La carretera

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Authors: Cormac McCarthy

Tags: #Ciencia Ficción, #Drama

BOOK: La carretera
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La carretera, novela galardonada con el premio Pulitzer 2007 y best seller literario del año en Estados Unidos, transcurre en la inmensidad del territorio norteamericano, un paisaje literalmente quemado por lo que parece haber sido un reciente holocausto nuclear. Un padre trata de salvar a su hijo emprendiendo un viaje con él. Rodeados de un paisaje baldío, amenazados por bandas de caníbales, empujando un carrito de la compra donde guardan sus escasas pertenencias, recorren los lugares donde el padre pasó una infancia recordada a veces en forma de breves bocetos del paraíso perdido, y avanzan hacia el sur, hacia el mar, huyendo de un frío «capaz de romper las rocas».

Cormac McCarthy

La carretera

ePUB v2.0

Demes & Polifemo7
18.07.11

Título original:
The Road

Cormac McCarthy, 2006.

Traducción: Luis Murillo Fort

Editor original: Demes (v1.0)

Segundo editor: Polifemo7 (v2.0)

ePub base v2.0

Este libro está dedicado a John Francis McCarthy

Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Humeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro. Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras de agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro de una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.

Se levantó con la primera luz gris y dejó al chico durmiendo y caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. Árida, silenciosa, infame. Debía de ser el mes de octubre pero no estaba seguro. Hacía años que no usaba calendario. Irían hacia el sur. Aquí era imposible sobrevivir un invierno más.

Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los prismáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. La suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Examinó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árboles muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algún indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo cómo la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.

Cuando volvió el chico seguía durmiendo. Retiró la lona de plástico azul que lo cubría y la dobló y la llevó al carrito de supermercado y la metió dentro y regresó con los platos y unos copos de avena en su bolsa de plástico y una botella de plástico de sirope. Extendió en el suelo la pequeña lona que les servía de mesa y colocó las cosas y se sacó la pistola del cinturón y la dejó sobre el mantel y luego se quedó mirando cómo dormía el chico. Se había quitado la mascarilla por la noche y estaba sepultada bajo las mantas. Observó al chico y miró entre los árboles hacia la carretera. Ese lugar no era seguro. Ahora que era de día podían verlos desde la carretera. El chico se movió. Luego abrió los ojos. Hola, papá, dijo.

Aquí estoy.

Ya lo sé.

Una hora después estaban en la carretera. Él empujaba el carrito y entre los dos cargaban las mochilas. En las mochilas había cosas básicas. Por si tenían que abandonar el carrito y echar a correr. Asegurado al asa del carrito había un retrovisor de motocicleta que él utilizaba para mirar la carretera a sus espaldas. Se subió un poco más la mochila y observó el campo devastado. La carretera estaba desierta. En el pequeño valle la serpiente todavía gris de un río. Inmóvil y precisa. A lo largo de la orilla unos carrizos secos. ¿Estás bien?, dijo. El chico asintió con la cabeza. Luego echaron a andar por el asfalto bajo una luz gris plomo, arrastrando los pies por la ceniza, cada cual el mundo entero para el otro.

Cruzaron el río por un viejo puente de hormigón y varios kilómetros más adelante llegaron a una estación de servicio. Se quedaron observando desde la carretera. Creo que deberíamos ir a ver. Echar una ojeada. La maleza por la que vadearon se convertía en polvo a su paso. Cruzaron el arcén de asfalto quebrado y buscaron el tanque que alimentaba los surtidores. No había tapón y el hombre se acodó en el suelo para olfatear el caño pero el olor a gasolina era solo un rumor, tenue y rancio. Se puso de pie y miró hacia el edificio. Los surtidores con sus mangueras curiosamente todavía en su sitio. Las ventanas intactas. La puerta del taller estaba abierta y el hombre entró. Un armario metálico para herramientas adosado a una pared. Registró los cajones pero allí no había nada que le sirviera. Buenos manguitos de media pulgada. Un destornillador de trinquete. Miró a su alrededor. Un barril metálico lleno de basura. Entró en la oficina. Polvo y ceniza por todas partes. El chico permaneció en el umbral. Una mesa metálica, una caja registradora. Viejos manuales de automóvil, hinchados y empapados. El linóleo estaba sucio y se alabeaba debido a las goteras del techo. Fue hasta la mesa y se quedó allí de pie. Luego cogió el teléfono y marcó el número de la casa de su padre en tiempos pasados. El chico le observó. ¿Qué estás haciendo?, dijo.

