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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (70 page)

BOOK: La calle de los sueños
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—Señor... señor, ¿se encuentra bien? —dijo una voz.

Bill se volvió. El policía le había dado alcance en la playa. Bill notaba que el sudor le chorreaba por la cara.

—Sí —dijo—. No...

—¿No se encuentra bien?

—No... ahora se me pasa... ahora se me pasa...

—¿Ese coche es suyo?

—Sí...

—¿Puede acompañarme a la carretera y entregarme su carnet de conducir y el permiso de circulación? —dijo el policía.

A Bill le costaba avanzar por la arena. Los pies se le hundían. Como si fueran arenas movedizas. Y sentía que le faltaba la respiración.

—Kevin Maddox... vale, todo está en orden —dijo en voz baja el policía, comprobando el carnet de conducir—. ¿Está seguro de que ahora se encuentra bien?

—Sí...

—Conduzca despacio —le advirtió el policía al tiempo que se acercaba a su colega, que estaba en el coche patrulla. Se volvió hacia Bill—. Bonito vehículo —dijo. Luego el coche patrulla desapareció en la noche y todo se oscureció.

Y en aquella oscuridad Bill tuvo miedo de perderse de nuevo. Subió rápidamente a su LaSalle y encendió los faros. Regresó a la casa de Arty, se metió bajo las mantas y pasó la noche acurrucado en posición fetal, tiritando de miedo, sin apagar la luz de la habitación.

—Estás hecho una mierda, Bill —le dijo a la mañana siguiente Arty, mientras desayunaban.

Bill tenía los ojos hundidos. Estaba pálido y la mano con que sostenía la taza del café temblaba.

—He encontrado la solución —repuso Arty.

Bill lo miró.

El director de cine extrajo de un bolsillo un frasco de cristal oscuro, lo puso sobre la mesa y lo hizo rodar hacia Bill.

—Cocaína —dijo.

En los meses siguientes Arty y Bill rodaron dos películas del Punisher. La cocaína surtía los efectos esperados. Bill se exaltaba y daba lo mejor de sí. Y conseguía fornicar también fuera del plató. Había como renacido, decía. Sin embargo, Arty veía que era incapaz de prescindir de la droga, que la consumía cada vez con más frecuencia y en mayor cantidad, que no la necesitaba solo para interpretar al Punisher sino también para vivir. Y Arty se percataba asimismo de otro aspecto negativo de la cocaína: las paranoias de Bill aumentaban día tras día. El Punisher tenía fecha de caducidad. Y por tal motivo debía exprimirlo. Porque pronto Bill quedaría fuera de juego. Para siempre. Ya era un guiñapo. Arty se preguntaba cuántas películas podría rodar aún. Pocas. Afortunadamente, en el estado en que se hallaba, Bill no se daba cuenta de que Arty se quedaba con una tajada mucho mayor que el setenta por ciento que habían acordado. A Bill solo le dejaba las migajas. Y la cocaína. Pero pronto tendría que quitárselo de encima.

Para colmo, los clientes se estaban acostumbrando a sus películas. El Punisher ya no era una novedad. Todas sus hazañas eran iguales. Y sus recaudaciones lo acusaban. Los ricos viciosos de Hollywood buscaban otra cosa.

«Hace falta algo más», se dijo una mañana Arty.

Y entonces hizo preparar un nuevo plató. Un quirófano en toda regla. Blanco, inmaculado, de aluminio brillante. ¿Querían más? Pues lo tendrían. Arty se lo daría. Por medio del Punisher.

La chica vestía de enfermera. Se movía por la sala revisando todo el instrumental quirúrgico. Bisturís afilados, pinzas, escalpelos. El Punisher entraba. La chica se hacía la asustada —actuando mal, como todas las otras— hasta que el Punisher le pegaba. Entonces empezaba a actuar bien.

