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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (68 page)

BOOK: La calle de los sueños
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—Yo no soy una calamidad —protestó el niño.

—No, tienes razón —repuso su padre—. Eres un huracán. Y, para tu información, un huracán es mucho peor que una simple calamidad.

Ronnie rió satisfecho y luego apartó la silla de golpe.

—¡Me había olvidado! —exclamó—. Mira, papá. Me he herido. ¿Me quedará la cicatriz?

El señor Slater observó con atención la herida tras calarse unas gafas de lectura.

—No, no creo —le tranquilizó.

—Pero ¿si me vuelvo a caer... digamos mañana? —preguntó Ronnie.

—Hay un método más sencillo —dijo su padre, serio. Alargó una mano hacia el pavo y cogió el enorme cuchillo con el que lo habían cortado en rodajas.

Durante un instante, Ronnie puso cara de perplejidad. Luego rompió a reír pero, por prudencia, enseguida ocultó las piernas debajo de la mesa.

—Si cambias de idea, aquí me tienes —dijo el señor Slater y guiñó un ojo a Ruth.

Y Ruth supo a quién había salido Ronnie. También el padre tenía una cara graciosa y las orejas un poco de soplillo.

Cuando terminaron de cenar, Daniel y Ruth salieron al porche. Se sentaron en la mecedora. Hablaron. Daniel le contó que al acabar el instituto había empezado a trabajar. Su padre se había asociado con un revendedor de coches. Decía que los automóviles eran el futuro. Y así, mientras que el padre seguía ocupándose de la maquinaria agrícola, el hijo hacía prácticas como vendedor.

—El socio de mi padre, en cuanto yo aprenda bien el negocio, lo dejará todo y nos venderá su parte —dijo Daniel—. No es un trabajo creativo como el tuyo... pero se gana bien. Da para mantener a una familia.

Ruth lo estuvo observando. Daniel inspiraba tanta tranquilidad. Sería un vendedor excelente. Todo el mundo le compraría un coche. Y sería un marido afectuoso y un padre cariñoso. Se notaba en la forma en que trataba a Ronnie. Y además había tenido una familia. Una familia de verdad. Había tenido todo el tiempo para aprender qué es una familia. Pero Ruth sabía que Daniel no se daba cuenta de su suerte. Para él eso era sencillamente natural.

Cuando la acompañó a Venice Boulevard con el coche de su padre, Ruth se apeó deprisa. No le dio explicaciones. No podía hablarle de Bill, el único chico con el que había estado a solas en un coche. Pero luego se detuvo en la acera. Y entonces Daniel bajó y fue hacia ella.

Ruth se había puesto el macuto con las cámaras fotográficas delante, a guisa de protección. Y Daniel no se acercó mucho.

—¿Te apetece que nos volvamos a ver? —le preguntó.

—¿Tú no tienes también una chica en el instituto? —le dijo Ruth.

Daniel movió la cabeza.

—No —contestó en voz baja. Luego estiró una mano, tímidamente, hasta el macuto de las cámaras fotográficas que se interponía entre ambos y jugueteó con la correa—. A mí me gustaría... —empezó a decir.

—No lo sé —lo interrumpió Ruth, bruscamente.

Daniel la miró.

—A mí me gustaría ver tus fotos —dijo.

Ruth no respondió.

—No lo digo por halagarte —añadió Daniel, riendo.

Ruth sonrió.

—¿No? —le preguntó sarcástica.

Y entonces Daniel se puso serio.

—No. Si vieses a mi madre cuando navega en barca de vela comprenderías que lo digo en serio. No sabes nada de ella hasta que no la has visto en el mar.—Tenía una mirada límpida y transparente mientras lo decía—. Y creo que para ti las fotos son lo mismo.

—¿Me invitas a cenar también mañana? —le dijo entonces Ruth.

—Claro —contestó. Y los ojos de Daniel se iluminaron.

—Apóyate contra esa farola —dijo Ruth—. Y no te muevas. —Después extrajo su Leica y le sacó una foto—.¿En tu casa? —le preguntó al fin.

