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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (65 page)

BOOK: La calle de los sueños
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Ruth sonrió, de manera fugaz y ambigua.

El rostro alegre del señor Bailey se ensombreció enseguida y en sus expresivos ojos se transparentó cierta inquietud.

Ruth rió.

—No pienses mal, Clarence —dijo—. Puede que los indios tengan razón y sea verdad que las fotos roben el alma. Pero yo se la he devuelto.

—Bueno... no he entendido nada —dijo Clarence, haciendo una mueca guasona—. Solo sé que en Hollywood te quiere todo el mundo. Tienes la agenda llena.

Ruth, en las dos semanas siguientes, fotografió a John Gilbert, William Boyd, Elinor Fair, Lon Chaney, Joan Crawford, Dorothy Cumming, James Murray, Mary Astor, Johnny Mac Brownsville, William Haines y Lillian Gish. Y tanto las estrellas como los productores se quedaron encantados con las fotos de Ruth, tan enigmáticas, intensas, sombrías, dramáticas. Y Douglas Fairbanks Jr., que había sonreído de forma exagerada durante la sesión de fotos, tras ver las de sus colegas, pidió que le hiciera otra nueva prometiéndole a Ruth que seguiría al pie de la letra sus indicaciones con tal de que le sacara instantáneas iguales a las de los otros, en las que aparecían con una trascendencia que no necesariamente poseían en la vida. La Paramount, la Fox y la MGM comenzaron a presionar a Clarence Bailey para tenerla en exclusiva, con la única consecuencia de que las tarifas de Ruth se pusieron por las nubes.

Un sábado por la mañana Ruth estaba citada con Jeanne Eagels en los estudios de la Paramount. El año anterior la actriz había hecho una película para la MGM pero parecía que ahora la Paramount apostaba por ella. Para el año siguiente tenía previstas dos películas como protagonista.

Ruth la encontró sentada en un rincón de un gran estudio. Todo el pabellón estaba en penumbra. La única zona iluminada era aquella en la que se maquillaban los figurantes. Jeanne Eagels estaba sentada en una silla y una peluquera la estaba peinando. Según se fue acercando, Ruth pudo distinguir mejor las facciones de la actriz. Tenía el pelo platino y la tez muy clara. Estaba con las piernas cruzadas y Ruth vio que sus tobillos eran finos. Así como las muñecas, casi frágiles, como de cristal. La actriz se retorcía las manos con expresión ceñuda. Cuando estuvo cerca de ella notó que Jeanne Eagels era flaquísima, de una belleza tan inocente como melancólica, y que trataba de disimular su respiración jadeante. Estaba ataviada con sobriedad: una falda gris hasta la rodilla, zapatos negros, medias color carne, una blusa blanca y una delicada gargantilla de perlas.

—No estoy lista —dijo en tono irritado al ver a Ruth. Pero su expresión cambió de súbito, y en sus ojos apareció algo que podía ser desconcierto. Se mordisqueó el fino labio inferior y le sonrió a Ruth—. Estoy haciendo teatro —añadió—. Me han hecho venir adrede para estas fotos.

—Estará cansada —indicó Ruth.

Jeanne Eagels no respondió. Su expresión cambió de nuevo, como abrumada por una repentina angustia. Apartó la mano de la peluquera que la estaba peinando y se volvió hacia la penumbra del estudio, que se puso a escrutar con ojos ansiosos. A continuación se llevó una mano al pecho, como procurando dominar sus nervios. Miró a Ruth y rió. Levemente, sin alegría. Pero con una amabilidad sorprendente.

Tenía poco más de treinta años pero parecía una veinteañera. Una veinteañera con mirada de mujer. Iban a ser unas fotos muy interesantes, pensó Ruth.

Jeanne Eagels se levantó de golpe, rebuscó en su bolso y extrajo un cigarrillo. Lo giraba entre los dedos sin encenderlo mientras se volvía sin parar hacia la entrada del estudio. Cuando oyó pasos en la penumbra, estiró el cuello delgado y casi dejó de respirar. Tenía una expresión dramática e intensa.

