Úrsula siguió escribiendo durante su embarazo, tejiendo con palabras un manto de Penélope que deshacía en la madrugada mirándole dormir sobre su cama, desnudo como un animal exótico. Siguió escribiendo y rompiendo cuando él comenzó a dibujarle animalitos del bosque en la tripa cada vez más abultada, cuando se la cubría de besos, feliz como en sus tiempos mesiánicos; siguió escribiendo y rompiendo tras las jornadas de otoño leyéndole los pergaminos polvorientos de su abuela; siguió escribiendo y rompiendo tras los paseos invernales con un frío luminoso que los arrastraba a los retozos del dormitorio; siguió escribiendo y rompiendo el día de nieve en que Santiago la abrazó por la espalda y le susurró al oído «Cásate conmigo», y ella, riéndose, le recordó la historia de su última novela.
—Un amor sin libertad se vuelve triste. Mira lo que les sucedió a los amantes del diván: tenían que calcularlo todo para no salirse de él y aquella esclavitud acabó con ellos.
Siguió escribiendo y rompiendo a pesar de que él contraatacó con el final.
—Recuerda que, como no podían vencer el maleficio del genio, el hombre del desierto quiso sufrir el mismo destino que su amada. Recuerda que un atardecer la esclava-hechicera llevó al genio hasta la alcoba, y cuando encontró a la doncella echada en el diván con su desnudez portentosa, se encolerizó lanzándole un nuevo maleficio, pero, en ese momento, apareció el hombre del desierto y también se convirtió en diamante. Así, juntos, sufrieron eternamente su destino de piedras.
Siguió escribiendo y rompiendo mientras aseguraba a su editor que la novela estaría lista en unos cuantos meses más, mientras trabajaba en ella, prometiéndose no romperla nunca más, las tardes que Santiago pasaba con Isidro en los partidos del Atlético, y las noches en que actuaba en los cafés.
Pero de nada sirvió. Úrsula Perla Montoya, debatiéndose en un embarazo de casi ocho meses, siguió escribiendo y rompiendo, incluso la tarde de primavera que se quedó dormida sobre los pergaminos y comenzó a soñar con una verja que ostentaba en lo alto un lazo de difuntos dándole la bienvenida con una granja de fachadas rojas rodeada por un jardín descomunal y con una mujer muy parecida a Santiago que la esperaba de pie en un recibidor de losetas de barro. Y vio crecerle en el vientre una profusión de margaritas, rosas, madreselvas, y se despertó amasando en la boca un sabor a bellota. Le causó tal desasosiego la repetición de ese sueño —no la abandonaba ni en las siestas, ni en las noches de orines continuos— que una mañana radiante le dijo a Santiago, envuelta en el delirio de los ojos persas:
—Llévame a la casona roja.
Y siguió escribiendo y rompiendo cuando él, conmocionado por la sabiduría de santa Pantolomina bendita, cumplió su ruego para no contrariar al destino. Una tarde de últimos de marzo, con el bebé revolviéndose en su seno ante la cercanía de sus orígenes, vio por la ventanilla de un taxi la plaza con la fuente de tres caños, la iglesia de tumbas medievales donde vivió su amante, el pinar surcado por la cicatriz de asfalto, y sus sueños se le empedraron de realidad: la verja, el lazo, la casa, la mujer en el recibidor que se fundió en un abrazo con Santiago y a ella le besó con ternura la frente.
—Úrsula Perla Montoya, qué nombre tan hermoso. Bienvenida a la casona roja.
—Se lo agradezco. ¿Podría echarme a descansar un rato? El viaje ha sido agotador.
—Te llevaré a la cama más grande que hay en la casa. Ahora ése es tu sitio —le dijo Olvido tomándola por un brazo.
