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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (4 page)

BOOK: La calle de los sueños
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El abogado elevó los ojos hacia el techo y luego habló de nuevo.

—¿Cómo vas a trabajar con ese niño? —tradujo de nuevo el otro—. Nosotros lo meteríamos en un sitio donde se criaría bien.

Cetta estrechó a Christmas contra su pecho aún con más fuerza.

El abogado habló. El traductor dijo:

—Como lo estreches un poco más, lo matarás y el problema quedará resuelto —dijo bromeando.

El abogado rió con él.

Cetta no rió. Apretó los labios y arrugó las cejas, sin dejar de mirar al hombre que estaba sentado detrás del escritorio. Sin moverse. Solo puso una mano sobre la cabeza rubia de su niño, que dormía plácidamente. Como para protegerlo.

Entonces el abogado habló con brusquedad, echó hacia atrás su asiento y salió de la habitación.

—Has conseguido que se enoje —dijo el traductor, sentándose al borde del escritorio y encendiendo un cigarrillo—.¿Qué vas a hacer si el abogado te pone en la calle sin prestarte ninguna ayuda? ¿A quién conoces? Apuesto que a nadie. Y no tienes ni un centavo. Tu hijo y tú no pasáis de esta noche, hazme caso —concluyó.

Cetta lo miró en silencio. Sin apartar las manos de Christmas.

—¿Es que eres muda?

—Haré lo que me pidan —dijo de pronto Cetta—. Pero a mi niño no me lo van a tocar.

El traductor echó el humo de su cigarrillo hacia arriba.

—Eres testaruda, chica —dijo y salió también de la habitación, dejando la puerta abierta.

Cetta tenía miedo. Procuró distraerse siguiendo las volutas de humo que flotaban en el aire y ascendían hacia el techo decorado con estucos tan bonitos que nunca se hubiera imaginado que podían existir. De repente había empezado a sentir miedo. Desde que, en la aduana, mientras los funcionarios de Inmigración sellaban los documentos de entrada, aquel joven bajo, fornido y de semblante optimista que le había puesto al pequeño Natale su nuevo nombre americano, le había susurrado al oído: «Ten cuidado». Se acordaba bien de aquel joven, era el único que le había sonreído. Cetta había empezado a sentir miedo de repente, desde que el abogado la había agarrado de un brazo y le había hecho cruzar la raya pintada en el suelo que indicaba el principio de América. Había empezado a sentir miedo cuando le hicieron subir a aquel gran coche negro, comparado con el cual el coche del amo era un carrito. Había empezado a sentir miedo mirando aquella tierra de cemento que se elevaba ante sus ojos, tan inmensa que todo lo que poseía el amo —incluida la mansión— era una chabola. Había empezado a sentir miedo de perderse entre aquellos miles de personas que recorrían las aceras. Y en ese instante Christmas había reído. A media voz, como hacen los recién nacidos por Dios sabe qué pensamiento. Y había extendido una manita y le había apretado la nariz y luego se había agarrado a un mechón de pelo. Y de nuevo había reído, contento. Inconsciente de todo. Y Cetta se había imaginado que habría sido perfecto si solo hubiese sabido hablar, si solo hubiese dicho «mamá». Porque en ese preciso instante Cetta se dio cuenta de que no tenía nada. Y que aquel niño era todo lo que poseía. Y que tenía que ser fuerte por él, pues aquella criaturita era aún más débil que ella. Y que debía estarle agradecida, porque era el único en el mundo que no la había violado, pese a que la había desgarrado más que ninguno entre las piernas.

Cuando oyó la animada discusión que tenía lugar fuera de la habitación, Cetta volvió la cabeza. En la puerta había un hombre mal afeitado, muy ancho de espaldas y con un puro apagado entre los labios. Era feo, de unos treinta años, con dos grandes manos negras y una nariz aplastada a puñetazos. Se rascaba maquinalmente el lóbulo de la oreja izquierda. A la altura del corazón, tenía una pistola dentro de la funda. La camisa estaba manchada de salsa. También podía ser sangre, pero Cetta pensó que era salsa. El hombre la miraba.

Hasta que la discusión se interrumpió y apareció el abogado seguido por el traductor. El hombre con la camisa manchada de rojo se apartó mientras los dos pasaban, pero se quedó observando.

El abogado habló, ya sin mirar a la cara de Cetta.

—Última oferta —dijo el traductor—. Trabajas para nosotros, a tu hijo lo metemos en un hospicio y lo podrás ver el sábado y el domingo por la mañana.

—No —dijo Cetta.

El abogado pegó un grito y con un gesto mandó al traductor que la echara de allí. Luego le lanzó los papeles firmados de Inmigración, que crujieron en el aire y cayeron planeando al suelo.

El traductor la cogió de un brazo y la obligó a levantarse.

Y entonces el hombre que estaba en la puerta habló. Tenía una voz tan profunda como un trueno, o como un eructo, que irradiaba por todas partes sus bajas vibraciones. Solo dijo unas palabras.

El abogado movió la cabeza, y luego rezongó:

—Vale.

