Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
—Un chico.
—¿Qué?
—Mi hijo era un chico.
—Desde luego —corrigió Teddy—, un buen chico.
Estella alargó una mano regordeta por encima de la mesa y la posó lánguidamente en la muñeca del señor Frederick.
—No sé cómo ha podido soportarlo, Frederick. No me atrevo a pensar qué haría si perdiera a mi Teddy. Todos los días agradezco que haya decidido librar la guerra desde casa, junto a sus amigos políticos.
Estella, con expresión desvalida, miraba alternativamente a su anfitrión y a su esposo, quien tuvo el decoro de mostrarse algo turbado.
—Estamos en deuda con ellos —declaró Simion—. Jóvenes como su David estuvieron dispuestos a cualquier sacrificio. Nos corresponde a nosotros probar que no han muerto en vano, debemos prosperar en los negocios y devolver a este gran país el lugar que merece.
Los claros ojos del señor Frederick miraron fijamente a Simion. Por primera vez percibí que parpadeaba con disgusto.
—En efecto, así es.
Dejé los platos en el montacargas y tiré de la cuerda para enviarlos abajo. Luego me incliné hacia el hueco, tratando de escuchar si la voz de Alfred estaba entre los lejanos ecos que llegaban desde la cocina. Deseaba que ya estuviera de regreso del lugar al que había huido tan velozmente. Oí el ruido de los platos, la voz zumbona de Katie y la reprimenda de la señora Townsend. Por fin, con una sacudida, las cuerdas comenzaron a moverse y el montacargas regresó cargado con frutas, natillas y sirope de caramelo.
La conversación seguía girando en torno a los negocios. Yo estaba asombrada. Según decía Myra, no se debía hablar de negocios en la mesa. Era un tema reservado a los hombres, que podían abordarlo después de la cena. No obstante, Simion no estaba dispuesto a dejar de lado un asunto que le interesaba.
—Con los tiempos que corren, los negocios deben pensarse a gran escala —opinó, irguiéndose con autoridad—. Cuanto más se produce, más sencillo es seguir aumentando la producción.
El señor Frederick asintió. La incomodidad que le causaba transgredir las convenciones era eclipsada rápidamente por el interés que habitualmente le despertaba hablar de su fábrica.
—Tengo algunos buenos obreros. Verdaderamente buenos. Si capacitamos a los demás…
—Es una pérdida de tiempo y de dinero —afirmó Simion y su palma golpeó la mesa con una vehemencia que me hizo saltar. Estuve a punto de derramar el caramelo que le estaba sirviendo—. ¡Mecanización! Ésa es la solución del futuro.
—¿Líneas de montaje?
Simion guiñó el ojo.
—Imprimen velocidad a los hombres más lentos, evidenciando incluso a los más veloces.
—Me temo que no tengo ventas suficientes para mantener en funcionamiento las líneas de montaje —admitió el señor Frederick—. No hay en Gran Bretaña tantas personas que puedan pagar mis automóviles.
—Precisamente a eso me refiero —aseveró Simion. El entusiasmo y el licor mezclados le daban a su cara un brillo carmesí—. El montaje en cadena permite bajar los precios. Venderá más.
—Las líneas de montaje no harán bajar el coste de las piezas.
—Use otras.
—Uso las mejores.
El señor Luxton fue presa de un ataque de risa del que aparentemente jamás podría recuperarse.
—Me cae bien, Frederick —dijo por fin—. Es un idealista. Un
perfeccionista
. —El adjetivo fue pronunciado con la exultante satisfacción de un extranjero que ha recordado correctamente una palabra poco común. Luego apoyó los codos en la mesa, apuntó con un grueso dedo a su anfitrión y preguntó con seriedad—: Pero, Frederick, ¿quiere hacer automóviles o dinero?
El señor Frederick parpadeó.
—No lo sé, yo…
—Creo que mi padre está sugiriendo que debe elegir —acotó mesuradamente Teddy que hasta entonces había seguido el diálogo con cierta reserva, pero en ese momento, casi disculpándose, había decidido intervenir—. Hay dos mercados para sus automóviles. El de los pocos compradores exigentes que pueden pagar lo mejor…
—O la franja en expansión de los consumidores de la clase media con aspiraciones —interrumpió Simion—. Es su fábrica y su decisión. Nosotros sólo tenemos una participación minoritaria —explicó. Luego se apoyó en el respaldo de la silla, se desabrochó un botón de la chaqueta y espiró complacido—. Pero usted sabe a qué mercado me dirijo.
—La clase media —coreó el señor Frederick, frunciendo levemente el ceño, como si por primera vez comprendiera que esa clase existía más allá de los tratados de teoría social.
—La clase media —repitió Simion—. Hasta ahora no ha sido explotada y sus filas se están engrosando. Si no encontramos el modo de llevarnos su dinero, ellos encontrarán el modo de llevarse el nuestro —afirmó y meneó la cabeza—. Como si los obreros no causaran suficientes problemas.
Frederick frunció el ceño, dubitativo.
