La calle de los sueños (44 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—Ajá, has conseguido llegar —dijo una voz detrás de él.

Christmas se volvió y vio salir por una pequeña puerta insonorizada a una mujer de unos veinticinco años, tez morena y cabellera tupida, negra como el carbón, rizada y crespa.

—Anda, apresúrate —dijo la mujer, que tenía un ligero acento hispano—. Voy a llamar al técnico de sonido.

—Yo...

—Por favor, no me hagas perder tiempo —le recriminó la mujer, que hablaba con tono resolutivo pero amable—. El micrófono solista —dijo e indicó a Christmas el sitio que había en el centro de la sala—. ¿Has traído la partitura?

—No, verá, yo...

—¡Lo sabía! —La mujer rió y mostró una hilera de dientes blancos y perfectos—. Todos sois iguales. Vale, voy por ella. Había mandado hacer una copia de reserva —dijo y se encaminó hacia la puerta por la que había entrado Christmas.

En ese momento, por la misma puerta, apareció un hombre que rondaba los cuarenta años, con un estuche bajo el brazo.

—¿Usted quién es? —le preguntó la mujer.

—Me habéis llamado para un turno de corneta —respondió el hombre y agitó en el aire su estuche negro.

La mujer se volvió hacia Christmas.

—Pero entonces, ¿tú quién eres?

—Yo tengo que montar un micrófono —contestó Christmas—. Trabajo abajo, en el almacén y...

—... y yo no te he dejado hablar —La mujer volvió a reír.

Christmas pensó que era muy guapa. Esplendorosa.

La mujer hizo una especie de molinete sobre sí misma y se encontró de cara con el músico.

—¿Y usted ha traído la partitura?

—No —respondió.

La mujer se volvió hacia Christmas.

—¿Qué te había dicho? Nunca la traen.—Le guiñó un ojo—. Vale, tú entretanto monta el micrófono.—Acto seguido, se dio otra vez la vuelta hacia el músico—. Y usted caliéntese los labios, ahora mismo grabamos. Voy a llamar al técnico de sonido y a buscarle la partitura.

—Ha mandado hacer una copia de reserva —dijo Christmas.

La mujer se volvió y le sonrió antes de salir.

Christmas dejó en el suelo la caja blanca, la abrió y extrajo el micrófono. «5R3», estaba escrito. Es decir, el quinto lugar a la derecha de la tercera fila.

Mientras tanto, el músico se había llevado a la boca la corneta, tras humedecerse los labios, y estaba ejecutando escalas rápidas delante de un micrófono de la segunda fila.

—Perdone —le dijo Christmas, mientras conectaba los cables—. Usted graba en el micrófono solista.

—¿De qué leches hablas? —respondió el músico—. El corneta se pone siempre aquí.

La mujer hispana regresaba en ese momento, acompañada por el técnico de sonido.

—Pues resulta que él tiene razón. Micrófono solista, gracias —dijo al músico, colocando la partitura sobre el atril del centro de la sala.

—¿Ese quién es? —le preguntó el técnico de sonido señalando a Christmas con la barbilla.

—Mi ayudante personal —respondió la mujer y rió.

El técnico de sonido entró por una pequeña puerta insonorizada y un instante después estaba detrás del gran cristal rectangular. Se oyó el crujido del interfono.

—Cuando quieras. Primero, una prueba de niveles. Y ruega a tu ayudante personal que cierre bien la puerta al salir.

La mujer se volvió hacia Christmas, que había terminado de montar el micrófono.

—¿Quieres quedarte? —le preguntó en voz baja.

El rostro de Christmas se iluminó.

—¿Puedo?

—Eres mi ayudante personal, ¿no? —le dijo la mujer—. Ven, siéntate a mi lado. A continuación fue a una mesilla situada de espaldas al cristal y de frente a la sala de Conciertos.

Christmas se sentó junto a ella.

—Luces, Ted —ordenó la mujer.

Las luces de la sala menguaron, creando una agradable penumbra. Una lámpara se encendió sobre el atril.

