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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La chica de sus sueños (19 page)

BOOK: La chica de sus sueños
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—Sí; no deben de pasar mucho tiempo en la playa, ¿verdad? —dijo Steiner y esta vez tocó a Brunetti hacer sonido de asentimiento—. ¿Por qué va a molestarse en venir? Yo puedo darle la información por teléfono.

—No; quedará mejor en el informe poner que hablé personalmente con usted —dijo Brunetti en tono confidencial, como si hablara con un viejo amigo—. ¿Sería posible hablar también con sus hombres?

—Un momento, veré quiénes están aquí ahora. —Steiner dejó el teléfono y no volvió a levantarlo hasta al cabo de un buen rato—. No; los dos han terminado el servicio. Lo siento.

—¿Podrá darme usted mismo la información,
maresciallo
?

—Aquí estaré.

Brunetti le dio las gracias, dijo que llegaría en veinte minutos y colgó.

Como tenía prisa, no se paró a decir a nadie adónde iba. Además, quizá fuera preferible ir solo, si más no, para dar a Steiner la impresión de que la policía no se tomaba mucho interés en la muerte de la niña sino que, simplemente, quería despachar el trámite. No es que Brunetti tuviera un motivo concreto para actuar con prevención frente a los
carabinieri
: su actitud obedecía a un instinto puramente atávico.

Camino del puesto de
carabinieri
, la imaginación de Brunetti pintaba a Steiner con los rasgos de un
Übermensch
tirolés: alto, rubio, ojos azules, mandíbula enérgica. El despacho al que fue introducido el comisario estaba ocupado por un hombre bajo y moreno que podía pasar perfectamente por sardo o siciliano. Tenía un pelo tan espeso y grueso que debía de costarle trabajo encontrar a un peluquero capaz de cortárselo. No obstante, los ojos eran gris claro y desentonaban de la tez oscura.

—Steiner —dijo el
maresciallo
cuando entró Brunetti. Los dos hombres se estrecharon la mano, y el comisario, después de rehusar el ritual ofrecimiento de café, solicitó toda la información posible acerca de la niña o de su familia.

—Aquí tengo el expediente —dijo Steiner, acercándose una carpeta marrón y calándose unas gafas de gruesos cristales. Agitó la carpeta en el aire—. Son gente muy activa. —Dejó la carpeta en la mesa y agregó—: Aquí está todo: nuestros informes, los del puesto de Dolo y también los de los servicios sociales. —Abrió la carpeta, levantó varias hojas y empezó a leer—: Ariana Rocich, hija de Bogdan Rocich y de Ghena Michailovich. —Miró a Brunetti por encima de las gafas y, al ver que el comisario tomaba notas, dijo—: La carpeta es suya. He mandado sacar copias.

—Gracias,
maresciallo
—dijo Brunetti, guardando el bloc en el bolsillo.

Steiner volvió a fijar la mirada en el papel y prosiguió, como si no hubiera habido interrupción:

—Por lo menos, éstos son los nombres que figuran en sus papeles. Lo cual no significa gran cosa.

—¿Falsos? —preguntó Brunetti.

—¿Quién sabe? —preguntó Steiner a su vez, dejando caer la hoja que tenía en la mano—. La mayoría de los que tenemos aquí vinieron de la ex Yugoslavia en calidad de refugiados bajo los auspicios de la ONU o tienen documentos de países que ya no existen. —Con un dedo sorprendentemente largo y delicado, empujó la carpeta hacia adelante mientras decía—: Algunos llevan aquí tanto tiempo que ya tienen pasaporte italiano. Pero este grupo procede de Kosovo. O eso dicen ellos. No hay manera de averiguarlo. Probablemente, tampoco serviría de algo. Una vez aquí, ya no hay manera de librarse de ellos, ¿verdad?

Brunetti musitó entre dientes una afirmación y luego preguntó:

—Ha dicho que sus hombres habían detenido a otros niños. —Steiner asintió—. ¿Los mismos padres? ¿Cómo ha dicho que se llaman? ¿Rocich?

Steiner pasó varias hojas que fue poniendo a un lado, boca abajo. Finalmente, levantó una, la leyó de arriba abajo y dijo:

—Eran tres, Ariana y dos más. —Levantó la mirada—. Como ya sabe, no podemos guardar informes de los niños, pero he preguntado, y esto es lo que me han dicho. —Brunetti asintió y Steiner prosiguió—: Dicen mis hombres que la detuvieron dos veces, las dos, robando. —Brunetti sabía que la policía no podía arrestar a nadie de menos de catorce años, sólo tomarlo bajo custodia hasta que pudiera ser devuelto a los padres o al adulto a cuyo cuidado estuviera. No se podían guardar informes por escrito, pero la memoria aún no era ilegal—. Los otros dos, niño y niña, son de la misma familia; por lo menos, en sus papeles figura el mismo apellido, aunque con ellos no hay manera de saber quién es el verdadero padre.

—¿Viven en el mismo sitio?

—No querrá decir la misma casa, ¿verdad comisario?

—No, por supuesto. Campamento. ¿Viven en el mismo?

