La cena secreta (4 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La cena secreta
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—¿Podéis atender a un pobre siervo de Dios, mojado y enfermo? —dijo nada más verme en el atrio de Betania.

Mentiría si jurase que no me sorprendió encontrármelo allí tan temprano. Había ascendido hasta nuestro cuartel solo, sin séquito, con una manta sobre los hábitos y las sandalias cubiertas por sendas pieles de conejo. Si el superior de la Orden de Santo Domingo abandonaba así nuestra casa madre y su parroquia, y cruzaba la ciudad en pleno temporal para reunirse con el responsable de su servicio de información, el asunto debía ser gravísimo. Y aunque su rostro sombrío invitaba a entrar en conversación cuanto antes, no me atreví a preguntarle nada. Aguardé a que se quitara sus harapos y apurase la copa de vino caliente que le ofrecimos. Subimos a mi pequeño estudio, un recinto oscuro atestado de cajas y manuscritos desde el que se dominaba toda Roma, y apenas se cerró la puerta el padre Torriani confirmó mis temores:

—¡Claro que he venido por esas dichosas cartas! —protestó, enarcando sus cejas blancas—. ¿Y vos me preguntáis quién creo que es su autor? ¿Precisamente vos, padre Leyre?

Torriani aspiró hondo. Su naturaleza enclenque luchaba por entrar en calor, mientras el vino iba entonándolo poco a poco. Afuera la nieve arreciaba sobre el valle.

—Mi impresión —continuó— es que nuestro hombre tiene que ser alguien del séquito del dux o, en su defecto, algún hermano del nuevo convento de Santa María delle Grazie. Se trata de una persona que conoce bien nuestras costumbres, y que sabe a quién está haciendo llegar sus cartas. Y sin embargo…

—¿Sin embargo?

—Veréis, padre Leyre: desde que leí la carta que os di a conocer ayer, apenas he pegado ojo. Ahí fuera hay alguien que nos avisa de una grave traición contra la Iglesia. El asunto es muy serio, sobre todo si, como me temo, nuestro informante procede de la comunidad de Santa Maria…

—¿Creéis que el Agorero es un dominico, padre?

—Estoy casi seguro de ello. Alguien de dentro, testigo del avance del Moro, que no se atreve a denunciarlo por temor a represalias.

—Y supongo que ya habréis estudiado las vidas de esos frailes en busca de vuestro candidato, ¿me equivoco?

Torriani sonrió satisfecho:

—Todas. Sin excepción. Y la mayoría proceden de buenas familias lombardas. Son religiosos leales al Moro y a la Iglesia, hombres poco dados a fantasías o conspiraciones. Buenos dominicos, en suma. No puedo imaginar quién de ellos puede ser el Agorero.

—Si es que alguno lo es.

—Desde luego.

—Permitidme recordaros, maestro Torriani, que Lombardía siempre fue tierra de herejes…

El general de la orden, friolento, ahogó un estornudo antes de responder:

—Eso fue hace mucho tiempo, padre. Mucho. Desde hace más de doscientos años no queda ya ni rastro de la herejía catara en la zona. Es cierto que aquellos malditos que inspiraron a nuestro amado santo Domingo a crear la Santa Inquisición se refugiaron allí después de la cruzada albigense
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, pero todos murieron sin poder contagiar sus ideas a nadie.

—Y sin embargo, no se puede descartar que su blasfemia calara en la mentalidad de los milaneses. ¿Por qué si no éstos son tan abiertos a ideas heterodoxas? ¿Por qué habría de aceptar el dux creencias paganas si él mismo no hubiera crecido en un ambiente predispuesto a ello? ¿Y por qué razón —proseguí— habría de esconderse un dominico fiel a Roma tras unos mensajes sin firma, de no ser porque él mismo participa de la herejía que ahora denuncia?

—¡Patrañas, padre Leyre! El Agorero no es un cátaro. Más bien al contrarío: se preocupa por mantener la ortodoxia con más celo que el mismísimo inquisidor general de Carcasona.

