La calle de los sueños (62 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—Sinvergüenza —bromeó y le dio un pellizco—. Yo te echaré de menos a ti —dijo luego.

Christmas se escurrió bajó las mantas y la besó entre los senos.

—¿Vas a invitarme a la boda? —le preguntó.

—No.

—¿Por qué? —inquirió Christmas volviendo a abandonarse sobre la almohada.

María le despeinó el mechón rubio y lo miró a los ojos, en silencio.

—Por esto.

—¿Qué es esto?

—Ramón notaría cómo nos miramos. —María sonrió—. Y no le gustaría.

—¿Me mataría?

María sonrió.

—Estoy enamorada de Ramón. No quiero que sufra.

—Seréis felices —dijo Christmas con una pizca de tristeza.

María apoyó su mejilla en la de él. Le rozó el cuello con los labios.

—¿Estás pensando en ella? —balbuceó con voz dulce.

Christmas se levantó de la cama y empezó a vestirse.

—Cada día. A cada instante —respondió.

—Ven aquí —dijo María abriendo los brazos—. Despídete antes de irte.

Christmas se abotonó la chaqueta, después se inclinó hacia María y la besó tiernamente en los labios.

—Eres hermosa —le dijo, con los ojos velados por la melancolía del adiós—. Lamentaré no volver a reír contigo.

—Sí... —repuso María.

—Me voy...

—Sí...

Se miraron. Se sonrieron. Dos amantes que se dejaban sin sufrimiento. Dos amantes que se perdían. Dos compañeros de juego cuyos caminos se separaban. Se sonrieron por aquel dolor ligero que se estaban infligiendo.

—Es pronto... ¿no quieres quedarte un rato más? —preguntó entonces María.

Christmas le acarició el rostro, moviendo la cabeza.

—No. Tengo una cita antes de la emisión.

—¿Qué puede haber más importante que estar conmigo? —bromeó María.

Christmas sonrió sin responder.

—¿Y bien?

—Tengo que despedirme de un amigo.

—Ah...

Se miraron.

—Me voy... —dijo Christmas.

—Sí...

Y se miraron de nuevo.

—La encontrarás —se despidió entonces María y le estrechó la mano.

Christmas le sonrió, se dio la vuelta y salió del piso y de la vida de María.

Subió a un tren de la BMT y desde su asiento miraba un perno oxidado, sin prestar atención a la gente que entraba y salía del vagón, con la mente en blanco y a la vez saturada. Se preparaba para otro adiós. Definitivo. Doloroso. Inevitable.

Pero su cabeza, ahora como cuando estaba con María, no podía dejar de darle vueltas a lo que había hecho Karl el traidor. «Cabrón», pensó con coraje. Quería venderlos. «Habrá tiempo también para ti», se dijo.

Cuando llegó a su parada, bajó y echó a andar despacio, sin prisa. Cruzó la verja del Cementerio Monte Sion, recorrió las veredas silenciosas y al fondo —en una zona aislada del camposanto judío— vio a un hombre con el que no había coincidido nunca pero del que había oído hablar muchas veces y a una mujer con la que sí había coincidido una vez pero que no quiso estrecharle la mano al saber que no era judío. El hombre, con un traje gris oscuro, con las mangas y el cuello raídos, estaba tocado con un
yarmulke
. La mujer, con un velo. Y vestía de negro. Los dos llevaban ropa invernal. Y sudaban en el bochorno del verano.

Christmas se acercó a los dos y preguntó:

—¿Puedo quedarme?

El hombre y la mujer giraron la cabeza y lo miraron sin expresión. Ni de estupor ni de enfado. Luego volvieron a mirar la lápida, pequeña, blanca, en la que estaba grabada la estrella de David.

«Yosseph Fein. 1906-1928», rezaba la inscripción de la lápida.