Desde que Santiago la telefoneó para avisarle de su llegada, supo que aquella mujer había ido al pueblo a alumbrar otra criatura Laguna en el lugar que le correspondía. Así fue. En cuanto Úrsula puso los pies en la habitación de las encinas, reconoció su aroma como el que tenía dentro de la boca a todas horas. Olvido retiró la colcha gruesa y la ayudó a tumbarse mientras Santiago las observaba desde el quicio de la puerta. Entonces el vientre se le contrajo precipitándose por la agonía de las contracciones. La criatura no quería esperar más. Pálida, chilló y se retorció sobre el colchón de las venganzas. Abrió las piernas y liberó un torrente de aguas. Santiago, que había acudido junto a su novia cuando comenzó a tener dolores, preguntó a Olvido:
—¿Qué le ocurre?
—Llama al médico, está de parto. Vas a tener una criatura inquieta y muy lista. Sabía el lugar exacto donde tenía que nacer. Y ha sido verse en él y no aguantarse las ganas de salir al mundo. Ni siquiera nos ha dejado cenarnos el cordero con salsa de frambuesa que había preparado.
El médico rubio, que aún existía y albergaba en los secretos de su maletín las purgas de bicarbonato con limón para los celos, y la aguja y el hilo para coser muñecas suicidas, llegó pasadas dos horas. Poseída por la fuerza de las tormentas del desierto, Úrsula Perla Montoya apretó con todas sus ganas mientras Santiago le aferraba una mano y le enjugaba la frente. Y con cada apretón que acercaba el alumbramiento, Olvido se debilitaba. Había asistido al médico, entregándole el instrumental que le indicaba, proporcionándole toallas, agua caliente y paños limpios. Sin embargo, cuando la criatura asomó la cabeza, el pulso comenzó a temblarle, la fiebre le volvió a las mejillas, y los dolores le rompieron otra vez los huesos. Se excusó como pudo, salió al pasillo y respiró profundamente hasta que oyó a Santiago:
—¡Abuela, abuela, ya está aquí!
Tras la última luz del atardecer había nacido la magia de una niña. Tenía los ojos abiertos, lúcidos y clarividentes como los sueños de su padre, pero de un color ámbar semejante al trigo y a los otoños de hayas que hundió el dormitorio en un regocijo de pantalones morunos. El médico la cogió por los talones y le golpeó las nalgas para que comenzara a llorar. La niña no se inmutó. Estaba distraída aspirando el perfume a sangre de gallos que se asomaba por la puerta, y sonrió al escuchar un lamento, en el lenguaje de los espíritus, por la llegada de otra bastarda Laguna.
—¿Se encuentra bien el bebé? —le preguntó Santiago.
—No podía estar mejor, no llora porque no quiere —respondió el médico sorprendido.
Envolvió a la niña en una toalla y la puso en el regazo de su madre. Aún congestionada por el esfuerzo, Úrsula la miró largo rato con curiosidad, y se dio cuenta de que aquellos sueños nunca fueron suyos, sino de su hija, que al fin estaba donde tanto había deseado. Ya podía volver a escribir sin sacrificar un folio más, ya podía volver a escribir una novela quizá eterna como la primavera del jardín.
Santiago se acercó a ellas y las besó delicadamente en los labios.
—Es una preciosa niña Laguna, pero no sufrirá como nosotros —dijo escudriñando la mirada de Olvido.
Ella, que había llenado de agua tibia la palangana de arabescos azules, cogió a su bisnieta de los brazos de Úrsula y la bañó mientras un retortijón le atravesaba en el corazón una duda. Pero no le quedaban fuerzas para nada más. Había llegado el tiempo de Santiago. Le entregó la niña y se refugió en su dormitorio.
