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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor

BOOK: La chica del tambor
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La acción arranca tras la masacre de Munich y recrea la época más activa del terrorismo palestino. Khalil, un misterioso y audaz terrorista, mantiene en jaque a los servicios secretos israelíes. El Mossad, poniendo en práctica un plan tan maquiavélico como inteligente, capta los servicios involuntarios de Charlie, una actriz inglesa de poca monta y vida bohemia. Charlie es sometida a un durísimo entrenamiento psicológico para que consiga, aun sin saberlo, lo que nadie ha conseguido: atrapar a Khalil…

John Le Carré

La chica del tambor

ePUB v1.0

NitoStrad
19.02.12

Título original: La chica del tambor

1ª edición: mayo 1984

Traducción: Luis Murillo Fort

ISBN: 13: 978-84-320-8201-6

Para David y J. B. Greenway,

Julia, Alice y Sadie,

por los momentos, los sitios y la amistad.

Prefacio

Muchos palestinos e israelíes han contribuido con su ayuda y su tiempo a la redacción de este libro. Entre los israelíes, he de mencionar especialmente a mis buenos amigos Yuval Elizur de
Ma’ariv y
su esposa Judy, quienes leyeron el manuscrito sin meterse con mis opiniones, por erróneas que fueran, y me apartaron de ciertos graves solecismos que ahora prefiero olvidar.

Otros israelíes -en concreto, varios funcionarios retirados o en activo del gremio de los servicios de información- merecen también mi agradecimiento por sus consejos y su cooperación. Tampoco ellos me pidieron ningún tipo de garantía y supieron respetar escrupulosamente mi independencia. Pienso con especial gratitud en el general Shlomo Gazit, antiguo comandante en jefe del espionaje militar y actual rector de la Universidad Ben Gurión del Néguev en Beer Sheva, quien será siempre para mí la encarnación del soldado e intelectual israelí de su generación. Pero hay otros a quienes no puedo mencionar.

Asimismo, debo expresar mi agradecimiento al alcalde de Jerusalén, Teddy Kollek, por su hospitalidad en Mishkenot Sha’ananim; al legendario matrimonio Vester, del hotel American Colony de Jerusalén; a los propietarios y personal del hotel Commodore de Beirut, por hacer posible lo que era humanamente imposible, y a Abu Said Abu Rish, decano de los periodistas beirutíes, por la generosidad de su asesoramiento, que me brindó sin conocer mis intenciones.

De los palestinos, algunos han muerto, otros han caído prisioneros y el resto está en su mayor parte disperso y sin hogar. De los guerrilleros que cuidaron de mí en el piso de Sidón y charlaron conmigo en los huertos de mandarinos, así como de los refugiados -indómitos por más que machacados por las bombas- de los campos de Rashidiyeh y Nabatiyeh, me temo que su destino haya sido poco diferente del de sus homólogos de ficción.

Quien fuera mi anfitrión en Sidón, el comandante militar palestino Salah Ta’amari, merecería un libro entero dedicado a su figura, y espero que él lo escriba algún día. Por el momento, quede constancia aquí de su valor y de mi agradecimiento a él y sus ayudantes por haberme mostrado el corazón de Palestina.

El teniente coronel John Gaff me puso al corriente de los banales horrores de las bombas caseras y se aseguró de que yo no pudiera suministrar inadvertidamente a nadie la fórmula para su fabricación; por último, Mr. Jeremy Cornwallis, de Alan Day Ltd., Finchley, se encargó de darle un repaso profesional a mi Mercedes rojo.

John le Carré

Julio de 1982

Primera Parte
La preparación
1

La prueba definitiva la proporcionó el incidente de Bad Godesberg, aunque las autoridades alemanas no tenían forma de saberlo. Ya antes de lo de Bad Godesberg las sospechas habían ido en aumento de modo constante, pero la excelente planificación en contraste con la deficiente calidad de la bomba convirtió las sospechas en certidumbre. Tarde o temprano, como dicen los del oficio, el autor estampa su firma. Lo irritante es tener que esperar.

