—Eso creí. Me ha gustado muchísimo.
—Mañana te haré unos bollos de canela y hojaldre; son la especialidad de mi familia.
—¿Eres de una familia de pasteleros?
—No. —Sonrió—. Soy el único hombre de una familia de mujeres malditas.
—¿Y los hombres no estáis malditos?
—También.
—¿Y a qué te dedicas siendo un hombre maldito?
—Cuento historias en los cafés.
—Así que tienes una profesión de Las mil y una noches.
—¿Te apetece que te cuente un cuento?
—Preferiría que me hablaras de tu familia, de qué clase de maldición sufrís.
—Te contaré la historia de cómo empezó, así podrás entenderlo mejor.
—Pero ven a casa, nos sentaremos en el sota y estaremos más cómodos.
La luna había descendido del cielo haciendo equilibrios en las cuerdas de la ropa que atravesaban el patio y se había acostado sobre el rostro de ella. El escote de la bata, abierto en pico, le pareció al chico una daga que apuntaba al delirio.
—No te muevas —le rogó—. Mejor te lo cuento aquí.
—De acuerdo.
—A finales del siglo xvi, en una barraca de la albufera valenciana, vivía una pareja de campesinos que deseaba fervientemente tener hijos. Durante muchísimo tiempo habían rogado a Dios que les bendijera con esa gracia, pero la esposa había cumplido ya más de cuarenta años y continuaba sin concebir. Sus vecinos los compadecían porque no tenían a nadie que los ayudara en el trabajo del campo y les alegrara su hogar con juegos y risas. Una mañana de primavera, la campesina, una hembra robusta y soleada, desapareció de la barraca sin dejar rastro. Regresó al cabo de unos días y le contó a su marido que había estado en una playa donde una anciana le había vendido un hechizo para quedar encinta. Nueve meses después, la campesina dio a luz a una niña muy hermosa. Sus vecinos recibieron recelosos la noticia. ¿Cómo una mujer tan mayor y tan poco agraciada había podido alumbrar una criatura de belleza tan extraordinaria?, se preguntaban. Pero no se decidieron a denunciar el caso a la Santa Inquisición hasta que la criatura cumplió un año y la intensidad de su hermosura causó el desastre. La campesina fue acusada de haber fornicado con el mar a través de un rito satánico. Las pruebas eran irrefutables, la niña poseía todos los atributos del padre: sus ojos eran del color de las aguas, su pelo negro como el fondo marino, su piel pura como la espuma que rompe en las olas y sus labios rojos como una rama de coral. Quemaron en la hoguera a la campesina, por bruja, y al campesino lo juzgaron, pero le encontraron inocente. Había sido víctima de las malas artes de su mujer, que le ponía los cuernos con cualquier elemento de la naturaleza. Surgió, entonces, el problema de qué hacer con la niña. Después de contemplarla, nadie quería dar la orden de acabar con ella, aunque hubiera nacido de una brujería. Se acordó que la niña fuera enviada a un convento para que creciera bajo el estricto cuidado de las monjas. Sin embargo, ninguna orden religiosa quiso hacerse cargo de una criatura con esos antecedentes sobrenaturales. Así que se la entregaron al campesino envuelta en un escapulario. Él, que se había dado a la bebida, la encerró en el establo junto a los terneros. Pasados unos meses, se presentó en la barraca un caballero ataviado con ropas suntuosas.
»—Si me mostráis a la hija del mar, os pagaré una moneda de plata —le dijo al campesino.
»Éste quedó perplejo. Fue al establo, desató a la niña de la estaca a la que estaba amarrada, le lavó la cara y se la mostró al caballero. La visión de aquella belleza que, irremediablemente, crecía con el tiempo, le dejó tan satisfecho que pagó dos monedas de plata en vez de una. A partir de aquel día, fueron muchos los hombres y las mujeres que se acercaron a la albufera con el único propósito de contemplar a la criatura mitad humana, mitad marina. El campesino dilapidaba el dinero en vino y prostíbulos, mientras la niña, a la que en público llamaba Mar, aunque había sido bautizada con el nombre de Olvido, crecía salvaje entre los animales del establo. Cierta tarde en que una duquesa admiraba a la niña, ésta, que había cumplido ya los doce años, señaló su fastuoso vestido de seda amarilla, y dijo estas palabras:
»—
Lanai ursala
.
