Apartando suavemente a Joshua, Kurtz hincó su gruesa cabeza en los prismáticos. Y así se quedó un buen rato, encorvado como un viejo lobo de mar en plena tormenta, sin apenas respirar, mientras estudiaba a Yanuka, el lactante crecidito.
–¿Ves esos libros que hay al fondo? -preguntó Lenny-. Ese chico lee más que mi padre.
–Buen chico el que tenéis ahí enfrente -concedió Kurtz por fin con su férrea sonrisa, mientras se enderezaba lentamente-. Un muchacho muy guapo, sin duda. -Cogió su impermeable gris de la silla y se lo puso con movimientos lentos-. Pero procura que no se case con tu hija. -Lenny parecía ahora más ridículo que antes, pero Kurtz se apresuró a consolarlo-: Deberíamos estañe agradecidos, Lenny. Y así es, por descontado. -Y como si se le acabara de ocurrir-: Seguid sacándole fotografías, desde todos los ángulos. No seas tacaño, Lenny. Los carretes no son tan caros…
Tras estrechar la mano a todos ellos, Kurtz añadió una boina azul a su atuendo y, protegido así contra el bullicio dé la hora punta, salió andando enérgicamente a la calle.
Llovía cuando recogieron nuevamente a Kurtz en la camioneta, y mientras iban los tres de un sombrío lugar a otro haciendo tiempo hasta que saliera el vuelo de Kurtz, el tiempo atmosférico parecía confabularse para sumirles a los tres en un humor lóbrego. Oded conducía, y su joven rostro barbudo revelaba, a la luz de los coches que venían de frente, una adusta ira.
–¿Qué lleva ahora? -preguntó Kurtz, aunque debía de saber la respuesta.
–Su última adquisición es un BMW de ricos -contestó Oded-. Conducción asistida, motor de inyección, cinco mil kilómetros. Los coches son su debilidad.
–Coches, mujeres, la vida fácil -intervino el segundo muchacho desde atrás-. Me pregunto de cuánto dinero dispone.
–¿Otra vez alquilado? -le pregunto Kurtz a Oded.
–Sí, alquilado.
–Pegaos a ese coche -les aconsejó Kurtz a los dos-. El día que vaya a devolver el coche a la agencia de alquiler y no se lleve otro será el momento de actuar. -Habían oído esto hasta la saciedad. Lo habían oído antes incluso de dejar Jerusalén. Pero Kurtz insistió en repetírselo-: Lo más importante es cuando Yanuka devuelva el coche.
De pronto a Oded le pareció que ya tenía bastante. Tal vez por juventud y por temperamento era más proclive a la tensión de lo que habían previsto quienes lo seleccionaron. Tal vez siendo tan joven no deberían haberle dado un trabajo que requería tanta espera. Aparcando la camioneta junto al bordillo, Oded tiró del freno de mano con tal violencia que por poco lo arrancó de cuajo.
–¿Por qué le dejamos seguir con esto? -preguntó-, ¿A qué viene jugar con él? ¿Y si se va a su casa y no vuelve a salir? Entonces ¿qué?
–Le habremos perdido.
–¡Pues matémosle ahora mismo! Esta noche. ¡Tú dame la orden y es cosa hecha!
Kurtz dejó que se desahogara.
–Tenemos su apartamento delante del nuestro, ¿no? Lancemos un cohete de lado a lado de la calle. Ya lo hemos hecho otra vez. Un RPG7: Árabe mata a árabe con un cohete ruso. ¿Por qué no?
Kurtz seguía sin decir nada. Era como si Oded se estuviera desgañitando con una esfinge.
–Bueno, ¿por qué no? -repitió Oded con tono más alto.
Kurtz no se compadeció de él, pero tampoco perdió la paciencia:
–Porque él no nos lleva a ninguna parte, Oded, por eso. ¿Es que nunca has oído lo que dice Misha Gavron, una frase que a mí aún me gusta repetir? Si quieres cazar un león, primero has de atar la cabra. Me pregunto a qué tonterías habrás estado prestando oídos. ¿Me estás diciendo en serio que quieres cargarte a Yanuka, cuando por diez dólares más puedes tener al mejor agente que han tenido en años?
