La calle de los sueños (31 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—Gracias... —dijo Christmas y se dirigió hacia la salida de la tienda.

—Hay un antiguo refrán: «Está prohibido perder un tiempo que mide Dios y pagan los hombres».

Christmas meneó la cabeza, molesto. No tenía ganas de sermones. Dobló la esquina y se quedó esperando la hora de cierre, rogando que esos minutos pasaran deprisa, porque no le apetecía estar solo con sus pensamientos.

—¡Christmas! —exclamó sorprendido Santo en cuanto vio a su amigo, un rato después, al salir por la trastienda.

—Han cambiado todo el tenderete —dijo Christmas señalando la tienda—. Lo raro es que no hayan despedido a una piedra en el zapato como tú.

—Ha faltado poco —respondió Santo, mientras volvían juntos a casa, alegres como en los viejos tiempos—. ¿Sabes cuál es su frase preferida?

—Está prohibido perder un tiempo que mide Dios y pagan los hombres.

Santo rió.

—Exacto. ¿Te la ha dicho a ti también? Qué tipo tan coñazo. Desde que murió el viejo Isaacson, poco a poco el hijo se está deshaciendo de todo. Ahora la tienda es de ese tacaño asqueroso. Me ha quitado un dólar cincuenta del jornal y trabajo casi el doble.

Christmas le dio un empujón a Santo.

—Vas vestido como un empleado maricón —se burló.

—Si sigo así acabaré siéndolo, porque me paso la vida encerrado en esa mierda de almacén.

Los dos muchachos se rieron. Tenían quince años. En su cara asomaba una leve barba. Los ojos estaban marcados por un poco de vida. Anduvieron en silencio a lo largo de varias manzanas, como en los viejos tiempos.

—¿Qué tal con Joey? —preguntó luego Santo.

—No es como contigo —mintió Christmas.

Santo sonrió complacido.

—Echo de menos a los Diamond Dogs.

—Sigues siendo uno de los nuestros —dijo Christmas.

—Claro... —murmuró Santo y se metió las manos en los bolsillos—. Mi madre está mal.

—Sí, me he enterado.

—¿Sabes cuándo me di cuenta de que se trataba de algo serio?

—¿Cuándo?

—Cuando dejó de darme bofetadas —respondió Santo e intentó sonreír.

—Claro... —masculló Christmas—. Lo siento, Santo.

—Claro...

Y siguieron andando en silencio a lo largo de unas manzanas más.

—Nunca creí que pudiera echar de menos las bofetadas de mi madre —dijo de repente Santo.

Christmas no respondió. Porque no tenía nada que decir. Y porque sabía que Santo no esperaba que dijese nada. Entre ellos era así. Siempre había sido así.

—Y aquella chica, ¿cómo está? —preguntó Santo por cambiar de tema.

—¿Quién? —Christmas fingió no entender.

—Ruth.

—Ah, Ruth... —El chico contuvo a duras penas su rabia—. Ya no la veo. Es una gilipollas —zanjó.

Santos no dijo nada. Porque entre ellos era así.

—Feliz Navidad, amigo —dijo Christmas cuando llegaron a casa.

—Feliz Navidad... jefe —respondió Santo.

28

Manhattan, 1913-1917

Cetta no volvió a ver nunca más a Andrew. Pasado un tiempo lo borró de su mente y únicamente recordaba la emoción que le había suscitado el Madison Square Garden. Y a partir de ese momento no hizo otra cosa que contársela a Christmas. «El teatro —le decía— es un mundo perfecto, donde cada cosa es como tiene que ser. Incluso cuando acaba mal. Porque todo está puesto en orden.»