»La duquesa le pagó al campesino una moneda más de las convenidas, porque la hija del mar le había hablado en el lenguaje de las olas.
»Por ese tiempo, viajó hasta la albufera un joven y apuesto lingüista procedente de Castilla y, una noche clara, encontró a la niña oculta entre la hierba alta.
»—Estoy buscando la barraca donde vive una muchacha que conoce el lenguaje del mar —le dijo con voz cálida para no asustarla.
»La niña se señaló el pecho con un dedo y respondió:
»—Mar.
»—¿Sabes si voy en la dirección correcta? »La niña extendió un brazo hacia la estrella más grande de todas las que ardían en el cielo y dijo:
»—
Ursala
.
»Su rostro estaba cubierto de estiércol seco; vestía unos harapos que apestaban a establo y tenía una de sus piernas ensangrentada como si hubiese escapado de una trampa para animales. El lingüista sintió lástima de aquella criatura, sacó su pañuelo del bolsillo de la levita y le limpió la cara bajo la luz de la luna. A ella le gustó su tacto, aunque fuese a través de la seda del pañuelo.
»—Tú eres, sin duda, la hija del mar —le dijo el lingüista admirando su belleza.
»Ella volvió a señalarse el pecho y repitió su nombre.
»—Háblame en el lenguaje de las olas —le rogó.
»La niña señaló la luna y dijo:
»—
Salima
.
»—
¿Salima?
—repitió él confuso mientras la niña esbozaba una sonrisa y apuntaba otra vez a la luna.
»En aquel instante, el lingüista supo la verdad. Aquella criatura no hablaba el lenguaje de las olas, sino uno inventado, ya que sufría la necesidad de comunicarse y nadie se había tomado la molestia de enseñarle a hablar una lengua civilizada.
»Durante más de cuatro años se dedicó a darle clases para que aprendiera el lenguaje y las costumbres de los hombres, mientras el campesino permanecía en la taberna o el prostíbulo.
»Pero la tarde en que ella cumplía dieciséis años, se presentó en la barraca el capitán de un galeón pirata empeñado en conocer el secreto para vencer a las tempestades. La muchacha le respondió con un castellano perfecto que ella no podía ayudarle, pues no comprendía el lenguaje de las olas; su padre no era el mar, sino aquel campesino que intentaba engañarle. El capitán se abalanzó sobre él y le propinó una paliza terrible. La muchacha no curó las heridas del campesino, no lo ayudó a acostarse en el catre, no le dio de beber, no contesto a las preguntas agónicas que escapaban de su garganta —«¿Quién te ha enseñado a hablar, perra traidora?»—. Simplemente, esperó a que se muriera. Cuando el lingüista llegó a la barraca para darle clase, ella le contó lo sucedido y decidieron partir de inmediato hacia Castilla.
»Una vez allí, el lingüista comenzó a trabajar en una escuela como profesor, y ella completó su educación con clases de piano y costura.
»Al alcanzar la mayoría de edad, la belleza de la muchacha, que había sido presentada en sociedad con su verdadero nombre, superaba la razón y el deseo. El lingüista, siguiendo sus indicaciones, le había regalado un vestido de seda amarilla, y gracias a algunos conocidos, había conseguido unas invitaciones para celebrar su cumpleaños en un baile de primavera que se celebraba en el palacio del duque de Monteosorio. En cuanto entró en aquel palacio, quedó cautivada por el lujo de sus muebles y sus lámparas, y por las joyas de las damas que danzaban en el salón, pues brillaban más que las estrellas. Por eso, cuando el hijo del duque, don Alonso Laguna, se enamoró de ella nada más verla y le propuso matrimonio, Olvido aceptó.
»Al enterarse de la noticia, el lingüista, desesperado, le declaró su amor. Ella, llorando, se echó en sus brazos y lo besó fervientemente en los labios. Se amaron durante toda la noche, pero a la mañana siguiente, cuando él quiso que escribiera a su pretendiente para romper el compromiso, ella se negó. “Me casaré con él —le dijo—, y tú vendrás a vivir con nosotros, así podremos continuar amándonos y además seremos ricos.”