–¡Él hizo lo de Bad Godesberg! ¡Lo de Viena, puede que también lo de Leiden! ¡Están muriendo judíos, Marty! ¿Es que a Jerusalén ya no le importa eso? ¿A cuántos dejamos morir mientras nosotros seguimos jugando al gato y el ratón?
Cogiendo cuidadosamente con sus grandes manos el cuello de la cazadora de Oded, Kurtz le sacudió dos veces, y a la segunda la cabeza de Oded chocó dolorosamente con la ventanilla, pero ni Kurtz se disculpó ni Oded se quejó de nada.
–Ellos,
Oded. No
él: ellos
-dijo ahora Kurtz, amenazante-. Fueron
ellos
los que hicieron lo de Bad Godesberg. Lo de Leiden. Y es a
ellos
a quienes queremos eliminar, no a seis inocentes amas de casa alemanas y a un niñato idiota.
–Está bien -dijo Oded, sonrojándose-. Déjame en paz.
–No, Oded,
no
está bien. Yanuka tiene
amigos.
Gente a la que no hemos sido presentados todavía. ¿Quieres llevar
tú
la operación?
–He dicho que está bien…
Kurtz le soltó y Oded puso de nuevo el motor en marcha. Kurtz propuso que siguieran la excursión por el estilo de vida de Yanuka, así que bajaron dando tumbos por una calle adoquinada donde estaba su cabaret favorito, la tienda donde se compraba las camisas y las corbatas, el sitio donde iba a cortarse el pelo y las librerías izquierdistas donde gustaba de hojear y comprar libros. Y durante todo el rato, del mejor humor, Kurtz se extasiaba ante todo cuanto veía, como si estuviera contemplando una película antigua de la que no se cansaba nunca… hasta que en una plaza no muy distante de la terminal del aeropuerto se dispusieron a despedirse. De pie en la calzada, Kurtz palmeó la espalda de Oded con desenfadado afecto y luego le pasó la mano por los cabellos.
–Oídme bien los dos, no hay que estar con el alma en un hilo. Id a comer a un buen restaurante y cargádmelo a mi cuenta, ¿de acuerdo?
Su tono era el de un jefe de filas movido a demostrar afecto antes de la batalla. Y no otra cosa era Kurtz, siempre que Misha Gavron se lo permitiera.
El vuelo nocturno de Munich a Berlín, para los pocos que lo efectúan, es una de las últimas travesías nostálgicas posibles en Europa. Puede que el Orient Express, el Golden Arrew y el Train Bleu estén muertos, moribundos o artificialmente resucitados, pero para quienes tienen memoria, sesenta minutos de vuelo nocturno por el corredor germano oriental a bordo de un traqueteante avión de la Pan Am, vacío en sus tres cuartas partes, es como el safari de un viejo aficionado dando rienda suelta a su adicción. Lufthansa tiene prohibido volar por una zona que pertenece únicamente a los vencedores, a los ocupantes de la antigua capital alemana; a los historiadores y buscadores de islas; y a un americano con muchos años y cicatrices de guerra a la espalda, imbuido de la sumisa serenidad del profesional, que hace el trayecto casi a diario y sabe cuál es su butaca preferida y el nombre de pila de la azafata, que él pronuncia con el espantoso alemán de la ocupación. Y uno piensa que a continuación le pasará un paquete de Lucky Strike para concertar una cita con ella detrás del economato militar. El fuselaje gruñe, se levanta, las luces fallan, y uno no puede creer que el avión no tenga hélices. Uno mira el paisaje enemigo sin iluminar -¿saltar, lanzar la bomba?-, uno piensa en sus recuerdos y confunde las guerras: allá abajo, en cierto sentido intranquilizador al menos, el mundo sigue como estaba.
Kurtz no era una excepción.