—Esta mañana, antes de llegar vos, he leído otra vez todas las cartas de ese individuo. Y el Agorero tiene claro su objetivo desde la primera que nos mandó: desea que enviemos a alguien para detener los planes del Moro en Santa María delle Grazie. Es como si lo que el dux hiciera en el resto de Milán, las plazas, los canales para la navegación interior, las esclusas, no le importasen… Y eso abona vuestra hipótesis. Torriani asintió complacido.

—Pero, maestro —lo contradije—, antes de actuar deberíamos valorar si su petición encierra alguna trampa.

—¿Cómo? ¿Pretendéis dejar solo al Agorero aun a pesar de las pruebas que nos ha ofrecido? ¡Pero si vos mismo lleváis tiempo denunciando los desvíos doctrínales de la difunta esposa del Moro!

—Precisamente. Esa familia es astuta. No será fácil encontrar argumentos contra ellos. Lo que digo es que debemos extremar la prudencia antes de dar un mal paso.

—No, padre. Nada de eso. Ese hombre, sea quien sea, nos pide ayuda y ya no podemos negársela por más tiempo. Además, sabed que a través del cardenal Ascanio, el hermano del dux, he comprobado hasta los más mínimos detalles que aparecen en sus informes. Y, creedme: todos son exactos.

—«Exactos» —repetí mientras trataba de poner en orden mis ideas—. ¿Sabéis? Creo que lo que más me sorprende de este asunto es vuestro cambio de actitud, maestro Torriani.

—No hay tal —protestó—. Archivé las cartas del Agorero en tanto no tuviera pruebas sólidas que las respaldaran. Si no hubiera creído en ellas, las habría destruido, ¿no os parece?

—Entonces, maestro, si a nuestro comunicante le asiste la verdad, si es un dominico preocupado por el futuro de su nuevo convento, ¿por qué creéis que esconde su identidad cuando os escribe?

Fray Gioacchino se encogió de hombros, devolviéndome una mueca de perplejidad:

—Ojalá lo supiera, padre Leyre. Y me preocupa. Cuanto más tiempo paso sin respuestas, más me incomoda este asunto. Son muchos los frentes que nuestra orden tiene abiertos en estos días, y abrir una herida más en el seno de la Iglesia equivale a desangrarla sin remedio. Por eso ha llegado la hora de actuar.

No podemos permitir que se repita en Milán lo que ya ocurre en Florencia. ¡Sería un desastre!

«Una herida más.» Dudé si sacar el tema a colación, pero el silencio de Torriani no me dejó alternativa:

—Supongo que os referís al padre Savonarola…

—¿Y a quién si no? —El anciano aspiró antes de proseguir—. Al Santo Padre se le ha acabado la paciencia y piensa ya en excomulgarlo. Sus sermones contra la opulencia del Papa crecen en acritud; para colmo, sus profecías sobre el final de la casa de Médicis se han cumplido y ahora, seguido por una multitud, anuncia grandes castigos del Señor contra los Estados pontificios. Dice que Roma debe sufrir para purgar sus pecados y el muy maldito se alegra por ello. Lo peor, ¿sabéis?, es que cada día tiene más seguidores. Si por un casual el dux de Milán se sumara a esa idea de debacle, nadie podría detener el descrédito de nuestra institución…

Confuso, me persigné ante el funesto panorama que el maestro general dibujaba.

Girolamo Savonarola era, como Roma entera sabía, el gran problema de Torriani por aquellas fechas.

Todo el mundo hablaba de él. Persistente lector del Apocalipsis, ese dominico de verbo brillante y gran capacidad de seducción acababa de instaurar una república teocrática en Florencia para llenar el vacío dejado por la huida de la familia Médicis. Desde su nuevo púlpito arremetía contra los excesos de Alejandro VI. Savonarola era un loco o, aún peor, un temerario. Desoía las llamadas al orden que recibía de sus superiores, e ignoraba deliberadamente a la legislación canónica. Los Dictatus Papae que desde el siglo XI eximían al Pontífice y a su curia de la posibilidad de errar le traían al fresco, y desafiando incluso su decimonovena sentencia («Nadie puede juzgar al Papa»), gritaba desde el altar que había que detenerlo en nombre de Dios.

