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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (6 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—¿Querías hablar de religión?

—Sí —respondió Brunetti—. En cierto modo.

—¿Qué modo?

—Esta mañana he hablado con una persona a la que preocupa un joven que se encuentra bajo el influjo…, son sus palabras, no las mías, de una especie de predicador, Leonardo Mutti, de Umbria, según dicen.

Apoyando los codos en los brazos del sillón, la
contessa
dejó descansar la barbilla entre sus dedos entrelazados.

—Según la persona que ha hablado conmigo, este predicador es un farsante al que sólo interesa sacar dinero a la gente, incluido el joven. Él posee un apartamento y tengo entendido que quiere venderlo, para dar el dinero al predicador. —En vista de que la
contessa
no decía nada, prosiguió—: Dada tu religiosidad y tu… —Se interrumpió, buscando la palabra—… fe, he pensado que quizá hayas oído hablar de ese hombre.

—¿Leonardo Mutti? —preguntó ella.

—Sí.

—¿Puedo preguntar cuál es tu relación con todo eso? —dijo ella cortésmente.

—Conozco al hombre que me lo ha explicado. Era amigo de Sergio cuando íbamos a la escuela. No conozco al chico ni conozco a Mutti.

Ella asintió y volvió la cara, como si reflexionara sobre lo que acababa de oír. Luego miró a Brunetti y preguntó:

—Tú no crees, ¿verdad, Guido?

—¿En Dios?

—Sí.

Durante los años de su matrimonio, la única información que él había recibido acerca de las creencias de la
contessa
procedía de Paola, y lo único que ésta decía era que su madre creía en Dios y que, cuando Paola era niña, oía misa con frecuencia. Para explicar su antagónica actitud respecto a la religión Paola decía únicamente que ella había tenido «buena suerte y buen juicio».

Como ése era un tema del que nunca había hablado con la
contessa
, Brunetti titubeó:

—No quiero ofenderte…

—¿Diciendo que no eres creyente?

—Sí.

—Eso no me ofendería, Guido, ya que lo considero una actitud perfectamente lícita. —Ante la clara sorpresa de su interlocutor, añadió con una suave sonrisa que acentuaba sus arrugas—: Mira, Guido, yo he optado por creer en Dios. Pese a convincentes señales en contra de su existencia y con absoluta falta de pruebas…, en fin, de lo que en pura lógica pudieran considerarse pruebas. Siento que la fe hace más aceptable la vida y más fácil tomar ciertas decisiones y soportar ciertas pérdidas. Pero es sólo la opción que yo he elegido, y la otra opción, la de no creer, me parece totalmente legítima.

—Yo no lo veo como una elección.

—Claro que es una elección —dijo ella con la misma sonrisa, como si estuvieran hablando de sus nietos y él le hubiera repetido una de las salidas de Chiara—. A todos se nos han ofrecido las mismas señales, o la misma falta de señales, y cada cual opta por interpretarlas a su manera. Por lo tanto, es una elección.

—¿Incluyes en esa elección el creer en la Iglesia? —no pudo menos que preguntar Brunetti, sabedor de que la posición social de los Falier a menudo los ponía en contacto con miembros de la jerarquía eclesiástica.

—Cielos, no. Tienes que estar loco para fiarte de ellos.

Él se echó a reír, meneando la cabeza en señal de perplejidad, lo que la animó a decir:

—No tienes más que verlos, Guido, tan bien arreglados, con la teja, la sotana, el alzacuellos, el hábito y el rosario. Son cosas que llaman la atención y a menudo son vistas con respeto. Estoy segura de que, si tuvieran que vestir como todo el mundo y ganarse el respeto de la gente, como todo el mundo, por su manera de actuar, a la mayoría se les enfriaría la vocación, buscarían empleo y trabajarían para ganarse la vida. Si no pudieran servirse de todo eso para hacer creer a la gente que son especiales y superiores, la mayoría perderían todo interés. —Después de una pausa, agregó—: Además, no creo que Dios se beneficie de su ayuda.

—Una opinión un tanto severa, si me lo permites —aventuró Brunetti.

—¿Tú crees? —Ella parecía sorprendida—. Estoy segura de que algunos son excelentes personas, pero me parece que, como colectivo, vale más evitarlos. —Antes de que él pudiera hacer un comentario, añadió—: A no ser, claro está, que estés obligado a frecuentar su trato, en cuyo caso se les debe una elemental cortesía. —Él, acostumbrado a las pausas de la
contessa
, esperaba—: Lo que más me desagrada de ellos es su interés por el poder. Son muchos los que se dejan dominar por ese afán, y creo que eso deforma su espíritu.

—¿Incluirías en esa categoría a un hombre como Leonardo Mutti? —preguntó Brunetti. Nunca estaba seguro de cómo debía tomar las opiniones de la
contessa
y se preguntaba si sus palabras habían sido el preludio de alguna revelación acerca de aquel hombre.

La mirada que ella le lanzó era calculadora, pero enseguida se suavizó.

