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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (8 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—Ahora lo entiendo —dijo el sacerdote—. Y usted desea darle las gracias por la bendición.

—Sí, padre. Pero, como no está, volveré en otro momento —sugirió Brunetti, sin la menor intención de hacer tal cosa.

—Podría dejarle una nota —dijo el anciano.

—Sí, desde luego. Eso habría podido hacer. Pero fue una señal de respeto para nuestra madre que asistiera y por eso… —Brunetti se interrumpió—. Espero que lo comprenda, padre.

—Sí —dijo el hombre con una sonrisa que envolvió a Brunetti con su dulzura—. Creo que lo comprendo. —Inclinó la cabeza, y Brunetti vio que pasaba varias cuentas del rosario. Luego el anciano alzó la cabeza y dijo—: Es extraño eso de la muerte de la madre. Suele ser uno de los primeros funerales a los que asistimos y, en ese momento, nos parece el peor. Pero, si hay suerte, resulta ser el mejor.

Brunetti dejó transcurrir unos momentos antes de decir:

—No sé si le sigo, padre.

—Si hemos sido afortunados, todos los recuerdos serán buenos y no dolorosos. Creo que entonces es más fácil despedirse de una persona. Porque de una madre solemos tener recuerdos buenos. Y aún más afortunados nos sentimos si hemos sido buenos con ella y no tenemos nada que reprocharnos; eso ocurre a menudo. —Como Brunetti no respondiera, preguntó—: ¿Usted fue bueno con su madre?

Brunetti, que había engañado a este hombre respecto a Antonin, comprendió que al menos en esto debía decir la verdad.

—Sí, fui bueno con ella. Pero ahora que ha muerto pienso que no lo bastante bueno.

El sacerdote volvió a sonreír.

—Oh, nunca somos lo bastante buenos con los demás, ¿no le parece?

Brunetti tuvo que contenerse para no poner la mano en el brazo del anciano. En lugar de eso, preguntó:

—¿Me equivoco al suponer que tiene ciertas reservas acerca de Antonin, padre? —Antes de que el sacerdote pudiera responder, añadió—: Perdone la pregunta. No deseo ponerle en un compromiso. No me conteste si no quiere. En realidad, no es asunto mío.

El sacerdote meditó unos momentos y dijo, para sorpresa de Brunetti:

—Si alguna reserva tengo, hijo, es acerca de usted y de por qué se esfuerza tanto por disfrazar este interrogatorio. —Suavizó sus palabras con una sonrisa y agregó—: Hace usted preguntas sobre él, pero me parece que ya ha formado una opinión. —Después de una pausa, el anciano prosiguió—: Usted me parece una persona honrada, y me desconcierta que me interrogue de ese modo, con una suspicacia que trata de disimular. —La mirada del sacerdote había adquirido una intensidad nueva, como si en el fondo de sus ojos se hubiera encendido una luz—. ¿Me permite una pregunta, hijo?

—Por supuesto —respondió Brunetti sosteniendo la mirada del anciano pero deseando bajar los ojos.

—No viene de Roma, ¿verdad?

Puesto que mantenían la conversación en veneciano, la pregunta sorprendió a Brunetti, que respondió:

—No, padre. Yo soy veneciano. Lo mismo que usted.

El sacerdote sonrió por la reivindicación de Brunetti, o quizá por su vehemencia.

—No me refería a eso, hijo. Se nota en cada palabra que dice. Quiero decir si representa a Roma.

—¿Se refiere al Gobierno? —preguntó Brunetti, confuso.

El sacerdote tardó algún tiempo en responder.

—No, a la Iglesia.

—¿Yo? —se escandalizó Brunetti.

El anciano sonrió, resopló, tratando de ahogar el sonido de la risa, pero tuvo que rendirse y, echando la cabeza hacia atrás, soltó una carcajada profunda que sonó como agua que corriera por una cañería lejana. Se inclinó, dio una palmada a Brunetti en la rodilla sin dejar de reír y al fin consiguió serenarse.

—Perdón, hijo, perdón —dijo enjugándose las lágrimas con el borde del escapulario—. Pero como usted tiene aspecto de policía, he pensado que podían haberlo enviado ellos.

—Soy policía —dijo Brunetti—, pero de verdad.

Por alguna razón, esto hizo que el sacerdote se echara a reír otra vez, y hubo de transcurrir algún tiempo antes de que se calmara su hilaridad y más tiempo antes de que Brunetti le explicara detalladamente la razón de su curiosidad sobre Antonin, por más que ahora no era menor su curiosidad por las razones que pudiera tener el anciano para sospechar de él.

Cuando Brunetti acabó de hablar, se hizo un distendido silencio entre los dos hombres.

