Un torrente de truenos y relámpagos iluminó el cielo, y las cristaleras del café temblaron por un instante.
—Un espectro hacía sonar la campana al tiempo que pronunciaba el nombre de uno de los marineros del barco. El capitán tenía que entregarlo, por mucho que éste llorara y suplicara, pues aquel barco fantasma, una vez que sus bodegas rebosaban de víctimas, ponía rumbo al infierno. Un día… o una noche… un muchacho llegó… con unos zapatos con herraduras en las suelas… como si fuera un burro… —Tuvo que detenerse porque sentía una madreselva creciéndole en la garganta.
El murmullo de los espectadores inundó el local.
—Llevaba tatuada en la lengua… la lista de sus hazañas y glorias… y aseguró a todos que podría librarles de la amenaza. .. del barco fantasma… por tres barriles… de oro. No hay más… que apoderarse… de la campana roja. —Estaba lívido—. Y así lo hizo. Se apoderó de la campana, pero… se convirtió en un galeón… fantasma…
No pudo seguir. Un silencio denso se extendió por las mesas. Entonces la mujer que estaba sentada en el taburete se dio la vuelta, miró a Santiago, con unos ojos idénticos que cargaban una tumba de lágrimas, y a él se lo tragó el pasado. Un aroma a hortalizas comenzó a endulzarlo todo. Ella se levantó, se descubrió el cabello, avanzó viva hacia el escenario y relató el final de la historia.
—El cuello del muchacho se estiró hasta que tuvo la altura del palo mayor y en él quedó colgada la campana como cencerro de oveja. La niebla se disipó y al muchacho-barco no se le volvió a ver hasta pasados cien años, en noches de borrasca, cuando su navegar suena como pezuña de burro y los marineros tiemblan porque hará sonar la campana y les robará el alma.
Estallaron los aplausos como si lo ocurrido formara parte de la actuación, pero Santiago permaneció inmóvil bajo la baba artificial de la luna, absorto en una mueca de pavor.
—N
o llores.
La tormenta había terminado. Las nubes despejaron el cielo hasta que se vieron los esqueletos de las constelaciones. Pero la ciudad olía a lluvia más que nunca. Los alcorques de los árboles estaban desbordados, goteaban las tejas un hipo de sollozos y por el asfalto de las calles descendían torrentes como las lágrimas por las mejillas de Santiago.
—Abrázame.
En los charcos de la calle de las Huertas oscilaba la luz de las farolas.
Ella lo estrechó contra su pecho. La casona roja germinó en el vientre de Santiago y creció hasta ahogarlo en una selva de recuerdos. Regresó a la felicidad de la cocina, a su perfume ahumado y dulce, a los besos en las calabazas nostálgicas, a los pezones jadeantes de mermeladas y masas, a los juegos de harina; regresó a los días de pinturas, madreselvas y poemas cociéndose al sol; regresó a las lecturas de san Juan de la Cruz, a los envenenamientos con rosas para quedarse solos, a las cosquillas de los baños, a las noches alumbradas por la chimenea y el sabor de los cuentos.
—Perdóname.
El abrazo se estrechó aún más, y Santiago regresó al hedor del monte empapado, a la traición de las ovejas, a la ropa fría y los huesos de hielo, al descubrimiento del amor en el cuarto de las encinas, y se volvió fuego, llanto, ceniza, y la garganta le reventó con un quejido de grillos.
—Nunca debí marcharme de ese modo. —Ella le miró a los ojos.
Los escasos coches que subían por la calle dejaban una estela de espuma y barro. Él apoyó la espalda en un portal y agradeció la brisa húmeda que le ayudaba a respirar. En el ambiente cargado del café había sentido que le faltaba el aire.
—¿Por qué me abandonaste?
—Después de lo que pasó, creí que el padre Rafael te cuidaría mejor que yo. Él te quiso como a un hijo. Le hice prometerme que te llevaría a vivir a la iglesia para que no estuvieras solo en la casona roja, o a merced del hijo del abogado o de cualquiera.
