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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (3 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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El padre Antonin, el sacerdote que había dado la última bendición al féretro de su madre, era amigo de Sergio, no suyo, y Brunetti no se explicaba qué podía traerlo a la
questura
.

Brunetti conocía a Antonin hacía décadas, desde que él y Sergio iban al colegio. Entonces Antonin Scallon era un bravucón que trataba de obligar a los otros chicos, sobre todo a los más pequeños, a obedecerle y llamarle jefe. Brunetti no comprendía cómo Sergio podía ser amigo de aquel chico, aunque observaba que Antonin nunca daba órdenes a Sergio.

En secundaria, los dos hermanos habían ido a escuelas diferentes, y Brunetti perdió de vista a Antonin. Años después, éste entró en el seminario y, cuando se ordenó, marchó a África, de misionero. Durante los años que Antonin pasó en un país cuyo nombre Brunetti nunca conseguía recordar, las únicas noticias que Sergio recibía de él eran las que daba una circular que llegaba poco antes de Navidad, en la que se exponía con entusiasmo la labor que desarrollaba la misión y que siempre terminaba pidiendo dinero. Brunetti no sabía si Sergio había respondido a la petición; él, por principio, nunca mandó nada.

De pronto, hacía unos cuatro años, Antonin estaba otra vez en Venecia, desempeñando las funciones de capellán en el Ospedale Civile y habitando en la casa madre de los dominicos, al lado de la Basílica. Sergio mencionó su regreso de pasada, como antes le enseñaba las cartas de África. Aparte de esto, la única vez que su hermano le habló de su antiguo amigo fue para preguntarle si tenía inconveniente en que el clérigo asistiera al entierro y diera su bendición, petición a la que Brunetti no habría podido negarse, ni de haberlo deseado.

Fue hasta la escalera. Antonin, vestido con ropa talar, enfilaba el último tramo. Mantenía la mirada en los pies y una mano en la barandilla. Desde arriba, Brunetti lo veía pobre de pelo y estrecho de hombros.

El sacerdote se paró unos peldaños más abajo, hizo dos inspiraciones profundas, levantó la cabeza y vio a Brunetti que lo observaba.


Ciao
, Guido —dijo sonriendo. Tenía la edad de Sergio, es decir, dos años más que Brunetti, pero quien viera juntos a los tres hombres pensaría que el eclesiástico era el tío de los otros dos. Estaba muy delgado, casi esquelético. Los pómulos se recortaban en su cara descarnada sobre dos oscuros triángulos de piel tirante.

El visitante se dio impulso asido al pasamanos, se miró los pies otra vez y siguió subiendo. Brunetti no pudo menos que observar cómo oprimía el pasamanos a cada peldaño que subía. Al llegar arriba, volvió a pararse y tendió la mano a Brunetti. No trató de abrazarlo ni de darle el ósculo de la paz, y Brunetti sintió alivio.

—No me acostumbro a las escaleras —dijo el recién llegado—. Estuve más de veinte años sin verlas y me había olvidado de ellas. Aún me resultan extrañas. Y agotadoras. —La voz era la misma, el acento conservaba el sonido sibilante propio del Véneto, pero había perdido la cadencia, que era lo que lo habría identificado inmediatamente. Al ver que su visitante no se movía, Brunetti comprendió que Antonin hablaba de la escalera para recobrar el aliento.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí? —preguntó Brunetti, poniendo de su parte para alargar el momento.

—Veintidós años.

—¿Dónde estabas? —preguntó, antes de recordar que debería saberlo, aunque sólo fuera por las cartas que recibía Sergio.

—En el Congo. Es decir, cuando yo llegué se llamaba Zaire, pero después volvieron a llamarlo Congo. —Sonrió—. El mismo sitio, pero países diferentes. En cierto modo.

—Es interesante —dijo Brunetti en tono neutro. Sostuvo la puerta abierta para que entrara Antonin, la cerró y lo siguió, andando despacio—. Siéntate —añadió, girando una de las sillas situadas delante de la mesa y poniendo la otra frente a ella, a distancia prudencial. Esperó para sentarse a que se hubiera acomodado su visitante—. Gracias por venir a dar la bendición.

—No es la mejor ocasión para volver a ver a los viejos amigos después de tanto tiempo —respondió el clérigo con una sonrisa.

¿Era esto un reproche porque ni él ni Sergio hubieran tratado de ponerse en contacto con él en los años transcurridos desde su regreso a Venecia?

—Yo visitaba a tu madre en la residencia —prosiguió Antonin—. Muchos de los que estaban allí habían pasado por el hospital —dijo refiriéndose al centro geriátrico privado, situado en las afueras de la ciudad, en el que la madre de Brunetti había vivido sus últimos años—. Es un buen sitio; las monjas son muy cariñosas. —Brunetti asintió con una sonrisa—. Siento no haber coincidido contigo o con Sergio. —El clérigo se puso en pie bruscamente, pero era sólo para levantarse el abrigo y echarlo hacia un lado; hecho esto, volvió a sentarse y continuó—: Las hermanas me decían que los dos ibais a menudo.

