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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (67 page)

BOOK: La calle de los sueños
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«Ve a buscarla.» Se lo había tenido que decir Cyril. Porque él no se atrevía a pensarlo. Porque él ahora solo tenía miedo.

Entró en el piso. Cetta lo esperaba sentada en el sofá. Radiante. Sonriente.

—Dentro de dos semanas me voy a Hollywood —dijo Christmas antes de cerrar la puerta, cabizbajo. Como si le estuviese comunicando a su madre algo de lo que se avergonzaba.

Cetta no dijo nada. Lo sabía todo sobre su hijo. Y sabía cuándo ciertas frases no significaban lo que las palabras aparentaban decir. Se limitó a mirarlo, aguardando a que Christmas alzase la vista. Luego con un gesto le indicó que se sentara en el sofá. Y cuando Christmas se acomodó a su lado, casi desplomándose sobre el sofá, Cetta le cogió una mano entre las suyas y se la estrechó sin hablar. Esperando.

—¿Estás orgullosa de mí, mamá? —dijo al cabo Christmas.

Cetta le estrechó la mano con más fuerza.

—Mucho más de lo que te imaginas —le respondió sin recalcar las palabras.

—Soy un cobarde —admitió Christmas, con la cabeza gacha.

Cetta no habló.

—Tengo miedo —continuó Christmas.

Cetta tampoco le respondió esta vez. No le soltó la mano.

Entonces Christmas levantó la cabeza.

—¿No dices nada? ¿No me regañas? —Sonrió—. ¿Ni siquiera me dices que un auténtico americano nunca tiene miedo?

—¿Quieres que te diga que los americanos son unos capullos?

Christmas volvió a sonreír.

—No sé qué hacer, mamá.

—Has dicho que vas a Hollywood.

—Ni yo mismo sé por qué —balbuceó Christmas en voz baja, moviendo la cabeza.

—Tener miedo no es de cobardes. Pero mentir, sí —dijo Cetta acariciándole el pelo claro.

—¿Cómo has hecho en todos estos años, mamá? —preguntó Christmas apartándose un poco—.¿De dónde has sacado fuerzas?

—Tú eres más fuerte que yo.

—No, mamá...

—Pues sí. Tú eres Colmillo Blanco. ¿Te acuerdas?

—Yo soy Martin Eden.

—No digas bobadas. Tú eres Colmillo Blanco.

Christmas sonrió.

—Contigo no se puede hablar. Siempre quieres tener razón.

—Siempre tengo razón.

Christmas rió.

—Es verdad.

—Bueno... ¿por qué vas a Hollywood? —preguntó Cetta.

—Me ha llamado un pez gordo, quiere que escriba historias para el...

—¿Por qué vas a Hollywood? —lo interrumpió Cetta.

Christmas la miró en silencio.

—Se levanta el telón —empezó a decir Cetta—. ¿Recuerdas que siempre te hablaba del teatro cuando eras pequeño? Entonces, se levanta el telón. En el suelo, en el centro del escenario, hay una chica al que un dragón casi ha despedazado. Se está muriendo. Pero el destino quiere que en ese instante, a lomos de una mula, pase un caballero pobre, tan pobre que únicamente tiene una espada de madera, pero es apuesto, rubio, fuerte. Es el héroe. Y el público lo sabe. Contiene la respiración mientras lo ve entrar. La orquesta toca notas profundas porque es un momento dramático. Es el principio de la historia. El caballero salva a la chica. Y se descubre que es una princesa... —Cetta hizo un mohín con la boca—, aunque dudo que haya princesas entre los judíos...

—¡Mamá! —protestó Christmas riendo.

—Es amor a primera vista —prosiguió Cetta—. Ambos se miran a los ojos y...

—... ven lo que nadie más puede ver...

