La calle de los sueños (55 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—Os dejo —dijo entonces, porque sentía que allí sobraba.

Christmas y Cyril se volvieron a mirarlo.

Y Karl vio en sus ojos que no tendrían para él palabras de ánimo. Ni de solidaridad. Porque había sido soberbio. Porque Karl Jarach había creído que podía salir adelante solo. Y ahora, solo, volvería a hacer aquello para lo que estaba destinado. «Gubia recta, gubia inclinada, gubia en ángulo recto, gubia redonda ancha, gubia redonda estrecha...»

—¿Y usted qué va a hacer ahora, míster Jarach? —le preguntó Christmas.

—Anillas de rosca, anillas con trabilla, anillas con tuerca... —dijo Karl, con una extraña sonrisa en los labios.

—¿Cómo? —inquirió Christmas arrugando las cejas.

—Nada —contestó Karl moviendo la cabeza—. Estaba pensando en voz alta.—Luego encaminó sus pasos hacia la puerta del almacén que daba al callejón desde el que regresaría al mundo al cual pertenecía.

—No abandones, muchacho —oyó que Cyril le decía a Christmas—. No abandones, me cago en la puta.

Y Karl esperó que alguien le dijera a él también que no abandonara. Y en su fuero interno sintió un enorme vacío porque sabía que nadie se lo iba a decir.

—Si no fuese un negro muerto de hambre, yo te haría la radio, coño —continuó diciendo Cyril.

«Espátulas, paletas, llanas, mazuelos...»

—Te la haría con mis manos y todo Nueva York te oiría, a despecho de esos gilipollas —siguió diciendo la voz apasionada de Cyril.

«Taladro manual, fresa, puntas para hierro, puntas para maderas, puntas para pared...»

—¿Sabes qué se necesita para hacer una emisora en condiciones? —insistió Cyril mientras Karl abría la puerta del almacén y sentía que lo acometía el aire frío y húmedo de la ciudad—. Técnicamente, sería una chorrada para mí...

«Largueros, viguetas, tuercas, pernos, alambre...»

—... pero se necesita dinero...

«Remaches de estrella, remaches de aluminio de cabeza plana, soporte para viga abierto, soporte para viga cerrado...», pensaba Karl obsesivamente, al tiempo que soltaba el pestillo de la puerta que lo expulsaba definitivamente de la N. Y. Broadcast y lo devolvía a su destino. A la próspera ferretería de su padre.

—... un montón de dinero...

«Abrazaderas simples, abrazaderas de cableado, clavijas, cables de acero...», se seguía diciendo Karl, pero retardando su salida, porque de pronto las palabras de Cyril engarzaron con sus pensamientos.

—Con que solo tuviera un poco de dinero, yo mismo te fabricaría la radio y tú podrías conseguir que todos los neoyorquinos oyeran tu emisión...

—¡Yo tengo el material! —exclamó de repente Karl, volviendo al almacén—. ¡Yo tengo material!

Christmas y Cyril se volvieron y lo observaron sorprendidos.

Karl cerró la puerta y se les acercó. Se sentía excitado. Y lleno de vida otra vez.

—No debemos abandonar —dijo a Christmas. Y fue como si alguien se lo estuviese diciendo a él—. No debemos abandonar —repitió, pues ahora aquella simple frase hacía que se sintiera menos solo—. Tengo el material para hacer la radio. Mi padre es dueño de una ferretería. De una ferretería grande. Nos dará cuanto necesitemos.—Y dirigiéndose a Cyril—: ¿Estás completamente seguro de que puedes hacer una emisora de radio?

Christmas miró a su compañero.

—Creo... —dijo el almacenista.

—¿Crees? —insistió Karl.

—¿Y la que has hecho en tu casa? —preguntó Christmas.

—Esa... sí, bueno, es una emisora artesanal... solo abarca una manzana... —masculló confundido Cyril.