Nada más. Ni «amado hijo» ni que todos lo llamaban Joey ni que su apodo era Mugre porque todas las carteras se le pegaban a sus grasientas manos ni que era asquerosamente flaco o que tenía unas ojeras profundas y negras. «Cuando Abe el Tonto estire la pata lo tirarán a un hoyo del cementerio Monte Sion y en su tumba escribirán:“Nacido en 1874. Muerto en...”, yo qué coño sé... “1935”. Punto final. ¿Y sabes por qué? Porque no hay una mierda que decir sobre Abe el Tonto», dijo un día Joey, lleno de desprecio. Y ahora Joey tenía la tumba que había imaginado para su padre. No estaba escrito que quería comprarse un bonito coche. Ni que cobraba la mordida de las tragaperras de otros, ni que pasaba droga, ni que ganaba más que su padre haciendo
schlamming
, pegando a su gente con un tubo de hierro oculto en un ejemplar del
New York Times
. No estaba escrito que tenía el miedo pintado en los ojos y la debilidad del traidor. No estaba escrito que le había robado a Meyer Lansky una tajada del dinero que el sindicato pasaba a la organización para tener la protección de la mafia judía. No estaba escrito que había muerto estrangulado y que lo habían arrojado a la basura, ni que llevaba un traje de seda de ciento cincuenta dólares, demasiado chillón para ser de una persona decente. No había nada escrito. Nombre, fecha de nacimiento, fecha de defunción.

Tampoco estaba escrito que Christmas había sido su único amigo.

Y allí, en aquella zona aislada del cementerio, no había nadie aparte de su padre y su madre, inmóviles delante de la tierra removida. Como dos estatuas de sal que sudaban en sus trajes invernales. Nadie más. Nadie que añorara a Joey. Nadie que fuera lo bastante amigo de Abe el Tonto y de su esposa para compartir su dolor. Solo estaban ellos tres.

—Era... un muchacho... —empezó a decir Christmas, porque no quería que Joey se fuese sin una palabra. Pero se trabó, sin saber cómo continuar.

La madre de Joey se volvió a mirarlo. Durante un instante. Sin reprobación ni esperanza. Luego se puso a contemplar de nuevo la tierra que cubría la fosa y el ataúd.

«Era un muchacho», pensó Christmas al tiempo que se alejaba. Porque no había mucho más que decir.

Y entonces, en aquella quietud sin olvido, de pronto resonó un aullido desgarrador. Desenfrenado. Como un mugido reprimido.

Christmas miró hacia atrás y vio que los hombros de Abe el Tonto eran sacudidos por otro sollozo breve, casi ridículo, que hizo que el
yarmulke
se le cayera de la cabeza. Su mujer se agachó, lo recogió y lo puso otra vez en la cabeza de su marido. Luego los hombros de Abe el Tonto se enderezaron y ambos se transmutaron nuevamente en dos estatuas de sal que miraban en silencio la tierra removida.

55

Los Ángeles, 1928

Arty le insistía en que se comprara una casa como la suya. Decía que era una inversión para la vejez. Y aseguraba que esos chalets adosados que estaban construyendo en Downtown eran una ganga.

Pero Bill no pensaba en la vejez. No conseguía imaginarse viejo. No sabía por qué, pero era así. Ahí en Hollywood, Arty Short era probablemente el único que pensaba en la vejez. Según Bill, en Hollywood ni siquiera los viejos pensaban en la vejez. Por eso jamás se compraría uno de esos tristes chalets adosados, con una franja de jardín en la parte delantera, que te obligaba a saludar a los vecinos cada vez que tirabas la basura, y otra franja en la parte trasera, por cuya causa tenías que aguantar sus barbacoas dominicales. No, esa no era vida para Bill. No era la vida que se esperaba de Hollywood.