Christmas tenía cinco años y no entendía las explicaciones de su madre. Pero cuando estaban juntos, tumbados en la cama o de paseo por Battery Park, observando los ferrys que se llenaban de gente alegre con destino a Coney Island, o cuando Cetta lo llevaba al Queensboro Bridge y le señalaba Blackswell’s Island diciéndole que en aquellos edificios grises estaba Sal y que iba a salir pronto, Christmas le pedía que le contara más sobre el teatro. Y Cetta, que solo se acordaba vagamente de la función de los huelguistas de Paterson, cada vez se inventaba un relato nuevo. Así, partiendo de la huelga, surgían historias que hablaban de amor y amistad, o en las que aparecían dragones y princesas, héroes que nunca traicionaban a su amada, aunque ya estuvieran casados con una bruja o el rey se opusiera a su amor.

—¿Cuándo me llevarás al teatro? —preguntó Christmas.

—Cuando seas mayor, niño mío —respondió Cetta, peinándole el mechón rubio sobre la frente.

—¿Por qué no eres actriz? —preguntó entonces Christmas.

—Porque yo soy tuya —dijo, y lo abrazó con fuerza.

—Entonces yo tampoco podré hacer teatro —respondió Christmas—. Yo también soy tuyo, ¿verdad, mamá?

—Sí, cariño, eres mío —dijo conmovida Cetta. Después le cogió la cara entre las manos y se puso seria—. Pero tú puedes hacer lo que quieras en la vida. ¿Y sabes por qué?

—Uf, sí... —resopló Christmas zafándose del abrazo.

—Dilo.

—Mamá, qué pesada.

—Dilo, Christmas.

—Porque soy americano.

—Muy bien, niño.—Cetta rió—. Sí, eres americano.

Y para ser un auténtico americano tenía que ir a la escuela. Así, al año siguiente Cetta lo matriculó en la escuela del distrito.

—A partir de ahora eres un hombre —le dijo.

Le compró la cartilla, tres cuadernos, dos plumas, un frasquito de tinta negra y otro de roja, cinco lápices, un sacapuntas y una goma de borrar. Y a finales de aquel primer año —en el cual Christmas demostró ser un alumno modélico, inquieto y curioso, que aprendía velozmente—, le regaló un libro.

Se sentaban en un banco de Battery Park, uno al lado del otro, y Christmas leía en voz alta —al principio silabeando con esfuerzo, luego, progresivamente más rápido— las aventuras de
Colmillo Blanco
. Una página al día.

—Esta es nuestra historia —dijo Cetta a Christmas cuando hubieron terminado el libro, casi un año después—. Nosotros, cuando llegamos aquí a Nueva York, somos como Colmillo Blanco, como los lobos. Somos fuertes pero salvajes. Y encontramos a gente malvada que nos vuelve aún más salvajes. Y que es capaz de dejarnos morir si se lo permitimos. Solo que nosotros no somos solo salvajes. También somos fuertes, Christmas, recuérdalo siempre. Y cuando encontramos a una persona decente, o cuando finalmente el destino se vuelve de nuestro lado, entonces nuestra fuerza nos convierte como Colmillo Blanco. En americanos. Dejamos de ser salvajes. Eso es lo que quiere decir el libro.

—A mí me gustan mucho más los lobos que los perros —dijo Christmas.

Cetta le acarició el pelo tan rubio como el trigo.

—Tú eres un lobo, amor mío. Y el lobo que hay dentro de ti te hará fuerte e invencible cuando seas mayor. Pero, como Colmillo Blanco, debes escuchar la voz del amor. Si eres sordo a esa voz, te volverás como todos los chicos de nuestro barrio, esos rufianes que no son lobos salvajes sino perros rabiosos.

—¿Sal está en la cárcel porque es un perro rabioso, mamá?

—No, cariño —sonrió Cetta—. Sal está en la cárcel porque también es un lobo valiente. Pero no tiene el mismo destino que Colmillo Blanco. Sal es como Tuerto, el viejo jefe de la manada, sabio por el ojo que ve y feroz por el que no ve.

—Entonces ¿tú eres la mamá de Colmillo Blanco? ¿Enamoras a los perros y luego los llevas al bosque para que los lobos los devoren?

Cetta lo miró con orgullo.