Bill estaba puesto hasta las cejas. En esos momentos tenía la vida en sus manos. Se sentía en la cima de una montaña, donde había un aire puro y rebosante de oxígeno. Respiraba a pleno pulmón y no quedaba resto de miedo en su alma negra. Era el amo del mundo. Y aquella zorra no tardaría en probar su polla. Pero solo después de que la ablandara con una buena ración de puñetazos y patadas. Le lamería las lágrimas, para dicha de sus seguidores. Él era el Punisher. No uno cualquiera.

Pero la chica, en lugar de ponerse a llorar, cogió algo brillante y se lo clavó en un brazo. Bill sintió una punzada ardiente. Sin dolor. La cocaína era un anestésico excelente. Sin embargo, al mirarse el brazo vio que en la bata de médico que Arty le había hecho ponerse se extendía una mancha roja. Sangre. Y la chica empuñaba un bisturí y lo golpeaba de nuevo, rasgándole la bata a la altura del pecho. Y más sangre manaba de la herida. Bill dio un salto hacia atrás. Miró a la chica. No era de su tipo.

—Acerca la cámara a la herida —murmuró Arty al operador. Y enseguida siguió mirando la escena. Había elegido una chica fuerte. Alta. Musculosa. Tal vez no fuera muy sensual, pero podía hacer frente al Punisher mejor que las otras. Y eso era lo que quería Arty.

Bill se tocó el brazo. Rompió la bata y se miró la herida. Vio el corte limpio, profundo. En cambio, la herida del pecho era más superficial. Pero sangraba abundantemente. No sentía el menor dolor. La cocaína lo volvía fuerte. Invencible. Rió, luego empujó la camilla de acero contra la chica, haciéndola perder el equilibrio. Acto seguido se abalanzó sobre ella y la desarmó. Cogió el bisturí y se lo puso en la garganta, mirándola directamente a los ojos. Después, con un movimiento rápido, le arrancó los botones hasta la altura del pecho. La chica forcejeó y cayó de lado. La hoja la hirió en la espalda. La chica gritó, mientras se ponía de rodillas. Bill se le echó encima. Ella alargó una mano para defenderse. El bisturí le cortó una mano. Como al padre de Bill. Entonces Bill le clavó el cuchillo en el vientre, pero no lo hundió hasta el fondo. Apenas lo suficiente para manchar de rojo la bata de la chica. Pues Bill ya no tenía miedo a nada ni a nadie. Ahora era un dios. Era el Punisher. Le arrancó la bata, le aferró el cuello, la tumbó en la camilla de acero y, con sádica lentitud, le hizo un pequeño corte en la piel. Luego tiró el bisturí y la penetró con furia.

—Encuadra la sangre —ordenó Arty al operador.

Era eso lo que iba a dar a Hollywood. La sangre. Porque Arty estaba seguro de que Hollywood estaría dispuesto a renunciar al sexo cuando viera la sangre.

Podía llegar el día en que Hollywood se cansara de la sangre y pidiera la muerte. Pero para entonces Arty esperaba haber amasado bastante dinero y haberse retirado del negocio.

62

Los Ángeles, 1928

Cuando Christmas llegó a Los Ángeles encontró un coche con un chófer esperándole. El chófer le cogió la maleta y lo condujo a una casita con piscina en Sunset Boulevard que, le explicó, estaba a disposición de los invitados de míster Mayer. Lo presentó a la doncella hispana que se encargaría de atenderlo, llevó la maleta al primer piso, a un dormitorio amplio, y luego le dijo que en el garaje había un flamante Oakland Sport Cabriolet para su uso y disfrute. Por último, el chófer quedó con él por la tarde, cuando iría a buscarlo para llevarlo a los estudios.

En cuanto se quedó solo, Christmas paseó la mirada desde la ventana del dormitorio hasta más allá de la verja. «Aquí es donde vives —pensó. Después fue a la planta baja, dijo a la doncella que no iba a comer y luego le preguntó—: ¿Cómo llego a Holmby Hills?»

