La calle de los sueños (2 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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Pasado un rato, Cetta ya estaba tan cerca del grupo que podía oír de qué hablaban. Y al igual que ellos —con la diferencia de que sí sabía a qué atribuirlo— oía aquel rítmico golpeteo que les llamaba tanto la atención. Con el rabillo del ojo, Cetta vio a los hombres que separaban el trigo segado y que por fin, riendo, comprendían qué causaba aquel ruido especial. Las mujeres, que se habían asomado al espectáculo, fingieron empacho y ahogaron unas risitas maliciosas entre sus manos con guantes de encaje blancos; por último, todos se alejaron, porque ya era casi la hora de comer.

Solo el hombre con la pierna de palo se había quedado a mirar. Observaba el acoplamiento de las tortugas, con los cuellos rugosos tensos hacia arriba, y los caparazones que se entrechocaban y golpeaban, produciendo aquel rítmico toc, toc, toc. El hombre con la pierna de palo miraba a los dos animales, luego a Cetta y su pierna coja, después bajaba la vista a la suya, postiza. Cetta notó que de su chaleco colgaba una pata de conejo.

En un abrir y cerrar de ojos el hombre estuvo encima de Cetta, la tumbó en el suelo, le subió la falda, le arrancó las bragas de algodón liso y, como suponía que su pierna de palo chocaría contra la pierna tullida de la campesina —mientras la gorda gritaba el nombre de su marido en los campos porque lo único que quería ya era comer; mientras la madre, el padre y los hermanos morenos de Cetta, y también el Otro, el menos moreno, seguían con su faena, a pocos pasos de las tortugas que estaban copulando—, la poseyó, deprisa y corriendo, para que viera qué hacen un hombre y una mujer cuando quieren imitar a los animales.

Cuando la madre le dijo a su hija que podía empezar a restablecerse, lentamente, para no levantar sospechas, Cetta tuvo que sobreponerse a aquel año que pasó como lisiada. Luego, cuando antes de cumplir catorce años se quedó embarazada después de que se acoplaran las tortugas, su tripa empezó a hincharse más hacia la derecha que hacia la izquierda, como si se ladease hacia aquel lado, lisiado en balde.

El niño nació excepcionalmente rubio. Parecía el hijo de un normando, si no fuera por sus ojos negros como el carbón, profundos y lánguidos, que ningún rubio hubiera podido tener jamás.

«Tendrá un nombre», dijo Cetta a su padre, a su madre, a sus hermanos morenos y al que todos llamaban el Otro.

Y como igual de rubio le parecía el niño del belén, Cetta llamó a su hijo Natale, es decir, Navidad.

3

Aspromonte, 1908

—Quiero ir a América en cuanto deje de mamar —dijo Cetta a su madre, mientras amamantaba a su hijo Natale.

—¿A hacer qué? —rezongó su madre sin levantar la vista de su labor de costura.

Cetta no respondió.

—Tú perteneces al amo y a los campos —dijo entonces su madre.

—No soy una esclava —replicó Cetta.

La madre dejó su labor y se levantó. Miró a su hija, que estaba amamantando al nuevo bastardo de la familia. Meneó la cabeza.

—Tú perteneces al amo y a los campos —repitió, y a continuación salió.

Cetta miró a su hijo. El seno oscuro, con el pezón aún más oscuro, contrastaba de una forma casi desconcertante con el pelo rubio de Natale. Lo apartó molesta de su pecho. Una gotita de leche cayó al suelo. Cetta puso al bastardo en la cuna ya desvencijada en la que se habían criado ella y sus hermanos, y también el Otro. El niño comenzó a llorar. Cetta le clavó una mirada dura.

—Los dos tendremos que llorar todavía mucho —dijo.

Luego salió a dar alcance a su madre.

Puerto de Nápoles, 1909

El puerto estaba atestado de mendigos. También había algunos caballeros, pero pocos, y solo de tránsito. Los caballeros no iban en ese barco, sino en otro. Cetta miraba a todo el mundo desde un ojo de buey sucio, con el marco oxidado. La mayor parte de los mendigos iban a quedarse en tierra, no iban a embarcar. Esperarían otra oportunidad, intentarían subir de nuevo, empeñarían lo poco que tenían con la esperanza de poder comprarse un pasaje para América, y durante la espera entre un barco y otro dilapidarían su pequeña fortuna. Y nunca partirían.

En cambio, Cetta estaba partiendo.

