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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (22 page)

BOOK: La calle de los sueños
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—Ahora me tengo que ir —dijo Andrew.

—Sí...

—Tengo que organizar mucho trabajo... sabes, la huelga...

—Sí...

—Pues me voy.

—Gracias por la cena —dijo Cetta con voz queda, sin bajar la mirada porque sabía que no lo volvería a ver—. Ha sido precioso.

Andrew sonrió levemente. Por educación. Y se alejó.

—Gracias por el beso —continuó Cetta con un hilo de voz, mientras lo miraba doblar la esquina.

Luego entró en su cuarto y se tumbó en la cama. «Había jurado que no besaría a ningún otro hombre», pensó acariciando a Leo, el muñeco despeluchado que Sal le había regalado a Christmas. Entonces, antes de llorar las lágrimas que la oprimían por dentro, se levantó de la cama y se marchó corriendo al burdel, le dijo a Madame que Christmas se había repuesto y trabajó hasta muy tarde.

Dos semanas después, la noche anterior a Nochevieja, Madame le dijo que un cliente la estaba esperando en la habitación verde. Cetta se repasó carmín por los labios, se ajustó el seno en el corpiño y entró en la habitación.

Andrew estaba de espaldas. Miraba por la ventana. Cuando oyó que la puerta se cerraba, se dio la vuelta.

—Pienso en ti día y noche —dijo acercándose a Cetta, abrazándola y estrechándola como no habría hecho nunca con una muchacha corriente—. Te deseo demasiado —y mientras tanto la besaba en el cuello e, introduciendo las manos debajo del traje, le acariciaba las caderas y los muslos.

Cetta no se dejó besar en la boca, pero se tumbó en la cama y abrió las piernas. Volvió la cabeza y vio los cinco dólares sobre la mesilla. Andrew se desnudó, la palpó y la penetró como no habría hecho nunca con una muchacha decente. Cuando terminaron, Andrew se vistió deprisa. En cambio, Cetta permaneció tumbada en la cama, desnuda, con la naturalidad de una prostituta con un cliente.

—Vístete, por favor —le pidió entonces Andrew.

—La media hora ha pasado —le dijo Cetta.

Andrew meneó la cabeza y se tapó los ojos. Cogió su billetero, sacó un billete de cinco dólares y, tendiéndosele a Cetta, le dijo:

—Toma, te pago otra media hora.

Cetta agarró el dinero y lo dejó en la mesilla.

—Vístete, Cetta —dijo Andrew.

Cetta, con indolencia, se puso la ropa que Andrew casi le había arrancado.

Andrew se había sentado en el borde de la cama, dándole la espalda. Y ahora estaba con la cabeza entre las manos. Y sollozaba.

—Perdóname —dijo con la voz rota por el llanto—. Me siento como un animal —continuó entre sollozos—. Un animal como todos los hombres a los que siempre he despreciado. Yo... nunca me había pasado... yo nunca había estado con... con...

—... una puta —continuó Cetta con voz fría.

—Cetta, créeme —dijo Andrew volviéndose de golpe. Tenía el rostro anegado de lágrimas.

Cetta lo miró a los ojos. Unos ojos buenos, pensó. Unos ojos honrados.

—Soy un animal —dijo Andrew con voz tenue—. ¿Podrás llegar a perdonarme? Desde que te vi la primera vez, ni un solo instante he dejado de desearte, y ahora... ahora... siento asco de mí mismo.

Cetta se le acercó en silencio. Se sentó a su lado, le cogió la cabeza y la apoyó en su pecho. Le acarició el pelo rubio, mirando el vacío. Y permanecieron así, sin hablar.

—La media hora ha pasado —dijo finalmente Cetta.

Andrew se levantó. Las lágrimas de las mejillas se le habían secado. Cetta no lo vio salir. Oyó la puerta que se cerraba despacio. Se tumbó en la cama, inmóvil. Poco después, la puerta se abrió y enseguida se cerró.