Había sido raro regresar a la Grand Central Station. Y aún más raro había sido subir a un tren para Los Ángeles en vez de quedarse en el andén y verlo desaparecer. Y Christmas ya no era el muchacho de entonces, que giraba entre sus manos un sombrero ridículo. Ahora tenía un billete de primera clase. Pero no bien se sentó en su asiento, todo cuanto realmente importaba volvió a ser como antes. «Te encontraré», se dijo. Y era como si hubiese pasado un solo instante desde aquella noche de cuatro años atrás, cuando Ruth había salido de su vida.

Christmas solo pensaba en eso mientras conducía hacia Holmby Hills. Pero cuando estuvo en las cercanías de la gran avenida, con farolas de hierro labrado, sintió que le estallaba aquella rabia que había contenido siempre en su interior. Ni una carta, ni una respuesta. Ruth lo había borrado. Como si jamás hubiera existido. Aparcó delante de la mansión. Tocó el timbre con fuerza.

Al cabo de pocos segundos un criado en librea blanca abrió la verja.

—Quiero ver a la señorita Ruth —dijo Christmas.

—¿A quién? —preguntó asombrado el criado.

—Los Isaacson viven aquí, ¿no? —inquirió Christmas, presa aún de aquella rabia contra Ruth por la que se había dejado vencer.

—No, señor. Se ha equivocado de dirección.

—Imposible —dijo Christmas y echó un vistazo al jardín.

—¿Quién es, Charles? —preguntó la voz de una mujer.

—Señora Isaacson —dijo Christmas procurando asomarse por encima de la verja—. Quiero ver a Ruth.

La mujer apareció detrás del criado. Era alta y rubia. Llevaba un par de guantes de jardinería. Tenía un aspecto cordial.

—¿Ha dicho Isaacson? —preguntó.

—Sí... —contestó Christmas, vacilando.

—Ya no viven aquí.

Christmas notó que las piernas le flaqueaban. No lo había previsto. Había dado por descontado que todo estaría como lo había dejado, que todo permanecería quieto solo porque él se había quedado quieto. De repente, de su corazón desapareció la rabia que había albergado hasta hacía unos instantes. A pesar del calor californiano, se le heló la sangre en las venas. Ahora se sentía débil. Y temía haber llegado demasiado tarde a Los Ángeles.

—¿Y sabe... adónde se han... mudado? —preguntó balbuciendo a la mujer.

—No, lo siento.

—Pero... ¿cómo es posible?

La mujer lo miró intrigada.

—No tengo la menor idea de dónde viven —le dijo—. Pero no los busque en los barrios altos —añadió—. Han tenido problemas económicos.

Christmas la miró durante un instante, sin hablar, luego se dio la vuelta y regresó al coche. Se apoyó en el techo, con la cabeza gacha, sin saber qué hacer.

—Cierra, Charles —ordenó la mujer al criado.

Christmas oyó chirriar la verja y luego cerrar el pestillo. Alzó la vista. Los Ángeles era inmenso. Se sintió perdido. Sin esperanza. Subió al coche y comenzó a dar vueltas por las calles, mirando a toda la gente que andaba por las aceras. No había previsto no encontrar a Ruth. Sencillamente no lo había previsto. Y mientras seguía conduciendo sin rumbo, todo le pareció súbitamente distinto de cómo se lo había imaginado. ¿Y si Ruth estuviese con otro?

Paró el coche. Detrás de él sonó un claxon. Christmas no lo oyó. Quizá debería acudir a un investigador privado. Ahora se lo podía permitir, tenía suficiente dinero. «Quiero encontrarte yo —se dijo, sin embargo—. Debo encontrarte yo.» Miró alrededor. Vio una cafetería.

—¿Tiene listines telefónicos? —preguntó al entrar.

El hombre que había detrás de la barra estiró un brazo hacia la cabina de madera oscura, en estado penoso, con la puerta desvencijada.

Christmas sacó un tomo de la repisa que había debajo del teléfono. Lo hojeó con inquietud. Nada. No había ningún Isaacson en Los Ángeles. ¿Y si se habían ido a otra ciudad? Golpeó el listín con rabia.