Y solo pensaba en eso mirando por el ojo de buey sucio, mientras detrás de ella oía que el pequeño Natale, que ya tenía seis meses, daba vueltas inquieto en la cesta de mimbre con una manta de lana, llena de pelos, que la dama elegante a la que Cetta se la había robado usaba para que su perrito estuviera cómodo. Cetta pensaba solamente en el largo viaje por mar mientras el líquido pegajoso que ya había conocido en los días de su violación le chorreaba frío por sus muslos. Pensaba solamente en América mientras el capitán se abotonaba los pantalones, satisfecho, y le prometía que volvería a visitarla con un mendrugo de pan y un poco de agua a primera hora de la tarde, y reía diciéndole que ambos se lo pasarían en grande. Y solo cuando oyó el portazo del portalón de hierro, que se cerraba desde fuera, Cetta se apartó del ojo de buey y se limpió y se arañó los muslos con la paja que cubría el suelo de la bodega. Cogió en brazos a Natale, se sacó un pecho, todavía enrojecido por las manos del capitán, y le dio el pezón al bastardo que llevaba consigo. Luego, ya con el niño durmiendo en ese cubil que apestaba a perro, Cetta se acurrucó en un rincón más oscuro y, con lágrimas surcándole las mejillas, pensó: «Son saladas como el mar que me separa de América. Saben a océano», y las lamió tratando de sonreír. Por último, cuando la sirena empezó a bufar sus cansadas notas en el viento del puerto, anunciando que había llegado el momento de zarpar, Cetta se durmió, contándose el cuento de una niña de quince años que había huido de casa, sola, con su hijo bastardo, para ir al reino de las hadas.

Ellis Island, 1909

Cetta estaba en la cola con los otros inmigrantes. Extenuada por el viaje y por las vejaciones sexuales del capitán, miraba al médico de la Oficina Federal de Inmigración que abría los ojos y las bocas a los desharrapados, como hacía su padre con los burros y las ovejas. A algunos les escribía una letra con tiza en la ropa, sobre la espalda. Los que tenían la letra sobre la espalda eran llevados a un pabellón, donde otros médicos los aguardaban. Los demás seguían avanzando hacia las mesas de la aduana. Cetta miraba a los policías que observaban cómo los funcionarios sellaban los documentos. Veía la desesperación de aquellos que, después de viajar hasta allí como animales, eran rechazados. Pero era como si Cetta no estuviese allí con ellos.

Todos los demás habían avistado la nueva tierra que se aproximaba. Ella no, ella había permanecido todo el tiempo encerrada en la bodega. Había temido que Natale muriese. Y en los momentos de mayor debilidad y cansancio se había dicho que no sabía si hubiera lamentado la muerte de su niño. Por eso ahora lo estrechaba con fuerza contra su pecho, tratando de que aquella criatura que no podía haber oído sus pensamientos la perdonase. Pero ella sí los había oído, y se avergonzaba.

Antes de desembarcar, el capitán le había prometido que se encargaría de hacerla pasar. Una vez en tierra, en el barracón donde se amontonaban todos los inmigrantes, el capitán le hizo un gesto con la cabeza a un hombre tan diminuto como un ratón, que estaba al otro lado de las barreras de madera que delimitaban la zona libre. América. El ratón tenía uñas largas y puntiagudas y llevaba un vistoso traje de terciopelo. Observó a Cetta y también al pequeño Natale. A Cetta le parecía que los miraba con ojos distintos. Como si ambos no fueran la misma cosa.

El ratón desvió la mirada hacia el capitán y se llevó una mano al pecho. El capitán levantó en vilo a Natale, lo que sorprendió a Cetta, luego le agarró un pecho, dejándolo al descubierto. Cetta se abalanzó sobre el capitán para recuperar a su hijo, y enseguida bajó mortificada la mirada. Pero antes vio que el ratón reía y asentía con la cabeza al capitán. Cuando volvió a levantar la vista, el ratón estaba al lado de uno de los inspectores de Inmigración y, al tiempo que le decía algo en voz baja, le tendió unos billetes y le señaló a Cetta.

El capitán le palpó el culo a Cetta.

—Ahora estás en unas manos incluso mejores que las mías —le dijo, y se marchó.

Y Cetta, sin siquiera darse cuenta, experimentó una sensación de desfallecimiento mientras lo veía alejarse. Como si fuese posible encariñarse con aquel asqueroso. O como si aquel asqueroso fuese preferible a la nada que ahora tenía delante. A lo mejor no tendría que haber huido de casa, a lo mejor no tendría que haberse ido a América.

Cuando la cola dio un imperceptible paso hacia delante, Cetta miró de nuevo al inspector de aduanas y vio que le hacía señas para que se acercara. Ahora junto al inspector ya no estaba el ratón, sino otro hombre. Era un individuo de cejas pobladas, alto, con una chaqueta de tweed que le quedaba estrecha en sus hombros anchos. Tenía unos cincuenta años y un mechón de pelo tan largo que se extendía de una punta a otra de su cabeza, tapando la parte del cráneo donde no le crecía pelo. Resultaba ridículo. Pero al mismo tiempo tenía una fuerza que daba miedo, pensó Cetta al acercarse.