—Del compás cincuenta y cuatro al ciento treinta y cinco —indicó la mujer al músico.

—Prueba de niveles —dijo el técnico de sonido por el interfono.

—No, Ted, verifica los niveles mientras ensaya la pieza.

—Vale.

—Pásanos el resto de la grabación a la sala y luego déjalo en auriculares.

—Estoy listo —dijo el técnico de sonido.

—¿Preparado? —preguntó la mujer al músico.

El músico hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

La música invadió la sala. El músico observaba a la mujer. La mujer movía la mano en el aire, con suavidad, como una mariposa, mirando al frente. Después dijo quedamente: «Y... uno, dos, tres, cuatro», e hizo una seña al músico. El corneta empezó su melodía, de forma perfectamente sincronizada.

Christmas tenía los ojos como platos. Era una especie de magia.

La mujer se volvió hacia él. Le pareció guapo. Tenía aspecto altivo e inteligente. Y la cicatriz que le cruzaba la comisura del labio y que caía hacia la barbilla le daba un aire muy atractivo. Aunque fuera tan joven.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó en voz baja.

—Christmas.

—¿Christmas?

—Lo sé, lo sé, es nombre de negro —se anticipó Christmas sin volverse, hipnotizado por la música, con tono resignado.

—No, no quería decir eso —repuso la mujer—. Es un nombre alegre.

Entonces Christmas se volvió hacia la mujer. Sus rostros estaban cerca. Tenía labios grandes, rojos y sensuales, pensó Christmas.

—¿Y tú cómo te llamas?

—María —dijo la mujer, mirándolo con sus ojos negros. Sonrió—. Lo sé, lo sé, es un nombre de italiana.

—María —la interrumpió el técnico de sonido—.¿Te puedes estar callada?

—Sí, Ted —dijo María, resoplando guasona, sin dejar de mirar a Christmas a los ojos. Luego se le arrimó aún más. Y pegó sus cálidos labios a su oído—. Pero soy portorriqueña.

Olía muy bien, pensó Christmas. A especias tostadas al sol.

Y sabía que le gustaba.

Christmas tenía diecisiete años la primera vez que estuvo con una mujer. Ya hacía un año que Ruth se había marchado a Los Ángeles. Christmas se encontraba en un bar clandestino de Brooklyn, en Livonia, con Joey. Aunque Joey hablaba siempre de mujeres, lo cierto es que Christmas jamás lo había visto ir con ninguna. Aquella noche se estaba haciendo el gracioso con una camarera mayor que ellos. Le silbaba cuando la camarera pasaba a su lado para atender las mesas y le decía frases que a Christmas le parecían estúpidas. En un momento dado, la camarera se dio la vuelta, retrocedió y se puso a mirar fijamente a Joey, con los brazos en jarras. El rostro a pocos palmos del de Joey. Sin pronunciar palabra. Christmas advirtió que a Joey se le subían los colores, que daba un paso atrás y que mascullaba algo. «¿Eso es todo lo que sabes hacer, Rodolfo Valentino?», dijo la camarera, mirándolo de hito en hito. Christmas se echó a reír. Entonces la camarera se volvió hacia él. «Eres mono», le dijo, y se marchó a atender las mesas. Joey, al quedarse solos, hizo un comentario despechado y luego dijo que no tenía tiempo para aquella mema, que había que sacar un poco de dinero de las tragaperras. «Primero los negocios y después las mujeres, Diamond», añadió alejándose y yendo hacia un matón de cara torva.

