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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (9 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—Es casi poético que destinen a Scarpa a una unidad especial contra la Mafia, ¿no te parece? —preguntó Vianello con fingida inocencia.

Pensando en su condición de comisario, Brunetti moderó su respuesta.

—No podemos estar seguros de eso —respondió. Pero él lo estaba.

—No —convino Vianello, y añadió con regodeo—: Respecto a él no podemos estar seguros de nada. —Ya más serio, preguntó—: ¿Crees que va a salir algo en limpio de todo eso que viene en los periódicos?

—Paola lo llamó un «triunfo» nuestro.

—Patético, ¿no? —reconoció Vianello—. Cuarenta y tres años, para capturar a este tipo. Hoy los periódicos dicen que fue a Francia a operarse y envió una solicitud a la oficina de la Seguridad Social de Palermo para que le pagaran la factura.

—Y se la pagaron, ¿no?

—¿Qué dirías que ha estado haciendo durante cuarenta y tres años?

—Bien —empezó Brunetti. De pronto, notó que se le tensaba la voz, como si fuera a sustraerse a su control—. Por lo visto, dirigir la Mafia en Sicilia. Y supongo que vivir tan tranquilo rodeado de su mujer y sus hijos; ayudando a los niños con los deberes, cuidando de que hicieran la Primera Comunión… Y no me cabe duda de que, cuando se muera, tendrá unos funerales conmovedores, con parientes y amigos, y que un obispo, y quién sabe si un cardenal, celebrará la misa, y será enterrado con pompa y ceremonia, y se rezarán responsos por el eterno descanso de su alma. —Al terminar esta larga respuesta, la voz de Brunetti temblaba de desprecio y desesperación.

Vianello preguntó sobriamente:

—¿Crees que lo delató uno de los suyos?

—Es lo más probable —asintió Brunetti—. Un jefe joven o, en todo caso, más joven, debió de pensar que le gustaría probar sus métodos para dirigir el tinglado, y el viejo era un estorbo. Dirigen una empresa multinacional, con sus ordenadores, sus contables y sus abogados, y tenían que obedecer a este viejo que vivía en una especie de gallinero glorificado y escribía sus mensajes en trozos de papel… No hacía falta más que una llamada telefónica.

—¿Y ahora qué? —preguntó Vianello, como si deseara explorar a fondo el cinismo de su superior.

—Ahora, como nos dijo Lampedusa, si queremos que todo siga igual tiene que parecer que las cosas cambian.

—Eso viene a resumir la historia de nuestro país, ¿no?

Brunetti asintió y golpeó la mesa con la palma de las manos.

—Vamos a tomar un café.

En la barra, tomando el café, Brunetti refirió a Vianello sus conversaciones con los dos sacerdotes.

—¿Lo harás? —preguntó el inspector cuando Brunetti hubo terminado.

—¿Hacer qué? ¿Investigar al tal Mutti?

—Sí —respondió Vianello apurando el café, después de hacerlo girar en la taza.

—Supongo.

—Es interesante cómo lo has enfocado —observó Vianello.

—¿A qué te refieres?

—Que ese padre Antonin viene a verte porque desea informarse acerca de Mutti y, si no me equivoco, lo único que has hecho hasta ahora es tratar de informarte acerca del padre Antonin.

—¿Qué tiene eso de raro?

—Que consideras sospechosa o, por lo menos, extraña su petición. O su persona.

—Y tiene algo de sospechoso —insistió Brunetti.

—¿Y qué es, concretamente?

Brunetti tardó en encontrar la respuesta. Al fin empezó:

—Recuerdo…

—¿Hablas de cuando era niño? —interrumpió Vianello, y agregó—: No me gustaría que a mí se me juzgara ahora por lo que era entonces. Yo era idiota.

La seriedad de fondo de lo que Vianello trataba de explicar impidió a Brunetti hacer el chiste fácil sobre el tiempo del verbo utilizado por el inspector.

—Te parecerá un argumento muy difuso —dijo—, pero, más que otra cosa, fue su forma de hablar lo que me hizo desconfiar. —No le gustó cómo sonaba la respuesta y agregó—: No; algo más. Parecía dar por descontado que el otro era un ladrón o un estafador, cuando la única prueba que pudo darme es la de que el joven le daba dinero.

—¿Qué tiene eso de extraño? —preguntó Vianello.

—Porque, mientras Antonin hablaba yo tenía la sensación de que si el joven le hubiera dado el dinero a Antonin todo habría sido correcto.

—No esperarás que me sorprenda oír hablar de codicia en un cura.

Brunetti sonrió y preguntó, dejando la taza en el mostrador:

—¿Crees, pues, que debería investigar al otro?

Vianello se encogió de hombros casi imperceptiblemente.

—Tú siempre me dices que siga al dinero, y me parece que aquí el dinero va en esa dirección.

Brunetti echó mano al bolsillo y dejó unas monedas en el mostrador.

—Puede que tengas razón, Lorenzo. Quizá debamos ver qué pasa en esas reuniones.

—¿Las del tal Mutti? —preguntó Vianello, sorprendido.