Sentado junto a su ventanilla, veía pasar la noche a través de su propio reflejo; como siempre que hacía este viaje, se convertía en un espectador de su propia vida. En algún punto de aquélla estaba la vía férrea que había traído el tren de mercancías en su lenta travesía desde el Este; en algún punto el apartadero exacto donde había quedado estacionado durante cinco noches y seis días a finales de invierno para dejar paso a los transportes militares que importaban muchísimo más, mientras Kurtz y su madre y los ciento dieciocho judíos que atestaban el camión comían nieve y se quedaban helados, muchos de ellos hasta morir de frío. «El próximo campo estará mejor», le decía su madre para tranquilizarlo y darle ánimos. En algún punto de aquella negrura su madre había desfilado pasivamente hacia su muerte; en algún punto de esos campos el chico de los Sudetes que era él había pasado hambre, robado y matado, esperando sin ilusión que otro mundo hostil viniera a por él. Vio el campamento de recepción aliado, los uniformes desconocidos, las caras infantiles tan envejecidas y transidas como la suya. Abrigo nuevo, botas nuevas y alambre de espino nuevo… y una nueva huida, ahora de quienes le habían rescatado. Se vio otra vez a sí mismo yendo de granja en granja, de aldea en aldea, siempre hacia el sur, semana tras semana mientras le pasaban ese hilo de Ariadna, hasta que gradualmente las noches fueron siendo más cálidas y olorosas, y por primera vez en su vida oyó el susurro de las palmeras agitadas por el viento marino. «Óyenos bien, muchachito tieso de frío -le susurraban-, así es como hablamos en Israel, así de azul es el mar.» Vio aquel herrumbroso vapor junto al rompeolas, el barco más grande y más noble que había visto jamás, tan negro de testas judías que, tan pronto estuvo a bordo, robó un gorro y no se lo quitó hasta que hubieron obtenido permiso para zarpar. Pero ellos lo necesitaban, rubio o sin pelo. En la cubierta los jefes daban lecciones a pequeños grupos sobre cómo disparar con fusiles Lee-Enfield robados. Haifa estaba aún a dos días de viaje y la guerra de Kurtz no había hecho más que empezar.
El avión daba vueltas en círculo y a punto de aterrizar. Kurtz notó cómo se inclinaba y miró al cruzar el Muro. Sólo llevaba equipaje de mano, pero las normas de seguridad, a causa del terrorismo, eran muy estrictas, de modo que las formalidades se prolongaron un buen rato.
Shimon Litvak esperaba en el aparcamiento sentado en un modelo barato de Ford. Había volado desde Holanda tras haber pasado dos días mirando los destrozos de Leiden. Al igual que Kurtz, no se sentía con derecho a. dormir.
–El libro bomba fue entregado por una chica -dijo tan pronto Kurtz hubo subido al coche-. Una morena muy bien proporcionada. Con vaqueros. El portero del hotel la tomó por una estudiante, está convencido de que llegó y se fue en bicicleta. En parte lo creo. Otra persona ha dicho que la llevaron al hotel en moto. Una cinta de regalo alrededor del paquete y «Feliz cumpleaños, Mordecai» en la etiqueta. Plan, transpone, bomba y chica, nada nuevo…
–¿El explosivo?
–Plástico ruso, fragmentos de envoltorio, nada que nos sirva de pista.
–¿Marca de fábrica?
–Un bonito trozo sobrante de cable eléctrico rojo, en forma de pelele.
Kurtz le miró al punto.
–Bueno, cable sobrante no hay -admitió Litvak-. Sólo fragmentos carbonizados, nada que se pueda identificar.
–¿Pinza de la ropa, tampoco? -dijo Kurtz.
–Esta vez prefirió una ratonera. Una bonita ratonera de cocina. -Puso el motor en marcha.
–Él también usaba ratoneras -dijo Kurtz.
