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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (2 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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Llegó el 42 y embarcaron todos. Brunetti y Paola optaron por quedarse fuera. De pronto, parecía que hacía frío, a la sombra del toldo. Lo que dentro de la tapia del cementerio era brisa aquí soplaba con fuerza de viento, y Brunetti cerró los ojos e inclinó la cabeza, hurtando el cuerpo al frío. Paola se apoyó en él y, sin abrir los ojos, él le rodeó los hombros con el brazo.

El motor cambió de tono, y Brunetti notó cómo el barco aminoraba la marcha al acercarse a Fondamenta Nuove. El
vaporetto
inició el amplio viraje que lo llevaría hasta el muelle, y Brunetti sintió en la espalda el calor del sol. Alzó la cabeza, abrió los ojos y vio la muralla de edificios sobre la que, aquí y allá, asomaban campanarios.

—Ya queda poco —oyó decir a Paola—. Ahora, a casa de Sergio. Después, el almuerzo. Y luego podremos ir a dar un paseo.

Él asintió. Volvían a casa de su hermano, para dar las gracias a los amigos más íntimos por su asistencia y, después, la familia saldría a almorzar. Terminado el almuerzo, ellos dos —o ellos cuatro, si los chicos querían acompañarlos— podrían ir a dar un paseo, quizá al Zattere o a los Giardini, para tomar el sol. Él quería que el paseo fuera largo, para ver los sitios que le recordaran a su madre, comprar algo en las tiendas que a ella le gustaban, quizás entrar en los Frari y poner una vela a la
Assunzione
, un cuadro que a ella le encantaba.

El barco ya estaba muy cerca.

—No hay nada… —empezó él, y se interrumpió, sin saber lo que quería decir.

—No hay nada por lo que recordarla que no sea bueno —terminó Paola por él.

Sí; era eso, exactamente.

Capítulo 2

Amigos y parientes los rodeaban mientras el barco se acercaba al
imbarcadero
, pero Brunetti mantenía la mirada fija en el muelle, pensando, para distraerse, en la restauración de la casa de Sergio, terminada hacía sólo seis meses. Si el pasatiempo favorito de la gente mayor es el de hablar de la salud y el de los hombres, los deportes, la conversación acerca de la propiedad urbana es el adhesivo social que une a los venecianos de todas las clases. Pocos son los que pueden resistirse al atractivo tópico de los precios que se piden y se pagan, de las operaciones inmobiliarias que se realizan o se malogran o de los comentarios sobre metros cuadrados, antiguos propietarios y la incompetencia de los burócratas encargados de autorizar las obras de restauración o modernización. Brunetti pensaba que sólo la comida era un tema de conversación más frecuente en las mesas de los venecianos. ¿Esto había venido a ser el sustitutivo de los relatos de lo que había hecho uno durante la guerra? ¿La sagacidad en la compraventa de casas y apartamentos sustituía a la valentía, el arrojo y el patriotismo? Visto que la única guerra en la que el país había intervenido en décadas había sido una vergüenza y una derrota, sin duda era preferible hablar de casas.

El reloj de la pared de Fundamenta Nuove marcaba poco más de las once. A su madre le gustaba la mañana: probablemente, de ella había heredado Brunetti su buen humor matutino que sulfuraba a Paola. Desembarcaron unos y embarcaron otros, y luego el barco los llevó rápidamente a
Madonna
dell'Orto, donde la familia Brunetti y sus amigos abandonaron el
vaporetto
y se encaminaron hacia la ciudad, dejando la iglesia a la izquierda.

En el canal, torcieron a la izquierda, cruzaron el puente, y ya estaban en la puerta de la casa. Sergio abrió y, en silencio, todos subieron la escalera y entraron en el apartamento. Paola fue a la cocina, por si Gloria necesitaba ayuda, y Brunetti se acercó a las ventanas y se quedó contemplando la iglesia. El saliente de una esquina sólo le permitía ver el lado izquierdo de la fachada y seis apóstoles. La bóveda de ladrillo del campanario siempre le había parecido un
panettone
, y seguía pareciéndoselo.

Brunetti notaba movimiento a su espalda y oía voces, y se alegró de que no se atenuaran en forzada reverencia fúnebre. Se mantuvo de espaldas a la sala, mirando la fachada del templo. Él estaba fuera de la ciudad el día en que, hacía más de diez años, alguien entró en la iglesia, bajó tranquilamente la
Madonna
de Bellini del altar de la izquierda y se la llevó. Brunetti estaba en Sicilia, de vacaciones, con su familia y, cuando regresó, los de robos de arte, que habían venido de Roma, ya habían vuelto a la capital y los periódicos se habían cansado del caso. Asunto liquidado. Y, luego, nada: era como si el cuadro se hubiera evaporado.