—No, yo soy simplemente tu madre, cariño. Soy como las páginas del libro. Donde tú puedes escribir toda tu historia y...

—... y volverme americano, sí, lo sé —la interrumpió Christmas, riéndose y poniéndose de pie—. Vámonos a casa, mamá, que tengo hambre. Los americanos también comen, ¿no es cierto?

Sal le había dicho que abandonaría la cárcel el 17 de julio de 1916. «Dentro de dos semanas», pensó Cetta.

Cetta tenía veintidós años; Christmas, ocho.

Cetta contaba los días presa de una constante sensación de agitación y miedo, de alegría y ansiedad. Y continuamente evocaba los domingos que había pasado con Sal, como para tratar de acostumbrarse a esa presencia antes de su vuelta. Y cuando iba a verlo a la prisión se los recordaba también a él, casi para tener la certeza de que volvería.

Después de esos años solitarios y estables, que había pasado solo cuidando a Christmas, Cetta estaba ahora nerviosa y no lograba parar quieta ni un instante. No soportaba quedarse en el semisótano. Especialmente los domingos.

—Salgamos —dijo uno de aquellos domingos a Christmas y lo llevó consigo por las calles. No sabía adónde ir. Tampoco tenía la menor importancia. Andar la distraía. Cada paso era un segundo transcurrido. Un segundo más próximo al momento en que vería a Sal en la embarcación del Departamento Penitenciario de Nueva York. Un segundo más próximo al instante en que ella y Sal se mirarían. Los dos libres.

Mientras deambulaba por las calles del Lower East Side, Cetta reparó en un corrillo de gente. Y vio banderas americanas ondeando al viento.

—Ven, vamos a ver —dijo a Christmas.

Se acercó y vio a un hombre bajo y fornido que agradecía a todos los habitantes del Lower East Side desde un estrado de madera, adornado con escarapelas. Tenía un rostro radiante y lleno de energía que a Cetta le sonaba familiar, pero no sabía decir por qué.

—¿Quién es? —preguntó a una mujer del vecindario.

—Es el tipo que nos representa en el Congreso —le respondió—. Se llama Fiorello... no se qué. Tiene un nombre raro, como tu Christmas.

Y entonces, de súbito, con un brinco del corazón, Cetta supo quién era aquel tipo del estrado. Esperó a que el hombre terminara su discurso, se abrió paso entre la gente y se le acercó, embargada por una emoción muy intensa.

—¡Míster LaGuardia! —llamó a voz en grito—. ¡Míster LaGuardia!

El hombre se volvió. Dos guardaespaldas altos y fuertes se interpusieron enseguida entre aquel y Cetta.

—Míralo bien, Christmas —dijo Cetta llegando hasta Fiorello LaGuardia. Se metió entre los dos gorilas, se estiró hacia el hombre, le agarró una mano entre las suyas y se la besó. Luego tiró de Christmas y lo empujó hacia el político—. Este es mi hijo Christmas —le dijo—. Usted le puso su nombre americano.

Fiorello LaGuardia la observó incómodo, sin comprender.

—Hace casi ocho años —continuó Cetta, acalorada—, desembarcamos en Ellis Island y usted estaba allí... y era el único que hablaba italiano... y el inspector no entendía y usted dijo... él, mi hijo, se llamaba Natale... y usted dijo...

—¿Christmas? —inquirió, divertido, Fiorello LaGuardia.

—Christmas Luminita, sí —contestó Cetta, altiva y conmovida—. Y ahora él es americano... —y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Tóquelo. Por favor, póngale una mano en la cabeza...

Fiorello LaGuardia, azorado, estiró una mano rechoncha y corta sobre la cabeza rubia de Christmas.

Cetta se le abalanzó y lo abrazó. Pero enseguida se apartó.

—Perdóneme... perdóneme... yo... —Ya no sabía qué decir—. Yo... yo votaré siempre por usted —exclamó con énfasis—. Siempre.

Fiorello LaGuardia sonrió.