—A las seis y media.

—A las seis y media.

Al día siguiente Ruth fue a cenar a la casa de los Slater y enseñó las fotos de Ronnie. También la de Daniel.

A la señora Slater, mientras miraba la foto tomada bajo la farola, se le humedecieron los ojos. Y pasó un dedo por el rostro en claroscuro de su hijo, con la cabeza ligeramente inclinada y el mechón reluciente y alborotado sobre la frente. Luego, con la misma mirada conmovida, acarició el rostro de Daniel.

—¿Qué le pasa? —preguntó Ronnie a su padre en voz baja.

—Nostalgia —dijo el padre, serio, mirando a su mujer.

La señora Slater estiró la mano hacia la del marido y se la estrechó, sonriendo.

—Mujeres... —comentó Ronnie, y todos rieron.

También Ruth. Y miró a Daniel.

—¿Puede venir Ruth con nosotros el domingo en la barca? —preguntó entonces Daniel, sin apartar la mirada de Ruth.

—Bueno, hasta que no te expones a ahogarte en uno de los virajes de tu madre —dijo el señor Slater—, no eres un auténtico miembro de la familia.

Aquel domingo Ruth seguía notando la sal en el pelo cuando Daniel la invitó al cine. Tenía la sensación de que el embate del mar contra las olas aún resonaba en sus oídos. Y también los restallidos de las velas al viento. Y sus ojos retenían todavía la luz cegadora que se reflejaba sobre la superficie del mar, convirtiéndolo en un espejo. Pero lo que más resonaba en sus oídos era una frase: «Ya eres de la familia. Y ni siquiera te has ahogado», le dijo la señora Slater.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Daniel.

Ruth lo miró y sonrió. Si se lo decía no lo habría entendido.

—En nada —contestó.

—¿Vamos al cine? —le preguntó de nuevo Daniel.

—¿Todos juntos? —dijo radiante Ruth.

La cara de Daniel se ensombreció durante un instante.

—Pensaba en que fuéramos tú y yo. Solos.

No, no habría podido entenderlo, pensó Ruth. No podía entender la sensación de calor que le daban los Slater, todos juntos. Y su hambre de calor.

—Bromeaba —dijo.

El Arcade, en el 534 de South Broadway, tenía un aspecto severo. Columnas y ventanas rectangulares, de estilo neoclásico. Mientras Daniel iba a la taquilla, Ruth se dijo que el cine la había arrancado de Nueva York, que había destruido a su padre, que había convertido a su madre en una alcohólica. Se acercó rápidamente a Daniel y lo cogió de un brazo.

—Tengo que marcharme —le dijo y enseguida leyó la decepción en los ojos transparentes de Daniel—. No puedes entenderlo, pero tú no tienes nada que ver.

—Pero tienes que marcharte —dijo Daniel.

—Sí.

—Vale, te llevaré a Venice Boulevard —insistió Daniel, sonriendo con melancolía.

—¿Por qué? —dijo Ruth—. No quiero ir al cine pero quiero estar contigo.

El apuesto rostro de Daniel se explayó en una sonrisa radiante.

—¿A quién le importa el cine? —dijo alegre—. ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres que vayamos a cenar a mi casa?

Ruth pensó que no deseaba otra cosa que estar de nuevo en la casita de los Slater. En familia. Sin embargo dijo:

—¿Quieres llevarme a cenar a un restaurante?

—Tú y yo —susurró Daniel en voz baja, con tono solemne. Como si se lo dijera a sí mismo. Luego estiró la mano y agarró la de Ruth—. Vamos —dijo.

Y a Ruth le pareció un hombre y no un muchacho.

Cuando llegaron a la puerta del restaurante mexicano de LaBrea, el camarero les dijo que tenían que esperar una hora para una mesa.

—¿Y cuánto hay que esperar por unos tacos para llevar? —preguntó instintivamente Daniel—. ¿Te apetece que cenemos en la playa? —le preguntó a Ruth.