Nuestro maestro general se desesperaba. No sólo había sido incapaz de detener la sed de grandeza de aquel exaltado, sino que la actitud de Savonarola comprometía a toda la orden ante Su Santidad. El rebelde, orgulloso como Sansón ante los filisteos, había rechazado el capelo cardenalicio que le ofrecieron para acallar sus críticas e incluso había rehusado abandonar su tribuna en el convento florentino de San Marco alegando que tenía una misión divina más importante que cumplir. Esa y no otra era la razón por la que el padre Torriani no quería que la lealtad de los predicadores de Santo Domingo fuera cuestionada en Milán. Si el Agorero era un dominico y tenía razón al advertir de los planes paganos del Moro en nuestra nueva casa en la ciudad, la orden volvería a estar en entredicho.

—He tomado una decisión, hermano —sentenció el maestro general muy serio, después de meditar un instante—: tenemos que alejar cualquier sombra de duda de las obras de Santa Maria delle Grazie, recurriendo a la fuerza del Santo Oficio si fuera preciso.

—Pater! ¿No estaréis pensando en juzgar al dux de Milán? —pregunté alarmado.

—Únicamente si es necesario. Ya sabéis que nada place más a los príncipes seculares que descubrir las debilidades de nuestra Iglesia y utilizarlas contra nosotros. Por eso estamos obligados a adelantarnos a sus movimientos. Otro escándalo como el de Savonarola y nuestra casa quedaría muy malparada en los Estados pontificios. ¿Lo comprendéis?

—¿Y cómo pensáis, si puedo preguntároslo, llegar hasta el Agorero, comprobar sus afirmaciones y reunir la información necesaria para juzgarle sin levantar sus sospechas?

—He pensado mucho en ello, mi querido padre Agustín —barruntó enigmático—. Sabéis mejor que yo que si enviase a uno de nuestros inquisidores a destiempo, el tribunal de Milán haría demasiadas preguntas y rompería la discreción que requiere el caso. Y de existir un complot de tanto alcance, todas las pruebas serían ocultadas con celeridad por los cómplices del Moro.

—¿Y entonces?

Torriani abrió la puerta del estudio y descendió las escaleras hasta el portón de entrada, sin responder. Salió al patio de caballerizas y buscó su mulo, dando por cerrada aquella reunión de urgencia. La ventisca seguía arreciando con fuerza allá afuera.

—Decidme ¿qué pensáis hacer? —repetí.

—El Moro ha previsto que dentro de diez días se celebren los funerales oficiales por la duquesa —respondió al fin—. A Milán acudirán representaciones de todas partes, y entonces será fácil infiltrarse en Santa María para hacer las averiguaciones pertinentes y localizar al Agorero. No obstante —añadió—, no podemos enviar a un religioso cualquiera. Debe ser alguien con criterio, que sepa de leyes, de herejías y de códigos secretos. Su misión será encontrar al Agorero, confirmar una por una sus acusaciones y detener la herejía. Y ése debe ser un hombre de esta casa. De Betania.

El maestro echó un vistazo receloso al sendero que estaba a punto de emprender. Con suerte tardaría una hora en recorrerlo, y si la montura no lo descalabraba sobre alguna placa de hielo, llegaría a casa al calor del mediodía.

—El hombre que necesitamos —dijo como si fuera a anunciar algo importante— sois vos, padre Leyre.

Ningún otro resolvería con mayor eficacia este asunto.

—¿Yo? —Aquello me dejó perplejo. Había pronunciado mi nombre con mórbida delectación, mientras rebuscaba algo en las alforjas de su montura—. Pero vos sabéis que aquí tengo trabajo, obligaciones…

—¡Ninguna como ésta!