El hombre y el inspector de aduanas le hablaron. Cetta no se enteraba de lo que le decían. Y aún menos pudo entender lo que le repetían, en voz cada vez más alta, como si ella fuese sorda y no ellos, que se expresaban en una lengua desconocida. Como si el volumen pudiese traducir aquel lenguaje incomprensible.

Durante la discusión, o más bien monólogo, se acercó también el ratón. Y él también habló en voz alta. Gesticulando. Las manos flácidas con uñas largas se agitaban en el aire, como cuchillas. Un anillo brilló en el dedo meñique. El hombre grande lo asió del cuello y chilló más fuerte. Luego lo soltó, miró al inspector, le susurró algo que parecía una amenaza aún más seria que la que le había gritado al ratón. El inspector se puso pálido, luego se volvió hacia el ratón. Y, de repente, él también comenzó a amenazarlo. En un abrir y cerrar de ojos, el ratón se dio media vuelta y desapareció.

Entonces el hombre grande y el inspector se pusieron a hablar de nuevo con Cetta en aquel idioma incomprensible. Después le hicieron señas a un muchacho joven y fornido, de aspecto enérgico y optimista, que estaba al otro lado de la aduana, donde esperaba en un rincón para traducir los idiomas de aquellos dos pueblos separados por un océano entero.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el joven a Cetta, con una sonrisa franca y simpática, que la hizo sentirse menos sola, por primera vez desde que había desembarcado.

—Cetta Luminita.

El inspector no entendió.

Entonces el muchacho lo escribió por él en la hoja de inmigración. Y de nuevo le dirigió una sonrisa. Luego miró al niño que Cetta sostenía en brazos y le hizo una caricia.

—Y tu hijo ¿cómo se llama? —le preguntó.

—Natale.

—Natale —le repitió el joven al inspector, que de nuevo no entendió.

—Christmas —le tradujo el joven.

El inspector asintió satisfecho y escribió: «Christmas Luminita».

4

Manhattan, 1922

—¿Qué clase de nombre es ese?

—Métete en tus asuntos.

—Es nombre de negro.

—¿Te parezco negro?

—Tampoco pareces italiano.

—Soy americano.

—Sí, claro... —bromearon los chicos que lo rodeaban.

—Soy americano.

—Si quieres entrar en nuestra banda tienes que cambiarte ese nombre de mierda.

—Que os den por culo.

—Que te den por culo a ti, jodido Christmas.

Christmas Luminita se alejó con paso cansino e indolente, las manos en los bolsillos, el mechón de pelo rubio revuelto sobre la frente y una sombra de pelusa que se le empezaba a formar sobre el labio y en la barbilla. Tenía catorce años pero ojos de adulto, como muchos de los chicos de su edad que se habían criado en los pisos sin ventanas del Lower East Side.

—¡Formaré mi propia banda, idiotas! —gritó cuando tuvo la seguridad de que ya no estaba al alcance de una pedrada.

Fingió que no le importaba el coro de befas que lo seguía desde el fondo de la calle sin empedrar, hasta que torció hacia un callejón sucio. Entonces, una vez solo, Christmas desfogó su rabia dando una patada a un cubo de basura, de lata, oxidado y lleno de agujeros, que había en la parte trasera de una tienda de la que emanaba el olor dulzón a carne despiezada. Una perra pequeña, gorda y pelada por la sarna, con los ojos saltones y rojos, que parecía que iban a salírsele de las órbitas en cualquier momento, surgió como un rayo por la puerta de la tienda, ladrando furiosamente. Christmas se agachó, sonriéndole y tendiéndole una mano abierta. La perra, acostumbrada a esquivar las patadas, frenó, se quedó un poco lejos y lanzó un último ladrido, pero con fuerza, como sorprendida. Casi un aullido. A continuación, abrió aún más sus horribles ojos saltones y alargó su cuello ancho, para acercar el hocico tembloroso hacia la mano. Gruñendo quedamente, dio un par de pasos tímidos, olfateó las yemas de los dedos de Christmas y luego el rabo corto y mocho se agitó despacio, con dignidad. El chico rió y le rascó el lomo.

Un hombre con un mandil ensangrentado se asomó por la trastienda, con un cuchillo enorme en la mano. Miró a la perra y al chico.

—Creí que me la habían matado —dijo.

Christmas apenas levantó la cabeza, en un gesto mudo, y siguió rascando a la perra.

—Te va a contagiar la sarna —dijo el hombre.

Christmas se encogió de hombros y no dejó de acariciar a la perra.

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