—Chis, calla... y luego el caballero, que no posee tierras ni títulos ni tesoros para conseguir la mano de la princesa, parte para un largo viaje. Antes conoce a un rico mercader que tiene una hija, Lilliput, a la que una bruja mala ha encerrado en el cuerpo deforme de una perra sarnosa, y la libera del hechizo. Así es como el caballero gana su primera moneda de oro. Después el viejo y sabio rey va a buscarlo a su humilde establo, y a partir de ese momento todos los aldeanos miran al caballero de otra manera y creen que su espada de madera es de finísimo acero. Y luego la princesa, en muestra de agradecimiento y como prenda de amor, regala al caballero una trompeta de oro, a fin de que pueda tocar las notas más melodiosas. Y el caballero toca tan bien que poco después todo el condado queda embrujado por aquella melodía angelical. Y el caballero se hace rico y famoso. Sin embargo, la madrastra, que es muy mala, ha encerrado a la princesa en lo alto de la torre. Y no oye al caballero. Y entonces la melodía, con el paso del tiempo, se vuelve cada vez más desgarradora. Hasta que un día el caballero se da cuenta de que no le queda más remedio que trepar a la torre del castillo de Hollywood y el público...

—... contiene la respiración, sí, he comprendido.—Christmas sonrió y miró a su madre—. Si sé contar historias es gracias a ti —le dijo serio.

—Qué guapo te has vuelto, amor mío.—Cetta le acarició el rostro—. Ve a Hollywood y encuentra a Ruth —dijo luego.

—Tengo miedo —repuso Christmas.

—Solo a un capullo no le daría miedo trepar a una torre con una trompeta y una espada de madera en el cinto.

Christmas sonrió. Soltó su mano de la de su madre.

—¿Has pensado en lo que te dije?

—No lo necesito —dijo Cetta.

—Ahora soy rico.

—No puedo, cariño.

—¿Por qué?

—Hace muchos años, cuando tú eras pequeño —empezó Cetta—, vi cómo Sal trataba al abuelo Vito. Y aprendí una lección importante, que nunca he olvidado. Si aceptara que tú me regalaras una casa mejor que esta, humillaría a Sal.

Christmas se disponía a replicar cuando la puerta del piso se abrió y apareció Sal, en mangas de camisa y unos papeles en la mano.

—Ah, conque estás tú también —le dijo Sal a Christmas. Lanzó los papeles sobre la mesilla que había delante del sofá—. Échale una ojeada —dijo a Cetta.

Cetta cogió los papeles y los miró.

—Al revés —dijo rudamente Sal, arrancándoselos de la mano y dándoles la vuelta—. ¿Es que ni siquiera sabes ver un plano en el sentido correcto?

—¿Cuál es el cuarto de...? No entiendo nada —refunfuñó Cetta.

—Oh, olvídalo —dijo Sal con aspereza, a la vez que se hacía de nuevo con los planos y los enrollaba.

Christmas vio que Cetta sonreía de forma imperceptible.

—Acompáñame al otro lado —dijo entonces Sal a Christmas—. Quiero enseñarte las obras.

—¿Qué obras? —inquirió Christmas dirigiéndose a su madre.

—¿Por qué se lo preguntas a ella? —rezongó Sal—. El dueño del edificio soy yo, no ella. Venga, andando, vamos a mi despacho.

Cetta sonrió a Christmas y le hizo un gesto con la cabeza, invitándolo a seguir a Sal, que ya había abierto la puerta y desaparecido a pasos pesados en el pasillo.

—¿Qué pasa? —preguntó quedamente Christmas a Cetta.

—Ve —le dijo su madre, con una expresión feliz en los ojos.

Christmas alcanzó a Sal y entró en aquel piso que se empeñaba en llamar despacho.

—Cierra la puerta —le dijo Sal, mientras desplegaba los planos sobre el escritorio de nogal.

Christmas se acercó.

—¿De qué obras hablas?

—¿Te molestaría que tu madre y yo viviéramos juntos? —dijo Sal.

—¿Juntos cómo?