—Sindicatos —gruñó Simion—. Asesinos de empresas. No descansarán hasta que se hayan apropiado de los medios de producción y nos dejen fuera de combate. Especialmente a las pequeñas empresas como la suya.
—Mi padre ha ilustrado muy vívidamente la situación —comentó Teddy con sonrisa insegura.
—Es así como veo las cosas —aseguró Simion.
—¿Y usted? —preguntó Frederick a Teddy—. ¿También ve una amenaza en los sindicatos?
—Creo que pueden adaptarse.
—Tonterías —opinó Simion, saboreando un sorbo de vino dulce—. Teddy es un moderado —señaló con desdén—. Estella y yo no logramos entender de quién ha podido heredar eso.
—Papá, por favor, soy un conservador.
—Con ideas utópicas.
—Simplemente propongo que escuchemos a las dos partes.
—A su debido tiempo comprenderá —declaró Simion meneando la cabeza—. Una vez que le muerdan la mano aquellos a los que ha alimentado como un tonto —aseguró. Luego se quitó las gafas y siguió con su lección—. Creo que no comprende cuan vulnerable sería, Frederick, si ocurriera algo imprevisto. El otro día conversaba con Ford, con Henry Ford… —En ese punto Simion hizo una pausa, ignoro si por motivos éticos o retóricos—. No debería divulgarlo —agregó, haciéndome una seña para que le acercara un cenicero—, tan sólo diré que en las actuales circunstancias debe orientar su empresa hacia la rentabilidad. Y cuanto antes. —El empresario parpadeó—. Sé lo que me va a decir. Que no quiere venderme un porcentaje mayor, pero si las cosas siguieran el rumbo que han tomado en Rusia, y hay ciertos indicios de que es posible, sólo un gran margen de ganancia puede protegerlo. —El señor Luxton tomó un cigarro de la caja de plata que le ofrecía el señor Hamilton—. Y usted debe estar protegido, ¿verdad? Usted y sus encantadoras hijas. ¿Quién si no cuidará de ellas? —preguntó, sonriendo a Hannah y Emmeline—. Por no mencionar esta gran mansión. ¿Desde cuándo dijo que pertenece a su familia? —inquirió como si la pregunta fuera resultado de una súbita curiosidad.
—No lo he dicho. —En la voz del señor Frederick se advirtió un matiz de recelo que trató de disipar rápidamente—. Trescientos años.
—Y bien —intervino Estella con voz arrulladora—. ¿Acaso eso no significa algo? Yo
adoro
la historia de Inglaterra. Las familias antiguas, como la suya, son fascinantes. Uno de mis pasatiempos favoritos es leer sobre ellas.
Fascinantes. Como una pintura, pensé. O un libro antiguo. Valiosas por su singularidad, pero sin utilidad real.
—Tal vez nosotras podríamos retirarnos al salón mientras los hombres siguen conversando de negocios —sugirió Estella—. Me encantaría escuchar la historia de los Ashbury.
Hannah fingió una expresión de amable aceptación, pero pude percibir su ansiedad. Estaba a merced del enemigo. Deseaba quedarse allí y oír más, pero sabía que su deber de anfitriona era retirarse con las damas al salón y esperar a los hombres.
—Sí, por supuesto —contestó—. Aunque me temo que no podremos contarle mucho más de lo que pueda encontrar en las genealogías que publica Debrett.
Los hombres se pusieron en pie. Simion tomó la mano de Hannah y Frederick ayudó a Estella. Simion recorrió el rostro y la joven figura de Hannah, sin poder ocultar su aprobación. Besó el dorso de su mano con los labios húmedos. Ella disimuló su disgusto. Luego siguió a Estella y Emmeline, que se dirigían a la puerta, y cuando estaba a punto de salir me miró de reojo. La fachada que había construido se desvaneció súbitamente cuando me sacó la lengua y puso los ojos en blanco antes de desaparecer hacia la sala.
Cuando los hombres volvieron a sentarse y reanudaron su conversación de negocios, el señor Hamilton apareció detrás de mí.
—Puedes irte, Grace —susurró—. Myra y yo terminaremos con esto. —Luego añadió mirándome—: Y busca a Alfred. No podemos permitir que uno de los invitados del amo se asome a la ventana y descubra a uno de los sirvientes paseando por el jardín.
Desde el rellano de piedra que conducía a la escalera trasera, escudriñé en la oscuridad. La luna bañaba de reflejos plateados la hierba, transformando los rosales silvestres de la pérgola en terroríficos esqueletos.
Los diseminados rosales, gloriosos durante el día, parecían un torpe grupo de ancianas huesudas y solitarias.
Por fin, en el último peldaño de la escalera distinguí una sombra que no era proyectada por ninguna de las plantas del jardín.
Me armé de valor y me deslicé en la oscuridad. A cada paso el aire se volvía más frío y desapacible. Llegué al último escalón y me detuve junto a él, pero Alfred no dio señal alguna de advertir mi presencia.
—Me envía el señor Hamilton —anuncié con cautela—. No pienses que te estoy siguiendo.
No obtuve respuesta.
—Y no me ignores. Si quieres que me vaya dímelo y lo haré.
Alfred siguió mirando los espigados árboles del Camino Largo.