—Finge que duermes —dijo una voz desconocida y ruda—. No te muevas. —A continuación, el cliente puso cinco dólares sobre la mesilla, junto a los de Andrew, le subió la falda y la tomó por atrás, expeditivamente.

Esa semana Cetta no se atrevió a ir a visitar a Sal. Le mandó una tarta que había comprado en una pastelería.

En los primeros días de enero, Andrew regresó al burdel.

—No quiero hacer el amor —le dijo—. Solo quiero estar contigo— e hizo crujir cinco dólares sobre la mesilla.

Cetta lo miró. Había vuelto. Le acarició las mejillas rasuradas. El hombre que defendía a setenta y tres mil obreros había vuelto. Por ella. Acercó sus labios a los de Andrew y lo besó. Largamente. Con los ojos cerrados. Luego lo desnudó y lo tomó dentro de sí. Y, por último, lo estrechó con fuerza, entre las sábanas arrugadas, cuando Andrew le hubo derramado su placer.

—Ya no tienes que pagar. No quiero tu dinero —le soltó entonces—. Nos veremos en tu casa.

Andrew la miró con sus ojos azules.

—No podemos —le dijo—. Estoy casado.

21

Orange, Richmond, Manhattan, Hackensack, 1923

Después de dejar la oficina de acogida de New Jersey —y de cambiar los ahorros del irlandés de cuyo nombre se había apropiado, por un total de 372 dólares—, Bill viajó al interior del país y encontró trabajo en un aserradero de Orange, cercano a una fábrica de cerveza, cerrada por la prohibición, cuyos carteles —desteñidos y abocados a la desaparición— rezaban: «The Winter Brothers’ Brewery». El trabajo estaba mal pagado y era extenuante. Los grandes troncos, no bien desbastados y descortezados, se subían a unas largas cintas corredizas y se cortaban en gruesas planchas repletas de astillas que, a pesar de los guantes que le habían descontado de la primera paga semanal, se le clavaban en las manos. Por la noche, Bill tenía los huesos molidos. Comía un plato de sopa con un trozo de tocino muy cocido y se acostaba. La vieja que lo hospedaba le cobraba una cifra disparatada, y todo por la cama, la sopa de la cena, el desayuno compuesto de copos de avena y dos rebanadas de pan negro, una cebolla cruda y un trozo de carne de vaca seca para el almuerzo. «Lo tomas o lo dejas», le dijo la vieja, con ojos codiciosos y los puños huesudos en jarras, el día que Bill se presentó en su puerta. Y Bill aceptó, porque tenía que esperar a que las aguas se calmaran antes de regresar al árbol de Battery Park, donde había escondido el dinero y las piedras preciosas. Compartía habitación con otros dos huéspedes. Jóvenes como él, dos recién llegados como él. Uno era un italiano bajo y de ojos amarillentos por la bilis. Llevaba escrito en la frente «traidor», pensó Bill en cuanto lo vio. El otro era un gigante con pinta de asmático que hablaba poco y mal, rubio y rollizo, que procedía de un país de Europa que Bill jamás había oído mentar. Era tan alto y fornido que los pies le salían dos palmos de la cama y los hombros no le cabían a lo ancho, de modo que uno de los brazos siempre le colgaba sobre el suelo. Él solo levantaba troncos que normalmente requerían el esfuerzo de tres hombres. Pero Bill no hablaba con ninguno de los dos. No hablaba con el italiano porque no se fiaba, y tampoco con el gigante porque era tan imbécil que sin querer habría acabado metiéndolo en líos.

