La casa de Riverton (36 page)

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Authors: Kate Morton

BOOK: La casa de Riverton
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En realidad no fue tan complicado. Este tipo de cosas raramente lo son. Fue uno de esos casos en los que sencillamente los astros se alinearon.

La mañana siguiente a la cena, los Luxton partieron hacia Londres. Tenían compromisos de negocios. Si por casualidad les dedicamos alguno de nuestros pensamientos, fue para dar por sentado que jamás volveríamos a verlos.

Nuestro interés ya se había desplazado al próximo gran acontecimiento. Porque la semana siguiente un grupo de mujeres indomables llegó a Riverton, con la pesada responsabilidad de supervisar la presentación de Hannah en sociedad. Enero era el momento cumbre de los bailes campestres, y por ello parecía impensable que, por no organizarlo con debida anticipación, se viera obligada a compartir la fecha con otro baile, más importante. En consecuencia, se había fijado la fecha para el 20 de enero y las invitaciones se enviaron con mucha antelación.

Una mañana, a comienzos del nuevo año, yo servía el té a lady Clementine y la viuda lady Ashbury. Estaban en el salón, sentadas una junto a la otra en el sofá, con la agenda abierta sobre su regazo.

—Cincuenta estará bien —opinó lady Violet—. No hay nada peor que un baile desierto.

—Excepto uno multitudinario —precisó lady Clementine con disgusto—. Pero eso hoy en día no sucede.

Lady Violet miró su lista de invitados. Un rastro de insatisfacción se plasmó en sus labios.

—¡Ay, querida! ¿Qué vamos a hacer con la escasez?

—La señora Townsend estará a la altura de las circunstancias —repuso lady Clementine—. Como siempre.

—No me refiero a la comida, Clem, sino a los hombres. ¿Dónde encontraremos más hombres?

Lady Clementine se inclinó para observar la lista de invitados. Meneó la cabeza disgustada.

—Es un absoluto crimen. Eso es. Un terrible inconveniente. Las mejores semillas de Inglaterra se pudren en unos campos franceses olvidados de la mano de Dios, mientras nuestras jóvenes se quedan colgadas, sin una sola pareja de baile entre todas ellas. Es un complot, te lo aseguro. Un complot alemán —declaró lady Clem, abriendo los ojos como platos—, para impedir que la aristocracia inglesa prolifere.

—Pero seguramente conoces a alguien a quien podamos invitar, Clem. Has dado muestras de ser buena celestina.

—Puedo considerarme afortunada por haber encontrado a ese chiflado para Fanny —admitió lady Clementine, palpando su empolvada papada—. Es una verdadera lástima que Frederick nunca se mostrara interesado. Las cosas habrían sido mucho más simples. En su lugar, tuve que contentarme con cualquier cosa.

—Mi nieta no se contentará con cualquier cosa —advirtió lady Violet—. El futuro de esta familia depende de su matrimonio —afirmó, con un suspiro consternado que se convirtió en una tos y estremeció su delgada silueta.

—A Hannah le irá mejor que a la simplona de Fanny —aventuró confiada lady Clementine—. A diferencia de mi protegida, tu nieta ha sido bendecida con inteligencia, belleza y encanto.

—Y con la inclinación a no aprovecharlas. Frederick ha consentido mucho a esas niñas. Han tenido excesiva libertad y una educación insuficiente. En especial, Hannah. Esa jovencita está llena de escandalosas ideas de independencia.

—Independencia… —repitió lady Clementine con disgusto.

—Sí, no tiene prisa por casarse. Me lo dijo hace tiempo, cuando estuvo en Londres.

—¿En serio?

—Me miró a los ojos, y con exasperante cortesía me dijo que no le importaba en lo más mínimo que nos tomáramos tanto trabajo para organizar su presentación en sociedad.

—¡Qué descaro!