—¡Alfred! —Mi voz quebró el frío.
—Todos pensáis que soy el mismo Alfred que se fue de aquí —declaró suavemente—. Las personas parecen reconocerme, por lo que mi aspecto físico debe de ser casi el mismo. Pero en muchos otros aspectos soy diferente, Grace.
Sus palabras me desconcertaron. Me había preparado para otro ataque, para que volviera a pedirme que lo dejara en paz. Su voz se convirtió en un susurro y tuve que acercarme más para oírlo. Le temblaba el labio inferior; no supe precisar si a causa del frío.
—Los veo, Grace, durante el día no es tan grave, pero por la noche, los veo y los oigo. En el salón, en la cocina, en las calles del pueblo. Dicen mi nombre. Pero cuando me vuelvo para mirarlos… no están… todos están…
Habría deseado saber quiénes eran «ellos», pero no se me ocurrió cómo preguntarlo. Me senté. La gélida noche había transformado la piedra de los escalones en hielo. Bajo la falda y los calzones mis piernas se entumecieron.
—Hace mucho frío —indiqué—. Vamos adentro y te prepararé una taza de chocolate.
Él no dio señales de oírme y continuó mirando la oscuridad.
—¿Alfred?
Rocé su mano con la yema de los dedos e impulsivamente los apoyé sobre los suyos.
—No. —Alfred retrocedió, sorprendido. Yo crucé las manos sobre el regazo. Mis mejillas ardían como si me hubiera abofeteado—. No lo hagas.
Alfred apretó los párpados. Yo observé su cara, preguntándome qué habían visto esos ojos cerrados para tener que ocultarse tan frenéticamente bajo los párpados blanqueados por la luna.
Entonces me miró y contuve el aliento. Tal vez fuera un efecto nocturno, pero sus ojos —pozos oscuros y profundos— me parecieron vacíos. Me miraba sin ver, como si buscara algo, tal vez la respuesta a una pregunta no formulada. Cuando habló su voz sonó suave.
—Pensaba que a mi regreso… —La frase inconclusa quedó flotando en la noche—. Tenía tantos deseos de verte… Los doctores dijeron que si me mantenía ocupado.
De su garganta salió un ruido seco, un chasquido. La coraza que protegía su cara se desmoronó, arrugándose como una bolsa de papel, y comenzó a llorar. Se cubrió la cara con ambas manos tratando inútilmente de ocultarse.
—No, no… No me mires, por favor, Grace, por favor… Soy un cobarde.
—No eres un cobarde —declaré con firmeza.
—¿Por qué entonces no consigo quitármelo de la cabeza? Es lo único que quiero —gritó y comenzó a pegarse en las sienes con una ferocidad que me alarmó.
—¡Basta, Alfred!
Traté de sujetarle las manos pero no pude apartarlas de su cara. Aguardé, mientras su cuerpo se estremecía, maldiciendo mi ineptitud. Por fin pareció calmarse un poco.
—Dime qué es lo que ves —le pedí.
Él me miró pero no dijo nada. Y por un instante vislumbré lo que él percibía en mí. Entre su experiencia y la mía había un abismo. Supe que no me contaría nada de lo que había visto. De algún modo comprendí que ciertas imágenes, ciertos sonidos, no pueden ser compartidos, y no pueden ser olvidados. Perduran en la conciencia hasta que, poco a poco, se retiran a los pliegues más profundos de la memoria, cayendo temporalmente en el olvido.
En consecuencia, no volví a preguntar. Puse mi mano en su mejilla y suavemente guié su cabeza hacia mi hombro. Me quedé muy quieta mientras su cuerpo se estremecía contra el mío.
Y así, juntos, permanecimos sentados en la escalera.
Un esposo apropiado
Hannah y Teddy contrajeron matrimonio el primer sábado de marzo de 1919. Fue una hermosa ceremonia, en la pequeña iglesia de Riverton. Los Luxton hubieran preferido que se celebrara en Londres, para que asistiera toda la gente importante del mundo empresarial, pero el señor Frederick se mostró muy obstinado, y dado que en los meses anteriores había sufrido muchos golpes, nadie tenía demasiadas ganas de discutir. De modo que así se hizo. Hannah se casó en la pequeña iglesia del valle, al igual que sus abuelos y sus padres.
Llovía. Para la señora Townsend era augurio de que tendrían muchos hijos. Para Myra, era el llanto de los antiguos enamorados. Las fotografías de la boda estaban salpicadas de paraguas negros. Después, cuando la pareja se instaló en una casa en la ciudad, en Grosvenor Square, una de esas fotografías ocupó un lugar en el escritorio del cuarto de estar. Los seis alineados: en el centro, Hannah y Teddy. A un lado, Simion y Estella, sonrientes. Al otro, el señor Frederick y Emmeline, inexpresivos.
¿Te sorprende el que pudiese haber ocurrido tal cosa?
Hannah, tan firmemente opuesta al matrimonio, tan llena de otras ambiciones. Y Teddy, sensible, agradable incluso, pero no la clase de hombre que pudiera hacer perder la cabeza a Hannah.