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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (28 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Un brote de esas violetas agarró en la obra maestra de Pierre Lesac, entre los pechos de su musa. Él, en un principio, se enfureció, pero luego se quedó dormido en el sofá del porche como todas las tardes. Muy cerca, velándole la respiración, se hallaba siempre Margarita.

Durante la cena, se reunían de nuevo en torno a la mesa.

—Mágica, Olvido, tu comida es mágica. —Pierre se pasaba la lengua por el bigote jugoso. —Y qué banquete, parece una gran boda.

—Pues yo creo que ya no cocinas tan bien como antes, mamá. Mucha cantidad y poca calidad. El pollo está salado —Margarita escupía un pedazo en el plato— y el pan se te quedó duro. Además, te has empeñado en cocinar recetas de Francia y te salen fatal; no se parece en nada a lo que comíamos en París, ¿verdad, Pierre?

—Eres muy cruel,
mon amour
. No le hagas caso, Olvido. Tu cocina francesa es maravillosa, como todo lo que…

—No, Pierre, mi hija tiene razón. No sé cocinar recetas francesas por mucho que lo intente, y es cierto que el pollo tiene mucha sal.

—Mamá, ¿por qué no dejas que cocine la yaya?

Manuela Laguna levantó los dientes de un muslo de pollo. Desde el nacimiento de Santiago no comía sola en la cocina. A Olvido le costaba verla tan cerca de Margarita. Pero lo que no había podido cambiar ni el nacimiento de un varón Laguna era el silencio que vivía entre las dos. Ninguna estaba dispuesta a ceder, ninguna lo ahorcaría con su lengua.

—Os prepararía unas mollejas fritas con pimentón y ajo, y unos sesitos con arroz que os chuparíais los dedos. —Abrió la boca y dejó escapar una risa de piedras.

Olvido observó que a su madre sólo le quedaban tres dientes en la mandíbula superior. Sin embargo, parecían capaces de despedazar un buey sin más ayuda que los filos ondulados.

—Eso sí, jodiendas de esas de Francia no sé hacer. Si la cocinera que me crió como a un ternero hubiese visto ese, ¿cómo se dice?, ¿cluché?


Soufflé
, yaya,
soufflé
. —Margarita sonreía.

—Bueno, pues el fluché ese, si ella lo hubiese visto sobre la mesa, le habría metido una manta de palos al caballo por haberse «cagao» donde no debía.

Margarita soltó una carcajada.

A mediados de agosto cayó una tromba de agua. No anochecía. Eran más de las diez y el sol continuaba erguido en el cielo. Los habitantes del pueblo habían cenado bajo la influencia de sus rayos. La mayoría comió poco; miraban por la ventana con los tenedores vacíos, desmigaban el pan sobre la mesa, espiaban los relojes. Quizá la naturaleza se había tomado un descanso. Los agricultores más viejos y sin dientes se consolaban rumiando su propia lengua.

De pronto, sin avisar siquiera al horizonte, el sol se desplomó sobre los pinos. Muchos animales, asustados, huyeron hacia el encinar cercano. El cielo se había puesto negro, ningún otro color acompañó la caída del sol. Salió una mitad de la luna, sin ganas, harta de esperar un turno que aquella noche no llegaba. Transcurrieron un par de horas, unas nubes gigantes asediaban el cielo. Ya se habían acostado los habitantes del pueblo. Hubo uno o dos relámpagos. Las estrellas no existían, aunque algunos las echasen de menos. Hubo más relámpagos y un rayo de labios encarnados fue a estrellarse en la rosaleda de la casona roja. Se propagó por el jardín un aroma a planeta quemado. La mitad de la luna se escondió tras una nube y con ella su rastro luminoso, demasiado débil esa noche. Se detuvo la brisa que solía asediar al pueblo cuando llegaba la tarde, surgió una quietud que se coló por los ombligos de sus habitantes y les produjo insomnio. Pero nadie encendió la luz. Las casas mostraban las fachadas oscuras, aunque ellos estaban allí, inmóviles detrás de los ladrillos; los ojos abiertos, la nuca fría, las sábanas rodeándoles el cuerpo, cercándoles para que no pudieran alejarse de su destino, un destino que cada vez era más húmedo. Otro rayo de labios encarnados cayó en unas jaras del pinar. La resina pegada a los tallos se convirtió en una baba incandescente. La lluvia llegó enseguida. No cayeron primero unas gotas; un diluvio saltó del cielo y cubrió casas, jardines y montes. Durante horas el estruendo del agua fue el único sonido de la noche. Nadie se atrevió a abandonar la cania; las manos con sudor de hielo, los ojos fijos en las ventanas o los balcones. Aquel temporal lo golpeaba todo. Era una muerte tenaz. Margarita Laguna creyó que la ventana de su abuela Clara explotaría y los cristales se le clavarían en el rostro. Se vio llena de sangre, el dosel púrpura moteado por la tragedia. Sintió el deseo inmenso de Pierre Lesac, el deseo de sus ojos negros, de su carne de iglesia, pero se lo tragó muy quieta. Santiago aferraba el chupete entre los dedos. Olía a cal mojada en la planta baja de la casona roja. Una pared del dormitorio de Manuela Laguna chorreaba, blanda, una marea de lluvia. A la vieja le costaba respirar, y creyó que aquella opresión era Dios. Rezó analfabeta. Los guantes rígidos sobre las sábanas; si no se movía, la desdicha pasaría de largo. Hubo un relámpago azul, después un trueno. La mitad de la luna se estaba deshaciendo sobre los campos de labranza, sobre las copas de los pinos. A Olvido, bocabajo en el colchón, le escocían las cicatrices que los palmetazos de la infancia le dejaron en la espalda. Mordió la almohada. Desde su ventana no alcanzaba a ver el jardín, sólo el rostro del diluvio.