Ella se puso tensa. El sol empezaba a ocultarse. Se vio en el coche y después en la playa, a solas con Daniel. Dio un paso atrás. Y esperó hasta sentir miedo. El miedo llegó. Pero repentinamente ya no podía seguir en aquella cárcel.

De modo que subieron de nuevo al coche y fueron a una duna desde la que dominaban todo el océano. La tensión de Ruth se fue disipando lentamente. Rieron y bromearon. Y poco a poco Ruth consiguió dejar de sentirse en peligro. Como tampoco vio aparecer en ningún momento en los ojos de Daniel aquella luz sombría que, tantos años atrás, viera en los de Bill.

Cuando terminaron de comer guardaron los papeles y las botellas. Luego se hizo un silencio engorroso que ninguno de los dos sabía romper. Y cuanto más duraba el silencio, más incómoda se sentía Ruth.

Ruth tenía la mano abierta sobre la arena y jugueteaba con los granos aún tibios.

Daniel apoyó la mano al lado de la de Ruth.

Ella la miró. Tenía los dedos largos y fuertes de su madre. Manos que eran masculinas pero también femeninas.

—¿Te da asco? —dijo Ruth a bocajarro. Y hundió la mano en la arena.

—¿Qué? —preguntó desconcertado Daniel.

—Me falta un dedo, ¿no te habías dado cuenta? —inquirió Ruth, con tono severo, volviéndose a mirarlo.

—Sí... —afirmó Daniel y alcanzó la mano de ella bajo la arena. La tocó despacio, con delicadeza—. Pero no hay nada de ti que pueda darme... —Se interrumpió. Movió la cabeza—. No quiero ni pronunciar esa palabra. Está fuera de lugar...

Ruth se volvió hacia el horizonte, donde aún resistía la débil franja anaranjada del sol que se estaba poniendo.

—Ruth...

Ruth giró la cabeza. Daniel se le aproximó, lentamente, mirándola a los ojos. Ruth podía notar su olor. Un aroma a limpio. Un aroma fresco. Evocó las bolsitas de lavanda que se ponían en los cajones de la ropa blanca. Un aroma que no daba miedo. Que no turbaba. Que olía a familia.

Daniel pegó sus labios a los de Ruth. Un contacto ligero. Amable como era Daniel, pensó Ruth, mientras cerraba los ojos y se abandonaba al beso, rígidamente. Su primer beso. El beso que nunca había dado a Christmas. Daniel sacó la mano de la arena y cogió a Ruth por la nuca, atrayéndola hacia sí con más atrevimiento. Inmediatamente Ruth sintió que el corazón se le aceleraba. Trató de desprenderse, pero la mano de Daniel era fuerte. De súbito tuvo la sensación de que ya no podía moverse. Estaba inmovilizada. Abrió los ojos mientras una oleada de miedo estallaba en su interior, violenta, impetuosa. Turbia. Pero acto seguido vio los ojos cerrados de Daniel. Y el mechón rubio despeinado sobre su frente. No era Bill, se dijo. Era Daniel. El chico que olía a lavanda. Y entonces intentó cerrar los ojos, respirando aquel aroma a limpio que poco a poco la hacía sentirse menos en peligro y ahuyentaba el miedo. Y abrió ligeramente los labios. Saboreando la amabilidad y no la fuerza. Escuchando la tibia sensación de aquel beso. Tratando de abandonarse, de derrotar al pasado.

Pero justo en ese instante Daniel le acarició el hombro y empezó a bajar por el costado, atrayéndola con la mano abierta hacia sí, con pasión, con ímpetu.

—¡No! —Ruth se desasió bruscamente de Daniel. Con la espalda enarcada, soltándose de su mano—.¡No! —repitió. Y en sus ojos apareció de nuevo su antiguo miedo.

—Yo... —balbuceó Daniel—, yo... no quería hacer nada malo... no quería...

Ruth le puso un dedo en los bonitos labios rojos que acababa de besar. Lo hizo callar. Sentía que la respiración le hinchaba el pecho. Experimentó una tremenda añoranza por las gasas con las que se ceñía y que la dejaban sin aliento.

