La chica de sus sueños (12 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La chica de sus sueños
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—En este caso, creo necesario actuar de modo innovador, y he decidido poner a un hombre de la tropa al frente de la nueva unidad. Necesitamos a un hombre que lleve años en el cuerpo y sea representativo de la ciudad.

Brunetti asintió, de completo acuerdo.

—Alvise reúne estos dos requisitos —dijo el
vicequestore
, que se quedó un momento con la mirada extraviada, como contemplando la materialización de su innovador proyecto, y luego clavó los ojos en Brunetti, que ya había tenido tiempo de borrar el asombro de su cara—. Supongo que estará de acuerdo, comisario.

—Efectivamente —convino Brunetti, decidiendo prescindir de la inteligencia y el sentido común.

—Bien —dijo Patta con evidente satisfacción—. Me alegro de que esté de acuerdo conmigo, comisario. —Tan complacido estaba el
vicequestore
con el aparente asentimiento de Brunetti que no añadió el «por una vez» que esperaba su subordinado—. El agente Alvise deberá ser relevado de sus tareas habituales, desde luego —prosiguió y, con un insólito arranque de camaradería, preguntó—: ¿Cree que precisará un despacho aparte?

Brunetti trató de aparentar que reflexionaba antes de responder:

—No, señor. Creo que el agente Alvise preferirá permanecer con sus compañeros. —Como dando por descontada la aquiescencia del
vicequestore
, Brunetti añadió—: Así podrá beneficiarse de la información que le aporten sus actividades.

—Ya lo había pensado, desde luego. A Alvise le gusta trabajar en equipo, ¿verdad?

—¿Viene bien recomendado? —preguntó Brunetti con auténtica curiosidad.

—Sí —respondió Patta—; el teniente, que será su oficial supervisor, dice que es la persona idónea.

La alusión al teniente Scarpa —ya que Patta no se referiría a otro teniente con tan espontánea familiaridad— hizo que Brunetti se preguntara por qué querría el teniente tener bajo su mando a un idiota como Alvise, pero entonces se dijo que no tenía idea de cuál era el proyecto ni de si el objetivo del teniente no sería el de hacerlo fracasar.

—¿La unidad operativa es un proyecto de ámbito europeo? —preguntó.

—Desde luego —dijo Patta—. Son ideas de envergadura, proyectos de gran calado. Ya es hora de que esta ciudad salga de su modorra y se incorpore al resto de Europa, ¿no cree?

—Indiscutiblemente —respondió Brunetti con la mejor de sus sonrisas, recordando al poeta que había dicho que era bueno que existiera el puente que unía a Venecia con el continente, o Europa estaría aislada—. ¿Y la financiación será europea? —preguntó.

—Sí —respondió Patta no sin orgullo—. Es uno de los beneficios que me he traído de la conferencia. —Miraba a Brunetti, ávido de aprobación.

Esta vez la sonrisa de Brunetti era auténtica, la que produce haber resuelto un problema. Dinero europeo, fondos del Gobierno, un aluvión de dinero de las arcas de una Bruselas generosa y prodigiosamente indiferente, la prodigalidad de los burócratas.

—Muy acertado —dijo Brunetti, admirando la habilidad del
vicequestore
—. No me cabe duda de que Alvise es la elección perfecta.

La sonrisa de Patta se ensanchó aún más.

—No dejaré de decir al teniente que usted aplaude su elección.

La sonrisa de Brunetti no habría sido más gentil de ser sincera.

Capítulo 12

La consternación de la
signorina
Elettra al enterarse del nombramiento de Alvise fue total, reacción que se generalizó cuando, en días sucesivos, la noticia corrió por la
questura
. «Alvise, jefe de una unidad operativa», «Alvise, jefe de una unidad operativa»: quienes la oían tenían que repetir la frase, lo mismo que aquel muchacho cuando se enteró de que Midas tenía orejas de asno. No obstante, al final de la semana siguiente, aún no se sabía, en concreto, cuáles eran las tareas y ni siquiera el carácter de la unidad: el personal contenía la respiración observando a Alvise pisar con titubeos los primeros peldaños de la escalera del éxito.

Con frecuencia, se le veía en compañía del teniente Scarpa, y se le oía tutear a su superior, confianza que no se habría tolerado a ninguno de los restantes miembros de la rama uniformada que, por otra parte, tampoco la deseaban. Curiosamente, el de ordinario locuaz Alvise se mostraba reservado acerca de sus nuevas funciones y reacio —quizá por ignorancia— a hablar de la naturaleza y objetivos de la unidad operativa. Él y Scarpa pasaban mucho tiempo juntos en el despachito del teniente, revisando papeles, y este último, hablando por el
telefonino
. Reticencia y discreción, que nunca fueron conceptos que se asociaran a Alvise, pronto se convirtieron en los rasgos característicos de su comportamiento.