Estalló mucho más tarde de lo previsto, probablemente con más de doce horas de retraso, a las ocho y veintiséis minutos del lunes por la mañana. Así lo corroboraron varios relojes estropeados pertenecientes a las víctimas. Al igual que en los atentados con bomba producidos en los meses precedentes, no había habido aviso. Claro que tampoco había sido ésa la intención. No hubo ningún aviso de la bomba colocada en el coche de un funcionario israelí enviado a Dusseldorf para comprar armas; tampoco lo hubo cuando se remitió un libro bomba a los organizadores de un congreso de judíos ortodoxos en Amberes, que hizo volar por los aires a la presidenta honoraria y causó quemaduras mortales a su secretario. Ni hubo aviso tampoco en la bomba colocada en un cubo de basura junto a un banco israelí en Zurich, que provocó mutilaciones a dos transeúntes. Sólo hubo aviso de bomba en el caso de Estocolmo, y ésta resultó ser obra de un grupo totalmente distinto, sin relación con la serie de atentados precedente.

A las ocho y veinticinco, la Drosselstrasse de Bad Godesberg era un frondoso remanso diplomático como cualquier otro, y tan apartado del bullicio político de Bonn como uno podía razonablemente esperar estando a unos quince minutos en coche del centro. Era una calle nueva pero bien acabada, con suntuosos y recoletos jardines, viviendas para las doncellas encima del garaje y rejas góticas de seguridad ante las ventanas de culo de botella. El clima del Rin septentrional tiene buena parte del año esa bochornosa humedad de la selva; su vegetación, al igual que su comunidad diplomática, crece casi a la misma velocidad con que los alemanes hacen sus carreteras, y ligeramente más deprisa de lo que trazan sus mapas. Así pues, las fachadas de algunas casas aparecían ya medio ocultas por espesas plantaciones de coníferas, que, si algún día alcanzan su tamaño característico, sumergirán probablemente a toda la zona en un bosque encantado propio de los cuentos de Grimm. Estos árboles resultaron ser de una notable eficacia contra ondas expansivas, y, a los pocos días de la explosión, un centro de jardinería local los vendía como especialidad de la casa.

Varios de los edificios tienen un marcado aspecto nacionalista. Sin ir más lejos, la residencia del embajador noruego, situada a la vuelta de la esquina de la Drosselstrasse, es como una austera alquería de ladrillo rojo levantada en pleno barrio elegante de Oslo. El consulado egipcio, al otro extremo de la calle, tiene el aspecto miserable de una villa alejandrina venida a menos. Surge de su interior una melancólica música árabe, y sus ventanas permanecen siempre cerradas al bochornoso calor norteafricano. Era mediados del mes de mayo y el día había amanecido espléndido; una ligera brisa mecía a la vez brotes y hojas tiernas. Las magnolias estaban recién floridas y sus tristes pétalos blancos, en su mayoría sin hojas, serían después un rasgo distintivo de los escombros. Tanto follaje hacía que apenas penetrase el fragor del tráfico en la autopista. El sonido más audible antes de la explosión era la algarabía de los pájaros, y de entre éstos varias palomas rollizas que le habían tomado gusto a la glicina malva del agregado militar de Australia, que tan orgulloso estaba de ella. A un kilómetro hacia el sur, las invisibles barcazas del Rin suministraban un penetrante e ininterrumpido zumbido de fondo al que los residentes de esa zona se vuelven sordos a menos que deje de sonar. En resumen, era una mañana como para asegurarle a uno que, fueran cuales fuesen las desgracias que publicaban los sesudos y más bien pusilánimes periódicos de la República Federal -recesión, inflación, desempleo, insolvencia, es decir, los acostumbrados y al parecer incurables males de una economía capitalista arrolladoramente próspera-, Bad Godesberg era un lugar estable y decente en el que estar vivo, y Bonn no era ni mucho menos tan malo como lo pintaban.