—¿Tú qué crees que significa juntos? Juntos, me cago en la leche —rezongó Sal—. Mira, si tiro esta pared y uno el piso de tu madre con el despacho sale una casa de tres espacios. Aquí hago un cuarto de baño grande, con bañera, y donde está la cocina pongo mi estudio. Y uno de los dormitorios se convierte en comedor. Sale un piso de ricos.

—¿Y tú y mamá viviríais juntos?

—Juntos, sí.

—¿Y por qué me lo preguntas a mí?

—Porque eres el hijo, me cago en la puta. Y porque por fin has ahuecado el ala.

—¿Vas a casarte con ella?

—Ya veremos.

—¿Sí o no?

—Que te den por culo, Christmas. No me pongas contra las cuerdas —le espetó Sal, apuntándole un dedo a la cara—. Tu madre no me lo ha hecho nunca y por la leche que me han dado que a ti no te lo voy a consentir.

—Vale.

—¿Vale qué?

—Tienes mi consentimiento.

Sal se sentó en su sillón y se encendió un puro.

—Así que ahora eres rico, ¿eh? —dijo poco después.

—Bastante —contestó Christmas.

—En la vida cada cual llega donde puede —dijo Sal serio y le clavó la mirada.

Luego extendió un brazo e hizo un movimiento circular, abarcando las paredes del piso con su mano negra y fuerte.

—Tu madre y yo hemos llegado hasta aquí. Y esta es nuestra vida. No permitiré que nunca le falte de nada. —Se levantó y se acercó a Christmas—. Pero te prometo que si algún día veo que no puedo darle lo que se merece... la llevaré contigo y yo desapareceré. —Luego con el dedo índice dio unos golpecitos en el pecho de Christmas—. Eso sí, hasta ese momento respeta nuestra vida, como yo respeto la tuya. Estas paredes son tan finas como el pellejo de la polla. He oído lo del apartamento.

Christmas bajó la mirada.

—Perdóname, Sal.

Sal rió y le dio un leve cachete.

—No dejes que se te suban los humos —le dijo afectuosamente—. Meoncete eres y meoncete serás, no lo olvides.

Christmas lo miró.

—¿Puedo darte un abrazo? —le preguntó.

—Como lo intentes te doy un puñetazo en la nariz —le amenazó.

—Vale.

—¿Vale qué?

—Dame el puñetazo —y Christmas lo abrazó.

60

Los Ángeles, 1928

El adosado era como Ruth se había imaginado siempre aquellas casas. Tan limpio como desordenado. Con un agradable perfume pero también con un olor propio. No estéril. No artificial. Vívido.

Eso pensó enseguida de la casa de los Slater cuando entró la primera vez con Daniel. Era la casa en la que vivía una familia.

La madre de Daniel y del pequeño Ronnie, la señora Slater, era una mujer de cincuenta años, alta y rubia, de cuerpo enjuto y bronceado. El pelo, con las puntas clareadas por el sol y el agua del mar, lo llevaba recogido en la nuca. Dedos largos y fuertes. Daniel era su viva imagen. La misma nariz recta, los mismos labios carnosos y rojos, los mismos ojos transparentes e intensos, el mismo pelo lacio y fino. La señora Slater le pareció una mujer que amaba la vida. De forma simple y natural. Por la vida misma. Por lo que ofrecía. Y le pareció satisfecha. Le gustaba navegar en barca de vela. Aunque eso no la hacía una excéntrica. Se trataba de una pequeña barca que gobernaba sola y en la que los domingos llevaba a navegar a su marido y a sus hijos. Y Ruth descubrió que su única especialidad era la tarta de manzana.

Aquel día de una semana antes la señora Slater la saludó cordialmente, sin afectación, con confianza. Como habría hecho con cualquier compañera de instituto de su hijo. La recibió en la cocina, todavía manchada de harina y sudada. Le tendió la mano con una manopla. Se echó a reír, se quitó la manopla y le tendió de nuevo la mano. Y luego se olvidó de ponerse la manopla y se quemó con la fuente de la tarta de manzana. Y rió otra vez, con Ronnie, que enseguida le enseñó su herida en la rodilla. Entonces la señora Slater aupó a su hijo y lo sentó en la encimera de la cocina. Se inclinó para observar la herida y a continuación se la besó.