Pero en la
questura
las novedades pronto dejaban de serlo y, al cabo de varios días, el personal volvió a desentenderse de Alvise y de sus actividades. Brunetti, sin embargo, estaba intrigado por la cuestión del dinero de Bruselas y sentía curiosidad por averiguar adónde iría a parar. Puesto que el proyecto estaba bajo la supervisión de Scarpa, no le cabía la menor duda de que sería el teniente quien decidiera su destino, y sólo se preguntaba a quién y a qué fin sería asignado.

Daba la impresión de que Berlín había despertado una inusitada actividad en Patta, de cuyo despacho brotaba un caudaloso torrente de memorándums, recordatorios, notas y sugerencias. Sus peticiones de datos estadísticos sobre el crimen y sus autores generaban olas de informes y, como Patta, hombre de la vieja escuela, no utilizaba el correo electrónico, una marea de papeles subía y bajaba la escalera, entrando y saliendo de los despachos de la
questura
. Hasta que, con la misma brusquedad con que había llegado, aquella marea de palabras se retiró, las aguas volvieron a su cauce, y Alvise siguió siendo la única novedad, al frente de su unidad operativa de un solo hombre.

Durante ese tiempo, el propio Brunetti optó también por olvidar la petición de don Antonin. Ni siquiera la noche en que él y Paola cenaron en casa de los padres de ella, que se iban a Palermo, preguntó a la
contessa
si había averiguado algo. Tampoco su suegra se refirió a su petición.

Al día siguiente a la cena, un lluvioso jueves, Brunetti llegaba a la
questura
a las ocho y media de la mañana cuando vio salir a Vianello, andando deprisa y poniéndose la chaqueta.

—¿Qué sucede? —preguntó Brunetti.

—No lo sé —respondió el inspector, asiéndolo del brazo y llevándolo hacia el muelle, donde Foa, el piloto, estaba en la cubierta de una lancha de la policía, soltando el amarre. Al ver a Brunetti, el agente se llevó la mano a la visera, pero habló a Vianello.

—¿Adónde, Lorenzo?

—Hacia arriba, al
palazzo
Benzon —respondió Vianello.

El piloto les dio la mano para ayudarles a subir a bordo, se volvió hacia el timón y separó la lancha del muelle. Cuando al llegar al Bacino, viró a la derecha, Brunetti y Vianello ya habían bajado a la cabina, para guarecerse de la lluvia.

—¿Qué hay? —preguntó Brunetti, con la voz tensa por el nerviosismo que irradiaba el otro hombre.

—Han visto un cadáver en el agua.

—¿Ahí arriba?

—Sí.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. Se ha recibido la llamada hace sólo unos minutos. Era un pasajero del Uno, desde Sant'Angelo. El hombre estaba en cubierta y, cuando llegaban al
palazzo
Volpi, vio algo en el agua, cerca de la escalera. Ha dicho que parecía un cadáver.

—¿Y ha llamado aquí?

—No; ha llamado al novecientos once, pero los
carabinieri
no tenían lancha disponible y nos han llamado a nosotros.

—¿Lo ha visto alguien más?

Vianello miró por la ventanilla de su lado; la lluvia arreciaba y un viento del norte la lanzaba contra el cristal.

—Ha dicho que él estaba fuera. —No creyó necesario añadir que pocos viajarían fuera con semejante tiempo.

—Ya —dijo Brunetti—. ¿Y qué se sabe de los
carabinieri
?

—Han dicho que enviarían una lancha lo antes posible.

De pronto, a Brunetti le pareció que en la cabina le faltaba el aire, y se levantó, abrió la puerta y se quedó en el primer peldaño, parcialmente resguardado de la lluvia. Pasaron por delante del
palazzo
Mocenigo, el
imbarcadero
de Sant'Angelo y dejaron atrás la escalera que bajaba hasta el agua, a la izquierda del
palazzo
Benzon.

Brunetti pensó que sería preferible parar el motor, pero, antes de que pudiera decirlo, Foa ya lo había hecho, y la lancha siguió avanzando hacia la escalera. El silencio duró apenas unos segundos, hasta que Foa volvió a arrancar el motor dando marcha atrás, para frenar la embarcación, que se paró a pocos metros de la escalera que subía al muelle.

El piloto se acercó al costado de la lancha y se inclinó sobre la borda. Al poco rato, levantó un brazo señalando el agua. Brunetti, seguido de cerca por Vianello, salió a la lluvia. Los dos se acercaron a Foa mirando hacia donde señalaba el piloto.

A la izquierda de la escalera, a un metro aproximadamente, flotaba una forma difusa. La lluvia que acribillaba el agua desdibujaba el contorno de lo que tanto podía ser una bolsa de plástico como un periódico. Pero, a poca distancia, flotaba algo más. Un pie.

Vieron el pie, pequeño, unido a un tobillo.

—Lléveme a la calle Traghetto —dijo Brunetti al piloto—. Daré la vuelta andando.