—Eso parece. Está en las afueras de Dolo. Lleva allí unos quince años. Desde que las cosas se vinieron abajo en Yugoslavia.

—¿Cuántos son?

—¿Quiere decir en el campamento o en total?

—En el campamento y en total, supongo.

—No sabría decirle —respondió Steiner quitándose las gafas y arrojándolas sobre la carpeta abierta—. En el campamento puede haber entre cincuenta y cien, más si hay una fiesta, una reunión, una boda o cualquier tipo de celebración. No podemos hacer más que contar las caravanas o los coches y multiplicarlos por cuatro. —Steiner sonrió y se pasó la mano por el pelo. A Brunetti le pareció oírlo crepitar—. Nadie sabe por qué, pero es el número que usamos.

—¿Y en total? Quiero decir en Italia.

Ahora Steiner se mesó el pelo con las dos manos y Brunetti oyó realmente que hacía ruido.

—Cualquiera sabe. El Gobierno ha dicho cuarenta mil, y podrían ser cuarenta mil. Pero también podrían ser cien mil. Nadie lo sabe.

—¿Nadie los cuenta?

Steiner lo miró.

—Creí que iba a preguntar si a nadie le importa.

—Eso también, desde luego —dijo Brunetti, que ya no se sentía tan distante del hombre.

—Nadie los cuenta, desde luego —dijo Steiner—. Es decir, se cuenta a la gente de los campamentos, si a lo que hacemos puede llamársele contar. Y se cuentan los campamentos de todo el país. Pero los números varían de un día para otro. Esa gente se mueve mucho, de manera que a unos no se les cuenta y a otros se les cuenta más de una vez. Llega un momento en que se trasladan porque empieza a ser peligroso quedarse en el mismo campamento. —Steiner lo miró largamente y añadió—: Y, no debería decir esto, pero la gente que ve, o quiere que se vea, en ellos un peligro para la sociedad, acostumbra a exagerar el número.

—¿Y eso por qué? —preguntó Brunetti, a pesar de que se hacía una idea.

—Los vecinos se cansan de que les roben los coches, de que entren a robar en sus casas o de que los chicos de los campamentos peguen a sus hijos en el colegio. Y entonces empiezan a formarse grupos, o llámeles bandas si quiere, en los alrededores de los campamentos y, si el número de nómadas que hay en el país es alto, esos grupos se creen justificados en querer deshacerse de ellos. Y empiezan a complicarles la vida. —Observando que Brunetti seguía atentamente su explicación, Steiner optó por no describir los medios por los que se les complicaba la vida y prosiguió—: Y una mañana en el campamento hay menos gente y menos Mercedes. Y, durante una temporada nadie entra a robar en las casas de la zona y los niños van al colegio y se portan bien. —Steiner volvió a mirarlo fijamente y preguntó—: ¿Quiere que le hable con franqueza?

—Se lo ruego.

—También se marchan si nosotros les llevamos muy a menudo a los críos que pillamos en las casas, o saliendo de las casas o con destornilladores metidos en los calcetines o en el cinturón. A las cinco o seis veces, se van.

—¿Y qué pasa entonces?

—Que se van a otro sitio y entran en otras casas.

—¿Así, sencillamente?

Steiner se encogió de hombros.

—Recogen sus cosas y siguen viviendo como han vivido siempre. Y es que ellos no tienen que pagar alquiler, ni hipoteca, ni ir a trabajar, como nosotros.

—Da la impresión de que no siente por ellos mucha simpatía —aventuró Brunetti.

Steiner meneó la cabeza.

—No es eso, comisario. Es que llevo años arrestándolos y llevándoles a sus hijos, y no me hago ilusiones.

—¿Cree que alguien se las hace? —preguntó Brunetti.

—Algunos sí. Los que hablan de la igualdad y el respeto por las diferentes culturas y tradiciones. —A pesar de aguzar el oído, Brunetti no detectó ni asomo de sarcasmo o ironía en las palabras de Steiner—. Luego está también el sentimiento de culpabilidad por lo que se les hizo durante la guerra. Es comprensible y es natural que se les trate de modo diferente.

—¿Y qué significa eso?

—Eso significa que si usted o yo, en lugar de enviar a nuestros hijos a la escuela, los enviáramos a robar por las casas, no podríamos tenerlos con nosotros mucho tiempo.

—¿Y ellos sí?

—No creo que tenga usted que preguntar eso, comisario —dijo Steiner no sin aspereza en la voz. Nuevamente, se pasó la mano derecha por el pelo y, cambiando de tema, preguntó—: Ahora que ya sabe quién era, ¿qué piensa hacer?

—Hay que informar a los padres.

Steiner asintió.

Después de dar al
maresciallo
tiempo de responder, oportunidad que éste no aprovechó, Brunetti dijo:

—Como el cadáver lo encontré yo, supongo que habré de ser yo quien se lo diga.

Steiner contempló un momento a Brunetti y dijo:

—Sí.

—¿Alguien de los servicios sociales los conoce?

—Más de uno.

—Mejor si pudiera ser una mujer —dijo Brunetti—. Para que hable con la madre.

