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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (5 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—¿Tienen nombre?

—Hijos de Jesucristo.

—¿En qué sitio de San Giacomo se reúnen exactamente?

—¿Conoces el restaurante que está a la derecha de la iglesia?

—¿El que tiene mesas fuera?

—Sí. Al lado del restaurante hay una calleja. Primera puerta a la izquierda. El nombre que está al lado del timbre es Sambo.

Brunetti lo anotó en el reverso de un sobre. Se sentía en deuda con este hombre, que había echado agua bendita sobre el féretro de su madre y la había visitado en los últimos días de su vida.

—Veré qué se puede hacer —dijo poniéndose en pie.

El sacerdote lo imitó y le tendió la mano.

Brunetti la estrechó, pero al recordar las uñas de su visitante se alegró de que el saludo fuera rápido y somero. Acompañó al sacerdote hasta la puerta y se quedó en lo alto de la escalera mientras el otro bajaba y desaparecía de su vista.

Capítulo 5

Brunetti volvió a su despacho, pero, en lugar de sentarse a la mesa, se acercó a la ventana. Al cabo de unos instantes, el clérigo apareció dos pisos más abajo, al pie del puente que conducía a
campo
San Lorenzo. Era fácil reconocerlo, incluso con este ángulo tan agudo, por la sotana. Brunetti lo vio subir lentamente la escalera del puente, sosteniéndose la sotana con las dos manos, y entonces el comisario se acordó de su abuela, que así se recogía el largo delantal que solía llevar. Al llegar a lo alto del puente, el sacerdote dejó caer la tela, apoyó una mano en el pretil y se quedó quieto un momento.

En el puente se habría condensado la humedad que estaría empapándole el bajo de la sotana. Mientras lo veía bajar por el otro lado del puente y entrar en el campo, a Brunetti le vino a la memoria una observación que había hecho Paola, después de un viaje en tren de Padua a Venecia, en el que se habían sentado frente a un
mullah
de larga túnica que durante todo el trayecto había estado muy ocupado pasando las cuentas de su rosario. Sus ropas estaban más blancas que la camisa de cualquier ejecutivo que Brunetti hubiera visto en su vida, y hasta la
signorina
Elettra habría envidiado la perfección de los pliegues de su sotana.

Cuando bajaban la escalera de la estación, mientras el
mullah
se alejaba hacia la izquierda caminando con elegancia, Paola dijo:

—Si ése no tuviera a una mujer que le cuidara la ropa, probablemente tendría que ponerse a trabajar para ganarse la vida.

En respuesta a la observación de Brunetti de que demostraba falta de sensibilidad multicultural, ella dijo que la mitad de los problemas y la mayor parte de la violencia del mundo se eliminarían si los hombres tuvieran que plancharse ellos la ropa.

—… frase que utilizo como síntesis de las tareas domésticas en general, que quede claro —agregó rápidamente.

¿Y quién podría no estar de acuerdo con Paola?, pensaba Brunetti. Él, al igual que la mayoría de los varones italianos, nunca había tenido que ocuparse de los trabajos de la casa, gracias a la incesante actividad de su madre, telón de fondo de su infancia, que veías todos los días, pero en el que nunca reparabas. Hasta que hizo el servicio militar, Brunetti no se enfrentó a la realidad de que ni la cama se hace sola cada mañana, ni el cuarto de baño se limpia solo. Después tuvo la buena fortuna de casarse con una mujer dotada de lo que ella llamaba «sentido de la equidad» que reconocía que, con una docencia que no le ocupaba más que unas cuantas horas a la semana, bien podía dedicar tiempo a la casa, aparte de pagar a una limpiadora para que hiciera lo que a ella menos le gustaba.

Brunetti se obligó a salir de su abstracción y, cuando la figura del sacerdote desapareció entre las casas del otro lado, volvió a su mesa. Miró el papel que estaba encima del montón, pero su mirada no tardó en vagar como las nubes que se veían sobre la iglesia de San Lorenzo. ¿Quién sabría algo de este grupo y de Leonardo Mutti, su líder? Repasó mentalmente el personal de la
questura
, en busca de alguien que tuviera convicciones religiosas, pero le repugnaba inducir a alguien a hacer algo que, en realidad, sería una traición. Trató de recordar a algún conocido al que pudiera considerarse creyente o que tuviera algo que ver con la Iglesia, pero no se le ocurría nadie. ¿Podía esto interpretarse como resultado de su propia falta de fe, o como señal de su intolerancia hacia los creyentes?

Marcó el número de su casa.

—Pronto —contestó Paola a la cuarta señal.

—¿Conocemos a alguien que sea religioso?

—¿Que forme parte de la empresa o simple creyente?

—Da lo mismo.

—Conozco a varios de la empresa, pero dudo de que quieran hablar con alguien como tú —dijo ella, siempre indiferente a su susceptibilidad—. Si te vale un simple creyente, prueba con mi madre.

