tomar por culo —dijo Christmas y se alejó rápidamente, empujando a la gente que se interponía en su camino. «Sitio de mierda», pensaba con rabia creciente. Y con esa rabia miraba a los hombres y a las mujeres de su barrio, que veía más bajos, más velludos, con las cejas tan pobladas que parecían una sola raya negra trazada sobre los ojos. Esos ojos derrotados, esas espaldas encorvadas por la miseria y la resignación, esos bolsillos siempre vacíos que proclamaban hambre, tan abiertos como las bocas chillonas de sus hijos desnutridos. Y, mientras se alejaba, era como si las viejas frases que siempre decían todos los infelices como él resonaran en sus oídos. Los oía hablar del cielo y del sol de su pueblo natal —del que habían huido pero del que no se habían desprendido, pues lo llevaban enganchado como un parásito, como una maldición—, y los oía hablar de mulas, de ovejas, de pollos y de la tierra, de esa tierra que se araba con el sudor de la frente y que se abonaba con la sangre de las manos y que era —en sus conversaciones— lo único que valía algo en este mundo. Y seguía oyendo todo lo que decían acerca de América, el extraordinario país que lo prometía todo pero que a ellos no les daba nada. Y mientras los empujaba, abriéndose paso entre los vendedores ambulantes que vendían cordones de zapatos y tirantes, y entre vecinas que envolvían en papel una salchicha que tendría que alimentar a cuatro bocas, experimentaba la misma sensación de desagrado de siempre, pues aquella gente hablaba de América como de un milagro, de algo que solo existía en los cuentos, como si en realidad no estuviera fuera de sus casas. Como si no supieran verla, apresarla. Como si hubieran partido pero nunca llegado.

Con la cabeza gacha cruzó lo que todo el mundo llamaba el Bloody Angle, en Chinatown, entre la Doler, la Mott y la Pell. Cambiaba el color de la piel, en lugar de camisetas manchadas de salsa había camisas sin cuello, cambiaba la forma de los ojos, el olor de las calles —una mezcla de cebolla, opio, aceite de freír y vapores de almidón de las lavanderías—, pero las miradas eran idénticas. Solamente era otro gueto. Otra cárcel. «Es un mundo del que nadie se va. Un mundo sin puertas ni ventanas —pensaba Christmas—. Pero yo sí que me iré.» Y siempre con la cabeza gacha como si avanzase contra el viento, siguió andando, tan rápido que era casi un correr sin meta, como si únicamente buscase salir de ese laberinto donde se habían perdido los otros. Y siguió recto, hasta el límite de los distritos pobres.

Cuando se detuvo sin aliento, levantó la vista y vio que desde el principio había sabido adónde iba. En lo alto del edificio macizo y cuadrado de ladrillos rojos sobresalía un letrero descolorido por la lluvia: SAUL ISAACSON’S CLOTHING. LA mano que en ningún momento había dejado de apretar la amenaza de Bill a Ruth, se aflojó. Había llegado. Sabía lo que era mejor para Ruth. Sabía quién era la única persona que tenía agallas.

Vio a Fred fumando un cigarrillo apoyado contra el guardabarros brillante del Rolls-Royce.

—Hola, Fred —dijo—. Has dejado a Ruth en casa, ¿verdad?

—Claro.

—¿Todo tranquilo?

—¿Qué ocurre?

—No te preocupes, Fred. ¿El viejo está allí dentro? —preguntó Christmas mientras señalaba con la barbilla la fábrica.

El chófer suspiró, preparándose cansinamente a reprenderlo por ese «viejo» que seguía sin ser capaz de eliminar de su vocabulario.

—¿Sí o no, Fred? —se le adelantó Christmas—. Se trata de algo serio.

—Sí —contestó Fred—. En la segunda planta, en su despacho. —Luego se volvió hacia un hombre robusto que estaba delante de la entrada, formada por dos pesadas puertas correderas de hierro, pintadas de rojo—. Déjalo pasar —le gritó al hombre, que hizo un imperceptible gesto de asentimiento—. Huelgas... —le dijo Fred a Christmas.

—Eres un amigo —respondió el muchacho mientras se dirigía hacia la entrada.

—¿Se ha metido en líos, míster? —le preguntó Fred.

Christmas se dio la vuelta y le hizo un guiño. El hombre de la entrada tenía una porra metida en los pantalones. Christmas levantó la barbilla, en señal de saludo, y después desapareció en el edificio.

No era un ruido ensordecedor. Recordaba más el zumbido de una colmena mecánica. Había varias decenas de personas —algunos hombres, pero en su mayoría mujeres—, pegadas las unas a las otras, cada una inclinada sobre una máquina de coser, y —como un ejército—, todas hacían los mismos gestos, veloces, eficientes, casi de manera sincrónica. De nuevo, el color del pelo, la forma de las caras, la hechura de las ropas habían cambiado. Todos eran judíos. Y, como en el caso de los italianos y de los chinos, Christmas vio que entre ellos no había un solo americano. «Pero yo me iré», se repitió, después abrió la puerta del patrón sin llamar.

Saul Isaacson estaba sentado detrás de un lujoso escritorio, con un largo puro claro entre los labios y el bastón apoyado de través sobre la mesa, junto a un vaso lleno de licor. Al viejo le tenía sin cuidado la prohibición. En medio de la habitación —cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra oscura—, un hombrecillo esmirriado, calvo y con una larga barba que parecía colgada de su nariz aguileña, estaba arrodillado, con la boca llena de alfileres, a los pies de una muchacha alta y delgada.

—¿Todavía más largo? —preguntó el sastre con tono dubitativo.

Saul Isaacson levantó la vista hacia Christmas. La muchacha, que tenía el pelo corto y lacio, como Cetta, sonrió al recién llegado. Llevaba un traje ceñido al pecho, casi liso, que luego bajaba recto hasta la mitad de las pantorrillas.