El aserradero estaba lleno de gente. Sobre todo de negros. De negros que seguirían trabajando allí toda su vida y de inmigrantes que tal vez tendrían otras oportunidades. Pero tampoco en el trabajo Bill hizo buenas migas con nadie. Se mantenía apartado. Cuando la sirena anunciaba el descanso de mediodía, cogía el pañuelo en el que había envuelto su almuerzo y se alejaba. Buscaba un sitio aislado y masticaba pausadamente la cebolla cruda, el pan negro y el trozo de carne seca. Y pensaba. En los primeros días pensaba en su futuro, hacía planes. Sin embargo, pasadas dos semanas, sus pensamientos se enlazaron con los sueños que estaba empezando a tener. Sueños que al cabo de dos semanas más se convirtieron en pesadillas. Casi cada noche, Bill se despertaba gritando, sudado y aterrorizado. «Me estás tocando los cojones, Cochrann», le dijo poco después el italiano. En cambio, el gigante no oía nada, seguía roncando feliz. Cuando el italiano perdió medio brazo en una sierra circular, fue despedido del aserradero y para reemplazarlo llegó un viejo que gastaba casi toda su paga en destilado de contrabando y de noche roncaba como el gigante. Así, Bill se quedó solo con sus pesadillas.

Siempre eran diferentes y, sin embargo, iguales. En todos sus sueños, incluso en los que se veía en situaciones agradables, invariablemente ocurría lo mismo. Moría. Moría a manos de Ruth, la prostituta judía. La primera vez soñó que estaba en un restaurante de lujo. El camarero le lleva un plato que, debajo de la tapa de plata restallante, debía contener un pollo asado con patatas. Pero cuando Bill quita la tapa, en el plato no hay más que un dedo femenino amputado. Y entonces el camarero, que empuñaba un cuchillo para trinchar, le clava la hoja en el cuello. Y de pronto el camarero es la prostituta judía. O bien volaba, planeando en el aire como un pájaro. Y entonces Ruth, preparada con su escopeta, grita: «¡Plato!», y a continuación le dispara. O lo ahoga, o lo asfixia, o le prende fuego, o lo ahorca, o conecta la corriente en la mecedora en la que estaba sesteando y que de súbito se convierte en una silla eléctrica.

Ruth le obsesionaba. Y, mientras masticaba su almuerzo apartado de todos, no conseguía desprenderse de las impresionantes imágenes que lo habían visitado de noche. Un día trató de ahogar sus miedos con el destilado del viejo. Pero esa noche soñó que lo envenenaban. Y, mientras sus músculos se paralizaban y se ponían rígidos, Ruth reía y le enseñaba el dedo amputado de la mano, que manaba sangre.

Al cabo de siete meses Bill tenía dos ojeras profundas y una mirada alucinada. Procuraba no dormir, intentaba pasar la noche en vela. Sin embargo, cansado por el trabajo, no tardaba en cerrar los ojos y Ruth volvía a buscarlo. Bill, al final de esos siete meses, creyó que se iba a volver loco. Y entonces, una noche, tras cobrar su paga semanal, fue a la pensión, recogió sus pocas pertenencias sin decir nada, rebuscó en la cocina de la vieja hasta que encontró dinero, se lo llevó y desapareció. Había llegado el momento de regresar a Battery Park, de recuperar lo que era suyo y de hacer un gesto que le permitiese soltar al menos parte del odio que había acumulado. Tenía el pelo y la barba largos, desgreñados. Nadie podía reconocerlo. Iría a un barbero para que lo adecentara y para no parecer un vagabundo; de todas formas, estaba seguro de que no lo reconocerían. Como también estaba seguro de que, después de tantos meses, ya se habrían olvidado de él. La muerte no dejaba grandes huellas en su pobre distrito. Para cualquier eventualidad, en el bolsillo de los pantalones tenía un puñal que lo protegería.

Al día siguiente, en la carretera que lo conducía a casa, paró en Richmond y entró en una papelería.

—Tengo que escribirle una carta a una chica —le dijo a la dependienta—. Quisiera un sobre de algún color, mejor con un dibujo. Algo alegre.

La dependienta le dio un sobre rosa, con flores impresas.

—¿Me podría escribir la dirección? —le preguntó entonces Bill—. Tengo una letra espantosa, y me gusta quedar bien.

La dependienta sonrió, tal vez también enternecida. Cogió una pluma y esperó.

—Señorita Ruth Isaacson —dijo Bill, pronunciando ese nombre que tanto odiaba con tal dulzura que cualquiera habría jurado que era auténtico amor.