El murmullo de voces cambió de tono, y Brunetti se volvió, para ver a qué se debía. Gloria, Paola y Chiara salían de la cocina, las dos primeras con bandejas de tazas y platos, y Chiara, con otra bandeja en la que había tres fuentes de distintas pastas hechas en casa. Brunetti sabía que esto era una ceremonia para los amigos, que tomarían el café y luego se irían, pero no pudo menos que pensar que éste era un pobre y triste final para una vida tan plena de comida y bebida y del calor que generaban.

También Sergio salió de la cocina, con tres botellas de
prosecco
.

—Creo que, antes del café, deberíamos decirle adiós.

Después de dejar las bandejas en la mesita de centro, delante del sofá, Gloria, Paola y Chiara volvieron a la cocina y, a los pocos minutos, salieron cada una con tres copas de
prosecco
en cada mano.

Sergio destapó la primera botella y, con el taponazo, el ambiente cambió como por arte de magia. Él fue echando el vino en las copas, haciendo la ronda a medida que bajaba la espuma. Abrió otra botella y luego la última, llenando hasta las copas sobrantes. Todos se acercaron a la mesa, tomaron cada uno su copa y esperaron.

Sergio miró a su hermano, pero Brunetti levantó la copa y movió la cabeza en dirección a él, indicando que el brindis le correspondía a él, por ser ahora el mayor de la familia.

Sergio levantó la copa y se hizo el silencio. La alzó aún más, miró a los presentes y dijo:

—Por Amelia Davanzo Brunetti y por todos los que aún la queremos. —Bebió media copa. Dos o tres personas repitieron el brindis en voz baja y todos bebieron. Cuando bajaron las copas, se relajó el ambiente y las voces recuperaron el timbre natural. Los tópicos de la vida entraron de nuevo en la conversación y los verbos volvieron a conjugarse en futuro.

Los presentes fueron dejando las copas, algunos tomaban café y picaban pastas y, poco a poco, todos se encaminaron hacia la puerta, no sin antes pararse a decir unas palabras y besar a los dos hermanos.

Al cabo de veinte minutos, no quedaba en la sala nadie más que Sergio y Guido, sus esposas y sus hijos. Sergio miró el reloj y dijo:

—He reservado mesa para todos, de modo que propongo dejar esto como está e irnos a almorzar.

Brunetti vació la copa y la puso al lado de las llenas que habían quedado abandonadas en la mesa, formando un círculo. Quería dar las gracias a Sergio por haber dicho las palabras justas, sin dramatismo, pero no sabía cómo. Fue hacia la puerta, retrocedió y abrazó a su hermano. Luego salió, bajó la escalera en silencio y, en la calle, se paró al sol, a esperar al resto de los Brunetti.

Capítulo 3

El funeral se celebró en sábado, por lo que nadie tuvo que faltar al trabajo ni a la escuela. El lunes por la mañana, la vida había recuperado su ritmo normal, y todos salieron de casa a la hora de costumbre, menos Paola: el lunes era uno de los días en que no tenía que acudir a la universidad, y su lugar de trabajo era su escritorio. Brunetti la dejó durmiendo. Al salir a la calle, encontró un día tibio y soleado, un poco húmedo todavía. Se encaminó hacia Rialto, donde compraría un periódico.

Le producía alivio comprobar que la pena que sentía era leve. Pensar que su madre había escapado por fin de una situación que la propia Amelia habría encontrado intolerable, de haber sido consciente de ella, le deparaba consuelo y una sensación parecida a la paz.

Los tenderetes de bufandas, camisetas y chorradas turísticas ya estaban abiertos cuando pasó por delante, pero hoy sus pensamientos lo cegaban a sus colores chillones. Saludó con un movimiento de la cabeza a uno o dos conocidos, pero sin aflojar el paso, para disuadirlos de cualquier intención de pararlo. Miró el reloj de la pared, como hacía cada vez que pasaba por delante y giró hacia el puente. La tienda de Piero, a su derecha, era la única que aún vendía comida: las demás se habían pasado a chucherías de una u otra índole. Lo asaltó de pronto un olor a sustancias químicas y tintes, como si hubiera sido transportado a Marghera o el conglomerado industrial hubiera venido hasta él. Era un olor ácido y penetrante que mordía la membrana pituitaria y hacía llorar. La tienda de jabón ya llevaba algún tiempo allí, pero hasta ahora los colores artificiales de la mercancía sólo eran una ofensa para la vista, mientras que hoy las emanaciones atacaban el olfato. ¿Pretendían que la gente se lavara con eso?

Camino de
campo
San Giacomo vio paquetes de pasta, botellas de
aceto balsámico
y frutos secos, en puestos que antes sólo vendían fruta fresca. Su llamativo colorido era como un dolor, el equivalente visual de los olores que le habían hecho apretar el paso. Hacía años que Gianni y Laura cerraron su puesto de fruta y se fueron, lo mismo que el tipo del pelo largo y su esposa, pero éstos lo habían traspasado a unos indios o cingaleses. ¿Cuánto tardaría el mercado de fruta en desaparecer del todo, y los venecianos, en verse obligados a comprar la fruta en los supermercados, como todo el mundo?