Un trozo del tejado de la iglesia se derrumbó sobre el altar. Sonó una voz de escombros que el agua engulló deprisa y cada rincón del pueblo volvió a pertenecer a la lluvia. No amanecía. Apenas quedaba una oblea de la luna y se la disputaban las nubes. La veleta de la casona roja, un gallo tieso sobre una pata, enloquecía apuntando primero al norte y después al sur. Hacía un viento gélido. Pierre Lesac, acurrucado en un revoltijo de sábanas, escuchaba el chorro descomunal que expulsaba el canalón del tejado. Intentó pensar en su obra maestra, desvalida en el porche. Intentó saltar de la cama para ir a rescatarla de la tormenta. No pudo. Se hallaba preso de su miedo infantil a las gárgolas de Notre-Dame. Recordaba las fauces y las patas de dedos articulados y uñas de puñal. Podrían arrancarle la cabeza y comerle el corazón. Recordaba, sin querer, a su madre, la oscuridad de la catedral y la palabra «pecado» que tantas veces ella le había repetido; los pantalones del hermanastro, las tostadas con mermelada de ciruela que le obligó a desayunar el banquero el día en que su madre se fugó del hogar. Tuvo ganas de devolver, pero se quedó inmóvil, el vómito encajado en el esófago. Sintió su tacto pétreo durante el resto de la noche mientras la gárgola escupía la tormenta.

Cerca del alba terminó el diluvio tal y como había comenzado, de golpe. La luna era un charco enorme y destilaba un humo semejante a la niebla. Hacía frío para ser agosto. Unas costras de escarcha descansaban sobre la hierba ahogada. El muchacho que había ocupado el puesto del Tolón hizo sonar las campanas de la iglesia. El Cristo del altar se había roto. Una viga podrida le cayó encima y le partió la espalda. Retumbaba la sacristía bajo los pasos inquietos del padre Rafael. Fuera olía a cadáver de lluvia. Comenzaba a salir el sol. Se había inundado la carretera que comunicaba el pueblo con la ciudad, los senderos zigzagueantes entre los pinos, las hayas y las rocas, el encinar y el amor que allí habitaba. También se había inundado el laberinto de la rosaleda, las sendas retorcidas se habían convertido en canales de agua que transportaban miles de pétalos de rosas. Viajaban amarillos, blancos, rojos, azulados, negros… El diluvio había descuartizado los rosales. Sus cuerpos estaban blandos. El diluvio había convertido la rosaleda en un cementerio multicolor.

Como todos los días, Manuela fue la primera en levantarse. Aquella mañana no desayunó; salió al jardín con los pies envenenados de cal y el estómago hueco. Quería alcanzar la rosaleda. El huerto se había convertido en una charca gigantesca. El agua le llegaba a la mitad de la pantorrilla y al caminar se hundía en el fango. Cientos de cadáveres de grillos flotaban en la charca. Puso unos cuantos en la palma de su guante. Estaban tiesos y tenían las patitas plegadas sobre el caparazón muerto. Los tiró a la tumba acuática. Miró al cielo. El sol aún no calentaba; luchaba contra las nubes, luchaba por imponer sus rayos. Cuando penetró en la inundación de la rosaleda, se dejó caer de rodillas en una de las sendas. El agua le cubrió hasta la cintura y lloró. Se le había pegado en un brazo el cadáver de una escolopendra. Creyó distinguir las vísceras de mentira a través de la piel del insecto. Lo estrujó y el animal se deshizo. Se santiguó y continuó su camino hacia el centro. Apenas soportaba la visión de los rosales convertidos en manojos de huesos. Los pétalos de colores navegaban por las sendas inundadas. La vieja temió encontrarse los restos de la prostituta gallega flotando a la deriva. Temió que pudieran colarse por algún desagüe y desaparecieran de su vida.