Sin decir palabra, el piloto retrocedió, salió al canal y detuvo la lancha al pie de la escalera de la calle siguiente. La marea estaba baja, dejando ver los dos escalones de acceso al muelle cubiertos de algas. Brunetti podía elegir entre saltar al muelle, que estaría resbaladizo por la lluvia, o pisar las algas, sosteniéndose en el brazo de Vianello. Optó por esto último y, al notar que el pie derecho le resbalaba y golpeaba con la contrahuella del escalón, sintió pánico. Su cuerpo se venció hacia adelante, pero Vianello lo agarró con fuerza salvándolo de caer al agua. Brunetti buscó el equilibrio con la mano derecha, que también se escurrió y chocó con la contrahuella. Sintió la lluvia en la espalda al trepar al muelle. Una vez en tierra, se quedó quieto hasta que se le calmó el temblor de las rodillas.

Brunetti oyó un golpe sordo cuando una ola de través lanzó la lancha contra el muelle. Se volvió y ayudó a Vianello a subir el primer escalón. El inspector no resbaló, y Brunetti lo sostuvo hasta que estuvo arriba.

Tomaron por la primera bocacalle, giraron a la derecha y enseguida otra vez a la derecha, para volver al muelle. Cuando llegaron, tenían los hombros de las chaquetas empapados. Foa mantenía la lancha a cierta distancia.

Brunetti dio unos pasos junto a la pared del edificio del borde del canal y se inclinó a mirar al agua. La masa flotante seguía allí, a su derecha, a un metro del primer escalón. Si se situaba en él, la tendría a su alcance, y Vianello lo sostuvo mientras él se inclinaba hacia adelante.

Brunetti se separó de la pared, con precaución, metió un pie en el agua y bajó al segundo escalón. El agua le llegaba por las rodillas. Ya estaba a su lado Vianello, agarrándolo de la muñeca izquierda. Brunetti se inclinó hacia su derecha, alargó el brazo y palpó la parte más clara de la sombra que estaba en el agua. El delantero derecho de la chaqueta chocó contra la superficie del agua, que ya le llegaba por los muslos y estaba helada.

Seda. Tacto de seda. Brunetti enredó los dedos en las hebras y tiró con suavidad. No tuvo que esforzarse para atraerlo. Subió un peldaño, aquello se acercó y la seda se esparció y le envolvió la muñeca. Pasó una barca cargada de cajas de fruta, rumbo a Rialto. El que iba al timón ni se dignó mirar a los dos hombres que estaban en el borde del agua.

Brunetti se volvió hacia Vianello, que entonces lo soltó y se metió en el agua, a su lado. Brunetti dio un ligero tirón y aquello se acercó. Veían el pie, a poca distancia de la seda; entonces los alcanzaron las olas de la barca, y el pie describió un arco y, lentamente, se acercó a Vianello.

—Que Dios nos asista —murmuró el inspector. Bajó al peldaño inferior, se inclinó, rodeó el tobillo con los dedos y tiró con suavidad. Miró a Brunetti. La lluvia le resbalaba por la cara—. Yo lo haré.

Brunetti soltó la seda pero permaneció al lado de su amigo, preparado para sujetarlo si resbalaba en las algas. Vianello se inclinó hacia adelante y pasó los brazos por debajo del cuerpo y lo sacó del agua. Un trozo de tela largo que colgaba de las piernas se le pegó al pantalón. Con el cuerpo en brazos, el inspector dio un paso atrás para subir al muelle. Los dos hombres estaban chorreando.

Fuera del agua, Vianello dobló primero una rodilla, luego la otra, se inclinó y depositó el cadáver en el suelo. La falda se desprendió de su pantalón y se deslizó sobre el cuerpo de la chica. Un pie aún estaba calzado con una sandalia de plástico color de rosa, el otro estaba descalzo. Brunetti vio en la piel franjas más claras donde las tiras lo habían protegido del sol. La chica llevaba una chaqueta de punto abrochada hasta el cuello, aunque ya no necesitaba su calor.

Era pequeña, con una aureola de cabello rubio. Brunetti le miró la cara, los pies, las manos y, finalmente, aceptó el hecho de que era una niña.

Vianello se puso en pie como un anciano. De pronto, se oyó un estrépito y enseguida volvió el silencio. Allí estaba Foa, con la lancha casi pegada al muelle.

—Llame a Bocchese —gritó Brunetti al piloto, notando con extrañeza que podía hablar con voz normal—. Que venga un equipo. Y un médico.

Foa agitó una mano para indicar que había entendido y alargó el brazo hacia la radio.

—¿No es preferible que vaya él a buscarlos? —sugirió Vianello—. Aquí no hace nada.

Brunetti dio instrucciones al piloto de regresar y traer al equipo de criminalística. Ni él ni Vianello pensaron en volver con la lancha.

Cuando la embarcación se alejó, ellos se apartaron del pequeño cuerpo y se guarecieron en un portal, vigilando la calle, para impedir que la gente se acercara. De vez en cuando, aparecía alguien por la esquina, que iba o venía de
campo
San Beneto, quizá en busca del siempre cerrado Museo Fortuny, pero la lluvia disuadía a los turistas de llegar hasta el final de la calle, para contemplar las aguas del célebre Gran Canal.

Al cabo de veinte minutos, Vianello empezó a tiritar, pero rechazó la sugerencia de Brunetti de ir a la calle della Mandola a tomar un café. Brunetti, irritado por su terquedad, dijo:

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