—No tanto como habríamos debido ir, supongo —dijo Brunetti.

—No creo que pueda hablarse de «deber» en estas circunstancias, Guido. Se va cuando se puede ir, y se va por amor.

—¿Sabía ella que íbamos? —preguntó Brunetti sin pensar.

Antonin se miró las manos enlazadas en el regazo.

—Creo que quizá sí se daba cuenta. Yo no sé lo que piensan ni lo que sienten esos ancianos. —Levantó las manos trazando en el aire el arco de una interrogación—. Creo que notan los sentimientos. Los perciben. Supongo que saben si la persona que está con ellos es cariñosa y que está allí porque los quiere o los aprecia. —Miró a Brunetti y volvió a mirarse las manos—. O los compadece.

Brunetti observó que las uñas de Antonin llegaban sólo hasta la mitad del lecho de la uña, y al principio pensó que debía de mordérselas, hábito insólito en un hombre de su edad. Pero luego vio que eran muy delgadas, escamosas, ligeramente cóncavas y con manchas, y pensó que su aspecto podía deberse a una enfermedad, quizá contraída en África. En tal caso, ¿por qué no se había curado?

—¿Captan todas esas cosas del mismo modo? —preguntó Brunetti.

—¿Te refieres a la compasión? —preguntó Antonin.

—Sí. Debe de ser diferente del amor y del aprecio, ¿no?

—Es posible —dijo el sacerdote, y sonrió—. Pero los que yo he visto están contentos de recibirla. A fin de cuentas, es mucho más de lo que tienen la mayoría de los ancianos. —Antonin había asido un pliegue de la sotana y lo pellizcaba distraídamente con los dedos de la otra mano, marcando un borde largo y vivo. Lo soltó, miró a Brunetti y dijo—: Vuestra madre tuvo la suerte de que tantas personas fueran a verla con cariño y con aprecio.

Brunetti, por toda respuesta, se encogió de hombros. Hacía años que a su madre se le había acabado la suerte.

—¿Por qué has venido? —preguntó Brunetti y, al percibir la brusquedad de la pregunta, añadió—: Antonin.

—Es una de mis feligresas —dijo el sacerdote e inmediatamente rectificó—: Es decir, lo sería si yo tuviera parroquia. Es hija de uno de los hombres a los que visito en el hospital. De eso la conozco. Su padre lleva allí varios meses.

Brunetti asintió pero no hizo comentarios, táctica habitual en él para inducir a la gente a seguir hablando.

—En realidad, se trata del hijo de la mujer —dijo el sacerdote mirándose el regazo.

Como Brunetti ignoraba la edad del enfermo y la de su hija, no podía adivinar la del hijo de la mujer, por lo que no podía prever la índole del problema, pero el hecho de que Antonin hubiera venido a hablarle de él indicaba que se trataba de algo que no estaba en consonancia con la ley.

—Su madre está muy preocupada —prosiguió Antonin.

Las causas que podían preocupar a una madre eran múltiples, bien lo sabía Brunetti: su propia madre se había preocupado por él y por Sergio, y Paola se preocupaba por Raffi, aunque él sabía que Paola no tenía el motivo de preocupación de la mayoría de las madres: la droga. Era una suerte vivir en una ciudad en la que la población de jóvenes era escasa, pensó Brunetti, no por primera vez. Ya que tenían que vivir en un mundo regido por el capitalismo, había que dar gracias a Dios por este fortuito efecto secundario: con una clientela potencial tan pequeña, pocos serían los que estuvieran dispuestos a incurrir en las molestias y los gastos de comercializar drogas en Venecia.

Ante el persistente silencio de Brunetti, Antonin preguntó:

—¿Te molesta que te consulte sobre esto, Guido?

Brunetti sonrió.

—Aún no sé cuál es la consulta, Antonin, por lo que no puede molestarme.

En un primer momento el sacerdote pareció sorprendido por la respuesta, pero enseguida asomó a sus labios una amplia sonrisa que casi consiguió imprimir en su cara un aire de turbación.


Già, già
. Se hace difícil hablar de eso. —Hizo una pausa y añadió—: Será que he perdido la costumbre de tratar de los asuntos de la opulencia.

—Me parece que no entiendo lo que quieres decir. —La frase encerraba una pregunta.

—Donde yo estaba, en el Congo, la gente tenía otros problemas: las enfermedades, la pobreza, el hambre, o los soldados que venían a llevarse todo lo que tenían y, a veces, a sus hijos. —El sacerdote miró a Brunetti, para comprobar si le seguía—. Por eso he perdido la habilidad de atender a problemas que no son de supervivencia, problemas de riqueza, no de pobreza.

—¿Lo echas de menos? —preguntó Brunetti.

—¿Qué? ¿África?

Brunetti asintió.

Antonin trazó un arco en el aire con las manos.

—Es difícil decirlo. Echo de menos una parte: la gente, la inmensidad del lugar, la sensación de estar haciendo algo importante.

—Pero regresaste —observó Brunetti, afirmando, no preguntando.

Antonin lo miró a los ojos y dijo:

—No tuve más remedio.