Christmas, con una sonrisa divertida en los labios, se quedó en un rincón, mirando a la camarera. Entonces reparó en que ella también lo estaba mirando. De una manera distinta a como había mirado a Joey. La sonrisa se le borró de los labios. Y sentía una especie de agitación por dentro. Pero agradable. Inclinó despacio la cabeza, para subirse el mechón rubio de los ojos. La camarera miró alrededor, como si comprobara algo. Luego miró de nuevo a Christmas y le hizo un gesto imperceptible con la cabeza, invitándolo a seguirla. Y Christmas la siguió, como hipnotizado. La camarera se detuvo en la barra, una vez más miró alrededor, luego cogió un manojo de llaves y se dirigió hacia la salida de atrás. Christmas vio que la puerta se cerraba a su paso. Vaciló, con aquella sensación de desasosiego que persistía en su interior, hasta que por fin fue tras ella. Salió a la calle y se encontró en un aparcamiento oscuro. «Chis...». Christmas se dio la vuelta. La camarera estaba en un coche, en el asiento trasero, había bajado la ventanilla y le hacía señas para que se acercara.

—Cierra, que hace frío —le dijo no bien Christmas entró en el coche.

Christmas se sentó rígido, tieso. El corazón le latía con fuerza y tenía la respiración acelerada. Después le dio por reír. Quedamente. Y también la camarera rió, puso la cabeza en su hombro y empezó a acariciarle el pecho. Y luego a desabotonarle la camisa. Se la abrió y le besó su piel clara. Christmas cerró los ojos y no podía dejar de reír, siempre de forma silenciosa. Y la camarera, mientras sus besos descendían hacia el vientre de Christmas, reía con él. Después le agarró una mano y se la llevó a su pecho, sobre el uniforme azul, dirigiéndola y moviéndola. Y rió divertida. Y Christmas rió, más fuerte, sin dejar de palpar aquella turgente y suave carne de mujer, con la que soñaba cada noche en su cama.

—Desabotóname —le dijo la camarera al oído, a la vez que deslizaba su mano entre las piernas de Christmas.

Al contacto, Christmas se estremeció y dio un respingo, apartándose instintivamente. Avergonzado del bulto que tenía en los pantalones.

La camarera rió con más fuerza. Sin ánimo de burlarse. Solo divertida.

—¿Es la primera vez? —le preguntó susurrante al oído.

—Sí —respondió Christmas, sin pudor.

La camarera chasqueó la lengua, como ante un manjar apetitoso, y luego musitó:

—Pues tenemos que hacer las cosas como es debido.—Se desabotonó el uniforme, lo abrió y le mostró a Christmas su pecho suave y blanco como la leche, ceñido por el sujetador. Cogió sus manos entre las suyas y se las sopló, mientras las frotaba—. Están frías —le dijo—. Tienes que tener las manos calientes para una mujer, ¿sabes?

—Sí... —murmuró Christmas, que no conseguía apartar los ojos del generoso escote.

La camarera le asió una mano y se la introdujo en el sujetador. Christmas, al contacto con la piel, abrió la boca, como si le faltase el aliento.

—Pellízcalo —dijo la camarera al sentir los dedos de Christmas en el pezón—. Despacio... muy bien, así... ¿notas cómo crece?

—Sí...

—Y ahora sácalo del sujetador, con delicadeza, como algo muy rico... como un flan. —La camarera se puso a reír.

Y Christmas habría querido reír, pues sentía que por dentro le daba la risa, pero estaba concentrado únicamente en aquella milagrosa esfera de carne que olía un poco a whisky, un poco a sudor y un poco a un perfume desconocido, que Christmas creyó que debía de ser el olor de las mujeres.

—Bésalo... y pasa la punta de la lengua por el pezón... así, sí... y mordisquéalo, pero despacio, como se hace con el lóbulo de los niños pequeños... así, muy bien...

Y después la camarera se subió la falda, le llevó una mano a su entrepierna y Christmas sintió, detrás del suave manto de musgo, una húmeda delicia de terciopelo, cerrada pero lista para abrirse, que le reveló un manantial caliente de líquidos pegajosos y cautivadores, con un aroma áspero y penetrante. Y una vez que la camarera le hubo desabrochado los pantalones y se hubo sentado sobre él, enarcando la espalda y guiándolo a su interior, Christmas ya había comprendido que jamás podría hacer otra cosa que saciar su deseo en aquella fuente.