—¿Puedes hacerla o no? —lo apremió Karl.

Cyril se rascó la cabeza, pensando.

—Cyril... —dijo Christmas.

—¡No me metas prisa, muchacho! —prorrumpió Cyril. Luego les dio la espalda a ambos y se puso a caminar de un lado a otro del almacén. De vez en cuando se detenía frente a una estantería, cogía una pieza y la examinaba, mascullando. La volvía a colocar en su sitio y seguía caminando cabizbajo.

Christmas y Karl lo observaban tensos, en silencio.

Al cabo, Cyril paró y cruzó los brazos, con una expresión indescifrable en el rostro.

—¿Y bien? —inquirió Christmas.

—Ahorra aliento para tu emisión, muchacho —dijo Cyril.

—¿Puedes hacerla? —preguntó Karl.

—¿Usted cree que me puede conseguir lo que necesito?

—Todo lo que quieras —contestó Karl.

Cyril movió la cabeza de arriba abajo, con gesto socarrón.

—Para ser usted blanco resulta pasable, míster Jarach —dijo.

—Llámame Karl.

Cyril sonrió, altivo y satisfecho.

—La esencia es la misma. Resultas pasable para ser un blanco.

—¿Y bien? ¿Puede hacerse? —preguntó Karl.

—Sí —confirmó Cyril.

—¿En serio que puede hacerse, Cyril? —preguntó Christmas, rebosante de emoción.

—¡Puede hacerse, sí, puede hacerse! —exclamó Cyril con una sonrisa.

49

Manhattan, 1927

—¡Adelante, negros! —gritaba Cyril desde el tejado de un edificio de la calle Ciento veinticinco—. ¡Este trabajo podría hacerlo hasta un blanco! ¡Adelante, negros! —gritaba a los diez hombres que había reclutado, los más fuertes del barrio.

El cable de acero que Karl había cogido de la ferretería de su padre estaba enganchado a una estructura de metal en forma de pirámide alargada. La estructura —que se componía de una serie de barras de hierro verticales, horizontales y oblicuas fijadas unas a otras con tornillos, tuercas y pernos— chirriaba de manera atroz mientras los negros la subían hacia el tejado, bufando como toros por el esfuerzo.

—¡Adelante, negros! —seguía azuzándolos Cyril, que había tardado un mes en construir la estructura.

Christmas y Cyril presenciaban la escena desde la acera, junto a un reducido grupo de parroquianos, integrado exclusivamente por negros, además de María, que se apretaba al brazo de Christmas, tensa y conteniendo el aliento como todos los restantes espectadores.

—¿Por qué no la habéis construido sobre el tejado? —preguntó María a Christmas.

—¡Porque Cyril es más terco que una mula! —saltó Karl, dando una patada a un trozo de asfalto partido por el hielo.

—Vamos arriba —dijo Christmas y fue hacia el portal del edificio. Subió las cinco plantas del bloque donde vivían apiñadas varias decenas de familias y llegó al tejado, seguido por María y Karl, justo cuando la estructura de metal se atascaba con el diente inferior de la última cornisa.

—¡Adelante, negros! —gritó Cyril asomándose por la cornisa.

Los diez negros tiraron con fuerza del cable de acero.

La estructura golpeó las molduras y las descuajó, arrojando sobre la gente que había abajo una granizada de yeso y cemento.

—¡No podemos! —gritó con la voz quebrada por el esfuerzo uno de los diez negros.

—¿Tendré que azotaros como hacían los amos con vuestros abuelos? —gruñó Cyril—.¡No abandonéis! ¡No abandonéis ahora! ¡Ya lo tenemos!

Christmas y Karl se unieron a los negros y tiraron, con todas sus fuerzas. La estructura volvió a chirriar, se empinó y giró, invirtiéndose, con la punta hacia abajo.

En la acera se elevaron los gritos inquietos de los espectadores.