—¿El padre Rafael sabía que estabas viva?
—Aquel día, de madrugada, mientras dormías como un niño incendié el establo y me escabullí hasta la iglesia. Desperté al padre y le conté todo bajo secreto de confesión. Mi plan le pareció una locura, y estaba en lo cierto. Me pidió que recapacitara. «Encontraremos otro modo», insistía, pero yo estaba hundida en la desesperación y dispuesta a lo que fuera para liberarte de aquello. «El establo ya arde, padre», le dije, «prométamelo, no hay tiempo, y vaya a salvarle». —Las llamas le inflamaban la mirada—. A él le preocupaba su enfermedad, le preocupaba morirse pronto y dejarte solo. «También he previsto eso», le aseguré. Le di la dirección de tu padre en París para que se pusiera en contacto con él si veía cercana su muerte, y le entregué una carta que había escrito a Pierre rogándole que te acogiera, y diciéndole que le perdonaba.
—¿Que le perdonabas? ¿Por qué habrías de perdonarle? ¿Es que mi padre se portó mal contigo o con mi madre?
La arruga de Olvido Laguna se hundió en el abismo que surgió entre sus cejas.
—No podía seguir haciéndote más daño, debía dejarte libre. Mi afán por protegerte iba a acabar destruyéndote la vida.
—Mi madre se mató porque su sangre maldita hizo que mi padre no la quisiera.
Ella retrocedió en su sufrimiento. El cabello blanco y los ojos surcados por regadíos de llanto.
—Porque me quería a mí, Santiago, a mí. Tu madre lo descubrió y no pudo soportarlo.
Él echó a andar hacia la calle del Prado. Olvido le siguió. Se detuvo a los pocos pasos, puso un pie en una fachada antigua de paredes rosadas, metió las manos entre su pelo.
—¿Y tú le querías a él?
—No. Yo siempre he amado a tu abuelo. La juventud de Pierre me recordaba a él, pero no hubo nada más, nunca le di esperanzas. Aun así tuve que aprender a vivir con la culpa de la muerte de tu madre sobre mi conciencia. Sólo me alivió el consagrarme a ti, el criarte con la voluntad firme de acabar con cualquier cosa que pudiera separarnos, con cualquier cosa que pudiera herirte.
—¿Por qué has vuelto? —Lloraba.
—No podía soportar la idea de que te sintieras culpable por mi muerte. Te había condenado al mismo dolor que sufrí por la pérdida de tu madre.
—Has tardado cinco años en decirme la verdad.
—Cuando me serené y tuve tiempo para reflexionar, ya no supe cómo dar marcha atrás. Hablaba por teléfono con el padre Rafael, también nos escribíamos, y me aseguraba que estabas bien, algo triste pero seguías con tus estudios, no te faltaba de nada porque habías heredado el dinero de la familia, y dudé, he dudado durante todos estos años sobre lo que te causaría más dolor: enterarte de que estaba viva cuando parecía que empezabas a superar mi muerte o dejar que siguiera planeando sobre ti el fantasma de la culpa. Luego murió el padre Rafael, me enteré por el cura nuevo, le pregunté si el muchacho que vivía con él estaba en Francia, y me dijo que te habías ido a hacer el servicio militar. Y te perdí la pista. Creí que iba a volverme loca…
—¿Cómo me has encontrado?
—Por una de estas cosas de ciudad. Una compañera del restaurante donde trabajo como cocinera me recomendó que acudiera a una detective privado, y eso hice. Cuando me informó de que estabas en Madrid, tan cerca de mí, y además eras cuentacuentos, pensé: no podía ser de otra manera. —Le miraba con embeleso—. Estás tan guapo y tan mayor…
—¿Y qué ha cambiado para que te decidas a aparecer? —Encendió un cigarrillo.