—Sí.

Vianello abrió la boca para protestar, pero enseguida la cerró y apretó los labios.

—¿Te refieres a una de esas reuniones religiosas?

—Sí —respondió Brunetti. En vista de que Vianello no decía nada le azuzó—: Bien, ¿qué te parece?

Vianello, mirando a su superior a los ojos, dijo:

—Si vamos, vale más que llevemos a las señoras. —Sin dar a Brunetti tiempo de hacer objeciones, el inspector añadió—: Los hombres siempre parecemos más inofensivos cuando vamos acompañados de mujeres.

Brunetti volvió la cara para que Vianello no le viera sonreír. Ya fuera del bar, preguntó:

—¿Te parece que podrás convencer a Nadia?

—Se lo preguntaré, pero antes esconderé el cuchillo del pan.

Capítulo 8

Ahora bien, obtener información acerca de las reuniones del grupo dirigido por Leonardo Mutti resultó más complicado de lo previsto por Brunetti. No quería que Antonin supiera lo que se proponía hacer, el grupo no aparecía en la guía telefónica y sus dotes informáticas no le permitieron descubrir si los Hijos de Jesucristo tenían página web. Preguntó a los agentes de uniforme, y lo más que pudo averiguar es que Piantoni tenía una prima que era miembro de otro grupo.

Ello no dejaba a Brunetti otra alternativa que la de ir a
campo
San Giacomo dell'Orio, a la casa en la que se reunía el grupo, perspectiva que, curiosamente, le desagradaba, como si el campo estuviera en otra ciudad y no a diez minutos de su casa. Era curioso que ciertos sitios de la ciudad le parecieran remotos, y otros, mucho más distantes, le dieran la impresión de estar a cuatro pasos. La sola idea de ir a la Giudecca fatigaba a Brunetti, mientras que San Pietro di Castello, casi a media hora de su casa, o más, según los barcos, le parecía que estaba a la vuelta de la esquina. Quizá era cuestión de costumbre, de si eran lugares que frecuentara de niño, de donde vivieran sus amigos. Por lo que a San Giacomo se refería, el Brunetti policía tenía que reconocer que su desagrado podía deberse a que en otro tiempo el campo estaba considerado un lugar en el que era fácil conseguir droga, o a que sus moradores eran, además de pobres, menos respetuosos con la ley que los de otros barrios.

Ahora la droga había desaparecido, o así lo creía la policía. Con ella se habían ido de la zona muchos de sus antiguos residentes, sustituidos por otros que no sólo no eran pobres sino tampoco venecianos. Estuvo demorando la visita dos días y al fin se decidió, entre divertido y avergonzado de su insistencia en considerar la expedición una empresa importante.

En
campo
San Cassiano, como no sentía la necesidad de apresurarse, decidió entrar a ver la
Crucifixión
del Tintoretto. A Brunetti siempre le había llamado la atención la cara de aburrimiento que tenía ese Cristo, clavado simétricamente en la cruz, delante de una reja de lanzas perpendiculares que dividen el cuadro por la mitad. Cristo te daba la impresión de haber acabado por reconocer la verdad de las advertencias de que esa historia de hacerse hombre no podía acabar bien, y parecía deseoso de volver a sus quehaceres de Dios. Brunetti paseó la mirada por las estaciones del Via Crucis de la pared del fondo, donde el Cristo de la sepultura tenía todo el aspecto de ser un hombre dormido que, de un momento a otro, fuera a levantarse de un salto gritando: «¡Sorpresa!» Qué pocos de aquellos pintores debían de haber estudiado atentamente a los muertos y observado su terrible vulnerabilidad. A Brunetti siempre le había impresionado el desamparo de los muertos, la rigidez de sus miembros, incapaces de defenderse y hasta de cubrir su desnudez.

Al cabo de un rato salió de la iglesia. El sol le cayó sobre los hombros como una bendición. En
campo
Santa Maria Mater Domini, miró al interior de una escalera que se veía por una ventana, y recordó el apartamento que Paola y él, recién casados, visitaron en aquella casa, y cómo los asustó tanto espacio y tanto precio. Dejándose guiar por el instinto, siguió adelante.

Bajó por Ponte del Forner, pasando por delante del único sitio de la ciudad en el que alguien todavía se molestaba en reparar las planchas eléctricas y salió a
campo
San Giacomo dell'Orio. Miró el reloj y vio que aún tenía tiempo de entrar en la iglesia, en la que no había estado desde hacía años.

En la misma puerta, a mano derecha, encontró una estructura de madera que parecía una cabina de votación en un libro infantil. Dentro estaba una joven de cabello oscuro, inclinada sobre un libro. Una lista de lo que parecían ser precios estaba pegada a la derecha de la ventanilla y un cordón de terciopelo rojo separaba la entrada del resto de la iglesia.

—Dos cincuenta, por favor —dijo la muchacha levantando la cabeza.

—¿Residentes también? —preguntó Brunetti, sin conseguir que la voz no le vibrara de indignación. Al fin y al cabo, esto era una iglesia.