Entonces el hombre que estaba en la puerta dejó de rascarse el lóbulo de la oreja con sus dedos negros, entró en la habitación, recogió del suelo los documentos de Inmigración, les echó una ojeada y, con su voz de ogro, pero en tono neutro, dijo:

—Cetta.

El traductor soltó el brazo de Cetta y retrocedió. El hombre le hizo un gesto con la cabeza a la joven y salió de la habitación, sin dirigir la palabra a ninguno de los otros dos. Cetta lo siguió, vio que cogía una chaqueta arrugada y que se la ponía. Le quedaba apretada por todas partes, por los hombros, por el pecho. No se la abotonó. Cetta se dijo que de todas formas no podría hacerlo. Luego el hombre le hizo otro gesto y salió del piso, con Cetta y Christmas detrás.

Una vez en la calle, el hombre subió a un coche que tenía dos agujeros de bala en el guardabarros. Se inclinó hacia el otro lado y desde dentro abrió la puerta. Golpeando con la mano derecha sobre el asiento, le indicó a Cetta que se sentara. Ella subió y el hombre emprendió la marcha. Condujo sin pronunciar palabra, sin mirarla en ningún momento, como si estuviese solo. Al cabo de diez minutos, aparcó en una acera y bajó del coche. Y tras volver a pedirle con un gesto a Cetta que lo siguiera, atravesó un gentío vociferante de indigentes, sucios y harapientos. Luego bajó unos escalones que conducían al pasillo de un semisótano donde había varias puertas.

Llegó al fondo del pasillo oscuro y maloliente y, antes de abrir la puerta ante la cual se había detenido, cogió un colchón que estaba apoyado de pie contra la pared. Luego entró.

El cuarto —porque solo era un cuarto— se parecía a muchos de los cuartos que Cetta conocía bien. Cuartos sin ventanas. Había cordeles colgados de un extremo a otro, cerca de la estufa de carbón, con trapos tendidos, muchos de ellos llenos de parches. Una cama matrimonial, mal tapada por una cortina. Una cocina económica. La campana de la cocina servía para extraer también el humo de la estufa, por medio de dos tubos oxidados. Un par de orinales en un rincón. Un viejo aparador al que le faltaba una puerta y con una pata coja, bajo la cual —para nivelar el mueble— habían puesto una cuña de madera. Una mesa cuadrada y tres sillas. Una pila y pocos platos de hojalata que habían perdido el esmaltado.

Y, sentados en las sillas, dos viejos. Un hombre y una mujer. Él flaco, ella regordeta. Ambos de baja estatura. Volvieron los rostros hacia la puerta con mirada preocupada. Tenían un miedo tan viejo como ellos pintado en sus ojos. Pero luego, cuando vieron al hombre, sonrieron. El viejo no exhibió sino encías, luego se llevó una mano a la boca. La vieja rió, dándose una palmada en las piernas, y se levantó para abrazar al hombre. El viejo —arrastrando los pies— fue corriendo a esconderse detrás de la cortina que tapaba la cama. Sonó un tintineo y, cuando reapareció, se estaba colocando en la boca una dentadura amarillenta.

Los dos viejos recibieron con grandes muestras de alegría al hombre feo de las manos negras, que entretanto había colocado el colchón en un rincón del cuarto. Luego, mientras lo escuchaban hablar con esa voz suya que hacía temblar el aire, la vieja empapó un trapo en agua y se puso a limpiar la salsa de la camisa del hombre, sin atender sus protestas. Y solo entonces se fijaron en Cetta. Y asentían mientras la miraban.

El hombre, antes de despedirse, se metió una mano en el bolsillo y extrajo un billete, que tendió a la vieja. La vieja le besó su mano negra. El viejo miró al suelo, con expresión mortificada. El hombre se dio cuenta, le dio una palmada amable en un hombro y dijo algo que hizo sonreír al viejo. Luego el hombre se acercó a Cetta, que se había quedado de pie con Christmas en brazos, y le dio los documentos de Inmigración. Por último, al salir, señaló a los dos viejos y dijo algo más. Después desapareció.

—¿Cómo te llamas? —inquirió la vieja en la lengua de Cetta no bien estuvieron solos.

—Cetta Luminita.

—¿Y el niño?

—Natale, pero ahora se llama así —dijo Cetta tendiendo la hoja de Inmigración a la vieja.

La vieja cogió la hoja y se la entregó a su marido.

—Christmas —dijo el viejo.

—Es un nombre americano —afirmó Cetta sonriendo orgullosa.

La vieja se rascó la barbilla, pensativa, luego se dirigió a su marido:

—Parece un nombre de negro —le dijo.

El viejo escrutó a Cetta, que no daba señales de reacción.

—¿No sabes quiénes son los negros? —le preguntó.

Cetta hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Es gente... negra —explicó la vieja, moviendo una mano sobre su cara.

—Pero ¿son americanos? —preguntó Cetta.

La vieja se volvió hacia su marido. El viejo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Sí —contestó la vieja.

—Entonces mi hijo tiene un nuevo nombre americano —replicó Cetta, satisfecha.

La vieja puso cara de perplejidad, se encogió de hombros y de nuevo se volvió hacia su marido.