—Santiago, voy a regresar al pueblo, a la casona roja. Necesito volver al cementerio, tocar la tierra de la tumba de tu abuelo, tenerla entre mis manos, acariciarla. Necesito respirar una vez más la brisa de los montes, de los pinos, del encinar, y ver cómo se doran las hayas en otoño. Necesito escuchar los berridos de amor de los ciervos, aspirar la pólvora de las escopetas de caza; necesito regresar a mi cocina, nuestra cocina, a nuestro huerto, y aspirar las fragancias del jardín, contemplar cómo engordan las hortensias, los dondiegos, las margaritas, las madreselvas; necesito volver a olerlo todo, sentirlo todo una vez más. También te necesitaba a ti, abrazarte, mirarte a los ojos, pedirte perdón y que me perdonaras, irme sabiendo que eres feliz, que no te sientes culpable por nada, porque el amor a veces se desvía cuando se ama demasiado, pero no deja de ser amor y puede regresar a su cauce. Te querré siempre. —Le acariciaba el rostro con las manos—. Eres mi niño, mi nieto, mi pequeño, y yo soy tu abuela. —Tomó aliento, le ardían las mejillas—. Te estaré esperando en la casona roja para cuando quieras venir a hacerme una visita.
—Y qué podemos hacer. —Dio una calada larga a su cigarro—. Al fin y al cabo todos estamos malditos.
Ella sonrió con tristeza.
—¿Me has odiado alguna vez durante estos años? ¿Me has odiado con todas tus fuerzas?
—Desde que nací sólo he sabido quererte. —El humo del cigarro se diluyó en la noche.
—Tú eres el más extraordinario de los Laguna, el único varón, el único que llegó a ser aceptado por el pueblo e incluso querido; por ti comenzaron a sonreírme a la salida de misa, por ti me invitaron a meriendas, por ti tuve la ocasión de mostrar al pueblo mi mundo, mis recetas, y hasta en algunas ocasiones me sentí comprendida. Eres, sin duda, un Laguna excepcional, no has conocido el odio hacia otro Laguna, ni has conocido la venganza. Durante estos años lejos de la casona roja he entendido que nuestra verdadera maldición fue ésa: odiarnos, no saber olvidar. Dedicamos nuestra vida a la venganza. Tu bisabuela tenía razón, eres el elegido. Conmigo morirá el odio y la maldición de las Laguna.
Santiago pisó la colilla. Un estremecimiento de pérdida le había sacudido el corazón como si estuviera en uno de sus sueños.
—¿Estás enferma?
—Caminemos un poco. —Le tomó del brazo—. Me encanta ir paseo del Prado arriba, paseo del Prado abajo a estas horas de la noche, y más si es domingo. Las luces están tenues, las aceras frescas de los chorreones de agua de los camiones de limpieza, los árboles parecen gigantes, apenas pasan coches, y uno se siente distinto, como si su tristeza desapareciera al pasar por delante de esos grandes edificios. Entonces tengo la sensación de que esta gran ciudad habla, como lo hacen los montes, y ése es el único momento del día en que se la puede escuchar.
—Abuela, te vas a morir. Por eso quieres regresar a la casona roja y por eso has venido a buscarme. —Le abrasaba los labios la llama de un presagio.
—No me hables de muerte. Ahora estoy empezando a vivir otra vez. —Se apretó contra él—. Ahora vuelvo a vivir.