—He oído mencionar su nombre, pero no recuerdo a quién. Cuando lo sepa, te lo diré.

—¿No habría forma de que pudieras…?

—¿Hacer memoria?

—Sí.

—Preguntaré a ciertas amistades que son dadas a esa clase de asociacionismo.

—¿Con la Iglesia?

Ella tardó bastante en contestar:

—No; yo pensaba en…, ¿cómo te diría, Guido? ¿La Iglesia… paraeclesial? ¿La Iglesia que se aparta de la corriente dominante? No le has dado tratamiento ni has dicho a qué parroquia pertenece, de lo que deduzco que se mueve por los aledaños. Involucrado en… —Aquí siguió otra larga pausa, a la que ella puso fin con esta pregunta—: ¿Ese nuevo cristianismo liberal llamado
religion lite
?

Después de oír sus comentarios, la pregunta no sorprendió a Brunetti.

—¿Tienes amigos en ese medio?

Ella se encogió de hombros casi imperceptiblemente.

—Conozco a personas que están interesadas en esa aproximación a… a Dios.

—Parece que lo dices con escepticismo —dijo Brunetti.

—Guido, yo pienso que la posibilidad de que se produzcan irregularidades, dicho sea en términos piadosos, crece de forma geométrica en cuanto empiezas a apartarte de las iglesias reconocidas. En ellas, por lo menos, existe el instinto de conservación, por lo que se vigilan mutuamente y tratan de cortar los peores abusos, aunque sólo sea por egoísmo.

—¿Para no «asustar a los caballos»? —preguntó él.

—Esa expresión se refiere a la revolución sexual, Guido, como sabemos los dos —respondió ella con cierta aspereza, como si hubiera advertido que él pretendía ponerla a prueba con la metáfora—. Yo hablo de fraude. Cuando un grupo que se llama a sí mismo religión no tiene respetabilidad que perder, ni interés en preservar la fe y la confianza de sus adeptos, se abre la caja de Pandora. Y, como tú sabes, la gente está dispuesta a creer en cualquier cosa.

La pregunta había brotado de sus labios antes de que él pudiera detenerse a pensar:

—¿Algo de lo que acabas de decir afecta a la forma en que tú y Orazio tratáis con el clero? —A fin de suavizar esta franca expresión de curiosidad, añadió—: Lo pregunto porque sé que tenéis que relacionaros con la jerarquía socialmente y, si no me equivoco, Orazio también trata con ellos profesionalmente. —Durante decenios de relación, Brunetti había averiguado muy poco acerca de las fuentes de ingresos de los Falier. Sabía que poseían casas, apartamentos y locales comerciales en la ciudad y que el conde viajaba a menudo a visitar empresas y fábricas, pero ignoraba si en sus operaciones financieras intervenía el clero.

El rostro de la
contessa
asumió aquella expresión de casi teatral confusión que Brunetti había observado en ella con frecuencia. Aunque nunca la había sorprendido en el momento de componerla, como quien se aplica una nueva capa de lápiz labial, al verla aparecer con aquella facilidad, pensó que debía de ser tan artificial y de quita y pon como el cosmético.

—Orazio me ha dicho siempre que cuenta más el poder que la riqueza —dijo ella—. En realidad, lo mismo decían los hombres de mi familia. —Otra de aquellas sonrisas tenues, casi vacuas. ¿Dónde había aprendido a sonreír así?—. Estoy segura de que esto quiere decir algo.

Cuando se conocieron, la primera impresión de Brunetti fue la de que la
contessa
no comprendía no sólo mucho de lo que se le decía sino tampoco mucho de lo que decía ella misma. Con la brillante perspicacia de la juventud, la consideró una mujer frívola, amiga de fiestas, cuya única virtud redentora era su dedicación al marido y la hija. Pero, con los años, viendo cómo personas ajenas a la familia formaban una opinión similar, empezó a prestar más atención a sus palabras y, camufladas en los tópicos y generalizaciones más manidos, encontraba observaciones incisivas y sagaces que lo dejaban atónito. Pero ahora su disfraz se había hecho tan perfecto que pocos tratarían de descubrir lo que había debajo o imaginarían siquiera que debajo hubiera algo que descubrir.

—¿Seguro que no quieres tomar nada? —preguntó ella.

La pregunta lo sacó de su abstracción, y dijo mirando el reloj:

—No, gracias. Me parece que me iré a casa. Ya es casi la hora del almuerzo.

—Qué suerte tiene Paola de que trabajes en la ciudad, Guido. Así siempre tiene alguien para quien guisar. —El anhelo de su voz podía inducir a creer que esta mujer no deseaba sino pasar el día de cara a los fogones, cocinando para sus seres queridos y que dedicaba sus ratos libres a repasar libros de cocina, en busca de nuevos platos con los que tentarlos, cuando en realidad a Brunetti le constaba que hacía décadas que la
contessa
no ponía los pies en la cocina. Aunque, de todos modos, Luciana tampoco la habría dejado pasar del umbral.