»La boda tuvo lugar unas semanas después en el palacio del duque. Se preparó un gran banquete y un baile majestuoso que duró hasta la madrugada. Asistieron los hombres más ilustres de la ciudad, nobles e incluso un enviado del rey para felicitar a los novios en su nombre. Durante la celebración, Olvido no consiguió apartar de su mente aquellas hebras oscuras del cabello de su maestro que le caían sobre la frente, aquel pecho firme que se escapaba por su camisa de volantes, aquellos labios húmedos de coñac diciéndole adiós. Cuando terminó la fiesta, se escapó de su lecho de novia y cabalgó hasta la casa que había compartido con el lingüista. La recibió la oscuridad de la noche, porque él se había marchado para siempre.
»El tiempo, verdugo de la vida, dio a Olvido diez años llenos de bailes, banquetes y vestidos, además de una niña a la que, quizá, guiada por la nostalgia, puso el nombre de María del Mar. Y, quizá, fue también esa nostalgia, la que una mañana de primavera en que su marido estaba de viaje por negocios, la empujó a emprender un viaje a la barraca de la albufera donde había nacido. Desde la seguridad que le proporcionaba la cortina del carruaje, contempló los arrozales brumosos al amanecer, los campesinos fornidos y el rostro azul y espumoso de su padre. Cuando el carruaje se detuvo frente a la barraca, ella caminó hasta el establo. Echaba de menos sentir en las piernas los hocicos mojados de los terneros y escuchar sus gemidos flacos y suaves. A pesar de que el establo yacía en la penumbra del anochecer, descubrió ovillado en un rincón el cuerpo de un hombre. A su alrededor había varias botellas de coñac. Vestía unos pantalones de campesino y tenía el pecho cubierto de úlceras y parásitos.
»—Salga ahora mismo de mi propiedad —le ordenó.
»—
Salima, ursala
—contestó el hombre con una voz ronca.
«Ella buscó los ojos del vagabundo entre las hebras de pelo grasiento que le cubrían el rostro, y halló los del lingüista.
»—¿Qué te he hecho, amor mío? ¿Qué te he hecho? —se lamentó abrazándolo.
»—
Salima, ursala
—repetía él con sus ojos perdidos.
«Olvido Laguna se arrancó del cuello una cadena con una cruz y la arrojó al suelo.
»—Yo —dijo con voz de sepultura—, hija del mar, reniego del Dios que me arrebató a mi madre y le pido a Satanás que maldiga mi nombre y el de toda mi estirpe. Que mi hija pierda su honra y su corazón por el amor de un hombre que le desgarrará la vida, y así su hija y las hijas de sus hijas, que una estirpe maldita de hembras sufra a lo largo de los siglos todo lo que tú, amor mío, has sufrido por mí; hasta la última gota de sangre Laguna vivirá la desdicha.
«Olvido jamás regresó a Castilla. A los pocos años, unos pescadores hallaron en la playa el cadáver del lingüista; tenía el rostro hinchado por el vino, pero sus ojos, siempre oscuros, se habían tornado inexplicablemente azules. El cuerpo de Olvido nunca fue encontrado. Unos dicen que se lo llevó su padre, el mar, y reposa en una tumba de coral; otros, en cambio, dicen que se lo tragó el diablo para que cumpliera en cuerpo y alma su condena de amor.
A Úrsula se le habían ido quebrando las maneras de emperatriz conforme le escuchaba, se le habían vaporizado los ojos en un aire de ensueño, olvidándose de sí misma. La noche tornasolaba el pecho de Santiago, y le escondía en la mirada abrasándosela, el silencio de un fantasma que parecía haber despertado contra su voluntad. Pero a Úrsula, con el cabello convertido en la trenza de Julieta, todo le sabía a él, la boca, la luna, el eco de sus palabras que aún resonaba en el patio.
—Y así empezó todo. Si te ha gustado la historia, mañana puedo contarte otra, y pasado y al otro. Puedo contártelas siempre.
—Desde hoy serás mi Sherezade, aunque recuerda que si dejan de gustarme te cortaré la cabeza.
—Me arriesgaré.
—Ahora tengo que trabajar, buenas noches.
A Úrsula se le había mondado la piel de inspiración mirándolo, escuchando su historia, y los argumentos de novelas volaban en serpentinas de pellejos por el patio.
—¿Puedo mirarte mientras escribes hasta que me entre sueño?
—¿Ahora me pides permiso?