Al cabo, mientras la camarera se vestía, Christmas recuperó las ganas de reír. Y rió, abrazándola. Y besándola en el pecho y en la boca y en el cuello. Y siguió riendo sin parar al sentir que una nueva fuerza, renacida deprisa, lo incitaba y le hinchaba la ingle.

—Tengo que volver —le dijo la camarera y lo hizo bajar del coche. Después limpió con un pañuelo los rastros que su coito había dejado sobre el asiento del coche. Tras apearse ella también, le pasó una mano por el pelo rubio y enredado—. Qué mono eres —le dijo—. Volverás locas a las mujeres con este mechón.

Christmas la abrazó y besó. Tiernamente. Con los ojos cerrados, como para grabar en su mente aquellos olores y sabores.

—Hueles muy rico —le dijo Christmas.

—Sí, enloquecerás a las mujeres, chaval —sonrió la camarera, alborotándole el mechón—. Pero durante un tiempo quiero que seas solo mío. Ven a buscarme otro día. Te llevaré a mi casa. —Luego desapareció dentro del bar clandestino.

Christmas se quedó en el aparcamiento, enervado, en un estado de gracia exhausta, con una sonrisa fruncida y embotada, sin notar el frío penetrante del invierno neoyorquino.

—Ah, estás aquí —dijo Joey en ese instante—. ¿Qué leches haces aquí? Llevo buscándote hace media hora.

Christmas no respondió. Se limitó a mirarlo con ojos languidecidos por la sensación reciente de su primera vez.

—¿Te acuerdas de la camarera de antes? —dijo entonces Joey, pavoneándose—. Me acabo de cruzar con ella dentro y me ha dado un beso en la mejilla. Me la puedo tirar cuando quiera.

—Sí... —dijo Christmas con aire ensoñador.

—¿Has bebido, Diamond? Tú no aguantas el alcohol. Vámonos, he conseguido veinte dólares, socio.

Christmas lo siguió y mientras andaban no hizo sino tratar de rememorar todos los aromas del amor.

Aquella noche, en la cama, había pensado en Ruth. Pero no se había sentido culpable por ello. Porque sabía que no amaba a la camarera. Y se dijo que aprendería a ser un amante delicado y virtuoso por Ruth. Pues con ella debía de ser aún más bonito. «He de practicar», dijo en voz baja, acurrucado en la cama. Después se durmió feliz.

En los meses siguientes vio con asiduidad a la camarera. Y de la camarera pasó a otras mujeres, casi todas mayores que él. Aprendió que los turgentes pechos blancos, con los pezones rosa pálido, del tamaño de un lunar, eran melosos; que los que eran como una pera, con el pezón en forma de crisantemo, blando, oscuro y un poco abierto, tenían un sabor acre; que los pequeños pechos morenos y duros, con los pezones hacia arriba, huidizos, cual peces voladores que saltaran a ras del agua, tenían un sabor salado y picante; que los transparentes, tensos, jaspeados de azul, que se asemejaban a bolitas llenas de éter, con los pezones apretados y agotados, como si fueran auténticas válvulas, sabían a polvos de tocador; y que los blandos y distendidos de las mujeres más maduras, con los pezones ligeramente arrugados, como pasas secadas al sol, en su escondite ya descubierto por el tiempo, sabían a todos los platos sentimentales que aquellas damas habían probado, recibido y olvidado. Y la piel de las mujeres era resbaladiza o estaba hecha para retener las caricias, era tersa o estaba rebozada, o estaba empapada y podía diluir el placer más intenso. Y el secreto que guardaban entre las piernas era una flor que se deshojaba con mimo o con pasión, con delicadeza o con ardor. Aprendió a captar cada mirada, cada insinuación. A aprovechar su mechón rebelde, su sonrisa franca, su expresión ceñuda, su caradura, su alegría, su cuerpo, que se había vuelto musculoso y ágil al mismo tiempo. Y aprendió a querer a las mujeres, a todas, con naturalidad, pero sin olvidar ni un solo instante a Ruth.

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