Ruth encuadró la cámara fotográfica y disparó.

—¡No! —gritó enseguida Jeanne Eagels. Luego se volvió otra vez hacia el lugar por el que se acercaban los pasos—. ¿Eres tú, Ronald? —preguntó con la voz quebrada por la tensión.

—Sí —contestó una voz alta y ronca.

El rostro de Jeanne Eagels se iluminó en una sonrisa. Aunque sin tornarse luminoso, pensó Ruth. La actriz se alejó y fue a las escaleras que conducían a los camerinos de arriba, reservados a los actores protagonistas. Subió deprisa los peldaños, sujetándose a la barandilla. Una vez arriba, se volvió hacia la base de las escaleras. Un hombre bajo, flaco, con un sombrero de paja calado hasta los ojos, la siguió. Al revés que Jeanne, el hombre caminaba pausadamente, casi con indolencia. Llevaba un maletín de médico, de cuero. Ambos desaparecieron en un camerino.

Ruth miró a la peluquera, quien al momento le apartó la mirada, azorada.

Antes de que pasaran diez minutos Jeanne Eagels reapareció en la puerta del camerino. Se dirigió hacia las escaleras y bajó con paso tranquilo y leve, algo inseguro. Como si flotase. Se sentó enfrente del espejo y terminó de peinarse sola. Luego se volvió hacia Ruth.

—Bueno, ¿empezamos ya? —le dijo con una sonrisa angelical y distante.

—¿Podemos hacerlas aquí? —preguntó Ruth—. Me gustaría usar los espejos.

Jeanne Eagels cerró los ojos, sin responder, y reclinó la cabeza, en una pose sensual y abandonada. Pasiva. Indiferente. Ruth disparó. La actriz abrió los ojos y la vio reflejada en el espejo, con una sonrisa desasosegante. Ruth disparó. Luego Jeanne Eagels apoyó la cabeza en la mesa de maquillaje. Sus cabellos platino se diseminaron sobre el tablero de madera, quedando iluminados por las bombillas que bordeaban el espejo. Ruth disparó. La actriz cerró los ojos y se puso una mano en un hombro. Ahora las manos se movían dócilmente, como en el agua, y habían perdido todo el nerviosismo de hacía escasos minutos. Ruth disparó. La actriz rió y cerró ligeramente los labios. Ruth disparó. La mano subió del hombro al cuello, como en una caricia. Ruth disparó. Entonces Jeanne se dio la vuelta, se sentó recta en la silla, con los brazos abandonados en el regazo y la cabeza algo ladeada.

Ruth encuadró la cámara fotográfica. Iban a ser unas fotos maravillosas, se dijo. Pero este pensamiento no le produjo alegría, sino cierta sensación de desazón.

—Se ha manchado la blusa —dijo Ruth, bajando la cámara fotográfica y señalando el brazo derecho de la actriz, a la altura del codo, en la parte interior.

Jeanne Eagels reaccionó lentamente. Primero le sonrió a Ruth, de manera distante, luego bajó la mirada a la manchita roja que se extendía sobre la tela blanca. La tapó con la mano.

—Carmín —dijo.

Pero Ruth sabía que era sangre. Sangre que brotaba de una minúscula herida en la vena del brazo. Y ahora —mientras los pasos del hombre con el maletín de médico resonaban en las escaleras— entendió a qué se debía la transformación de Jeanne Eagels. Y comprendió por qué no le había producido alegría imaginarse que serían buenas fotos. Y reconoció la desazón que había experimentado tras cada disparo. Ruth ahora sabía a quién estaba fotografiando. Había empezado fotografiando a mujeres que tenían esa misma mirada ausente. Perdida. Las había fotografiado en la Newhall Spirit Resort for Women. En la clínica donde la ingresaron. Y sabía qué había en el fondo de aquellas pupilas tan pequeñas como la cabeza de un alfiler. Desesperación. Derrota. Muerte. Ruth estaba fotografiando a la muerte.