Pasearon desde Neptuno hasta Cibeles, de Cibeles a la estación de Atocha y de nuevo a Neptuno. Ella le contó que había pasado todos esos años en Madrid, ganándose la vida como cocinera en varios restaurantes. Se alojaba en una pensión de la calle Echegaray, que pensaba abandonar en unos días y poner rumbo a la casona roja. Él omitió relatarle su episodio suicida con el dedo milagroso de santa Pantolomina de las Flores, y cuando su abuela reparó en la cicatriz, mintió para no herirla más, y la achacó a un accidente en la mili limpiando la bayoneta del cetme. Disfrutaron mientras le describía la primera vez que vio el mar en Valencia. Le aseguró que al estar frente a aquella criatura que parecía una línea de caligrafía en el horizonte, y luego llegaba hasta la playa deshecha en olas, sólo pensó en ella. Le propuso que hicieran un viaje para que lo conociera antes de partir hacia el pueblo, pero el único mar que deseaba ver Olvido a esas alturas de su vida era el que reposaba en el cuadro de su dormitorio, y el que respiró desde niña en los cuentos de su madre. También le habló de Isidro, de los partidos del Atlético vociferando entre bocadillos de tortilla, de los paseos por dalias del Jardín Botánico regándolas con historias, hasta que, de pronto, se sorprendió hablándole de Úrsula, describiéndosela con los torrentes castaños y los ojos de Persia empuñando la pluma de ave que daba vida a sus novelas de amores orientales; Úrsula leyéndole los pergaminos de su abuela, Úrsula recitando poemas en castellano, Úrsula apoyada en la ventana, bajo la luna, escuchando su cuento, Úrsula arrullándole nanas tan incomprensibles como hechiceras, Úrsula abanicándose pavos reales en un diván.
Eran cerca de las tres de la madrugada cuando Santiago, tras acompañar a su abuela hasta la pensión de la calle Echegaray, llegó a casa. Sacó del bolsillo secreto del petate la colección de estampas de santos y mártires y las apretó contra el pecho. Rezaba mientras se le caían las lágrimas, mientras una mueca de tortura dejaba paso a una sonrisa. Guardó todas, menos la de santa Pantolomina, que la metió en el bolsillo de la camisa, tras asomarse a la ventana del dormitorio y descubrir a Úrsula como la vio por primera vez, envuelta en la bata turquesa, escribiendo.
—¿Aún aceptas visitas? —le preguntó.
—No creí que fueras a retrasarte tanto, estoy trabajando. —Colocó un cigarrillo en la pipa larga y aspiró una calada profundamente.
—Todavía no te he contado dónde te vi antes de mudarme a este piso.
—Será en un periódico o un suplemento de literatura, o en las portadas de mi libro, nada interesante. —Aspiró otra calada como si en vez del cigarrillo se estuviera fumando los ojos del muchacho.
—Fue en otro sitio, pero ya sabes que si no te gusta lo que cuento, estoy dispuesto a que me decapites.
—Espero que no arriesgues tu vida en vano —dijo levantándose para abrirle la puerta.
Cuando se encontraron en el recibidor, sólo pudieron besarse. Ella lo guió al dormitorio en cuyas paredes se alzaban cuadros con fotos de desiertos, de ruinas milenarias y llanuras de sal, y sobre una cómoda el retrato de una mujer debatiéndose en los enigmas del blanco y negro y los collares de perlas. Se echaron en la cama, ya desnudos, en un trastorno de caricias que provocaban tormentas de arena y derrumbamientos de columnas de reyes. Él le susurró al oído que la había visto en sus sueños, y a partir de entonces no había parado de buscarla. Sin embargo, ella no supo si le decía la verdad, o era sólo una artimaña para encender aún más el deseo que los transportaba a la gloria de la muerte.
Cuando les sacudió la calma, Úrsula se levantó a por un cigarrillo y vio entre la ropa de su amante, revuelta en el suelo, la estampa de santa Pantolomina de las Flores que se había salido del bolsillo.
—¿Quién es? —le preguntó mostrándosela.
—La patrona de mi pueblo, con su dedo hacedor de milagros.
Entonces Santiago acurrucó a Úrsula en el regazo y le habló por primera vez de su pueblo enroscado entre heladas y montes, su pueblo apestando a setas en otoño mientras se descornaban de amor los ciervos; de las nieves profundas y azules que afilaban las cumbres de las sierras, de las primaveras reventando flores y de los veranos alumbrados por cantos de chicharras. Le habló de la casona roja y de la única mujer Laguna que aún quedaba viva, su abuela Olvido.