—Él es mi huésped —dijo el anciano finalmente—, y yo tengo para con él las obligaciones de un anfitrión. —A juzgar por su forma de hablar, Brunetti comprendió que el sacerdote defendería a su huésped con la vida, si fuera necesario—. Fue enviado de vuelta de África en circunstancias que no se aclararon. Los documentos oficiales que recibí para comunicarme que el padre Antonin —Brunetti notó el afecto con que el anciano utilizaba ahora el nombre de pila— iba a ser mi huésped no dejaban lugar a dudas de que quienes me lo enviaban consideraban que se hallaba en desgracia. —Hizo una pausa, invitando a preguntar. Como Brunetti no decía nada, prosiguió—: Ya lleva tiempo conmigo, y no he visto en su conducta nada que justifique esa opinión. Es un hombre bueno y amable. Quizá demasiado convencido de la rectitud de su juicio, pero me temo que lo mismo puede decirse de la mayoría de nosotros. Sólo algunos, con los años, nos sentimos menos seguros de lo que creemos saber.

—¿Aparte de que nunca somos lo bastante buenos con los demás? —preguntó Brunetti.

—Eso por supuesto.

Brunetti aceptó la exhortación que encerraban estas palabras y asintió. Advirtió que la fatiga había entrado en la habitación y se había instalado en los ojos y la boca del anciano.

—Me gustaría saber en qué medida merece confianza —dijo Brunetti de pronto.

El anciano se agitó en la butaca. Era tan frágil que sólo tuvo que mover unos huesos y la tela que los cubría.

—Creo que no merece desconfianza, hijo. —Y, añadió con señales de íntimo regocijo—: Aunque, a mi edad, digo eso de casi todo el mundo a casi todo el mundo.

Brunetti no pudo resistir la tentación de preguntar:

—¿A no ser que venga de Roma?

El anciano sacerdote se puso serio y asintió.

—Entonces aceptaré su consejo —dijo Brunetti poniéndose en pie—. Y se lo agradezco.

Capítulo 7

Camino de la
questura
, Brunetti iba pensando en lo que había dicho el sacerdote. Los muchos años de batallar no sólo con el crimen sino con los avatares de la vida habían anulado su capacidad para confiar instintivamente en los demás. Quizá esta confianza era, como la fe de la
contessa
, algo por lo que cada cual podía optar libremente.

Al llegar a este punto de sus reflexiones, tuvo que reconocer en justicia que nada de lo que había visto u oído inducía a desconfiar de Antonin. En realidad, lo único que había hecho aquel buen hombre era acudir al entierro de la madre de un viejo amigo, a darle una bendición. ¿Qué impedía a Brunetti considerar esto un acto de pura generosidad? En suma: años atrás, Antonin le era antipático y después se había hecho cura.

No obstante la fe de su madre, el anticlericalismo formaba parte de la estructura genética de Brunetti: su padre sólo decía pestes del clero, actitud que respondía al desprecio por el poder que su experiencia de la guerra había hecho nacer en él. La madre nunca discutía las ideas de su marido aunque tampoco defendía al clero, a pesar de que ella tenía buenas palabras para todo el mundo, incluso, una vez, para un político. Estos pensamientos lo acompañaron durante todo el camino al trabajo.

Tal como temía, Brunetti encontró en su mesa los frutos de la asistencia del
vicequestore
Giuseppe Patta a la conferencia de Berlín, transmitidos, seguramente, por teléfono desde su habitación del Adlon. La «alerta anticrimen» de la semana siguiente estaría dedicada a la Mafia, con el fin, y cómo no, de extirparla de raíz, objetivo que el país había estado persiguiendo, con distinto grado de laxitud, durante más de un siglo.

Brunetti leyó el mensaje de Patta, enviado probablemente por correo electrónico a la
questura
por la
signorina
Elettra desde su habitación de Abano Terme.

Nos hallamos en estado de guerra: debemos considerarnos en guerra con la Mafia, a la que hay que tratar como un Estado dentro de otros Estados.

Todos nuestros efectivos deben ser movilizados.

Intensificar al máximo la colaboración entre agencias.

1. Nombrar agentes de enlace.

2. Ministerio del Interior, Carabinieri
,
Guardia di Finanza
: entablar y mantener contactos.

3. Cursar solicitud de fondos especiales con arreglo a la Legge
41 bis.

4. Incentivar dinámica intercultural.

Al llegar a este punto, Brunetti dejó de leer, preguntándose por el significado de «dinámica intercultural». Su larga experiencia le había enseñado que los habitantes del Véneto ven las cosas con una perspectiva distinta de los de Sicilia, pero no creía que ello supusiera un abismo que hubiera que salvar con un lo-que-fuere intercultural. Por otra parte, a Patta no se le habrían ocultado las ventajas de disponer de unos potenciales «fondos especiales».

Brunetti concentró la atención en la carpeta, cada día más abultada, en la que se acumulaban las declaraciones de los testigos de una reyerta con arma blanca que se había producido la semana anterior delante de un bar de la
riva
de la Giudecca. La pelea había terminado con dos heridos en el hospital, uno con un pulmón perforado por un cuchillo de descamar pescado y el otro con una herida en un ojo, causada por el mismo cuchillo, que probablemente lo dejaría tuerto.