Desde que se había convertido en coproductor de las películas del Punisher, las ganancias de Bill se habían incrementado enormemente. «Conque te lo querías zampar todo tú solo, ¿eh?», le dijo a Arty después de repartir los primeros ingresos. Descontados los gastos, cada uno se quedó con casi cuatro mil dólares. Después se difundió más el rumor acerca de la pornografía nueva, violenta y real, y sus clientes aumentaron. Entre estos había también texanos, canadienses y neoyorquinos. Y no faltaban clientes en Miami. Con la segunda película cada uno ganó siete mil dólares. Y los nuevos clientes compraron además la primera película. Así, a los cuatro mil del principio se sumaron otros tres. Cuando sacaron al mercado la tercera película, había tanta expectación que Bill y Arty se repartieron veintiún mil dólares en un solo mes. Diez mil quinientos para cada uno. Eran cifras astronómicas. Y, de película en película, las ganancias aumentaban. Ahora Bill y Arty iban por su séptima película —con la última recaudaron nada menos que treinta y dos mil dólares—, y los invitaban con creciente frecuencia a las fiestas importantes. El Punisher era una estrella. Todo el mundo quería saber quién era. Por eso cortejaban a los dos productores. Pero ninguno de los dos reveló nunca la identidad del Punisher.

El nuevo ídolo del porno —había comprendido Bill tratando a esa gente— hacía exactamente lo que hacían ellos. Así era como Von Stroheim se había granjeado el apelativo de «Puerco Huno», como ya lo llamaba todo el mundo tras la publicación de las memorias de Mae Murray. Lo mismo había pasado con Roscoe Fatty Arbuckle, cuando mató a Virginia Rappe en el St. Francis, violándola con una botella. Hollywood era una máquina violadora. ¿O no eran violaciones las ilusiones que creaba y destruía en un abrir y cerrar de ojos? Por eso el Punisher tenía éxito. Porque encarnaba el espíritu de Hollywood y de los hombres que estaban en el puente de mando. El Punisher hacía física y chabacanamente lo que todos ellos hacían por otros caminos.

Bill pudo confirmarlo cuando Moll Daniel, una de las chicas que había violado en la quinta película de la nueva serie del Punisher, empezó a chantajearlo. Las otras chicas solían callar. Los quinientos dólares que Bill y Arty les ofrecían constituían una buena suma en aquella época. La promesa de recomendarlas a productores y directores hacía el resto. La esperanza de que podían verlas hombres poderosos en aquellos degradantes momentos filmados —y que en función de eso decidirían ofrecerles un papel— era uno de los ganchos que las había hecho ir a Hollywood. Luego estaba la vergüenza. Pero Moll quería algo más que esperanzas y promesas. Y no tenía vergüenza. Bill, a su manera, la admiraba. En cambio, Arty estaba aterrorizado. Fueron entonces a ver a uno de sus clientes, un conocido productor al que Arty conocía desde hacía muchos años y que trataba exclusivamente con él, y le expuso el problema. El productor, un gran admirador de la violencia del Punisher, le prometió resolverlo. Le ofrecería un papel a Moll y la convertiría en su amante, porque tenía debilidad por las pelirrojas, según dijo. Pero a cambio quería conocer la identidad del Punisher. Cuando Arty estaba a punto de contarlo todo, Bill le dio un empujón, cogió al productor por un hombro, lo llevó a un rincón del despacho y le susurró algo al oído. El productor levantó la cabeza y miró en silencio a Bill. Después asintió. Serio.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Arty en cuanto salieron del estudio.

Bill se acercó al oído de Arty y también musitó:

—Tú eres el Punisher. Hazle daño. Le gustará.

Y desde aquel día el conocido productor solo quiso tratar con Bill.

Eso era Hollywood. Arty no entendía un carajo. No era más que un chulo que sabía de cámaras.