No salió a despedir al médico, que abandonó la casona roja cuando el anochecer se apoderó del mundo. Se tumbó en la cama a esperar, y se quedó dormida. A las tres de la madrugada la despertaron las campanas de la iglesia tañendo, enloquecidas, una melodía gloriosa. Se levantó y fue hacia la ventana; la había dejado abierta para que el relente de la noche entrara por el agujero de ventilar las desdichas. La melodía se hizo más intensa, Olvido descuartizó la silla contra la tapia de ladrillos y, con una de las patas, los golpeó astillándose las uñas, descarnándose los dedos, hasta hacerlos añicos. Una bocanada gigante de la brisa del pinar le vapuleó el cabello, y la voz de las campanas se convirtió en un estruendo de amor. En camisón, se dirigió al dormitorio de Clara Laguna, donde descansaba Santiago, con Úrsula y el bebé.
—Adiós, abuela, cuídalos mucho. La niña heredó tus ojos, Dios quiera que no haya heredado también la maldición.
Una risa de oro hizo temblar el dosel de la cama.
Olvido avanzó por el corredor y bajó la escalera. La luz de las estrellas se colaba por debajo de la puerta.
—Adiós, madre —dijo en el recibidor de losetas de barro—. Ya arreglaremos cuentas.
Sintió que un despliegue de lavanda se salía del armario, pero no le hizo caso.
Atravesó el camino de margaritas, una mata de lirios virginales había surgido entre las hortensias y los dondiegos, dejó atrás el lazo de difuntos y se puso a caminar por la cuneta de la carretera, siguiendo el gozo de las campanas. A su paso, el pinar se despedía de ella, ululaban las lechuzas, silbaban las ramas de las hayas y los pinos, las rocas emitían, poderosas, un crujir de líquenes. No tardó en llegar al pueblo. Descalzos, sus pies habían sustituido la enfermedad por la ligereza de los de una muchacha de quince años. En la plaza, asediados por los caños de la fuente, unos cuantos hombres y mujeres aporreaban el portón de la iglesia para quejarse de aquella algarabía de campanas que les sobresaltaba el sueño. Olvido pasó junto a ellos con su halo de resucitada. Algunos no la reconocieron —el cabello se le había puesto negro, el rostro adolescente, la figura de espiga—, y los que lo hicieron, la recordaron hasta que se los tragó la sepultura.
Subió la cuesta que conducía al cementerio, las piedras perladas por una luna semejante a una tiara de boda. Cuando llegó hasta él, encontró la verja entreabierta. La empujó temblorosa y, con la emoción de una novia que avanza hacia el altar sabiendo que todo le ha sido perdonado, se encaminó a la parte vieja del camposanto. Las estrellas le adornaban de azahar las manos, las hileras de cipreses la contemplaban con sus fracs de sombras, las urracas ocupaban, con plumas relucientes, los sitiales de panteones y tumbas. Entonces le vio esperándola de pie junto a su lápida, Esteban, terso como el joven que nunca dejó de ser, el cabello corto, y los ojos de tormenta iluminados por la eternidad. Pronunció su nombre y, antes de entregarse al «sí quiero» y besarlo, sintió cómo un aroma a serrín y virutas de carpintería la embargaba de dicha.
A la mañana siguiente, el sepulturero la encontró muerta sobre la tumba de su amante, con el cuerpo de una mujer de cincuenta y tantos, pero con una sonrisa en los labios que no logró borrarle ni la sobriedad de la mortaja.
Agradezco a Clara Obligado todo lo que me enseñó y su apoyo en la vida de esta novela. Y a mi editor, Alberto Marcos, su ayuda y los ánimos que me dio hasta el final.
Gracias también a Belén Cerrada y a Miguel Ángel Rincón, que me llevaron de caza, me salvaron de mi caos informático y me alentaron siempre. Y a mis compañeros del taller por tantas tardes de cuentos que hemos compartido.
CRISTINA LÓPEZ BARRIO
, escritora y abogada española. Se dio a conocer en el mundo literario con
El hombre que se mareaba con la rotación de la Tierra
, una obra juvenil que le significó el segundo premio Villa Pozuelo de Alarcón.
Con
La casa de los amores imposibles
, López Barrio dio el salto a la narrativa adulta y consiguió llegar al mercado internacional.