—Señaló que sería un desperdicio organizar un baile para ella porque no tenía intención de formar parte de la alta sociedad, a pesar de estar en edad de hacerlo. Lo encuentra… —lady Violet agitó los párpados— aburrido y sin sentido.

—No puedo creerlo —declaró lady Clementine.

—Es cierto.

—¿Y qué es lo que se propone? ¿Quedarse aquí, en la casa de su padre, y convertirse en una solterona?

Lady Clementine era incapaz de imaginar otra posibilidad. Lady Violet meneó la cabeza. La desesperación la hizo encorvarse.

Lady Clementine observó que era necesario alentarla de algún modo y dio un golpecito en la mano de lady Violet.

—Vamos, vamos, querida Violet. Tu nieta todavía es joven. Tiene tiempo por delante para cambiar de idea —aseguró e inclinó la cabeza—. Creo recordar que tú tenías cierto espíritu liberal a su edad y lo dejaste de lado. Hannah también lo hará.

—Deberá hacerlo —precisó solemnemente lady Violet.

Lady Clementine percibió su desesperación.

—No hay una razón
específica
por la cual deba encontrar pareja tan rápido —afirmó y entrecerró los ojos—. ¿La hay acaso?

Lady Violet suspiró.

—¡Sí la hay! —exclamó lady Clementine abriendo los ojos con asombro.

—Es Frederick. Sus malditos automóviles. Esta semana los abogados me enviaron una carta. Ha pedido más dinero prestado.

—¿Sin consultártelo? —preguntó ávidamente lady Clementine—. Por Dios…

—Diría que no le convenía hacerlo. Ya sabe lo que pienso. Vivimos una época de inestabilidad. Temo que hipoteque nuestro futuro por su fábrica. Ya ha vendido la residencia de Yorkshire para pagar los impuestos de sucesión.

Lady Clementine chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—Debería haber vendido esa fábrica. Y no se trata de que no haya recibido ofertas. Ese socio suyo, el señor Luxton, desea aumentar su participación en la sociedad. Pero en lo que se refiere a la independencia, las ideas de Frederick son peores que las de Hannah. No parece comprender cuáles son las obligaciones que le impone su posición. —Lady Violet meneó la cabeza y suspiró—. Sin embargo, no puedo culparlo. Nunca imaginamos que ocuparía ese lugar. —Y entonces se lamentó como de costumbre—. Si James estuviera aquí…

—Bueno, bueno —repuso lady Clementine—. Seguramente Frederick logrará que su fábrica sea un éxito. Ahora todos quieren tener un automóvil. Todos los hombres van como locos conduciéndolos. El otro día casi me aplastan cuando cruzaba la calle saliendo de Kensington Place.

—Clem, ¿te lastimaron?

—Esta vez salí ilesa —declaró lady Clementine con absoluta naturalidad—. Pero la próxima no seré tan afortunada. Una muerte de lo más horripilante, puedo asegurártelo —agregó arqueando una ceja—. Estuve hablando largamente con el doctor Carmichael sobre el tipo de lesiones que pueden causar.

—Terrible —constató lady Violet meneando distraídamente la cabeza. Luego suspiró—. Si al menos Frederick volviera a casarse no me preocuparía tanto por Hannah.

—¿Hay alguna probabilidad? —preguntó lady Clementine.

—Lo dudo. Como sabes, ha demostrado escaso interés en tener otra esposa. A decir verdad, tampoco demostraba suficiente interés por su primera mujer. Estaba demasiado ocupado con… —lady Violet me echó un vistazo y yo me concentré en tender prolijamente el mantel para servir el té—, con ese asunto infame —concluyó meneando la cabeza y frunciendo los labios—. No tendrá más hijos, es inútil pensar en otra posibilidad.

—Entonces nos queda Hannah —afirmó lady Clementine bebiendo un sorbo de té.