—Hemos terminado —dijo apresuradamente.

—¿Ah, sí? —respondió Jeanne Eagels, distante e indiferente.

Ruth guardó la cámara fotográfica en su macuto y salió disparada del estudio. Y solo cuando estuvo bajo la luz radiante del sol californiano, lejos de Hollywood, se detuvo. Miró alrededor. No sabía dónde se encontraba. Quizá estaba en Downtown. Quizá no estaba lejos del mar. No sabía dónde se encontraba pero eso tampoco tenía importancia. Aquello era el mundo real. El mundo del que huía desde hacía demasiado tiempo. Desde que se marchara de Nueva York hacia California. Desde que perdiera a Christmas. Desde que se perdiera a sí misma.

«Desde que finges que te has reencontrado», pensó.

Había cerrado los ojos otra vez, engañándose, diciéndose que en realidad los tenía abiertos detrás del objetivo de su Leica. Se había atrincherado en la habitación de una agencia fotográfica, había dejado que un viejo bueno y protector se convirtiera en un diafragma entre ella y la realidad. Había querido creer que fotografiar estrellas era como vivir. Las mismas estrellas que, la noche que trató de suicidarse, viera como saltamontes. Las mismas estrellas que aleteaban a tontas y a locas porque sabían que no durarían, porque la suya no era vida, sino un breve sueño. O una pesadilla, como en el caso de Jeanne Eagels. O de John Barrymore. O el suyo.

Ruth se sentó en el escalón de un portal cerrado y se agarró la cabeza entre las manos. Oía alrededor las voces de la gente, los chillidos de las gaviotas en el cielo, una música que salía de una ventana y, encima de ella, el runrún sordo de los coches. Se había tapado los oídos, pensó. No había mirado, no había escuchado. No había sentido. Pese a lo cual había fingido mirar y escuchar y sentir. Pero no había cambiado nada. Se había escondido detrás de un daguerrotipo del abuelo Saul, haciéndolo revivir en los ojos amables de Clarence Bailey. Había sellado a Christmas en un horrible corazón pintado, la única cosa que le hacía compañía de noche. Un objeto inanimado.

«Estás sola», se dijo mientras oía a la gente alrededor correr, andar, llamarse, reír, insultarse. Comunicarse.

Se había alimentado de fantasmas. Del fantasma de su abuelo. Del fantasma de Christmas. Aquel estaba muerto. Este era como si no existiese, pues ella no se atrevía a buscarlo, a comprobar si seguía vivo. Vivo para ella.

«Estás sola», se repitió. Y experimentó una congoja enorme.

Entonces se puso de pie y extrajo su Leica del macuto. Echó a andar por aquellas calles desconocidas, sin prisa, sin meta. Sin más deseo que el de salir de su propia cárcel. Aquella cárcel cuyos muros, barrotes y candados había hecho ella misma. Aquella cárcel cuya llave había perdido. Anduvo mirando en derredor, como no había vuelto a hacer. Hacía muchísimo tiempo. Miraba y procuraba ver. Escuchaba y procuraba sentir.

En un callejón oscuro y sucio vio a un mendigo tirado en el suelo, dormido. Tomó una foto. Disparó de nuevo. Por último, bajó la Leica y lo miró. Con sus ojos. Y aspiró el desagradable olor que emanaba.

Siguió caminando, recorriendo las calles de aquella ciudad que no conocía, como si se adentrara en una jungla misteriosa.

En el interior de una pequeña tienda vio a una mujer gorda probándose un traje floreado. La dependienta trataba desesperadamente de cerrarle los botones. La mujer gorda tenía la cara mortificada. Ruth levantó la Leica y disparó a través del escaparate. La mujer gorda y la dependienta se percataron y se quedaron mirándola, pasmadas. Ruth disparó. Entre las dos mujeres, desenfocada, en primer plano, en caracteres dorados ribeteados de negro, la inscripción
«Clothes»
.