Y como demostración de que no entendía un carajo de Hollywood, aquel mamón quería que Bill se comprase un chalet adosado, igual que un empleado de banca. No, Arty no sabía vivir, pensaba Bill aquel día, tumbado al borde de la piscina de la mansión que había alquilado en Beverly Hills. La piscina era pequeña. El jardín era pequeño. Tampoco estaba en la mejor zona de Beverly Hills. Pero había progresado mucho desde los días del Palermo Apartment House. Y había reemplazado el Studebaker por un LaSalle recién estrenado. Bill lo había comprado tras leer que el año anterior Willard Rader había lanzado el motor de ocho cilindros en V por el circuito de la General Motors en Millford alcanzando los ciento cincuenta kilómetros por hora, que era el promedio récord para un turismo. Pocos kilómetros menos que el promedio que habían marcado ese mismo año los coches de carreras en Indianápolis. Era un coche excepcional. Arty había dicho que costaba una pasta, que era una gilipollez tirar todo ese dinero en un coche. Pero Arty no sabía vivir. Bill, en cambio, sí. Por eso lo había comprado y, en cuanto podía, se iba a correr a la carretera de la costa. No había nada equiparable a la sensación de lanzarse a una velocidad endiablada por el asfalto, con el océano resplandeciendo a su derecha, rumbo a San Diego.

«Soy rico», se dijo Bill, estirándose sobre la tumbona al borde de la piscina, mientras el sol californiano le secaba el pelo, tras el chapuzón matutino. «Zorra», dijo luego mirando la portada que
Photoplay
había dedicado a Gloria Swanson, nominada ese año al Oscar como mejor actriz por su papel encarnando a Sadie Thompson. Soportaba a los hombres ricos, no a las mujeres. «Zorra asquerosa», recalcó y escupió sobre la revista que estaba encima de la mesilla de madera pintada. Después rió, se puso el albornoz y decidió salir a correr un rato en coche. Su LaSalle brillaba al lado de la verja.

Y en ese instante los vio.

Dos policías uniformados habían aparcado el coche patrulla delante de la entrada. Se habían apeado del coche y uno de ellos llevaba un papel en la mano. El otro se había quitado las esposas del cinturón. Bill se escondió detrás de una esquina de la casa de estilo moruno. Vio que llamaban al timbre. Una, dos, tres veces. Un sonido agudo que entraba en los oídos de Bill como un grito. Después uno de los policías —el que llevaba las esposas— miró alrededor.

—Señora, ¿conoce a Cochrann Fennore? —preguntó a una mujer que estaba entrando en la mansión de enfrente.

—¿A quién? —dijo la mujer.

—Al hombre que vive aquí —explicó el policía, señalando la casa de Bill.

El otro policía seguía fisgando por los barrotes de la verja y tocando el timbre.

—Ah, sí... ese. Conduce como un loco —refunfuñó la mujer—. ¿Están aquí por eso?

—No, señora, no es por su manera de conducir.

—¿Qué ha hecho? —inquirió la mujer.

—Cuando vivía en el Este, hace años, fue malo. El fiscal le ha reservado unas vacaciones en San Quintín —bromeó el policía.

—Nunca me ha gustado —advirtió la mujer en tono airado.

—No volverá a verlo, descuide.

—Mejor —dijo la mujer y desapareció en su mansión.

«Me han encontrado», pensó Bill, con el corazón en un puño. En un instante volvió a ver el traje blanco con el volante azul de Ruth tiñéndose de rojo y la sortija con la esmeralda y las tijeras de podar apretando el anular y el cuchillo de pescado penetrando en la mano de su padre y luego en el vientre y entre las costillas de su madre. Y vio de nuevo los dos cadáveres en el suelo y la sangre extendiéndose por el suelo y una escama de pescado flotando en el charco de sangre. Y sintió el último aliento del muchacho irlandés al que había robado la identidad y el dinero, y vio otra vez el rostro lozano de la novia de aquel buscándolo, gritando su nombre en la embarcación del Servicio de Inmigración. Y en un instante, más rápido que con su LaSalle, Bill recorrió su vida violenta, repleta de violaciones y abusos. «Se acabó», se dijo presa del pánico. Y toda la sangre que había derramado, todas las lágrimas que había arrancado, se le incrustaron en el cerebro mientras sus tímpanos eran desgarrados por el persistente sonido del timbre y por la voz áspera de uno de los policías que gritaba: «¡Cochrann Fennore, abre! ¡Policía!».

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