—Sí —suspiró molesta lady Violet, alisando su falda de satén verde claro—. Lo siento, Clem. Este resfriado me pone de mal humor. No logro desprenderme del rencor que me ha acompañado últimamente. No soy una persona supersticiosa, lo sabes, pero tengo una sensación de lo más extraña. Te reirás, pero presiento una catástrofe inminente.

—¿Sí?

La conversación había llegado al tema favorito de lady Clementine.

—No es nada concreto. Sólo una sensación —explicó lady Violet mientras se echaba el chal sobre los hombros. Se la veía frágil—. No obstante, no voy a sentarme a mirar cómo esta familia se desintegra. Lograré que Hannah encuentre el esposo que merece, aunque sea lo último que haga. Y si es posible,
antes
de acompañar a Jemina a los Estados Unidos.

—Olvidé que vais a viajar a Nueva York. Es bueno que su hermano se haga cargo de ellas.

—Sí, aunque las echaré de menos. La pequeña Gytha se parece mucho a James.

—Nunca me han gustado demasiado los bebés —confesó lady Clementine con desdén—, siempre lloriqueando y vomitando. —Un estremecimiento hizo temblar su doble mentón. Luego alisó la página de su libreta y dio unos golpecitos en la página en blanco con la pluma—. ¿Cuánto tiempo nos queda entonces para encontrar un marido apropiado?

—Un mes. Partimos el 4 de febrero.

Lady Clementine escribió la fecha en la página de su dietario y luego se puso súbitamente en pie.

—¡Oh, Violet! Se me ocurre una idea inmejorable. ¿Dices que Hannah está decidida a ser independiente?

La sola mención de esa palabra hizo parpadear a lady Violet.

—Sí.

—Tal vez alguien podría suministrarle amablemente ciertas explicaciones. Hacerle ver que el matrimonio es la mejor manera de ser independiente.

—Es tan obstinada como su padre —objetó lady Violet—. Me temo que no escuchará.

—No se trata de que nos escuche a ti o a mí. Conozco a alguien a quien podría hacer caso —afirmó lady Clem frunciendo los labios—. Sí, con un poco de entrenamiento, incluso
ella
sería capaz de lograrlo.

Unos días después, mientras su marido recorría alegremente el garaje del señor Frederick, Fanny se reunió con Hannah y Emmeline en la sala borgoña. Emmeline, entusiasmada ante la proximidad del festejo, había convencido a Fanny para que la ayudara a practicar sus pasos de baile. En el gramófono sonaba un vals y las dos giraban por la habitación, bromeando y riendo. Yo tenía que estar atenta para no chocar con ellas mientras limpiaba.

Hannah estaba sentada frente al escritorio, garabateando en su cuaderno, indiferente a la algarabía que la rodeaba. Después de la cena con los Luxton, cuando se hizo evidente que el sueño de conseguir trabajo dependía de una autorización que nunca obtendría, se había sumido en un estado de silenciosa inquietud. En tanto los preparativos del baile se agitaban a su alrededor, ella permanecía ajena a su desarrollo.

Tras una semana rumiando a solas, se pasó al otro extremo. Reanudó sus prácticas de taquigrafía, volcando frenéticamente a ese código los libros que tenía a mano. Si alguien se acercaba lo suficiente para advertirlo, ocultaba cautelosamente su trabajo. A esos periodos de actividad, demasiado intensos de mantener, le sucedían invariablemente otros de apatía. Suspiraba, soltaba el lápiz, apartaba los libros y permanecía sentada, inmóvil, esperando a que fuera la hora de comer, de cambiarse de traje, o que llegara alguna carta.

Por supuesto, mientras su cuerpo permanecía inmóvil, no ocurría lo mismo con su mente. Parecía estar tratando de resolver el acertijo de su vida. Ansiaba independencia y aventura, pero era una prisionera, diligentemente atendida, pero prisionera al fin. Para ser independiente era necesario tener dinero. Su padre no podía dárselo, dado que no lo tenía, y no estaba autorizada a trabajar.