Aquella mañana nadie seguía a Manuela. Ella notaba el choque de los insectos muertos contra el cuerpo y apretaba los dientes. Ya no quería mirarlos. Sólo quería llegar hasta la tumba de menta. Pero se extravió en el laberinto, tomó una senda equivocada, una senda que no transitaba nunca, una senda prohibida cuyo secreto sólo ella conocía. Buscó con desesperación el cadáver de una escolopendra. Había cadáveres de grillos y de chicharras, flotaban bajo el sol como si los canales de la rosaleda fueran afluentes del río Ganges. Sin embargo, ninguno de aquellos cuerpos poseía la frialdad ámbar del insecto que anhelaban sus entrañas. Decidió untarse en un dedo los restos de la escolopendra que había aplastado momentos antes y los chupó. Jamás había permitido que alguien la descubriese cometiendo aquel acto caníbal del que siempre se avergonzó. A veces, después de acicalar escolopendras, se las comía porque le dejaban en la boca un gusto a membrillo. Sintió deseos de llorar; ante sus ojos se alzaba la cruz que le compró al chatarrero para la tumba de su madre. Siempre deseó que Clara Laguna no pudiera escapar de aquel montón de tierra. Deseó que nadie la visitara, deseó que nadie depositara sobre sus huesos el peso de un recuerdo. Por eso la enterró en esa senda perdida. Se arrodilló, y el agua, nuevamente, le bañó la cintura. El sol iluminaba la tumba. Como un dedo que acusa, uno de los rayos señaló las letras escritas en un brazo de la cruz. Manuela tuvo una arcada. Nunca quiso que se escribiera en la tumba aquel nombre: Clara Laguna. La prostituta gallega le contó que si en una sepultura no aparece el nombre del difunto que en ella yace, su espíritu no se atrevería a abandonarla, pues cuando quisiera regresar no hallaría el camino y quedaría por siempre vagabundo y desolado. Pero entre la herrumbre se divisaba una caligrafía torcida. Alguien había escrito el nombre de su madre sobre el hierro de la cruz. Aunque era analfabeta, sabía reconocer esas dos palabras que había visto en muchos documentos en el despacho del abogado, aquellas dos palabras que habían sobrevivido a su memoria: clara laguna. Como una roca, Manuela estaba hincada en el fango. Una roca que serpenteaban los canales de pétalos de rosas. El espíritu de su madre podía pasearse por el jardín, por la casa, por el encinar, y volver después a su tumba con nombre.

La humedad del diluvio agravó la plaga de violetas enanas que había asaltado la casona roja en el mes de julio. Amanecieron ramilletes en las esquinas de los colchones, en la cal de la pared del dormitorio de Manuela, en la barandilla de la escalera, en el cuadro marítimo de la habitación de Olvido, en la alfombra del salón, en el dosel púrpura, en la colcha de la cunita de Santiago… La casona roja olía a ternura silvestre.

Pierre Lesac se levantó de mal humor. Tenía la sensación de que acababa de despertarse en su camita de niño en casa del banquero. ¿Y si bajaba a la cocina y encontraba unas tostadas chorreando mermelada de ciruela? Entre los dedos de la mano derecha, sujetaba un lapicero. Era de color azul. Intentaba controlar el deseo que le devoraba. Quería pintar las paredes, los sofás, los manteles… Pierre Lesac necesitaba pintarlo todo. Y por si ésta no fuera desgracia suficiente, una violeta enana le había crecido en lo más frondoso de su masculinidad. Se encerró en el cuarto de baño. Transcurrieron más de quince minutos. Cuando el francés abrió la puerta, ya no sujetaba el lapicero en la mano derecha. El lapicero había desaparecido. Pero la violeta enana yacía sobre las baldosas del baño. No estaba sola. Junto a ella había una madeja de vello y tres goterones de gozo. Aprovechando que había amanecido sin escozores y sin vejigas supurantes, se masturbó como un hombre. Las gárgolas desaparecieron de su vida con el primer frote. Luego se puso los pantalones manchados de pintura; ya se encontraba en condiciones de enfrentarse con lo que el diluvio hubiera dejado del lienzo.