Él se levantó y ella lo imitó y lo acompañó hasta la puerta del estudio, mientras le pedía que diera besos de su parte a Paola y a los niños. Él se inclinó de nuevo y la besó.

—Si me entero de algo, te lo diré —le prometió, y él se fue a casa a almorzar.

Capítulo 6

Cuando llegó al penúltimo rellano de la escalera, Brunetti no percibió en el aire indicios de almuerzo. Si, por algún impedimento, Paola no había tenido tiempo de prepararlo, quizá podrían comer fuera. Antico Panificio, que estaba a menos de dos minutos, hacía pizza a mediodía y, aunque Brunetti prefería comerla por la noche, ahora le apetecía. Quizá la de
rucola
y tocino, o
mozzarella di bufala
con
pomodorini
. Mientras salvaba los últimos peldaños, iba añadiendo y quitando aditamentos a su pizza imaginaria hasta que, al introducir la llave en la cerradura, se quedó con
rucola
, salchicha y champiñones, aunque ignoraba de dónde había sacado los dos últimos ingredientes.

La perspectiva de la pizza se desvaneció cuando, al abrir la puerta, vio a Paola entrar en la sala portando una enorme ensaladera. Ello significaba que uno de los chicos, sin duda, en un momento de optimismo suicida, había decidido almorzar en la terraza. Sin pararse a cerrar la puerta, Brunetti dio tres pasos por el pasillo y, asomando la cabeza a la sala, gritó a los tres miembros de su familia, que ya estaban sentados fuera, esperándolo:

—Mi silla, en el sol.

En esta época del año, el sol empezaba a hacer acto de presencia en la terraza durante un rato, que iba prolongándose a medida que avanzaba la estación. Pero, en estas primeras semanas de primavera, daba sólo en un extremo y apenas dos horas, una antes y una después del mediodía astronómico, de manera que en la zona soleada cabía una única silla y, como Brunetti consideraba que era no sólo prematuro sino temerario comer a la intemperie en estas fechas, siempre reclamaba para sí aquel sitio de privilegio.

Después de hacer valer su derecho una vez más, el padre de familia volvió sobre sus pasos y cerró la puerta. Desde la sala, donde había estado dando el sol durante buena parte de la mañana, oyó arrastrar sillas en la terraza.

Su sitio, en la cabecera de la mesa, quedaba de espaldas al sol. Fue hacia él y, al pasar, oprimió el hombro de su hija. Chiara llevaba un fino jersey, y Raffi, sólo una camisa de algodón, mientras que Paola se había puesto, encima del jersey, un chaleco de pluma que, según creía recordar Brunetti, pertenecía a Raffi. ¿Cómo unos padres tan frioleros habían podido traer al mundo estas dos tropicales criaturas?

Se agradecía el sol en la espalda. Paola tomó el plato de Chiara y, del gran bol situado en el centro de la mesa, le sirvió
fusili
con aceitunas negras y
mozzarella
. Aún era un poco pronto para ensaladas, pero a Brunetti ésta le recreaba la vista y el olfato. Paola dejó el plato delante de Chiara y le pasó una pequeña fuente de hojas de albahaca, de las que Chiara tomó un par y las desmenuzó sobre la pasta.

Paola sirvió entonces a Raffi y a Brunetti, que también picaron albahaca en la pasta y, por último, se sirvió a sí misma. Antes de sentarse, dejó la cuchara a un lado y tapó la ensaladera con un plato.


Buon appetito
—dijo sentándose.

Brunetti tomó unos bocados, saboreándolos con todo el cuerpo. La última vez que habían comido esa ensalada era a finales del verano, y destapó una botella del Masi
rosato
para acompañarla. Se preguntó si no sería pronto para un
rosato
, y entonces vio la botella que estaba encima de la mesa y reconoció el color y la etiqueta.

—Después hay
calamari ripieni
—dijo Paola, sin duda para ayudarles a decidir si repetían de pasta. Chiara, que la víspera había decidido añadir el pescado y el marisco a la lista de cosas que, en su calidad de vegetariana, no debía comer, optó por más pasta, lo mismo que Raffi, quien sin duda despacharía también la ración de
calamari
de su hermana sin merma de apetito ni remordimiento de conciencia. Brunetti se sirvió una copa de vino y asumió la expresión del hombre que jamás pensaría en quitar el alimento de la boca a sus hijos hambrientos.

Chiara ayudó a llevar los platos a la cocina y volvió con una fuente de zanahorias y guisantes, mientras Paola sacaba una bandeja de
calamari
, y a Brunetti le pareció oler la zanahoria, el puerro y quién sabe si los langostinos picados del relleno. La conversación era general y monotemática: escuela, escuela y escuela, en la que Brunetti introdujo una variación al decir que aquella mañana había visto a la
contessa
, que le había dado cariñosos saludos para todos. Paola volvió hacia él una mirada larga al oírlo, pero los chicos no encontraron en la noticia nada de particular.

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