Los padres de Paola estaban en Hong Kong cuando murió la madre de Brunetti; él y Paola, de común acuerdo, decidieron no informarles, para no hacerles interrumpir lo que pasaba por ser un viaje de vacaciones. No obstante, los Falier se enteraron del fallecimiento de la
signora
Brunetti pero no pudieron llegar hasta el día siguiente al entierro; Brunetti los había visto y agradeció la sinceridad del pésame y el afecto con que le fue expresado.

—Claro —dijo Brunetti—. Se me había olvidado.

—Me parece que también a ella se le olvida, a veces —dijo Paola, y colgó el teléfono.

Brunetti marcó de memoria el número de casa de los condes Falier y habló con uno de los secretarios. Al cabo de unos minutos, oyó la voz de la condesa:

—Me alegra oírte, Guido. ¿En qué puedo ayudarte?

¿Acaso todos los de la familia estaban convencidos de que él no podía llamarles más que para asuntos de la policía? Sintió la tentación de mentirle diciendo que llamaba sólo para saludarla e interesarse por cómo estaban superando el
jet lag
, pero temió que ella no se dejara engañar, y contestó:

—Me gustaría hablar contigo.

Tras años de vacilación, Brunetti se había decidido por fin a tutear a sus suegros, pero aún no se acostumbraba. Le resultaba menos difícil con la
contessa
, lo que reflejaba la mayor soltura de su trato con ella en general.

—¿Hablar de qué, Guido? —preguntó ella con interés.

—De religión —respondió Brunetti, esperando sorprenderla.

La respuesta tardó en llegar, pero fue dada con absoluta naturalidad.

—Vaya. Sí que es curioso, viniendo de ti. —Y, después, silencio.

—Es algo relacionado con una investigación —se apresuró a aclarar él, aunque no era estrictamente verdad.

—¡Eso no tienes que jurármelo, Guido! —rió ella. Su voz se apagó un momento, como si hubiera tapado el micrófono con la mano—. Ahora tengo una visita, pero estaré disponible dentro de una hora, si te parece bien.

—Por supuesto —dijo él, alegrándose de la oportunidad de salir del despacho—. Ahí estaré.

—Perfecto —dijo ella con lo que parecía sincero agrado, y colgó.

Él habría podido quedarse a mirar papeles, abrir carpetas, poner la contraseña, en suma, despachar los documentos que fluían de un lado de la mesa al otro en una corriente que fluctuaba con las mareas del crimen. Pero no se quedó sino que salió del despacho y se encaminó hacia Riva degli Schiavoni, donde emergió a una apoteosis de gloria.

Pasaba un ferry, y Brunetti contempló los camiones que transportaba, sin que le extrañase ni lo más mínimo que camiones cargados de verduras congeladas, agua mineral y hasta queso y leche, tuvieran que hacer su ruta de reparto a bordo de un ferry.

Un rebaño de turistas que bajaba por la escalinata de la iglesia lo rodeó un momento, hasta que la corriente de la cultura los arrastró hacia el Museo Naval y el Arsenal. Brunetti, que se había parado en medio de la avalancha, siguió su estela unos metros y luego enderezó sus pasos hacia la Basílica.

A su izquierda vio un montante metálico utilizado por las embarcaciones de los ricos que podían pagar la tarifa de amarre, que tapaba las vistas a San Giorgio a los habitantes de los bajos de las casas de su derecha. Como no había barcos amarrados, Brunetti se sentó en el montante a contemplar la iglesia, el ángel y las cúpulas que se perfilaban al otro lado del canal de la Giudecca. Echó el cuerpo hacia atrás, doblando los dedos en torno al canto metálico, gratamente caliente al tacto, observó cómo la punta de la Salute dividía los dos canales y se quedó mirando los barcos que entraban y salían.

Su pantalón gris oscuro absorbía los ayos del sol y sintió calor en los muslos. Bruscamente, se puso en pie y se sacudió el calor con la mano antes de seguir hacia la Piazza.

Entró en el Florian y pidió un café en la barra del fondo, saludando con un movimiento de la cabeza a uno de los camareros al que conocía no sabía de qué. Eran más de las once, por lo que habría podido tomar
un'ombra
, pero le pareció más correcto presentarse en el
palazzo
oliendo a café que a vino. Pagó y, en el umbral, se detuvo un momento, preparándose para zambullirse en el mar de turistas. Pensó en la corriente del Golfo y en las frecuentes advertencias de su hija de que podía estar deteniéndose. Aparte del culto que Paola rendía a Henry James, erigido en dios tutelar, el interés de Chiara por la ecología era lo más parecido a una religión que se daba en la familia.

A veces, Brunetti se sentía alarmado por la ecuanimidad del mundo ante las crecientes pruebas del calentamiento global y sus posibles consecuencias. Después de todo, Paola y él habían conocido una buena época, pero si era cierto aunque sólo fuera una parte de lo que leía Chiara, ¿qué futuro aguardaba a sus hijos? ¿Qué futuro les aguardaba a todos? ¿Y por qué eran tan pocos los que se preocupaban por las malas noticias que se acumulaban día tras día? Pero entonces volvió la cara hacia la derecha, y la fachada de la Basílica, disipó estos pensamientos.