—Pues tendremos que apresurarnos en dar el voto a las mujeres —dijo.

Los hombres que estaban con él rieron. Cetta no entendió y se sonrojó. Bajó la mirada y, cuando estaba a punto de irse, Fiorello LaGuardia cogió a Christmas por un brazo y lo levantó en vilo.

—¡Voy a luchar en Washington por el futuro de estos jóvenes! —dijo en voz alta, de manera que todos los presentes lo oyeran—. ¡Voy a luchar por estos nuevos campeones!

Cetta miró a Christmas y se dijo: «No llores, imbécil». Sin embargo, al instante la vista se le nubló y comenzó a derramar abundantes lágrimas. Mientras Fiorello LaGuardia se alejaba entre los aplausos de la gente, Cetta agarró a su hijo y lo abrazó con fuerza.

—¿Has oído lo que ha dicho? —le dijo, casi chillando—. ¡Eres un joven americano! ¡Un campeón! ¿Has visto, Christmas? Es el hombre que te puso el nombre... es igual que con Comillo Blanco, él es el juez Scout. ¡Eres americano, lo ha dicho Fiorello LaGuardia!

Cuando a la semana siguiente Sal abandonó la cárcel, Madame dio permiso a Cetta para no ir a trabajar. Y durante toda la noche Cetta le contó a Sal el encuentro con Fiorello LaGuardia. Excitada y feliz.

—Se ha hecho mayor —dijo Sal, ya entrada la noche, mirando a Christmas, que dormía. Después se encendió un puro, se volvió hacia Cetta y, con gesto duro, añadió—: Creo que tienes que contarme algo más.

Cetta tampoco fue a trabajar la noche siguiente. Por la mañana Sal le había llevado un traje de seda azul. Con el cuello blanco perla y un cinturón del mismo color. Y medias oscuras y zapatos negros y brillantes, con la punta redonda.

—Esta noche salimos. Pasaré a recogerte a las siete y media —le dijo con frialdad.

Cetta, la noche anterior, le había contado todo sobre Andrew. También sobre el Madison Square Garden. «Pero ya se terminó», le había dicho. Sal no había pronunciado una sola palabra. Había acabado su puro, se había levantado de la silla con forma de trono y se había marchado. Cetta no sabía adónde. Y no sabía si iba a volver.

Pero Sal había aparecido por la mañana, con el traje, las medias y los zapatos. Y a las siete y media había regresado para recogerla en coche.

—¿Adónde vamos? —le preguntó Cetta.

—Al Madison Square Garden —respondió Sal. Eso fue todo. Vestía un traje oscuro, lustroso y elegante. Quizá demasiado pequeño para él. Y un abrigo de cachemira negro. Y en el bolsillo derecho del abrigo llevaba un paquete, largo y fino, envuelto en un papel floreado—. Primera fila, nada de gallinero —dijo Sal al entrar en el Madison.

Cetta sintió que se quedaba sin aliento. Y le temblaron las piernas por la emoción.

Una muchacha rubia los condujo a sus localidades. Las luces apuntaban a un cuadrilátero elevado y delimitado por una cuerda. Y en el cuadrilátero, dos hombres en pantalones cortos y con guantes de boxeo esperaban para pelear, mientras el árbitro miraba un reloj.

—Esta noche solo había esto —dijo Sal, con su voz profunda.

—¿Quién es el más fuerte? —preguntó Cetta—. ¿Cuál va a ganar?

—El negro —contestó Sal.

—Pero si los dos son negros —dijo Cetta.

—Por eso.

Cetta permaneció un instante en silencio y luego rompió a reír. Y cuando sonó el gong y los dos púgiles se lanzaron uno contra el otro, se estrechó a su brazo.

—Te amo —le dijo a un oído.

Sal no respondió. Se metió una mano en el bolsillo del abrigo, cogió el paquete y se lo entregó a Cetta, sin mirarla.

—He aprendido a trabajar la madera en la carpintería —dijo—. Esto lo he hecho para ti.

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