¿Por qué no desafiaba a su progenitor? Podía huir de su casa, alejarse, unirse a un circo. Sencillamente porque había reglas y había que atenerse a ellas. Pocos años más tarde —tan sólo una década después— las cosas serían distintas. Las rígidas normas se desmoronarían con suma facilidad. Pero en ese momento Hannah estaba atrapada. Y en consecuencia, como el ruiseñor de Andersen, no podía salir de su jaula dorada, y la apatía le impedía cantar. Permanecía envuelta en una nube de hastío aguardando a que la siguiente oleada de acontecimientos la reclamara.

Esa mañana, en la sala borgoña, fue presa de este último estado. Sentada frente al escritorio, de espaldas a Emmeline y Fanny, transcribía a signos de taquigrafía la Enciclopedia Británica. Tan concentrada estaba que apenas se movió cuando Fanny gritó:

—¡Eres peor que un hipopótamo!

Mientras Emmeline, entre carcajadas, se desmoronaba en la
chaise longue
, Fanny se hundió en el sillón. Se quitó el zapato y se inclinó para inspeccionar el estado de su dedo.

—Seguramente se va a hinchar —afirmó disgustada.

Emmeline seguía riendo.

—Tal vez no pueda calzar ninguno de mis hermosos zapatos para el baile.

Cada protesta de Fanny no hacía más que provocar a Emmeline risas más estentóreas.

—Y bien —declaró Fanny indignada—, me has estropeado el dedo. Lo mínimo que podrías hacer es disculparte.

Emmeline trató de controlar su hilaridad.

—Lo… lo siento —balbuceó, mordiéndose el labio para contener la risa—. Pero no es mi culpa que insistas en poner tus pies en mi camino. Tal vez si no fueran tan grandes…

Un nuevo ataque de risa le impidió continuar.

—Debes saber —replicó Fanny, con el mentón tembloroso a causa de la rabia—, que el señor Collier, de Harrods, piensa que mis pies son hermosos.

—Es probable. Tal vez por hacer tus zapatos cobra el doble del precio que pagan otras damas.

—Eres una pequeña desagradecida…

—Vamos, Fanny —dijo Emmeline recuperando la compostura—. Tan sólo estoy bromeando. Por supuesto, lamento haberte pisado el dedo.

Fanny bufó.

—Probemos otra vez con el vals. Prometo estar más atenta.

—Será mejor parar —repuso Fanny enfurruñada—. Tengo que dejar el dedo quieto. No me sorprendería que se hubiera roto.

—No creo que sea nada serio. Apenas lo he pisado. Déjame ver.

Fanny flexionó la pierna y ocultó el pie debajo, impidiendo que Emmeline lo viera.

—Creo que ya has hecho más que suficiente.

Emmeline tamborileaba con los dedos en el brazo del sofá.

—Y bien, ¿cómo se supone que practicaré mis pasos de baile?

—No tienes que preocuparte. El tío abuelo Bernard está casi ciego. Y el primo segundo Jeremy estará demasiado entretenido contándote sus interminables historias de guerra. No lo notarán.

—No pretendo bailar con tíos abuelos —aseveró Emmeline.

—Me temo que no tendrás muchas más opciones —comentó Fanny.

—Eso lo veremos —declaró Emmeline, alzando las cejas con petulancia.

—¿Por qué? —preguntó Fanny frunciendo el ceño—. ¿Qué quieres decir?

Emmeline sonrió francamente.

—La abuela convenció a papá para que invitara a Theodore Luxton.

—¿Theodore Luxton va a venir? —exclamó Fanny ruborizándose.

—¿No es emocionante? —preguntó Emmeline, estrechando las manos de Fanny—. Papá no consideraba apropiado invitar al baile de Hannah a gente con la que tiene relaciones comerciales, pero la abuela insistió.

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