—Residentes gratis. ¿Puedo ver su
carta d'identità
?

Sin tratar de disimular su creciente irritación, Brunetti sacó la cartera, la abrió y buscó el documento. Entonces recordó que lo había dejado en el despacho, para que le hiciera la fotocopia que debía adjuntar a la solicitud de renovación del permiso para portar armas.

Sacó la credencial y la pasó por debajo del cristal.

—¿Qué es eso? —preguntó la muchacha. Tenía una voz átona y una cara agradable, incluso bonita.

—Mi credencial de policía. Comisario.

—Lo siento —dijo ella con lo que sin duda quería ser una sonrisa—. Pero necesita la
carta d'identità
. —Deslizó el documento hacia él, volvió a mirarlo y añadió—: Que sea válida.

Años de permanecer de pie delante de la mesa de Patta le habían permitido adquirir la habilidad de leer cabeza abajo, y descubrió que la muchacha leía
Washington Square
.

—¿Lo lee para la escuela?

Ella, desconcertada, miró la credencial, luego el libro, comprendió y dijo:

—Sí. Un Curso sobre la Novela Norteamericana.

—Ah —dijo Brunetti, deduciendo que debía de ser alumna de Paola. Recogió la credencial y la metió en la cartera, que luego guardó en el bolsillo de atrás. Una alumna de la clase de Paola.

Sacó un puñado de monedas, que revolvió hasta encontrar las adecuadas y las puso en la taquilla. La muchacha las recogió, arrancó un boleto y lo pasó por debajo del cristal.


Grazie
—dijo volviendo a la lectura.


Prego
—respondió él, entrando en la iglesia por la abertura del cordón.

Salió al cabo de veinte minutos y, dando la vuelta a la iglesia, se dirigió al restaurante. Siguiendo las indicaciones de Antonin, entró en la calle de la izquierda, se detuvo frente a la primera puerta de mano izquierda y leyó los nombres que figuraban al lado de los timbres. Allí estaba: Sambo, el segundo desde abajo.

Brunetti titubeó un momento, miró el reloj y pulsó el timbre. Al cabo de un momento, contestó una voz de mujer:

—¿Sí?

Brunetti habló en veneciano:

—¿Puede decirme,
signora
, si es la casa en la que se reúnen los amigos del hermano Leonardo?

Era audible la ansiedad del tono, pero las causas podían ser múltiples.

—Sí, es aquí. ¿Desea usted unirse a nosotros?

—Vivamente,
signora
.

—Nos reunimos los martes —dijo ella, y agregó rápidamente—: Disculpe que no le invite a subir, pero es la hora de la comida de los niños.

—Yo soy el que debe pedir disculpas,
signora
. Sé lo que es eso, y no la molesto más. ¿Puede decirme a qué hora empieza la reunión?

—A las siete y media. Así la gente puede estar en su casa a la hora de cenar.

—Comprendo. Está bien —respondió Brunetti—. Ahora vaya a dar de comer a sus hijos,
signora
. Por favor. Hasta el martes —dijo Brunetti en el tono más amable de que era capaz, y dio media vuelta. A su espalda, sonó una voz metálica que preguntaba:

—¿Su nombre,
signore
?

Brunetti emitió un sonido indescifrable terminado en «etti». No quería mentir, todavía. Tiempo habría para eso el martes.

Capítulo 9

Vianello y Brunetti se encontraron frente a la Banca di Roma, debajo del reloj, a las siete y cuarto del martes, acompañados por sus respectivas esposas, que habían mostrado, si no entusiasmo, por lo menos, la suficiente curiosidad para avenirse a asistir a la reunión.

Después de que las mujeres intercambiaran besos, los cuatro se alejaron de Rialto, camino de San Giacomo dell'Orio. Las mujeres iban detrás de Vianello y Brunetti, mirando escaparates y haciendo comentarios tanto sobre los artículos expuestos como, al igual que todos los venecianos, sobre los cambios que se habían producido en el carácter de las tiendas durante los últimos años, orientados a satisfacer los gustos de los turistas.

—Ellos, por lo menos, siguen aquí —dijo Paola parándose frente al escaparate de Mascari para admirar los frutos secos.

Nadia, por lo menos un palmo más baja y bastante más ancha que Paola, dijo:

—Mi madre todavía habla de cuando te envolvían la compra en papel de periódico. Ahora vive en Dolo con mi hermano, pero aún pide los higos de Mascari. No los come, si no reconoce el papel. —Meneando la cabeza con resignación, reanudó la marcha detrás de los hombres, que ya se habían perdido de vista.

Al salir a
campo
San Giacomo dell'Orio, ellos se pararon a esperarlas y los matrimonios se emparejaron. Brunetti los condujo hacia la callejuela y se paró delante de la puerta de la casa. Llamó al timbre de Sambo y, sin que mediara pregunta alguna, la puerta se abrió con un zumbido. No se advertía nada especial en la entrada: suelo de mármol blanco y naranja, arrimaderos de madera oscura, un poco deteriorados por la humedad y mala iluminación.

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