Le pareció que Steiner hacía una mueca, pero en aquel momento el
maresciallo
se levantó. Tomó la carpeta, dio la vuelta a la mesa y la tendió a Brunetti.

—Aquí encontrará varios informes de los asistentes sociales. —Brunetti miró la carpeta pero no hizo ademán de cogerla. Steiner sonrió y agitó ligeramente la carpeta—. Necesito un cigarrillo, pero no puedo fumar aquí dentro. Lea mientras estoy fuera y, cuando vuelva, me dice lo que haya decidido hacer, ¿de acuerdo?

Brunetti tomó la carpeta y Steiner salió del despacho cerrando la puerta con suavidad.

Capítulo 19

¿Qué libro era aquel del que Paola solía hablar siempre que daba clase sobre Dickens? ¿
Londres no-sé-qué
y
El no-sé-cuántos de Londres
? Brunetti se horrorizó la primera vez que su mujer le leyó un pasaje, y no sólo por el relato en sí sino por la aparente complacencia con que ella lo leía. Cuando él manifestó su espanto ante la descripción de docenas de personas hacinadas en habitaciones sin ventanas y de niños que buscaban basura para revender, en un río lleno de heces, ella lo tildó de tiquismiquis. También le atribuyó ceguera de conveniencia cuando él no quiso dar crédito a los casos de sexualidad precoz y los oficios desempeñados por niños que aparecían en la novela.

Ahora, mientras leía los informes de los asistentes sociales que habían visitado el campamento de los romaníes de las afueras de Dolo en el que vivía la familia Rocich, Brunetti recordaba aquellos pasajes de Dickens. La vivienda familiar era una
roulotte
de 1979, sin documentación. Y, al parecer, sin elementos de calefacción.

Como había sugerido Steiner, llamar a aquello vivienda familiar era imponer los convencionalismos de una sociedad a los miembros de otra. El coche que se encontraba aparcado más cerca de la roulotte estaba registrado a nombre de Bogdan Rocich, titular de un documento de refugiado concedido por la ONU. La mujer que compartía la
roulotte
, poseedora también de documento de la ONU, era Ghena Michailovich, en cuyo pasaporte figuraban tres hijos, Ariana, Dusan y Xenia. En los certificados de nacimiento de los niños aparecían los nombres de la mujer y de Bogdan Rocich.

Bogdan Rocich, conocido de las autoridades por multitud de alias, tenía una larga lista de antecedentes criminales que abarcaba dieciséis años, al parecer, desde su llegada al país. Había sido arrestado por robo, atraco, tráfico de drogas, posesión de un arma, violación y embriaguez en público. Sólo había sido sentenciado por posesión de un arma: los testigos de sus otros delitos —la mayoría, sus víctimas— se habían retractado de su declaración antes de que el caso llegara a juicio. Uno de los testigos había desaparecido.

La mujer, Ghena Michailovich, nacida en la actual Bosnia, también tenía múltiples detenciones, aunque sólo por mechera y carterista. Había sido juzgada dos veces, y condenada a arresto domiciliario por ser madre de tres criaturas. También ella disponía de varios alias.

Después de leer los informes de los padres, Brunetti pasó a los documentos relacionados con los niños. Los tres eran conocidos de los servicios sociales. Por haber nacido en Italia, no existían dudas sobre su edad. Xenia, la mayor, tenía trece años; Dusan, el chico, doce. La niña muerta, Ariana, tenía once.

Después de leer la edad de la niña muerta, Brunetti dejó los papeles en la mesa, volvió la cabeza hacia la ventana y se quedó mirando el jardincito del puesto de
carabinieri
. Al fondo, en un ángulo, se veía un pino y, unos metros más cerca de la ventana, un frutal, en cuyas ramas asomaban hojas, todavía sin desplegar, de un verde tierno que se destacaban sobre el verde más oscuro de las agujas del pino. Al pie de los árboles la hierba nueva tenía un fulgor casi eléctrico y, junto al murete de la cerca, ya despuntaban los finos brotes de lo que serían tulipanes. Un pájaro que descendió por la izquierda se metió en la copa del pino y, al cabo de unos segundos, levantó el vuelo. Durante varios minutos, Brunetti estuvo observando cómo el pájaro venía y se iba, una y otra vez. Construía una casa.

Volvió a mirar los papeles. Los tres niños estaban inscritos en dos escuelas de Dolo, aunque eran tantas las faltas de asistencia que no podía decirse que estuvieran escolarizados.

Los informes de la escuela no indicaban el aprovechamiento académico sino que se limitaban a consignar las faltas de asistencia a clase y la no comparecencia a exámenes de fin de curso. Dusan había sido enviado a casa dos veces por haber intervenido en peleas, cuyo motivo no se especificaba. Xenia había atacado a un compañero de clase al que había fracturado la nariz, aunque el incidente tampoco había tenido consecuencias. De Ariana no se hacía mención alguna.

A su espalda se abrió la puerta y entró Steiner. Traía dos vasitos de plástico:

—Sólo tiene una bolsa de azúcar —dijo dejando el café delante de Brunetti.

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