La estructura osciló de nuevo y los negros soltaron el cable, durante un instante. Dos resbalaron y cayeron sobre el tejado, arrastrados por la estructura. Mientras los otros conseguían sujetar el cable, Christmas sintió un punzante escozor en las palmas de las manos. Gritó pero no soltó el cable, que se tiñó de sangre.

—¡Adelante, intentadlo otra vez! —ordenó Cyril—. A la de tres. Todos a la vez.

Los dos negros que se habían caído se levantaron. Agarraron el cable.

—¡Uno... dos... tres! —gritó Cyril—. ¡Ahora! ¡Con todas vuestras fuerzas, negros!

El cable se movió, bajo el impulso. La estructura volvió a subir, pero de nuevo se atascó en la cornisa, meciéndose espantosamente.

—¡No podemos subirlo! —exclamó uno de los negros, con el rostro demudado por el cansancio y brillante de sudor a pesar del frío.

—Bajémosla —dijo jadeando otro.

—¡No! —gritó Cyril.

—¡No pueden, Cyril! —bramó Karl fuera de sí.

Cyril miró alrededor.

—Atemos el cable a aquel cañón de chimenea —propuso—. Tomaos un descanso y luego seguiremos.

—Abrazadera y llave del veintitrés —dijo Karl.

Pasaron el cable alrededor de la estructura de cemento, luego uno de los negros puso la abrazadera y apretó los pernos, hasta fijar el cable. Todos se dejaron caer sobre el alquitrán del tejado, jadeando.

Christmas se miró las manos. Sangraban. María rasgó un pañuelo, del que sacó dos trozos, y se las vendó.

—Toma, chico —dijo un negro gigantesco, lanzándole unos guantes—. Tengo dos pares.

—Ya había dicho que haría falta una grúa —refunfuñó Cyril.

—Y yo te dije que la hicieras sobre el tejado —repuso Karl.

Cyril se encorvó, sin responder. Se asomó por la cornisa y meneó la cabeza, con gesto atribulado.

Christmas se le acercó. Se acodó en la cornisa y permaneció callado.

—Nunca lo conseguiremos —dijo en voz baja Cyril, pasados unos instantes.

Christmas miró la estructura que se balanceaba en el vacío, unos tres metros más abajo.

—Nunca lo conseguiremos —repitió Cyril.

—Esperadme aquí —dijo entonces Christmas—. No hagáis nada hasta que vuelva. —Miró a los diez negros—. ¿Alguno de vosotros tiene una bicicleta que me pueda prestar? —preguntó.

El negro gigantesco que le había dado los guantes se levantó, se acercó hasta el lado de la cornisa donde se encontraba Christmas y se inclinó hacia la acera.

—¡Betty! —gritó—. ¡Dale la bici a este blanco! —Luego se volvió hacia Christmas—. Ve, chico. Mi mujer se apaña.

Christmas le sonrió y bajó disparado las escaleras agrietadas del ruinoso edificio. Una vez en la calle, una mujer cuya tez centelleaba como ébano lustrado, con dos ojazos expresivos, entró en un semisótano y un momento después salió con una bicicleta vieja y oxidada. Christmas montó en el sillín y miró hacia arriba.

—¡Volveré pronto! —gritó a Cyril, Karl y María.

Enseguida comenzó a pedalear con todas las fuerzas que tenía en las piernas, sin parar en los cruces, con el viento alborotándole el mechón rubio. Y pedaleó por todo Manhattan, recorriéndolo hasta el muelle trece.

En una enorme nave encontró lo que buscaba. Los hombres estaban sentados en círculo y se contaban chistes, riendo.

—Señor Filesi —dijo Christmas, respirando con dificultad—, necesito su ayuda.

El padre de Santo lo recibió con una sonrisa y se levantó de su silla.

—Este muchacho es amigo de mi hijo —dijo presentándolo a sus amigos—. Él es quien le regaló la radio por la boda. Se llama Christmas.