En Vallaresso tomó el Uno hasta Ca'Rezzonico y bajó andando hasta
campo
San Barnaba. En el paseo había consumido la hora. Pulsó el timbre situado al lado del
portone
y no tardó en oír pasos que se acercaban por el patio. La enorme puerta se abrió y él cruzó el umbral, sabiendo que allí encontraría a Luciana, que ya estaba en casa de los Falier antes de que él los conociera. ¿Podía haberse encogido tanto esta mujer desde la última vez, cuánto haría, un año, que la había visto? Le pareció que hoy tenía que agacharse un poco más para darle un beso en cada mejilla.

Él le sostenía la mano mientras ella le hacía las preguntas de ritual acerca de los niños, a las que él daba las mismas respuestas que había dado desde que nacieron: comían bien, estudiaban, estaban contentos, crecían. Brunetti se preguntaba qué sabría Luciana del calentamiento global y en qué medida le importaría.

—La
contessa
lo espera —dijo Luciana, haciendo que sus palabras sonaran como si la
contessa
estuviera esperando la Navidad. Pero enseguida volvió a las cosas realmente importantes—: ¿Seguro que los dos comen lo suficiente?

—Luciana, si comieran más de lo que comen, tendría que pedir una hipoteca sobre el apartamento y Paola tendría que dar clases particulares —dijo Brunetti, empezando una exagerada lista de lo que los chicos podían comer en un día. Ella se reía, tapándose la boca con una mano para amortiguar la carcajada.

Sin dejar de reír, la mujer lo guió por el patio y la escalera del
palazzo
, mientras Brunetti prolongaba la lista hasta que llegaron al corredor que conducía al estudio de la
contessa
. Allí la mujer se paró diciendo:

—Tengo que volver a ocuparme del almuerzo. Pero he querido verlo para asegurarme de que están bien. —Le dio una palmada en el brazo y se alejó hacia la cocina, situada en la parte de atrás del
palazzo
.

A Brunetti siempre le llevaba mucho tiempo recorrer este pasillo, a causa de los grabados de los
Desastres
de la Guerra
de Goya. Aquí, el hombre, recién fusilado, todavía atado al poste; los niños, con cara de horror; los curas, como buitres preparados para alzar el vuelo, con sus cuellos largos y desguarnecidos. ¿Cómo cosas tan horribles podían ser tan bellas?

Llamó a la puerta y oyó pasos que se acercaban. Nuevamente, Brunetti tuvo la sensación de que se hallaba frente a una mujer que se había encogido de la noche a la mañana.

Se besaron. Brunetti no debía de haber disimulado la sorpresa, porque ella dijo:

—Es que llevo zapatos planos, Guido. No hay que preocuparse porque me haya convertido en una anciana menudita. Es decir, más menudita.

Él le miró los pies y vio que la
contessa
calzaba lo que a simple vista parecían unas bambas, pero de las que se venden en Via XXII Marzo, con franjas plateadas iridiscentes a los lados. Encima de las bambas llevaba lo que parecía un pantalón vaquero de seda negra, y un jersey rojo.

Sin darle tiempo a preguntar, ella explicó:

—Hice un estiramiento en mi clase de yoga que, por lo visto, no estaba dentro de mis posibilidades y, al parecer, se me ha inflamado un tendón. Así que, durante una semana, calzado infantil y nada de yoga. —Sonrió con aire de complicidad y añadió—: Te confesaré que casi me alegro de poder descansar de tanta concentración y energía positiva. A veces es tan fatigoso que no veo el momento de llegar a casa y sentarme a tomar una taza de té. Sin duda, el yoga es muy bueno para el espíritu, pero sería mucho más cómodo quedarme sentadita leyendo a santa Teresa de Ávila, ¿no te parece?

—Nada serio, ¿verdad? —preguntó Brunetti señalando al pie con un movimiento de la barbilla, eludiendo por el momento hablar del espíritu de su madre política.

—No, ni mucho menos, pero gracias por el interés, Guido —dijo ella, conduciéndolo al tresillo situado de cara al Gran Canal. No cojeaba, sólo andaba más despacio de lo habitual en ella. Vista de espaldas, a pesar de su cabello plateado, tenía la silueta e irradiaba la energía de una mujer mucho más joven. Que Brunetti supiera, la
contessa
nunca se había hecho cirugía estética o, si acaso, habría sido la mejor que existe, porque las pequeñas arrugas que le rodeaban los ojos imprimían carácter, no años, en su cara.

—¿Quieres tomar algo? ¿Café? —preguntó ella antes de que se sentaran.

—No, muchas gracias. Nada.

Ella no insistió. Dio una palmada en el sofá, donde a él le gustaba sentarse, para disfrutar de las vistas, y ella ocupó una de las butacas de altos brazos, entre los que su cuerpo casi desapareció.

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