Él se ruborizó.
—Túmbate y te cantaré una nana que me enseñó mi abuela.
Lo vio alejarse de la ventana con las nalgas cercadas por las estrellas, y echarse sobre las sábanas. El canto del almuecín llamando a la oración alumbró débilmente el silencio del patio, y llegó hasta Santiago en un susurro melancólico. Cerró los ojos. Después de dos noches en vela, se durmió enseguida.
Sin embargo, aquella madrugada, Úrsula Perla Montoya no encontró descanso. El sueño se le borró de la memoria, y se entregó, en carne viva, al frenesí de la pluma de ave. Ya escribía su corazón antes de tenerla entre los dedos, mientras se despellejaba gozando de Santiago sin necesidad de tocarlo, mientras se le confundían los sentidos en el espíritu, arrastrándola al mayor éxtasis literario que le había hecho sentir un hombre en su vida, y que se prolongó horas y horas como el orgasmo de un mastodonte cuaternario.
Escribió más allá del alba; gastó tres tinteros violeta que le mancharon los dedos, el rostro, el pecho con escarapelas de pasiones, y sólo cuando el sol desbarató el cielo de Madrid, tuvo fuerzas para dejarlo; fue a la cocina y desayunó un trozo de pastel por el vicio de seguir teniéndolo dentro. Después, aunque era domingo, telefoneó a su editor y le comunicó que había empezado por fin la novela y no tardaría mucho en terminarla. «Será la mejor de todas las que he escrito», le aseguró. Colgó eufórica, desmenuzando la gloria de su futuro éxito, hasta que, de pronto, echada ya en la cama y con un pie en el umbral de los sueños tras arrullarse con los cantos del almuecín, se le nubló el estómago, y lo sintió vacío como si el pastel se hubiera evaporado, dejándole el malestar de su pérdida.
S
antiago Laguna soñó con una tormenta. Cuando despertó, vio la mole de nubes grises arremolinadas en el cielo de domingo y se le heló el corazón. La herida de la yema del dedo se le había abierto en una raja de bordes violáceos, y le supuraba un pus como bilis de insecto. Metió la mano bajo la almohada, pero continuó doliéndole. Se acunó con el recuerdo de la nana indescifrable de Úrsula Perla Montoya. Al cabo de un rato, tuvo la sensación de que el cielo se oscurecía aún más y un trueno lo atravesaba de parte a parte. Escuchó el repiqueteo de la lluvia como puntas de cuchillos en las aceras, en los tejados y en las azoteas de zinc. El repiqueteo se fue haciendo más fuerte, hasta que originó un estruendo de desplome del mundo. En cambio, a Santiago le preocupó más que la boca le supiera a whisky en vez de a los ratones de la mañana, que un humo de cigarrillos con emanaciones de cerveza y café irlandés acosara su nariz, mientras decenas de rostros permanecían fijos en el suyo, febril bajo los focos del escenario, esperando algo que no acertaba a comprender. Sólo cuando una de las cristaleras del café estalló después de otro trueno e invadió el local una madreselva gigantesca, se dio cuenta de que estaba dentro de la pesadilla que lo había inquietado durante la noche. Luchó por despertarse. El cielo continuaba gris, y no había caído ni una gota de agua. La mañana de domingo aún se limitaba a paladear la borrasca. Encendió un cigarrillo y se recostó en la almohada esperando que se le pasaran las ganas de abrazar al padre Rafael, de darle medicinas, de velarle las siestas y contarle cuentos con el regusto del vino consagrado. Esperó cinco minutos, diez, hasta que pudo aplacar aquella nostalgia y sustituirla por el deseo en que le sumergía Úrsula Perla Montoya. Toda la habitación se llenó de ella. Le torturaba los genitales la daga de su escote, y el desvarío que señalaba la punta, y se le incendiaba la yema herida con sólo imaginar que la tocaba por primera vez. Arqueó la espalda y contuvo la respiración. El sufrimiento de aguantarse para ella le causó más goce que derramarse como un hombre sobre las sábanas. Cuando consiguió reponerse, la buscó en las ventanas, pero permanecían cerradas con los postigos de cuarterones blancos, así que se metió en la bañera con agua templada, apoyó la cabeza en una toalla y comenzó a leer
Pasiones en el diván del atardecer
.