Según las declaraciones de cuatro testigos, durante un altercado verbal, uno de los hombres sacó el cuchillo para agredir al otro, pero el cuchillo cayó al suelo y el otro hombre lo recogió y se sirvió de él. Las declaraciones discrepaban en lo concerniente a la propiedad del cuchillo y la secuencia de la reyerta. El hermano y el primo de uno de los hombres, que se encontraban en el bar en el momento de la pelea, insistían en que su pariente había sido atacado, mientras el cuñado y un amigo del otro decían que éste había sido víctima de una agresión no provocada. Por lo tanto, las declaraciones de unos y otros estaban en tela de juicio. En el mango del cuchillo estaban las huellas de los dos hombres, y en la hoja, sangre de ambos. Seis de los clientes del bar, vecinos de la Giudecca, no recordaban haber visto ni oído nada, y dos trabajadores albaneses que habían entrado a tomar una cerveza, habían desaparecido después del primer interrogatorio y antes de que se les pidieran papeles.

Leído el último papel, Brunetti levantó la cabeza, pensando en la similitud que existía entre la dinámica cultural de la Giudecca y la que se atribuye a Sicilia.

Vianello apareció en la puerta del despacho.

—¿Sabes algo de esa pelea? —preguntó Brunetti, usando las páginas del informe para indicar una silla al inspector.

—¿Esos dos idiotas que acabaron en el hospital?

—Sí.

—Uno trabajaba en Porto Marghera, de estibador, pero lo echaron.

—¿Por qué? —preguntó Brunetti.

—Por lo de siempre: mucho vino y poco seso, y mucha merma en la mercancía que descargaba.

—¿Cuál de los dos?

—El que ha perdido el ojo —respondió Vianello—. Carlo Ruffo. Una vez hablé con él.

—¿Estás seguro? —preguntó Brunetti. El informe médico del expediente sólo decía que el ojo estaba en peligro—. Me refiero a lo del ojo.

—Eso parece. Ha pillado una infección en el hospital, y lo último es que no creían poder salvárselo. Y parece que la infección se ha extendido al otro ojo.

—¿Entonces se quedará ciego? —preguntó Brunetti.

—Ciego y violento.

—Extraña combinación.

—Eso no detuvo a Sansón —dijo Vianello, sorprendiendo a Brunetti con la referencia—. Conozco a ese tipo. Ni aun ciego, ni sordo, ni mudo, dejaría de ser violento.

—¿Crees que empezó él?

Vianello se encogió de hombros con elocuencia.

—Si no él, fue el otro. A fin de cuentas, viene a ser lo mismo.

—¿También es violento el otro?

—Eso dicen, sólo que él se desahoga con su mujer y sus hijos.

Brunetti observó, al cabo de un momento:

—Lo dices como si fuera de dominio público.

—Lo es, en la Giudecca.

—¿Y nadie dice nada?

Vianello volvió a alzar los hombros.

—Imaginan que no es asunto suyo, es su mentalidad. También piensan que nosotros no podríamos hacer nada, y probablemente es la verdad. —Vianello puso una pierna encima de la otra echando el cuerpo hacia atrás—. Si yo le levantara la mano a Nadia, antes de dos segundos ella me habría clavado a la pared de la cocina con el cuchillo del pan. —Reflexionó unos instantes y agregó—: Quizá otras mujeres deberían reaccionar así.

Brunetti no deseaba seguir con el tema y preguntó:

—¿Tienes algún favorito para propietario del cuchillo?

—Supongo que era Ruffo. Siempre llevaba uno, o eso me han dicho.

—¿Y qué sabes del otro, Bormio? —preguntó Brunetti, recordando el nombre que había leído en el expediente.

—Sólo lo que dice la gente.

—Cuenta.

—Que es conflictivo, sobre todo, con su familia, como te he dicho, pero que nunca empezaría una pelea con alguien más fuerte que él. —Vianello se cruzó de brazos—. O sea que yo apuesto por Ruffo.

—¿Por qué estas cosas siempre pasan allí? —preguntó Brunetti, que no creyó necesario mencionar la Giudecca.

Vianello levantó las manos con gesto de incomprensión y las dejó caer en el regazo.

—No lo entiendo. Quizá porque la mayoría son trabajadores. Hacen un duro trabajo físico y eso les induce a servirse del cuerpo para enfrentarse a un conflicto. O quizá porque siempre se han resuelto las cosas así: a puñetazos o a cuchilladas.

Brunetti no tenía nada que decir a esto.

—¿Vienes por lo de las nuevas órdenes? —preguntó.

Vianello asintió, aunque sin poner los ojos en blanco.

—Sí; quería saber qué piensas que saldrá de esto.

—¿Te refieres además de proporcionar a Scarpa otro trabajo descansado? —preguntó Brunetti, con un cinismo que lo sorprendió incluso a sí mismo. Si Patta iba a beneficiarse de la actual turbulencia que se había desatado en el seno de la Mafia, procuraría que el teniente Scarpa, ayudante y siciliano paisano suyo, saliera favorecido.

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