—¡Qué asco! —dijo Ronnie, frunciendo su graciosa cara.

—A mí no me da asco nada de mi niño —respondió la señora Slater.

Por su parte, Daniel no había apartado un solo instante la mirada de Ruth. La había hecho sentarse en una de las banquetas de la cocina mientras él se había quedado de pie, apoyado contra la jamba de la puerta trasera, mirándola. En silencio.

—Si te metes en la boca un trozo de tarta —le dijo su madre—, tu silencio parecerá más natural.

Daniel enrojeció ligeramente. Cogió una porción de tarta y comenzó a comérsela.

Ruth vio que la señora Slater lo miraba con amor. Después la mujer se dirigió a ella.

—De vez en cuando soy un poco mordaz con Daniel —le dijo—. Como una vieja solterona... es que no me resigno a la idea de que se haya hecho tan mayor. Y que pueda dejarme...

—Anda, mamá... —dijo abochornado Daniel.

—Pues sí, quiero verlo sufrir —confirmó la señora Daniel a Ruth con una sonrisa en sus labios rojos—. Como sufro yo.

—Maldito cabrón, te las verás conmigo —soltó Ronnie plantándose delante de su hermano en postura de púgil.

Daniel y Ruth rieron y se miraron. Pero Daniel no tardó en ponerse de nuevo serio. Ruth, sin embargo, no se sintió en peligro. Le bastó volverse hacia la señora Slater, que le estaba ofreciendo una porción de tarta con azúcar caramelizada y oscura alrededor de las rodajas de manzana que acababa de cortar.

—No sé si es bueno este invento del cine —dijo la mujer—. Daniel no hablaba así de niño pero Ronnie es un desastre. Quizá no debería llevarlo al cine, pero... es que me encanta que vayamos todos juntos —dijo y rió.

«Todos juntos», pensó Ruth. Y se volvió a mirar a Daniel y luego a Ronnie y a la señora Slater. Ninguno de ellos estaba solo.

—¿Tienes que volver a la casa de tus padres o podemos invitarte a cenar, Ruth? —le preguntó entonces la señora Slater.

—No tengo que avisar a nadie —respondió—. Vivo sola.

Ruth notó la expresión de la señora Slater. Durante un instante la miró de otra manera. Aunque no con recelo. Tuvo la sensación de que no la había juzgado ni etiquetado. Más bien le pareció que pensaba que aquello era atroz.

—Mis padres viven en Oakland —dijo entonces Ruth, y habló deprisa, como para distraerla, como para encubrir esa carencia que le había descubierto la señora Slater—. Soy fotógrafa.

—¿Fotografías también a los actores de Hollywood? —preguntó Ronnie.

Ruth no respondió enseguida.

—Alguna vez... sí, alguna vez lo he hecho.

—¡Cojonudo! —gritó Ronnie.

—Son las seis y media —dijo la señora Slater—. Mi marido tiene que estar al caer. Hay pavo y pastel de patatas con jamón. Bueno, ¿te quedas?

Y en ese preciso instante, puntual como cada noche, el señor Slater entró en casa. Abrazó a su mujer, se desanudó la corbata, dio un pescozón a Ronnie y una palmada en el hombro a Daniel y, por último, saludó a Ruth, sin examinarla con la mirada. Tenía la misma edad que su esposa. Se habían enamorado —como supo Ruth durante la cena— en el instituto, habían desistido de estudiar en la universidad, se habían casado y él había comenzado a vender tractores y maquinaria agrícola en el Valley. Al año siguiente había nacido Daniel.

—Queríamos tener una tribu —dijo el señor Slater—. Pero al final pasaron diecisiete años hasta que llegó esta calamidad —añadió señalando a Ronnie.

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