Y extrayendo un grueso fajo de papeles, atados con su sello personal, me los alcanzó con su última orden:

—Partiréis con presteza hacia Milán. Hoy mismo si es posible. Y con eso —miró el legajo de documentos que ya sostenía en mis manos— identificaréis a nuestro informador, averiguaréis cuánta verdad hay tras este nuevo peligro y trataréis de ponerle remedio.

El maestro señaló el pergamino que encabezaba aquel legajo. En él, en caracteres grandes escritos con tinta roja, podía leerse el acertijo que contenía la firma de nuestro comunicante. Lo había visto muchas veces, cerraba cada una de las cartas del Agorero, pero hasta ese momento no le había prestado atención.

Mi vista quiso nublarse al descender sobre aquellas siete líneas y sentir que se habían convertido en mi principal problema.

Decían:

Oculos éjus dinumera,

sed noli voltum ádspicere.

In latere nominis

mei notam rinvenies.

Contemplan et contemplata

aliis iradere.

Veritas
[3]

Capítulo 7

Naturalmente, obedecí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Llegué a Milán pasada la noche de Reyes. Era una de esas mañanas de sábado en las que el brillo de la nieve te ciega y el aire limpio enfría sin piedad tus entrañas. Había cabalgado sin descanso para llegar a mi destino, durmiendo tres y cuatro horas en posadas nauseabundas, entumecido y húmedo a causa de un viaje de tres jornadas en mitad del invierno más crudo que era capaz de recordar. Pero nada de eso importaba. Milán, la capital de la Lombardía, la sede de intrigas palaciegas y disputas territoriales con Francia y los condados vecinos sobre la que tanto había estudiado, descansaba ya a los pies de mi montura.

El lugar era impresionante. La ciudad de los Sforza, la más grande al sur de los Alpes, ocupaba el doble de extensión que Roma; ocho grandes puertas flanqueaban una muralla impenetrable que rodeaba una urbe de planta redonda que vista desde el cielo debía de recordar el escudo de un guerrero gigantesco. Sin embargo, no fueron sus defensas lo que me sobrecogió: aquél era un burgo nuevo, limpio, que transmitía una intensa sensación de orden. Los ciudadanos no orinaban en cada esquina, como en Roma, ni las prostitutas asaltaban a los viandantes ofreciéndose. Allí cada rincón, cada casa, cada edificio público parecían pensados para una función suprema. Incluso su orgullosa catedral, de aspecto frágil y esquelético, opuesta en todo a las macizas moles del Mediodía italiano, derramaba sus benéficas influencias sobre el valle. Vista desde las colinas, Milán parecía el último rincón del mundo en el que pudieran arraigar el desorden y el pecado.

Un trecho antes de llegar a Porta Ticinese, el más noble de los accesos de este burgo, un amable mercader se ofreció a acompañarme hasta la torre de Filarete, la entrada principal a la fortaleza del Moro.

Situado en uno de los extremos del escudo urbano, el castillo de los Sforza parecía una réplica en miniatura de las enormes murallas de la ciudad. El mercader se rió al ver mi cara de asombro. Dijo que era curtidor en Cremona, un buen católico que me acompañaría gustoso hasta el interior de la fortaleza a cambio de mi bendición para él y su familia. Acepté el trato.

El buen hombre me dejó frente al castillo del dux justo a la hora nona. Aquel lugar era aún más magnífico de lo que había supuesto. Banderolas con la terrible insignia de los Sforza —una especie de serpiente gigante devorando a un desgraciado— caían desde las almenas. Cintas de color azul ondeaban al viento, al tiempo que media docena de enormes chimeneas, clavadas en algún lugar del interior de la fortaleza, exhalaban grandes bocanadas de un humo negro y espeso. La entrada de Filarete constaba de un amenazador rastrillo y dos compuertas remachadas de bronce, plegadas sobre sí mismas. No menos de quince hombres la vigilaban, cardando con picas los sacos de cereal que los carromatos querían dejar cerca de las cocinas.

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