—Tengo que hablarle —le dijo Christmas al viejo, con expresión seria.

El viejo lo miró en silencio, como hacía siempre, sopesando la situación sin necesidad de palabras. Luego le hizo un gesto de asentimiento y se dirigió al sastre.

—Sí, Asher, dos dedos más largo.

—Pero Coco Chanel dice que... —intentó protestar el sastre, hablando con la boca llena de alfileres.

—Me importa un comino Coco Chanel —lo interrumpió el patrón—. No me interesa lo que hacen en Europa. Aquí estamos en América. Dos dedos más largo, Asher.

El sastre bajó el dobladillo y puso un alfiler en la falda de la muchacha.

—¿Quién es Coco Chanel? —preguntó Christmas mientras el sastre y la muchacha salían del despacho.

—Una gran mujer. Le acabo de regalar a Ruth su Chanel N.º5. Excepcional. Pero es demasiado europea para los americanos. —Lo miró fijamente durante un instante—. ¿Y bien? ¿No habrás venido aquí para recibir una clase sobre madame Chanel, me imagino?

Christmas se acercó al escritorio, extrajo de su bolsillo la nota de Bill y se la tendió. El rostro del viejo se mantenía imperturbable mientras la leía. Una vez que terminó, golpeó con violencia el bastón contra la mesa, se levantó, abrió la puerta del despacho y gritó:

—¡Greenie! ¡Greenie! —tras lo cual volvió a sentarse, con las cejas enarcadas.

Al cabo de unos segundos, Greenie, un hombre con un llamativo traje verde de seda y una camisa a rayas moradas a juego con los tirantes, entró en la habitación. Christmas lo miró. Y reconoció en los ojos de Greenie algo que ya había visto por las calles del Lower East Side. Una especie de calma glacial. Como algo que se entrevé en el fondo de un charco.

Saul Isaacson le tendió la nota a Greenie, quien la leyó sin mover un solo músculo de la cara. Luego dejó la nota sobre el escritorio, sin cambiar de expresión, y esperó a que el viejo hablase.

«Él ha salido adelante —pensó Christmas, con admiración—. Es americano.»

—No quiero que le pase nada a mi nieta —dijo Saul Isaacson—. Organízalo todo.

Greenie apenas movió la cabeza. El pelo engominado y muy corto dejaba ver los pliegues que formaba su cuello ancho y musculoso.

—Y si encuentras a ese hijo de puta —prosiguió el viejo—, tráeme su cabeza.

—William Hofflund —dijo Christmas—. Bill.

Greenie ni siquiera lo miró.

—No importa cuánto cueste el servicio —añadió el viejo.

Greenie volvió a asentir levemente y luego se dio la vuelta. Sus zapatos de charol brillante chirriaron.

—Voy contigo —dijo Christmas.

—Quítate de en medio, chico —le espetó Greenie y salió.

23

Manhattan, Brownsville, 1923

—Eh, amigo... ¿eres tú?

Christmas, absorto en sus pensamientos, devorado por su creciente ira, se volvió al oír esa voz que lo llamaba desde atrás. Vio entonces a un muchacho que podía tener un par de años más que él, esquelético y con grandes ojeras. Tenía aspecto despierto y experimentado.

—Apuesto a que no te acuerdas de mí, Diamond —dijo el muchacho mientras se le acercaba.

Christmas lo observó mejor. Tenía manos largas, de pianista, excesivamente tersas, untadas de cera.

—Tú eres... —dijo e intentó recordar el nombre del muchacho que había conocido en la cárcel después de llevar a Ruth al hospital—. Tú eres...

—Joey.

—Joey, claro. El que birla carteras —bromeó Christmas.

—Habla bajo, Diamond. No quiero acabar en los oídos de todos los polis del barrio —dijo el carterista, mirando alrededor—. ¿Cómo te va?

Christmas agitó una mano en el aire, sin querer decir nada, aún distraído por su cólera. Luego se encogió de hombros. Habría querido estar con Greenie, protegiendo a Ruth.

—Yo he estado en el Hotel hasta hace una semana —dijo Joey, encogiéndose también de hombros.

—¿En el Hotel?

—En el reformatorio de Elvira, en el norte —dijo Joey, fingiendo que el hecho le resultaba indiferente.

Sin embargo, a Christmas le pareció notar que las ojeras de Joey eran más oscuras y más marcadas. Y que en aquel marco negro los ojos se habían apagado un poco. Y cuando el muchacho se metió las manos en los bolsillos tuvo la impresión de que lo hacía porque acababan de empezarle a temblar.

—¿Ha sido duro? —le preguntó. Y él también se metió las manos en los bolsillos.

—Unas vacaciones —bromeó Joey, pero sin alegría—. Comes gratis y duermes todo el día.

Christmas se lo quedó mirando sin hablar.

Joey bajó los ojos, turbado. Luego, cuando volvió a levantarlos, sonreía guasón.

—Haces un montón de amistades nuevas y aprendes qué es la vida real —dijo.

Christmas sabía que estaba mintiendo. Aun así, como por Greenie, sintió una punzada de admiración. Joey también estaba intentando salir del gueto.

—En el Hotel nadie había oído hablar de los Diamond Dogs —dijo Joey.

—Bueno... somos nuevos. Pero nos estamos abriendo camino.

—¿Y en qué asuntos andáis metidos?

—Ahora estamos protegiendo a una chica de un asesino.

—¡Coño! ¡Un asesino! ¿Quieres decir, un asesino de verdad?

—Ha liquidado a dos.

—Solo que parece un trabajo de polizontes —dijo Joey—. Sin querer ofender, Diamond.

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