Reanudó su camino. Y ahora todo le parecía distinto. Como si volviera a pertenecer a aquel mundo. El mundo corriente. El mundo verdadero. Como si volviera a respirar. Como cuando se quitó las gasas con las que se vendaba el pecho, que le estrujaban los pulmones. Como si desde aquel momento ya no pudiera seguir huyendo.

Regresó al estudio muy tarde, y estuvo toda la noche revelando las fotos que había tomado. Un hombre en un restaurante, con la boca desmesuradamente llena, y la mirada decepcionada de su mujer. Una camarera uniformada en la parte trasera del restaurante dándose masajes en los pies, con un cigarrillo en la boca. Una larga fila de coches usados, con los precios escritos en el parabrisas, y al fondo el vendedor, minúsculo, solo, sin clientes. Un hombre y una mujer besándose mientras el hijo pequeño tiraba de la falda de la madre, llorando irritado por aquel amor que no le concernía. Un tren de mercancías y un viejo mendigo que no logra subir a los vagones en marcha. Una hilera de casas con las ventanas cerradas, como si estuvieran deshabitadas. Una mujer tendiendo ropa, con un ojo morado. Un viejo en una mecedora, bajo el portal desconchado de su casa. Un niño tirando la basura.

A la mañana siguiente le entregó las fotos al señor Bailey. Las pocas instantáneas de Jeanne Eagels y las fotos de Los Ángeles.

—¿Estás pensando en cambiar de rumbo? —le preguntó Clarence.

—No lo sé —contestó Ruth.

El señor Bailey metió las fotos de Jeanne Eagels en un sobre para la Paramount, distraídamente. Luego volvió a coger las que Ruth había tomado en Downtown y las miró de nuevo. Lentamente, con atención.

—Son emocionantes —dijo.

Ruth adoptó la costumbre de andar por Los Ángeles con su Leica. Sistemáticamente. Cada día. Para robar imágenes emocionantes, se decía. Pero sin darse cuenta, día tras día, foto tras foto, lo que hacía era acostumbrarse a la vida. Como si la estuviese aprendiendo desde el principio. Como si aquel deambular sin meta fuese una especie de escuela.

Y al cabo de dos semanas se dio cuenta de que en sus fotos habían aparecido además personas que reían. Aún no eran fotos alegres, seguían teniendo su tono intenso y melancólico, pero era como si se estuvieran suavizando. O como si sus encuadres se ampliaran, para abarcar en el objetivo la vida en su conjunto. Con luces y sombras.

Pero siempre, de noche, al cerrar la puerta de su habitación, se repetía: «Estás sola».

Un domingo, de vuelta de la visita semanal a la señora Bailey, en la Newhall Spirit Resort for Women, Ruth vio un parque lleno de niños y le pidió a Clarence que parara el automóvil. Se apeó y encaminó sus pasos hacia el parque, mientras el señor Bailey se alejaba con el coche. A medida que se acercaba oía con mayor claridad los gritos acalorados de los niños. Y le dio por sonreír, después del silencio catatónico de la clínica psiquiátrica. Se sentó en un banco y vio jugar a los niños. Niños como otros cualesquiera. Semejantes a los niños ricos que tendría que haber fotografiado alegres y risueños en su primer encargo. Y recordó el esfuerzo que hizo para excluir las sonrisas y los juegos de sus fotos. Entonces, como para devolver a los niños la alegría que les había sustraído aquella vez, levantó la cámara fotográfica y los encuadró.

En el visor apareció el rostro gracioso de un niño de cinco años que había reparado en ella. La miraba y reía, haciendo posturitas. Tenía orejas de soplillo, que destacaban más por el pelo, muy corto. Piernas flacas y largas y rodillas huesudas. El niño se puso en postura de púgil. Ruth sonrió y disparó. Luego el niño se puso en postura de vaquero, empuñando una pistola imaginaria. Ruth disparó. El niño reía, excitado por esa actuación fuera de programa. Imitó la danza guerrera de un indio. Ruth disparó.

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