—Pero al menos tienes que aprender su nombre —dijo el viejo.

—Pues sí —confirmó la vieja.

—No puedes estar dando siempre a leer esa hoja —dijo el viejo.

—Pues no —dijo la vieja, meneando enérgicamente la cabeza.

—Además, cuando sea mayor tendrás que llamarlo por su nombre, si no, ni él mismo lo aprenderá —añadió el viejo.

—Desde luego —volvió a confirmar la vieja.

Cetta los miraba aturdida.

—Enséñenmelo —pidió luego.

—Christmas —pronunció el viejo.

—Christ... mas —silabeó la vieja.

—Christmas —repitió Cetta.

—¡Muy bien, chica! —exclamaron contentos los viejos.

Luego los tres permanecieron un rato en silencio y de pie, sin saber qué hacer.

Al cabo, la vieja murmuró algo al oído de su marido y fue a la cocina económica, introdujo unos trozos de leña fina en la estufa y encendió el fuego con una hoja de periódico.

—Prepara algo de comer —explicó el viejo.

Cetta sonrió. Le gustaban aquellos dos viejos.

—Sal ha dicho que te pasará a recoger mañana —dijo entonces el viejo, bajando la mirada, apurado.

«El hombre grande y feo se llama Sal», pensó Cetta.

—Sal es un buen cristiano —continuó el viejo—. No te fíes de su aspecto. Si no fuese por Sal, nosotros estaríamos muertos.

—Desde luego, recontramuertos de hambre y sin siquiera un féretro —comentó la vieja, al tiempo que removía un salsa de tomate densa y oscura, en la que había trozos de salchicha. El olor del ajo, al calentarse, había impregnado el cuarto.

—Él nos paga la casa —dijo el viejo, y a Cetta le pareció que estaba a punto de sonrojarse.

—Pregúntaselo —dijo la vieja sin volverse.

—¿Tu hijo tiene un padre? —preguntó el viejo, obedeciendo.

—No —respondió Cetta sin vacilar.

—Ajá, bien, bien... —farfulló el viejo, como para tomarse su tiempo.

—Pregúntaselo —repitió la vieja.

—Sí, sí, ahora se lo pregunto... —refunfuñó, irritado, el viejo. Enseguida se volvió hacia Cetta y la miró con una sonrisa retraída—. ¿Eras puta también en Italia?

Cetta sabía qué quería decir esa palabra. Su madre la repetía cada vez que su padre se recogía tarde las noches del sábado. Las putas eran las mujeres que se acostaban con los hombres.

—Sí —contestó.

Comieron y se fueron a dormir. Cetta se tumbó vestida en el colchón, sin manta. Al día siguiente, Sal se encargaría de todo, le habían asegurado los dos viejos.

«Ni siquiera sé cómo os llamáis», pensó Cetta, en plena noche, mientras los oía roncar.

7

Manhattan, 1909-1910

—Polla. Repite.

—Polla...

—Coño.

—Coño...

—Culo.

—Culo...

—Boca.

—Boca...

La mujer pelirroja, de unos cincuenta años, con un peinado vistoso, sentada en un sofá forrado de terciopelo, se dirigió a una veinteañera de pinta vulgar, que, groseramente arrellanada en un sillón también de terciopelo, con una expresión desganada y aburrida, casi desnuda, estaba jugando con la blonda de la bata transparente que cubría su corpiño de raso, la única prenda que llevaba. La mujer pelirroja habló rápidamente. Luego señaló a Cetta. La muchacha casi desnuda habló:

—Madame dice que estas son las herramientas de tu trabajo. Para empezar no necesitas mucho más. Repítelo todo desde el principio.

Cetta, de pie en medio del salón que le parecía elegante y misterioso, se avergonzaba de su ropa humilde.

—Polla... —empezó a decir en aquel idioma hostil que no entendía—, coño... culo... boca.

—Muy bien, aprendes rápido —dijo la prostituta joven.

La mujer pelirroja asintió. Luego se aclaró la voz y reanudó la clase de inglés.

—Te hago una mamada.

—Te hago... una... memada...

—¡Mamada! —gritó la mujer pelirroja.

—Ma... ma... da...

—Vale. Métemela dentro.

—Méte... mela dentro...

—Venga, pollón, córrete, córrete. Sí, así.

—Venga... pollón, cuórrete, cuórrete... Sí, así.

La mujer pelirroja se levantó. Le masculló algo a la prostituta que le hacía de traductora y luego salió de la habitación, pero no sin antes acariciar el rostro de Cetta con una dulzura inesperada y una luz cordial en sus ojos, tan cálida como melancólica. Cetta la contempló mientras salía, admirando aquel traje que creía de gran dama.

—Córrete —le dijo la prostituta joven.

—Venga, pollón, cuórrete, cuórrete... —dijo Cetta.

La prostituta rió.

—Có... rre... te —silabeó.

—Có... rre... te —repitió Cetta.

—Muy bien —la animó. Agarró a Cetta del brazo y la condujo por las habitaciones de aquel piso enorme que parecía un palacio—. ¿Sal ya te ha probado? —preguntó la prostituta, con una mirada maliciosa.

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