—¡Oiga! —gritó el hombre que había detrás de la barra.

Christmas se volvió sin verlo.¿Y si Ruth se había casado y había cambiado de apellido? Salió de la cafetería, subió al coche y siguió conduciendo sin rumbo fijo, indiferente a los cláxones que le pitaban porque iba demasiado despacio, con los ojos fijos en la gente que caminaba por la calle, sobresaltándose cada vez que veía bucles negros. «¿Dónde estás? —pensaba obsesivamente—.¿Dónde estás?» Y por primera vez, con una lúcida desesperación que aumentaba de manzana en manzana, se preguntó si realmente había terminado todo. Si había llegado tarde.

No se percató del paso del tiempo hasta que no vio un gran reloj en el cruce de dos calles. Entonces comprendió que el chófer de Mayer debía de haber llegado ya a la casita de Sunset Boulevard.

—Míster Mayer odia que no se llegue con puntualidad —le recriminó el chófer, nervioso, cuando lo vio.

—Pues entonces corre —dijo Christmas subiendo al coche. Aunque Mayer le daba igual. Y mientras iban como una bala hacia los estudios, siguió escrutando a la gente por la ventanilla.

Louis Mayer lo hizo esperar media hora, sentado en un sofá, enfrente de una secretaria de aspecto eficiente que respondía a docenas de llamadas de teléfono. Luego Christmas oyó el timbre del interfono y una voz: «Hágalo pasar». La secretaria se incorporó, fue a la puerta del despacho y la abrió, indicándole con un gesto que pasara. Christmas se desembarazó de sus pensamientos y entró en la gran habitación.

Mayer lo estaba esperando sentado detrás de su escritorio, con una sonrisa cordial en su cara astuta y simpática.

—Me lo imaginaba diferente, míster Luminita —le dijo.

—¿Moreno, cejas tan tupidas que se juntan con el pelo, bajo, andares de orangután y olor a ajo? —preguntó Christmas.

Mayer rió.

—Y con una pistola en el cinto —añadió.

—Ahora mismo, en Nueva York, muchos más judíos llevan pistola —le respondió Christmas con una sonrisa desafiante.

Mayer lo miró, tratando de entender.

—Claro, me he informado —le dijo—. Según parece, usted es mucho más amigo de ciertos judíos que de los italianos.

Christmas lo miró sin responder.

Louis Mayer rió de nuevo, velozmente, como un golpe de tos.

—Siéntese, míster Luminita —le dijo—. Me alegra que haya aceptado hacer un viaje tan largo.

Christmas tampoco respondió nada esta vez.

Mayer asintió despacio.

—Usted es un jugador, ¿verdad? —inquirió—. Bien, me gustan los jugadores.—De pronto su sonrisa se apagó.

A Christmas le pareció que aquel hombre podía volverse tan duro y despiadado como Rothstein. Y sin duda, por lo que se contaba, era igualmente poderoso. Emanaba una fuerza enorme. Y sentido práctico. Christmas sonrió. Le caía bien.

—¿Ha escrito alguna vez, míster Luminita? —le preguntó Mayer.

—¿Me está preguntando si sé leer y escribir?

Mayer rió.

—En realidad, no. Pero podemos empezar por ahí.

—Sé leer y escribir.

—¿Y alguna vez ha pensado escribir de manera profesional?

—No.

—¿Quién le escribe los guiones de sus emisiones?

—Nadie. Improviso.

Mayer lo miró admirado.

—Es un actor nato, según todo lo que cuentan de usted los periódicos y algunos amigos míos que lo escuchan cada noche a las siete y media —dijo.

—No quiero ser actor.

Mayer rió de nuevo.

—No, por el amor de Dios. Los actores se multiplican en Hollywood con la misma velocidad que las cucarachas en Nueva York. Yo necesito autores. Autores originales, que sepan darme algo nuevo y electrizante. ¿Usted está en condiciones de dármelo?

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