—No quiero que me toques —dijo.

Daniel bajó la mirada, mortificado.

—Perdóname, lo he echado todo a perder —se lamentó—. Pero yo no quería...

No puede entender, pensó Ruth, sin rabia. Daniel no podía saber. Nadie sabía. Solo Christmas. El duende del Lower East Side al que decidió besar cuatro años atrás, en su banco de Central Park. Por quien se puso una raya de carmín. Solamente él sabía. Solo él era capaz de cambiar las matemáticas porque ella tenía nueve dedos. Solo él le había regalado nueve flores. Solo él obligaría a toda América a contar hasta nueve. Solo él sabría besarla.

Pero él ya no estaba.

Ahora estaba Daniel. Que era todo el amor que podía permitirse. «Bésalo otra vez», se obligó a pensar, mirándole los labios rojos y carnosos, con el brillo de su casto beso a la lavanda. Y se sintió invadida por la tranquilizadora benignidad de aquella tibia emoción.

—Tendrás que ser paciente conmigo, Daniel —le dijo.

61

Los Ángeles, 1928

Cuando Arty Short lo encontró, por casualidad, un mes después de su desaparición, casi no lo reconoció.

Arty estaba en su coche, parado en un semáforo. Miraba distraídamente a un corrillo formado por pordioseros y curiosos. Uno de los pordioseros, un viejo flaco, con la cara chupada por la vida, los ojos de poseso hundidos en las órbitas, de pie sobre un cajón, profería frases inconexas sobre el fin del mundo, el Apocalipsis, Sodoma y Gomorra, mezclando Nazaret con Hollywood, las plagas de Egipto con Sunset Boulevard, citando títulos de películas a la manera de versículos de la Biblia, confundiendo a Douglas Fairbanks Jr. con Moisés, la tabla de los Diez Mandamientos con las portadas de la prensa amarilla. Y en torno del profeta había un pequeño grupo de zarrapastrosos y de personas corrientes lo bastante desesperados para prestarle atención y responder «¡Amén!» al unísono cada vez que el viejo elevaba los brazos al cielo e invocaba los rayos divinos, el granizo, la plaga de langostas.

Arty sonrió. Aunque no tenía motivos para sonreír. Había perdido al Punisher, su gallina de los huevos de oro. Y precisamente en esos días —presionado por las demandas de sus clientes, que esperaban con impaciencia una nueva hazaña del violador más amado de Hollywood—, Arty había hecho alguna pequeña prueba, resignado a la idea de haber perdido a su socio. Pero no había bribón capaz de transmitir la furia salvaje del Punisher. Ante la cámara, hasta el tipo más desalmado resultaba desmañado, patoso. Falso. Todos los que había probado —y que había encontrado en garitos de la peor especie— podían asustar en una calle oscura, de noche, en la vida real, pero ante los focos se convertían en caricaturas, en aficionados. Ninguno de ellos tenía el don de Cochrann. Ninguno de ellos tenía su carisma. No, solo había un Punisher. Y lo había perdido.

Arty vio bajar al viejo del cajón. El semáforo se puso en verde. Detrás de él, un coche pitó. Arty volvió la cabeza y arrancó. Sin embargo, mientras apartaba la miraba sintió que un escalofrío de excitación le recorría la espalda. Miró de nuevo el grupo de pordioseros. El coche que tenía detrás pitó otra vez. «¡Que te jodan!», gritó Arty. Aparcó el coche en la acera y se fijó de nuevo en los harapientos. Un joven que le sonaba de algo, con una barba rala y descuidada, el pelo desgreñado y sucio, sujetaba el cajón sobre el cual había hablado el viejo a la vez que tendía un sombrero agujereado a los transeúntes. Alguno le echó unas monedas. El viejo hurgó en el sombrero y luego con un gesto indicó al joven que lo siguiera. Y el joven, con paso apático y resignado, fue tras él, arrastrando el cajón, que hacía un ruido desagradable contra la acera. Con el joven y el profeta iban otros tres pordioseros. Los curiosos se dispersaron en distintas direcciones.

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