El porche se había convertido en una laguna de diferentes colores y por ella navegaba la obra maestra convertida en plataforma funeraria de grillos y chicharras. Pierre apartó varios insectos y pudo ver una curva de los labios de Olvido. El bermellón se había conservado incólume. Sin embargo, los ojos de su musa agonizaban bajo un barrizal. El francés escupió el vómito que tenía encajado en el esófago desde la noche anterior. Sobre su pelo negro, el sol ardía. Comenzaba a ser agosto. Olvido, aún te tengo a ti, pensó, verdadera, hermosa. Olvido, aún puedo mirarte mientras cocinas, aún puedo comer lo que rozaron primero tus pechos y tu boca, aún puedo perseguirte por los recovecos perfumados de la rosaleda. Aún puedo… Abandonó el porche y corrió hacia el dormitorio de su musa. Sus pies, descalzos, estaban manchados de pintura y barro. Sus huellas quedaron grabadas durante muchos años en las losetas del recibidor. Olvido, Pierre quería transformarse en ese nombre, quería que ese nombre le comiera. Olvido. La ventana del dormitorio de su musa se había abierto con la tormenta y penetraba la respiración húmeda del jardín. Por una vez, éste había sucumbido al clima. Por una vez, compartía la desdicha con el pueblo que lo odiaba. Pierre descubrió a Olvido encima de la cama. Bocabajo, la sábana arremolinada en las rodillas, desnuda. Se quedó hipnotizado por el poder que exhalaba aquella carne, y la observó como si, en vez de una mujer, fuera un objeto ondulado y extraordinario. De sus nalgas manaba una eternidad color oliva. Pierre parpadeó inútilmente. Una bandada de pájaros atravesó el jardín, volaba muy bajo. Los graznidos de aquellas aves hicieron que el estrecho abismo custodiado por las nalgas de Olvido se desperezara con un movimiento suave. Ella gimió. Tenía la melena negra emborronándole el rostro y, entre las hebras del cabello, unos ojos dormidos, unos labios entreabiertos, unas mejillas con síndrome de flores. Pero él descubrió la espalda de esclava. A partir de aquel momento ya no le importó que Olvido rodeara la almohada con un abrazo de amante, ni su cuello mojado por el sudor de los sueños. Sólo existían aquellas cicatrices enroscadas en la espalda; aquellas culebras que se le habían muerto debajo de la piel. Humedeció sus labios y se sentó en el borde de la cama. Quería tocarlas, besarlas, recorrerlas con la lengua. Extendió un brazo y pasó su mano por el contorno escarlata de una cicatriz. El cuerpo de Olvido dibujó un susurro. De repente, los muslos más distantes uno de otro, la cintura navegando en un mar invisible. El tacto de Pierre yacía enamorado. Ojalá aquella cicatriz hubiese sido el corazón de ella. Se oyó un trueno. Pierre creyó que regresaba la tormenta. El sol que hacía unos minutos alumbraba el dormitorio se estaba tragando sus rayos de agosto. Deseaba reemplazarlos por los rayos del invierno, más débiles, más blanquecinos. Entró por la ventana una hoja seca. Había viajado hasta allí en un viento que no sabía olvidar. Pierre dejó un beso en otra cicatriz. La luna se escapó de su lecho y apareció encima de una nube. Una luna pequeña, descolorida como un espectro. Pero el cielo reventaba de tanto azul. Alguien empujó la puerta. Cuando Pierre entró sólo la había entornado: enseguida la carne de su musa lo atrapó y ya no tuvo fuerzas para cerrarla. ¿Qué era un picaporte ante aquella explosión de nalgas?, se preguntaría muchos años después acurrucado en una sombra de Notre-Dame. Margarita Laguna, el pelo suelto, la mirada como una tempestad, los pechos desvencijados por la leche, descubrió a Pierre lamiendo una cicatriz de su madre. Vio avanzar una lengua sobre aquella que él había elegido como la favorita. Tenía forma de ola y hasta parecía rebosar espuma. Vio la desnudez de su madre reflejada en el rostro de Pierre, cuando él, sobresaltado, levantó la cabeza de aquel manjar deforme y la miró sin miedo. Margarita supo que iba a matarlo. Le escupió una maldición en francés y fue hacia la cama. Olvido se despertó y pronunció el nombre de su hija; sentía en la espalda un rastro pegajoso y húmedo. A su lado estaba Pierre Lesac con los labios brillantes. Empezó a hacer frío. En el corazón de Olvido se había sentado el invierno y le colgaban sus piernas de hielo. Margarita abofeteó a Pierre.

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