Los otros estibadores saludaron a Christmas.

—¿Gustas? —dijo el señor Filesi, señalando una botella de vino que uno de los estibadores había sacado de un escondrijo que había en la pared de la nave.

Christmas, sin aliento, doblado en dos, apretándose con una mano el bazo, hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Bueno, ¿de qué se trata? —dijo el señor Filesi, serenamente.

—¿Es verdad que usted puede levantar un quintal con una sola mano? —le preguntó Christmas.

Media hora después el señor Filesi, junto con Tony —el padre de Carmelina, la esposa de Santo— y otro estibador llamado Bunny, pararon la furgoneta bajo el edificio de la Ciento veinticinco, de donde pendía la estructura de hierro que había construido Cyril. Miraron al grupo de negros y después alzaron la vista, los tres rascándose la cabeza.

—Sobresale —dijo el señor Filesi.

—Sobresale —repitió Tony.

—¿Cuerda y carriles? —preguntó el señor Filesi.

—No hay otra forma —repuso Tony.

—Cuerdas y carriles —indicó Bunny y abrió la puerta de la furgoneta. Se puso al hombro un largo rollo de cuerda, húmedo y del color verdusco de las algas, y cogió dos barras de hierro que sobrepasaban su estatura—. ¿Es suficiente? —preguntó.

—Es suficiente —contestó el señor Filesi.

—Salgo yo y tú pescas —propuso Tony.

—Ni hablar —dijo el señor Filesi—. Christmas es amigo de mi hijo. Salgo yo y tú pescas.—Después se encaminó con decisión hacia el portal del bloque, seguido por las miradas del grupo de negros, cuyo número había aumentado en el ínterin.

—Buenos días a todos —dijo el señor Filesi con una sonrisa en los labios cuando estuvo en el tejado. Luego se inclinó por la cornisa, de nuevo se rascó la cabeza y al volverse recorrió con la mirada a los diez negros, que se habían levantado—. Él —dijo señalando con porte profesional al negro gigantesco que le había dado los guantes a Christmas.

El negro se apartó de los demás y se acercó al señor Filesi, que le llegaba más o menos a la mitad de la cintura.

—De pequeño debiste de hincharte a filetes, ¿eh? —bromeó el señor Filesi dándole una palmada en el hombro—. Bueno... ¿cómo te llamas?

—Moses.

—Moses, tú eres el pilar, ¿vale?

—¿Qué es el pilar? —preguntó Moses.

Tony cogió la cuerda que tenía Bunny y la ató alrededor del tórax de Moses.

—El pilar es el que sujeta al saliente.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Moses.

El señor Filesi agarró una barra y con un golpe seco partió una esquina de la cornisa. Con el cemento que había arrancado trazó una X sobre el alquitrán, a un paso y medio de la cornisa.

—Tienes que ponerte aquí y no moverte ni un milímetro. —Lo miró a los ojos—. ¿Puedo fiarme de ti, Moses?

—No me moveré.

—Te creo —dijo el señor Filesi—. Yo soy tu saliente y el saliente debe fiarse del pilar. Bunny es el puntal. Y mi compadre, Tony, es el pescador. Ahora somos un equipo.

Tony cogió la cuerda y la bajó desde la cornisa, midiéndola con los brazos. Luego la subió y se la ató al señor Filesi por la cintura y por debajo de la ingle, formando un arnés.

—Listos —dijo.

Bunny apoyó los pies en la cornisa y luego se estiró, hasta abrazar a Moses a la altura de la cintura, como en un extraño paso de baile.

—Sujétame tú también, pero no se te vaya a ocurrir ninguna tontería. Como intentes tocarme el culo, te arranco la picha —dijo.

El señor Filesi y Tony rieron. Y entonces también Moses rió y asió los poderosos brazos de Bunny.

—Listo —dijo Bunny.

—Listo —dijo Moses.

El señor Filesi subió a la cornisa.

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