Interrumpió su letanía de calamidades el recuerdo de la voz de Paola diciendo que, si un día quería oír a las viejas suspirar por los tiempos pasados y preguntarse adónde iríamos a parar, prefería sentarse una hora en la sala de espera de un médico, pero no estaba dispuesta a aguantárselo a él, en su propia casa.

Brunetti sonrió al recordarlo y, al llegar a lo alto del puente, antes de empezar el descenso, se quitó la bufanda. Cortó hacia la izquierda por el Ufficio Postale, subió y bajó el puente y entró en Ballarin a tomar un café y un brioche. De pie en la barra, entre la gente, descubrió que el recuerdo de la queja de Paola —lamentándose de sus lamentaciones— lo había animado. Al verse reflejado en el espejo de detrás de la barra, sonrió a su imagen.

Pagó y reanudó el camino al trabajo, gozando del aire más templado. Al atravesar el
campo
Santa Maria Formosa se desabrochó el abrigo. Cerca de la
questura
, vio a Foa, el piloto, apoyado en el costado de la lancha, mirando canal arriba, hacia el campanario de la iglesia griega.

—¿Qué ocurre, Foa? —preguntó parándose al lado de la embarcación.

Foa se volvió y, al ver quién era el que preguntaba, sonrió.

—Es uno de esos
tuffetti
chalados, comisario. Está ahí, pescando, desde que he llegado.

Brunetti miró al canal, hacia el campanario, sin ver nada más que la quieta superficie del agua.

—¿Dónde está? —preguntó caminando junto a la lancha hasta situarse un paso por delante de la proa.

—Se ha sumergido por ahí —dijo Foa señalando aguas arriba—, cerca de ese árbol de la orilla de enfrente.

Lo único que Brunetti veía era el agua y, al fondo, el puente y el campanario inclinado.

—¿Cuánto hace que se ha sumergido?

—Parece una eternidad, pero no hará más de un minuto —dijo el piloto volviéndose hacia Brunetti.

Los dos hombres callaron, registrando con la mirada la superficie del agua mientras esperaban que apareciera el
tuffetto
.

Y allí estaba ya, emergiendo como un pato de plástico en una bañera. Ni rastro de él y, al momento, se deslizaba silenciosa y suavemente levantando pequeñas olas.

—¿No le hará daño ese pescado? —preguntó Foa.

Brunetti miró el agua de al lado de la lancha: gris, quieta, opaca.

—No más del que nos hace a nosotros, supongo —respondió.

Cuando Brunetti volvió a mirar, el pequeño pájaro negro había vuelto a sumergirse. Dejó a Foa observando, entró en el edificio y subió a su despacho.

Aquella mañana, al salir de casa, una de las preocupaciones de Brunetti era el inminente regreso del
vicequestore
Giuseppe Patta. Su superior inmediato llevaba ausente dos semanas, en una conferencia sobre cooperación internacional de la policía contra la Mafia, que se celebraba en Berlín. A pesar de que la invitación puntualizaba que los asistentes debían detentar el grado de comisario o equivalente, Patta decidió que era necesario que fuera él. En su ausencia, su secretaria, la
signorina
Elettra Zorzi, le llamaba a Berlín por lo menos dos veces al día, para pedirle instrucciones sobre los casos en curso, lo que sin duda había amenizado su estancia en Berlín. Como Patta nunca llamaba a la
questura
durante sus viajes, no se enteró de que la
signorina
Elettra establecía el contacto telefónico desde un balneario de Abano Terme, donde seguía un tratamiento de dos semanas de sauna, lodo y masaje.

Ya en su despacho, después de repasar los papeles que encontró encima de la mesa, Brunetti abrió el periódico y leyó la primera plana. A continuación, pasó directamente a las páginas ocho y nueve, en las que podría encontrar el reconocimiento de la existencia de países que no fueran Italia. Elecciones amañadas en Asia Central, con doce muertos y el ejército en la calle; empresario ruso y dos guardaespaldas, muertos en una emboscada; desprendimientos de tierra en América del Sur, provocados por talas ilegales y lluvias torrenciales; temor de la inminente quiebra de Alitalia.

¿Ocurrían realmente estas cosas con tan desesperante regularidad, se preguntó Brunetti, o los periódicos, simplemente, las aireaban cuando el fin de semana no daba mucho de sí y no tenían sobre qué escribir, excepto deportes? Volvió otra página, pero no vio nada interesante. Quedaban Cultura, Espectáculos y Deportes, pero esta mañana no estaba de humor para esos temas.

Sonó el teléfono. Él contestó dando su apellido, y el agente de la puerta le dijo que un sacerdote deseaba verlo.

—¿Un sacerdote? —repitió Brunetti.

—Sí, comisario.

—¿Hará el favor de preguntarle cómo se llama?

—Por supuesto. —El agente tapó el micro y, al cabo de unos instantes, su voz volvió—: Dice que es el padre Antonin,
dottore
.

—Ah, que suba —dijo Brunetti—. Indíquele el camino. Yo lo esperaré en la escalera.

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