—¿La salud? —preguntó Brunetti, observando su rostro demacrado y recordando la fatiga con que lo había visto subir la escalera.

—Sí —dijo el sacerdote, y añadió—: En parte.

—¿Y la otra parte? —preguntó Brunetti, porque comprendía que habían llegado a un punto en el que se esperaba de él que lo preguntara.

—Problemas con mis superiores —respondió el sacerdote.

A Brunetti no le interesaban demasiado los problemas de este hombre con sus superiores, pero, al recordar las ansias de mando del joven Antonin, tampoco lo sorprendían.

—Regresaste hace cuatro años, ¿verdad?

—Sí.

—¿Fue cuando empezó la guerra?

Antonin movió la cabeza negativamente.

—En el Congo siempre hay guerra. Por lo menos, donde estaba yo.

—¿Guerra por qué causa?

Antonin lo sorprendió con la pregunta:

—¿De verdad te interesa, Guido, o preguntas por cortesía?

—Me interesa.

—Bien. La guerra, aunque siempre hay más de una, consiste en muchas miniguerras o saqueos. Siempre se trata de arrebatar a otro algo que él posee y que tú deseas. Una vez has reunido suficientes hombres con las armas correspondientes, te parece que puedes ir a quitar lo que deseas a los hombres que lo defienden con sus armas. Y entonces empieza un combate, o una batalla, o una guerra, y al final los hombres que conservan más armas o más hombres se quedan con las cosas que los dos bandos querían.

—¿Qué cosas?

—Cobre, diamantes. Otros minerales. Mujeres. Animales. Depende. —Antonin miró a Brunetti y prosiguió—: Te pondré un ejemplo. En el Congo se encuentra un mineral que es necesario para fabricar los chips de los
telefonini
. Ya puedes imaginar lo que harán los hombres para conseguirlo.

—No —dijo Brunetti moviendo la cabeza ligeramente de derecha a izquierda—. No creo poder imaginarlo.

Antonin guardó silencio un momento y dijo:

—No; supongo que no puedes, Guido. No creo que la gente que tiene leyes y policías y coches y casas pueda hacerse una idea de lo que es vivir sin ley. —Y, antes de que Brunetti pudiera decirlo, el sacerdote admitió—: Ya sé, ya sé, aquí la gente habla de la Mafia, que hace lo que quiere, pero por lo menos hay unos límites…, bueno, una especie de límites, para lo que se les consiente que hagan y dónde. Quizá, para hacerte una idea de lo que es aquello, podrías imaginar lo que sería esto si todo el poder estuviera en manos de la Mafia, si no hubiera Gobierno, ni policía, ni ejército, nada más que bandas de matones que piensan que tener un arma les da derecho a apoderarse de lo que quieran o de quien quieran.

—¿Y así vivías? —preguntó Brunetti.

—Al principio, no; pero al final las cosas habían empeorado. Antes teníamos cierta protección. Y luego, durante un año, poco más o menos, las fuerzas de la ONU estaban por allí y mantenían un orden relativo. Pero se fueron.

—¿Y entonces te fuiste tú?

El sacerdote hizo una profunda inspiración, como si hubiera recibido un puñetazo.

—Sí; entonces yo me fui —dijo—. Y ahora tengo que ocuparme de los problemas de la opulencia.

—Lo dices como si no te gustara —observó Brunetti.

—No se trata de si me gusta o no me gusta, Guido. Se trata de ver la diferencia e intentar convencerte a ti mismo de que los efectos en las personas son los mismos y que los ricos que están bien atendidos y protegidos sufren tanto como esos infelices que no tienen nada y hasta ese nada les arrebatan.

—¿Pero no llegas a convencerte?

Antonin sonrió y se encogió de hombros con gesto elegante.

—La fe todo lo puede, hijo.

Capítulo 4

Con la fe o sin la fe, Brunetti pensó de pronto que seguía sin saber qué había traído a este eclesiástico a su despacho. Sabía, sí, que el otro había conseguido que lo mirase con buenos ojos por lo que le había contado de las desgracias de los congoleños. Pero a esos desgraciados los compadecerían hasta las piedras. Por otra parte, Antonin despertaba la curiosidad de Brunetti, un hombre que parecía creer que daba prueba de una sensibilidad extraordinaria al decir estas cosas.

Brunetti no respondió. El sacerdote permaneció quieto y callado, pensando, quizá, que su última frase —que a oídos de Brunetti sonaba a tópico piadoso de lo más sobado— era tan profunda que merecía sólo una muda felicitación.

Brunetti dejó que el silencio se dilatara. Él no tenía nada que pedir a este eclesiástico, y lo dejó reposar. Finalmente, Antonin habló:

—Como te decía, me gustaría hablar contigo del hijo de esa mujer.

—Te escucho —dijo Brunetti en tono neutro y, en vista de que Antonin no continuaba, preguntó—: ¿Qué ha hecho?

El sacerdote frunció los labios y meneó la cabeza, como si Brunetti le hubiera hecho una pregunta muy difícil, imposible de responder. Al fin dijo:

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