En función de su nacionalidad y rango, algunos maridos se habían ido ya al trabajo, pero los diplomáticos no son más que un tópico de su especie. Un melancólico consejero de la embajada escandinava, por ejemplo, seguía en la cama sufriendo la resaca de los estragos conyugales. Un encargado de negocios sudamericano, ataviado con una redecilla para el pelo y un batín chino de seda fruto de un viaje a Pekín, estaba asomado a la ventana dándole instrucciones al chófer filipino que se iba a la compra. El consejero italiano se estaba afeitando, todavía desnudo. Le gustaba afeitarse después del baño pero antes de su gimnasia diaria. Su esposa, ya vestida, estaba abajo regañando a una impenitente hija por presentarse muy tarde en casa la noche anterior, diálogo que les ocupaba casi todas las mañanas de la semana. Un enviado de Costa de Marfil estaba notificando a sus superiores por el teléfono internacional sus últimos esfuerzos encaminados a obtener ayuda para el desarrollo de un cada vez más renuente tesoro público alemán. Al cortarse la comunicación, en Costa de Marfil pensaron que él les había colgado y le mandaron un agrio telegrama preguntando si deseaba dimitir. El agregado laboral israelí había partido hacía más de media hora. No se encontraba a gusto en Bonn y siempre que podía gustaba de trabajar según el horario de Jerusalén, cosa que provocaba no pocos chistes étnicos, por cierto bastante malos.

En toda explosión de bomba suele haber un milagro, y en este caso llegó en forma de autobús del colegio americano, que acababa de irse llevándose a bordo a la mayoría de niños de la comunidad que cada día lectivo se congregaban en la rotonda, a menos de cincuenta metros del epicentro. Afortunadamente ningún niño había olvidado los deberes en casa, ninguno se había dormido ni ninguno había opuesto resistencia a ser escolarizado aquel lunes por la mañana, de modo que el autobús partió a tiempo. Los cristales de atrás se hicieron añicos, el conductor fue haciendo eses hasta dar con el vehículo en un arcén y una niña francesa perdió un ojo, pero básicamente los colegiales escaparon ilesos a la bomba, cosa que después fue interpretada como una liberación, un rescate. Pues ésa es también una característica de tales explosiones o al menos de sus inmediatas secuelas: un arrebatador impulso colectivo de festejar a los vivos antes que perder el tiempo llorando a los muertos. En tales casos la verdadera aflicción viene después, cuando ha pasado la conmoción, normalmente varias horas más tarde, aunque de vez en cuando ocurre antes.

El ruido mismo de la bomba no fue algo que la gente que estaba en las cercanías pudiera recordar después. Al otro lado del río, en Königswinter, oyeron una especie de guerra lejana, y la gente se fue amontonando conmocionada y medio sorda con la sonrisa de consuelo de los cómplices en la supervivencia. Malditos diplomáticos, se decían unos a otros, ¿qué otra cosa se podía esperar? ¡Que se larguen todos a Berlín a gastarse nuestros impuestos en paz! Pero quienes estaban más a mano no oyeron al principio nada de nada. Sólo pudieron mencionar, si acaso hablar podían, que la calle se bamboleó, que un fuste de chimenea salió silenciosamente disparado del tejado, o el vendaval que arrasó sus hogares y de cómo les estiró la piel, los aporreó, los tiró al suelo, e hizo saltar las flores de sus jarrones, lanzando los jarrones contra la pared. Recordaban, eso sí, el tintineo de los cristales caídos y el tímido roce de las frondas barriendo la calle. Y el gemido de la gente que tenía demasiado miedo para gritar. De modo que no es que no se percataran totalmente del ruido como algo que se les negaba a sus sentidos. Hubo asimismo varias referencias de testigos presenciales a la radio de la cocina del consejero francés, que retransmitía a todo volumen una receta. Un ama de casa, creyéndose sensata, quiso saber de la policía si era posible que la explosión hubiera subido el volumen de la radio. En una explosión, le contestaron amablemente los agentes mientras se la llevaban envuelta en una manta, todo es posible, aunque en este caso la explicación era otra. Con la de cristales que se habían reventado y sin nadie dentro en condiciones de apagar la radio, nada pudo evitar que el aparato sonara directamente hacia la calle. Pero la mujer no lo acabó de entender.

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