Unos trescientos metros carretera abajo se detuvo y volvió la vista atrás. No lo hacemos bien, dijo. Tenemos que volver. Sacó el carrito de la calzada y lo apoyó de costado en un sitio donde no pudiera ser visto y dejaron allí sus mochilas y regresaron a la gasolinera. En el taller sacó a rastras el barril y volcó toda la basura y seleccionó las botellas de aceite de cuarto de litro. Se sentaron en el suelo para recoger los posos de cada una de ellas, dejando las botellas boca abajo de manera que fueran escurriéndose en un cazo hasta que tuvieron casi medio cuarto de aceite para motor. Enroscó el tapón de plástico y limpió la botella con un trapo y la sopesó. Aceite para que su candilejo iluminara los largos crepúsculos grises, los largos amaneceres grises. Así podrás leerme un cuento, dijo el chico. ¿Verdad, papá? Sí, dijo el hombre.

Al otro extremo del valle la carretera atravesaba un arroyo completamente negro. Troncos de árboles calcinados y desprovistos de ramas a ambos lados. La ceniza moviéndose sobre el asfalto y las manecillas flojas de cable ciego que colgaban de los ennegrecidos postes de luz gimiendo débilmente con el viento. Una casa incendiada en medio de un claro y más allá un tramo de pradera agreste y gris y un banco de lodo rojo donde había unas obras abandonadas. Un poco más lejos vallas publicitarias anunciando moteles. Todo como en otros tiempos solo que descolorido y desgastado por la intemperie. En lo alto del cerro se detuvieron pese al frío y el viento para recuperar el resuello. Miró al chico. Estoy bien, dijo este. El hombre le puso una mano en el hombro y señaló con la cabeza hacia el campo que se abría allá abajo. Cogió los gemelos del carrito y observó la llanura desde la carretera hasta donde las formas de una ciudad destacaban en el gris general como un dibujo al carbón en medio del páramo. Nada que ver. Ninguna columna de humo. ¿Puedo mirar?, dijo el chico. Claro que puedes. El chico se inclinó sobre el carrito y ajustó el enfoque. ¿Qué ves?, dijo el hombre. Nada. Bajó los prismáticos. Está lloviendo. Sí, dijo el hombre. Ya lo sé.

Dejaron el carrito en un barranco cubierto con la lona y subieron la cuesta entre los oscuros postes de árboles todavía en pie hasta donde él había visto un saliente corrido de roca y se sentaron bajo el alero rocoso y vieron cómo las grises cortinas de lluvia batían el valle. Hacía mucho frío. Se acurrucaron el uno junto al otro arropados cada cual en una manta sobre las chaquetas respectivas y al cabo de un rato dejó de llover y solo quedó el gotear en el bosque.

Cuando hubo despejado bajaron hasta el carrito y retiraron la lona y cogieron sus mantas y las cosas que necesitaban para pernoctar. Remontaron de nuevo el cerro e hicieron el campamento en la tierra seca bajo las rocas y el hombre se sentó con los brazos alrededor del chico intentando darle calor. Envueltos en las mantas, viendo cómo la indescriptible oscuridad venía a amortajarlos. El contorno gris de la ciudad desapareció como un fantasma con la llegada de la noche y el hombre encendió la pequeña lámpara y la puso a resguardo del viento. Una vez en la carretera cogió al chico de la mano y subieron la loma hasta donde la carretera alcanzaba su punto más alto y pudieron recorrer con la vista la región que se oscurecía hacia el sur, de pie a merced del viento, envueltos en las mantas, buscando un indicio de fuego o lámpara. No vieron nada. La lámpara que habían dejado en la ladera era poco más que una mota de luz y al cabo de un rato regresaron. Todo demasiado húmedo como para encender una lumbre. Tomaron su mísera cena fría y se acostaron con la lámpara entre ambos. Él había traído el libro del chico pero el chico estaba demasiado cansado para leer. ¿Podemos dejar la luz encendida hasta que me duerma?, dijo. Sí, claro que podemos.

Estuvo mucho rato tratando de dormir. Al cabo se dio la vuelta y miró al hombre. Su rostro a la luz de la pequeña lámpara rayado de negro por la lluvia como un actor dramático de la antigüedad. ¿Puedo preguntarte una cosa?, dijo.

Naturalmente.

¿Nos vamos a morir?

Algún día. Pero no ahora.

Y todavía vamos hacia el sur.

Sí.

Para no pasar frío.

Así es.

Vale.

¿Vale qué?

Nada. Solo vale.

Duérmete.

Vale.

Voy a apagar la luz. ¿De acuerdo?

De acuerdo.

Y luego, ya a oscuras: ¿Puedo preguntarte algo?

Naturalmente.

¿Qué harías si yo muriera?

Si tú murieras yo también querría morirme.

¿Para poder estar conmigo?

Sí. Para poder estar contigo.

Vale.

Se quedó escuchando el goteo del agua en el bosque. Lecho rocoso, este. El frío y el silencio. Las cenizas del inundo difunto trajinadas de acá para allá por los crudos y transitorios vientos en el vacío. Llevadas, esparcidas y llevadas de nuevo. Todo desencajado de su apuntalamiento. Sin soporte en el viento cinéreo. Sostenido por una respiración, temblorosa y breve. Ojalá mi corazón fuese de piedra.

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