—¿No quiere que escriba también la dirección? —preguntó la dependienta.

—No —contestó Bill—. Voy a entregársela personalmente.

Pagó y, tras tirar su vieja ropa sucia del aserradero y comprarse un abrigo de lana, un traje gris de empleado y una camisa azul, con botones de hueso, fue a un barbero para que le arreglara el pelo y la barba. Luego prosiguió su camino de aproximación.

A la espera de que volviera a oscurecer, Bill se detuvo en las afueras de Manhattan. Giró entre sus manos el sobre, satisfecho con su plan. Con un sobre así, nadie iba a sospechar. Nadie lo abriría antes que Ruth. Nadie leería la carta antes que ella. Era un sobre inocente. Alegre. La carta de una amiga, pensarían. La invitación a una fiesta, tal vez. Bill rió y después de meses volvió a oír en el aire las notas de su carcajada cristalina, que había acallado durante mucho tiempo. De nuevo volvía a sentirse vivo. Pensó una y otra vez en lo que iba a escribir y, cuando decidió cada palabra, volvió a reír. Y, cuanto más reía, más le gustaba su antigua carcajada.

Al anochecer, Bill fue a Battery Park, subió al árbol, introdujo la mano en el hueco y sacó el hule que había escondido. Lo abrió con cautela y en su interior encontró sus veintidós dólares y noventa centavos y las piedras de la sortija, la gran esmeralda y los pequeños diamantes. Calculó que ahora tenía 454 dólares y un poco de calderilla. Una fortuna. Sobre todo considerando que aún no había vendido las piedras preciosas. Se lo guardó todo en el bolsillo y se dirigió con paso firme hacia Park Avenue.

Cerca de la lujosa casa de Ruth, Bill sintió que le aumentaba la excitación. Y la tensión de todos esos meses de pesadillas. Y temió que en ese instante se cumplieran. Se imaginó a Ruth señalándolo a un policía, se vio a sí mismo huyendo, alcanzado por una bala en la espalda, se vio chamuscado en la silla. «¡Zorra!», dijo furioso mientras depositaba la carta en el buzón. Y de repente le pareció que esa carta no era nada, una tontería, que tendría que haber esperado escondido a la judía, pararla cuando iba al colegio y degollarla, allí, en medio de todas sus amigas ricas, dejar que la sangre le ensuciara su abrigo de cachemira.«¡Zorra!», repitió al tiempo que se alejaba y regresaba instintivamente, sin pensarlo, hacia su viejo barrio, hacia su casa. Como si aquel sitio pudiese protegerlo. O al menos ofrecerle la posibilidad de ser el Bill de siempre. Como si aquel miserable barrio donde había matado a su padre alemán y a su madre judía pudiese devolverle su carcajada, que de nuevo callaba.

En su camino —donde la Tercera y la Cuarta confluyen en la Bowery— vio las luces de un garito de aspecto ambiguo y descuidado. Tenía necesidad de beber. Y de una fulana. Entró.

Reparó en ella enseguida. Acompañaba a los clientes a las mesas o a los apartados. Sonreía. Tenía unos treinta años. Debía de ser italiana. En cualquier caso, allí todos eran italianos. Los reconocía por su ropa de colores chillones, vulgar. Los reconocía por sus voces groseras, por sus pintas de chulos. Ella, por el pelo oscuro, también debía de ser italiana. Para Bill, los italianos y los judíos eran lo mismo. Y aquella mujer tenía una peculiaridad que enseguida lo excitó. Arrastraba levemente la pierna izquierda. Después de saludar a dos clientes, al volver a la barra, se había dado un leve golpe en el muslo izquierdo, luego —creyendo que nadie la veía— había doblado la espalda, inclinándola hacia la izquierda, y la pierna había recuperado el movimiento. Entonces la mujer se había enderezado y había vuelto a caminar con normalidad. «Eres coja, zorra», se dijo Bill mientras se acercaba a la barra, excitado por aquel defecto.

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