–Usaba ratoneras, pinzas de la ropa, viejas mantas beduinas, explosivos que no dejan rastro, relojes baratos de una sola manecilla y chicas también baratas. Y es, sin excepción, el tío más chapucero haciendo bombas que me he tirado a la cara, incluso entre los árabes -dijo Litvak, que odiaba la incompetencia casi tanto como al enemigo culpable de ella-. ¿Cuánto tiempo te ha dado?
Kurtz aparentó no comprender:
–¿Dado? ¿Quién?
–¿Cuál es el plazo? ¿Un mes? ¿Dos meses? ¿En qué habéis quedado?
Pero Kurtz no siempre se sentía inclinado a ser conciso en sus respuestas.
–Hemos quedado en que en Jerusalén hay mucha gente que preferiría atacar los molinos del Líbano antes que pelear contra el enemigo con la inteligencia.
–¿Podrá contenerlos el Tahúr? ¿Puedes tú?
Kurtz se sumió en un inusitado silencio del que Litvak se sintió reacio a sacarle. En medio de Berlín Oeste no existe la oscuridad, en la periferia no hay luz. Se encaminaba hacia la luz.
–Le has hecho un buen cumplido a Gadi -comentó de súbito Litvak, mirando de reojo a su jefe-. Venir a su ciudad así… Que tú hayas hecho este viaje es todo un homenaje a su persona.
–La ciudad no es suya -dijo tranquilamente Kurtz-. Se la han prestado. La única razón de que Gadi esté en Berlín es que tiene una beca, un oficio que aprender, una segunda vida por delante.
–¿Y puede soportar el vivir entre tanta escoria? ¿Por su nueva carrera? ¿Puede venir a
este
sitio, después de Jerusalén?
Kurtz no respondió a la pregunta directamente, y Litvak tampoco esperaba que lo hiciese.
–Gadi ya ha hecho su aportación, Shimon. Nadie lo ha hecho mejor, en función de sus habilidades. Ha peleado muy duro en situaciones difíciles, casi siempre detrás de las líneas. ¿Por qué no darle una segunda oportunidad? Tiene derecho a encontrar la paz.
Pero Litvak no estaba adiestrado para abandonar el combate de manera poco concluyente.
–¿Para qué molestarle, entonces? ¿Para qué resucitar lo que ya ha terminado? Si está empezando de cero, déjale que se apañe solo.
–Porque su situación es comprometida. -Litvak se volvió rápidamente en busca de una aclaración, pero Kurtz estaba envuelto en sombras-. Porque es una persona que reflexiona. Porque posee la desgana que puede hacer inclinar la balanza.
Pasaron junto al templo conmemorativo y siguieron adelante entre los gélidos fuegos de la Kurfürstendamm para regresar a la amenazante quietud de los oscuros aledaños de la ciudad.
–¿Y qué nombre utiliza ahora? -preguntó Kurtz, con una complaciente sonrisa-. Dime cómo se hace llamar.
–Becker -dijo sucintamente Litvak.
Kurtz expresó una jovial desilusión.
–¿Becker? ¿Pero se puede saber qué apellido es ése? Gadi
Becker…
¿él, que es un
sabra
?
–Es la versión alemana de la versión hebrea de la versión alemana de su nombre -contestó Litvak, sin humor-. A petición de sus patrones, ha vuelto a los orígenes. Ahora ya no es israelí, ahora es judío.
Kurtz esbozó una sonrisa.
–¿Le acompaña alguna dama, Shimon? ¿Cómo le va últimamente con las mujeres?
–Una noche aquí, otra allá. En realidad, nada fijo.
Kurtz se acomodó en su asiento.
–Entonces puede que le convenga un compromiso. Y luego volver con su bonita esposa, Frankie, a quien a mi juicio él no debería haber abandonado nunca.
Entrando en una escuálida calle secundaria, aparcaron frente a un bloque de tres pisos de ínfima calidad. Un portal con pilastras había conseguido sobrevivir a la guerra. A un lado del portal, al nivel de la calle, se veía el escaparate iluminado de una tienda de género textil con un poco atractivo despliegue de vestidos de señora. Y encima un letrero que rezaba «sólo venta al mayor».